12

Con los cabellos recién cortados en corona monacal y barba y mostacho afeitados, Brett se presentó vestido de clérigo a la apertura de las puertas del colegio al día siguiente del secuestro fallido del padre Southwell. Se deslizó en medio de un grupo de alumnos de retórica, de entre dieciocho y veinticinco años de edad, sin llamar la atención del portero.

Una vez en el patio, mantuvo una mano sobre su rostro, como si experimentase la necesidad de frotarse la barba, y se colocó cerca de la puerta de la capilla, examinando a los niños que jugaban por grupos.

Pese a su número —había más de quinientos con los externos—, se fijó rápidamente en Gaston, en compañía de algunos internos de su edad, entre los cuales creyó reconocer al segundo niño que se encontraba la víspera en el Trou punais.

Sólo faltaba saber quiénes eran.

Brett no tenía mucho tiempo. En menos de media hora sonaría la campana y tendría que acudir a clase de retórica. Buscó con la mirada a algún joven interno que pudiese informarlo. Como éstos y los externos no tenían exactamente la misma toga —la de los internos era más larga—, era relativamente fácil distinguirlos. Observó bastante rápido, no lejos de él, los tejemanejes de tres jóvenes que, curiosamente, parecían también interesarse en el grupo en el que se encontraba el pelirrojo. Brett los miró entonces atentamente. Debían de tener unos catorce o quince años. Uno de ellos, de rostro macilento, estaba tonsurado como un abad; Brett había visto pocas veces una expresión tan malévola en un joven. Su vecino habría podido pasar por un adulto, si su cuerpo macizo no hubiese estado coronado por una cabeza desequilibrada e infantil. El tercero, el más refinado del grupo, y que parecía tener un brazo tieso, observaba al pelirrojo y a sus compañeros con una expresión a la vez rencorosa y calculadora.

Brett se acercó a ellos deshaciéndose en sonrisas.

—Buenos días, señores, me llamo Jean de Mailly y soy nuevo aquí. ¿Podéis decirme dónde se encuentra la clase de retórica?

—Es aquélla, señor —respondió secamente el alumno tonsurado señalando una puerta.

—Mi familia es de Picardía. Supongo que conocéis a todo el mundo aquí —insistió Brett, haciendo caso omiso del tono poco amable de su interlocutor.

Mientras hablaba, sacó del bolsillo un paquete de bombones que había tenido la prudencia de llevar y los invitó.

—A los internos, sobre todo —respondió el palurdo tomando uno, siendo imitado de inmediato por el tonsurado, mientras que el refinado permanecía a la expectativa, observando a Brett con suspicacia.

—¿Hay muchos de Picardía en el colegio? —preguntó el mosquetero al tonsurado.

—Lo ignoro, la verdad. Nosotros estamos en cuarto y sólo conocemos a los de nuestra clase —replicó con el tono de quien desea poner fin a la conversación.

Brett ahogó una risa.

—He visto ahí a un niño tan pelirrojo como mi tío y me preguntaba si era de Picardía. En la familia de mi madre hay un montón de pelirrojos.

—¿Ese de ahí? —le preguntó el futuro abad frunciendo el ceño y señalando a Tilly con la cabeza—. No sé. Lo único que puedo deciros es que se llama Gaston de Tilly y que no es amigo nuestro.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó Brett llevándose una mano a la boca—. He sido indiscreto.

—No importa —intervino el aludido, con los ojos chispeantes de odio—. Por nosotros, que se vaya al diablo.

Al hablar, masajeaba su brazo tieso, que parecía dolorido.

—Ahora que me lo decís, tiene un aire bastante desagradable —aprobó Brett deslizando una mirada hacia el pelirrojo—. ¿Gaston de Tilly, decís? ¿Acaso es noble?

—Eso asegura —replicó el tonsurado, con un profundo desprecio—. De hecho, yo me llamo Nicolas Sillery, soy abad. Y mi compañero es de alcurnia.

El adolescente distinguido del brazo tieso se inclinó declarando en tono solemne:

—Adhémar de Rouville, para serviros, señor.

—Thémines de Lauzières —anunció el necio imitándolo.

Brett disimuló una sonrisa de satisfacción. Lo que estaba claro es que aquellos tres detestaban a su pelirrojo. Iba a procurarse aliados fácilmente.

—Hay bastantes Tilly en Normandía —observó mirando las yemas de los dedos de su mano izquierda, como para comprobar que sus uñas estaban bien cortadas.

—En efecto, ése viene de Tilly, una aldea de palurdos cuyo nombre ha debido de usurpar. Su mejor amigo es hijo de un notario, así que… En cuanto a los demás, por ahí se andan, miradlos: esos dos que están con ellos son el hijo de un carnicero y el de un cerrajero. Plebeyos de baja extracción.

—Ya veo…

Brett estaba la mayor parte del tiempo pendiente del grupo del pelirrojo, que se encontraba bastante lejos y que se hallaba frecuentemente oculto por los alumnos que corrían en todos los sentidos. Echó de nuevo un vistazo rápido al grupo de Tilly y sus amigos, siempre con una mano delante de la cara:

—¿El carnicero es el chico moreno que está a su lado? —preguntó.

—No. Ése es el hijo del notario —refunfuñó el alto de rostro palurdo—. Si un día cae en mis manos… El pelirrojo y él no se separan ni a sol ni a sombra. Hasta los días de fiesta Tilly va a su casa.

—¿A casa de un notario? —se asombró Brett con un tono de desagrado—. ¡Qué horror! Pero a lo mejor ese notario vive en un buen barrio, o es rico…

Mientras expresaba esta conjetura en tono cortés, haciendo parecer claramente que no le interesaba, invitó a unos cuantos bombones más.

—Ni siquiera. ¡Vive en la calle de los Quatre-Fils y se llama Fronsac! ¡Con eso está todo dicho! —soltó el gran mofletudo, que también quería lucir sus conocimientos.

—¿Fronsac? ¿Estará emparentado con el ducado del conde de Saint-Paul o con su esposa la marquesa de Fronsac? —preguntó Brett a Adhémar de Rouville, haciéndolo así cómplice de sus conocimientos nobiliarios.

—¡De ninguna manera! —se burló el del brazo tieso destilando su odio—. ¿No oléis desde aquí su nauseabunda plebeyez?

—Ignoraba que los internos podían salir los días festivos… Vos, por ejemplo, ¿volvéis a vuestra casa?

—¡Desde luego! Un criado y un cochero vienen a buscarme para acompañarme a casa. Pero los que viven lejos se quedan aquí.

Brett asintió varias veces, sonriendo calurosamente.

—¿Cuándo es el próximo festivo? Pascuas, me imagino.

—¿No lo sabéis, señor? —se asombró el abad—. Es la Anunciación, el 25 de este mes.

—No sé dónde tengo la cabeza —dijo Brett, propinándose un coscorrón para enmascarar su torpeza.

Ni se le había ocurrido la Anunciación, que no era festivo en Inglaterra.

La colleja hizo reír al mofletudo, pero dejó a Rouville impasible.

—Me va a costar una triple penitencia cuando vaya a confesar este olvido a mi confesor —prosiguió el inglés, con semblante desolado.

—¡Espero que no lo olvidéis! —aprobó severamente el tonsurado.

—¿Y decís que el pelirrojo se va a casa de los Fronsac los días festivos?, ¿es que no tiene familia? —preguntó de nuevo Brett dirigiéndose a Adhémar de Rouville.

—Es huérfano —replicó brevemente el interpelado, que empezaba a encontrar cada vez más extraños a aquel alumno de retórica y las preguntas que hacía.

En aquel momento sonó la campana del comienzo de las clases.

—Muchas gracias, señores —concluyó Brett, saludándolos con el bonete—. Seguramente tendremos ocasión de volver a vernos.

Los demás se inclinaron brevemente y el mosquetero se dirigió, muy satisfecho, hacia la clase de retórica. «El tal Tilly era huérfano, así que nadie se interesaría por su desaparición», pensó. Un plan germinaba en su cabeza.

Al salir a las once, después de haber asistido a una clase en latín de lo más aburrido, y encima de pie, pues los externos raras veces tenían sitio sentados, se detuvo un rato a hablar con el portero.

—¿A partir de qué hora se puede venir a buscar a los internos los días festivos? Debo venir a recoger a mi primo para la Anunciación.

—A partir de las cuatro, cuando hayan terminado las clases, señor.

Brett le dio las gracias antes de alejarse. Disponía ahora de unos quince días para preparar el secuestro e informarse sobre ese Fronsac y su despacho de notario.

El doctor Clary acudió todos los días a Clermont y los progresos de La Chesnay fueron espectaculares. Desde su primera visita, el médico había explicado al rector que era inútil transportar al niño al hospital; incluso aseguró que lo peor del catarro había pasado. En efecto, al cabo de tres días, la fiebre desapareció por completo, y a la semana siguiente a la visita de Louis y de Gaston a Robert La Chesnay, Jacques pudo volver a clase.

El prefecto de la enfermería no salía de su asombro por la visita regular del señor Clary y le había preguntado para saber quién le pagaba. El médico se limitó a decirle la verdad; había recibido la visita de un pariente lejano del joven Jacques La Chesnay que se había enterado de su enfermedad. Ese pariente le había dejado una fuerte suma de dinero para que lo cuidase. Y eso era lo que hacía.

Con ocasión de la clasificación de los alumnos de sexto al comienzo del mes de marzo, Louis se encontró entre los últimos. Su enfermedad en febrero, luego el interés que se había tomado con el pequeño becario y finalmente el complot de los jesuitas habían redundado negativamente en su trabajo y había entregado varios deberes mediocres por los cuales había sido reprendido, con gran placer de Charles Chazelles. Había obtenido incluso el humillante Piger en uno de sus ejercicios.

En cambio, Gaston trabajaba cada vez mejor y fue nombrado decurión gracias a un trabajo sobre San Pablo de tal calidad que fue leído en clase y expuesto en el refectorio durante una semana, para disgusto de Paul de Gondi.

El tiempo se había vuelto frío y seco y los dos niños esperaban con ansiedad la Anunciación, que caía en martes. Luego, sólo quedaría media semana de clases antes de las fiestas de Pascua.

Cada día, Louis espiaba la posible vuelta del padre Southwell. Se había informado sobre su presencia en el colegio, pero las clases de inglés eran impartidas por otro jesuita. ¿Qué había ocurrido con el sacerdote? ¿Había dejado Francia? ¿Había sido asesinado por sus enemigos? Ni Louis ni nadie lo sabían.

En cuanto a las reuniones en el cuarto del rector, no parecía que se hubiesen vuelto a celebrar. Quizá el complot había sido abandonado por el intento de asesinato del padre Southwell, sugirió Gaston. Los jesuitas debían de haber cogido miedo.

Los días fueron pasando y Gaston y Louis se interesaban vivamente en el próximo matrimonio del príncipe de Gales, previsto para abril. Era también el principal tema de conversación en la corte. Los externos hablaban de ello con júbilo, pues aquella ceremonia sería la ocasión de grandes fiestas en la ciudad con numerosos fuegos de artificio. En cambio, los sacerdotes abordaban el tema con amargura, pensando en el combate que acababan de perder contra la herejía.

Se hablaba de que los transportes de madera ya aportaban tablas y vigas en grandes cantidades para el atrio de Notre-Dame a fin de construir andamios y estrados. Como el príncipe Carlos y sus embajadores no eran católicos, se había previsto una ceremonia idéntica a la del matrimonio de Enrique de Navarra con Margarita, la hermana de Enrique III: unas tribunas serían construidas en el atrio y los ingleses se quedarían en el exterior durante la celebración del matrimonio.

El padre de Jehan Le Pontonnier había comprado una granja cerca de Rambouillet y descubierto a continuación, con ocasión de la asamblea parroquial, la suma exorbitante que tendría que pagar al pechero. A su hijo se le había metido en la cabeza socorrerlo. Primero les había hablado de su preocupación a los miembros de la compañía de los Seis, como llamaban a la pandilla, pero ni Gondi ni Louis, y mucho menos Gaston, pudieron sugerirle un medio para que el maestro carnicero Le Pontonnier fuese descargado de sus pechos.

De modo que Jehan le planteó su problema a Charles Chazelles, puesto que su padre era recaudador de impuestos y, por tanto, susceptible de conocer algunas prácticas que permitiesen escapar al pago. Pero a Chazelles, como buen hijo de su padre, no le gustaban los que trataban de escapar de los recaudadores y le había contestado que su padre debía pagar. Una tarde, cuando todos habían terminado sus deberes y recitado sus lecciones, Le Pontonnier se volvió en última instancia hacia Guillaume de Espoisses, cuyo padre, no lo olvidemos, era consejero en el Parlamento de Dijon. Le expuso, una vez más, su desazón.

—¿Dónde compró tu padre sus tierras?

—¿Por qué?

—En las tierras de Estado[71] el impuesto es real y se calcula sobre los bienes, mientras que en tierras de elecciones el impuesto es personal y afecta a las rentas.

—¡No entiendo nada! —observó Clary, que se había acercado a ellos.

—Si tu padre compró una tierra noble grande en una provincia de impuesto real, no tendrá que pagar impuestos.

—Nuestra granja está en Rambouillet, pero ignoro si las tierras son nobles —explicó Jean Le Pontonnier, repentinamente lleno de esperanza.

—Entonces eso no es posible —sonrió Espoisses con un gesto de evidencia—. La isla de Francia es región de elecciones; el impuesto allí concierne a todos los bienes de los cabezas de familia plebeyos.

—No le queda más remedio que pagar —dijo Charles Chazelles satisfecho.

—Tienes una solución —bromeó Gaston mezclándose en la discusión—. ¡No tienes más que convertirte en noble!

—¿Si mi padre fuese noble no pagaría nada?

—En tierras de elecciones no pagaría impuestos, en efecto —confirmó Espoisses.

—Gaston, me has dado la solución —decidió entonces Le Pontonnier—. ¡Tengo que convertirme en noble! ¿Tú cómo has hecho?

—No he hecho nada —replicó Tilly, un tanto desengañado—, salvo nacer. Mi antepasado fue hecho caballero por el rey Balduino delante de Jerusalén en 1186.

—¡Lástima que ya no haya cruzadas! —ironizó Clary señalando a Le Pontonnier con el dedo—. Con tus talentos de carnicero, a ti también te harían caballero.

—Si tu padre tiene suficiente dinero, proponle mejor que compre un cargo de consejero de una corte soberana cuando hayas acabado tus estudios —dijo más seriamente Espoisses—. Esos cargos ennoblecen.

—¡Pero no es posible esperar tanto! —protestó Le Pontonnier.

—¿Pero a tu padre por qué no se le ocurrió comprar un cargo de tesorero general, o de recaudador general, que permite convertirse inmediatamente en noble? Es cierto que se pagan a centenares de miles de libras, pero ¡eso no es nada para ti! —propuso Chazelles con alegría malvada.

—Esos oficios son cada vez más raros —intervino Louis, que había oído una conversación a ese respecto un día en que su padre recibía a sus amigos.

—De todas formas, hay cargos oscuros que a veces distribuye la cancillería, como el de secretario del rey —sugirió Guillaume de Espoisses.

—¿De qué se trata? —preguntó Clary.

—Son oficios que ennoblecen, es cierto, pero concebidos, en realidad, para llenar las arcas del Estado. Concino Concini creó trescientos sólo en 1614. Los ofreció a ¡cien mil libras! El tesoro todavía los vende a veces cuando las arcas están vacías.

—¡Repámpanos! ¡Cien mil libras!

—Pero las ventajas están a la altura del precio. Tu padre no sólo no tendrá más pechos, sino que ya no tendrá que participar en las cargas de guardia de la patrulla burguesa.

El asunto volvió varias veces a sus conversaciones. Le Pontonnier se interesaba únicamente en los cargos vendidos por la cancillería que suponían un ennoblecimiento inmediato. ¿Quién los proponía? ¿Cuál era su costo? ¿Conferían una nobleza completa? Nadie lo sabía exactamente. Preguntó a Paul de Gondi para tratar de averiguar cómo habían sido ennoblecidos sus antepasados, pero no logró sacarle nada. En cambio, Gondi le confirmó que las cartas de provisión de secretario del rey conferían efectivamente a su titular, desde un edicto de 1549, la nobleza plena, entera y transmisible. Su único límite era que no volvía gentilhombre, según el dicho: «El príncipe hace a los nobles, pero sólo la sangre los hace gentileshombres».

El deseo de ennoblecimiento se volvió una obsesión para Jehan Le Pontonnier. En cuanto a Louis y a Gaston, dejaron de interesarse por las preocupaciones del hijo del carnicero. Dos tardes, así como el jueves de la semana anterior a Pascua, fueron dedicadas a la preparación del espectáculo de ballet de fin de año. Fue la ocasión para Gaston de descubrir sus insospechados talentos de bailarín.

El martes de la Anunciación, desde las cuatro, Brett se había instalado un poco más arriba del colegio de Clermont, no lejos de la puerta de Saint-Jacques, en compañía de Bianchi. Desde el lugar en que se habían situado, y desde lo alto de sus caballos, veían perfectamente la puerta de entrada y la larga fila de carrozas, coches, carruajes, caballos y mulas que esperaban la salida de los internos.

Luc La Louvière y el monje exclaustrado se encontraban un poco más abajo en la calle, en el pescante de un pequeño coche enganchado a un caballo.

Los días precedentes, Brett había ido varias veces a la calle de los Quatre-Fils. A lo largo de las populosas calles que podrían coger los niños para ir al despacho de Fronsac no había hallado ningún lugar para secuestrarlos fácilmente. En cambio, la propia calle de los Quatre-Fils, con su pequeño número de casas y el muro ciego frente al despacho, era un buen lugar para una emboscada. Puesto que estaba tonsurado, se había vestido con un sayal para su investigación, a sabiendas de que si lo pillaban se arriesgaba a la horca. Al pasar varias veces delante del despacho de Fronsac descubrió con sorpresa al criado que acompañaba a los dos niños en el Trou punais.

La presencia del criado significaba que la intriga en la que participaba el padre Southwell era mucho más vasta de lo que había creído. Sin lugar a dudas, el despacho de Fronsac estaba implicado en la maquinación jesuita. Pensando en ello, Brett juzgó que eso no tenía nada de inverosímil. Después de todo, aunque muchos parisinos detestaban a la Societatis Jesu, una gran parte de la pequeña burguesía había sostenido la Liga católica al final del siglo pasado. Sin duda había descubierto un complot de numerosas ramificaciones. Por esa razón, decidió secuestrar al joven Fronsac al mismo tiempo que al pelirrojo.

Además, sería mucho más fácil hacer hablar a los dos niños amenazándolos al uno con el otro.

Sólo faltaba organizar el rapto. Había ideado utilizar un pequeño coche manejable, tirado por un solo caballo, que seguiría a los niños cuando saliesen. El frailuco lo conduciría y La Louvière estaría en el interior. Una vez llegados a la calle de los Quatre-Fils, una vía poco transitada, Bianchi y él mismo se quitarían de encima, o matarían, a los criados que acompañasen a los niños, los cogerían y los meterían en el coche, donde La Louvière los maniataría. A continuación, el coche se dirigiría a galope tendido hacia la calle Vieille-du-Temple, que subiría hasta las Filles du Calvaire.

Bianchi se quedaría en la retaguardia para impedir cualquier persecución mientras él mismo seguiría al vehículo.

En las Filles du Calvaire, se extendían vastos recintos cercados, cultivados y arbolados. Podría detener allí el coche e interrogar a gusto a los dos niños. Algunas bofetadas bien aplicadas, combinadas con amenazas, los harían hablar rápidamente. Los liberaría enseguida y los niños no tendrían de la aventura más que algunos malos recuerdos.

Brett buscó luego a sus tres compinches. Como no habían cobrado por el secuestro de Southwell, puesto que no había tenido lugar, se encontraban a dos velas. Les había asegurado que se había enterado de que el jesuita utilizaba a los dos niños de aprendices y que éstos sabían dónde se ocultaba. Por tanto, tenían que llevárselos para hacerlos hablar.

Había explicado su plan a los tres bandidos y les había prometido cinco doblones por el secuestro. Bianchi y el sacerdote estaban dispuestos a todo por cinco doblones. Sólo La Louvière había protestado: ¡iban a cobrar diez por Southwell!, le recordó. Brett había replicado que el trabajo era más fácil con niños. Y que si no estaban de acuerdo, lo haría con otros. ¡Lo que sobraba en el Puente Nuevo eran granujas!

Vencidos, los bribones habían aceptado.

Los niños empezaron a salir, acompañados de parientes o criados. Al fin, el pelirrojo Tilly y el joven Fronsac franquearon el porche, acompañados de un hombre de cabellos canosos. Se reunieron con otro, más joven, que esperaba con una mula y un caballo.

El señor Charreton y Claude Richepin habían ido, en efecto, a buscar a los niños, uno a caballo y el otro en mula. Gaston saltó a la grupa de la mula y Louis subió como de costumbre a la grupa de la montura de su abuelo. Los dos animales se abrieron paso entre los carruajes que esperaban delante del colegio y luego bajaron lentamente la calle Saint-Jacques hacia el Puente Pequeño.

Cuando Brett vio que los niños no irían a pie, no pudo reprimir un juramento de exasperación en inglés, que felizmente Bianchi no entendió.

«Sería demasiado difícil coger a los niños a caballo», pensó, y le dijo a su compinche que el asunto quedaba anulado.

—¡Imposible, señor! —protestó el siciliano—. Nosotros necesitamos ese dinero.

—¡Imbécil! ¡Piensa con la cabeza! ¿Cómo vamos a atrapar a esos niños si van a la grupa de los hombres?

—Dejadme eso a mí, señor. Ya he atacado con La Louvière a jinetes yendo a pie en la Valtelina. Iré a avisarle. Cerca de la calle de los Quatre-Fils, vos os ocupáis de mi caballo y nosotros nos acercaremos a los jinetes por detrás mientras el coche espera al final de la calle. Derribamos a los hombres y saltamos a la silla de sus monturas apretando a los niños contra nosotros. Hecho esto, galopamos hasta el coche y los arrojamos dentro. Lo único que tendréis que hacer es reuniros con nosotros.

—¡Es demasiado peligroso!

—¡Qué va! Os lo he dicho, ya lo hemos hecho con toda clase de viajeros. La sorpresa los deja sin reacción. ¿Habéis visto quiénes los acompañan? Un criado y un burgués. Se caerán al suelo como dos peleles. Y nosotros necesitamos vuestro dinero.

Poco deseoso de anunciar un nuevo fracaso al conde de Carlisle, Brett aceptó pese a los riesgos.

Bianchi lo abandonó para ir a explicar el nuevo plan a La Louvière. Los dos niños y los que los acompañaban ya se habían alejado. Se quedó luego cerca del coche, que guardaba una buena distancia con los jinetes. Brett los seguía mucho más lejos.

En la calle del Temple, Bianchi esperó a su jefe y le confió su caballo antes de reunirse con La Louvière, que había bajado del coche. Los dos hombres se acercaron a pie a las monturas de Charreton y Richepin. En la esquina de la calle de los Quatre-Fils, donde se encontraba el bajorrelieve que representaba a los cuatro hijos de Aymon que habían dado nombre a la calle, el coche pasó delante de los jinetes.

Los niños y sus acompañantes estaban ahora a unas toesas del despacho. El lugar estaba casi desierto, pues habían sonado vísperas en la iglesia de la Merced y en la calle sólo había unas cuantas tiendas; el lado derecho no era sino un alto muro a lo largo de los jardines.

Bianchi hizo señas a su compañero de que iba a atacar al del caballo. La Louvière asintió y se acercó a la mula. Se colocaron ambos entre los animales, para no molestarse, y, al unísono, agarraron el pie del jinete por su lado, tiraron del estribo y los levantaron bruscamente, al tiempo que agarraban a cada niño por una pierna.

Los dos jinetes bascularon del lado opuesto y se cayeron al suelo mientras los dos bandidos saltaban a la silla sin soltar a los niños, que no entendían lo que estaba pasando, creyendo simplemente en un accidente.

Richepin se quedó en el suelo, aturdido por la caída, pero el señor Charreton se levantó al momento, sólo contusionado, y se puso a gritar a pleno pulmón:

—Jacques, Guillaume, ¡socorro!

Durante ese tiempo, La Louvière golpeaba a la mula, reticente a ponerse al trote, y Bianchi trataba de dominar al caballo, que relinchaba desbocado. Todo aquello provocó un jaleo inesperado, mientras los dos niños, habiendo comprendido al fin que los atacaban a ellos, se ponían a chillar y a arañar a sus agresores.

Jacques apareció delante del portal del despacho con una escoba en la mano. Vio pasar ante él las dos monturas trotando hacia la calle Vieille-du-Temple y comprendió enseguida que había habido una agresión. Luego descubrió a Richepin inanimado y al señor Charreton, que se precipitaba hacia él ordenándole:

—¡Rápido! ¡Armas, una pistola, cualquier cosa! ¡Acaban de secuestrar a los niños!

Guillaume Bouvier se encontraba en ese momento en una de las dos minúsculas piezas que habitaba con su esposa en una casa de adobe un poco más lejos de la calle, hacia el frontón del Petit-Louvre[72]. Había terminado de limpiar un mosquete que le había confiado el señor Richepin. Acababa de cargarlo y estaba untando de pólvora la mecha nueva cuando oyó gritos en la calle.

Se acercó a la ventana y vio a dos jinetes tratando de dominar a dos niños que se debatían gritando. Los pocos transeúntes que había en la calle se habían apartado para no recibir un mal golpe. Un poco más arriba, vio al señor Charreton levantándose penosamente y a un segundo hombre en el suelo, aturdido o muerto.

Fue entonces cuando reconoció en uno de los niños al pelirrojo tonsurado, el amigo del hijo del señor Fronsac, que trataba de librarse de la presa de su agresor. Guillaume Bouvier no podía distinguir al segundo niño, que luchaba también en la otra montura encabritada, pero reconoció en el que la montaba a uno de los individuos vistos en el Trou punais. ¡El niño no podía ser otro que el hijo de su amo!

Había sobre la mesa un pequeño brasero encendido que le había servido para colar algunas balas de plomo. Cogió un cabo de estopa restregada de yesca, la encendió, luego posó el mosquete en el marco de la ventana y apuntó al jinete que se llevaba al pelirrojo. Éste, a base de hincar las espuelas en el vientre del animal, había logrado que la mula galopase y se acercaba a un coche detenido en la esquina de la calle Vieille-du-Temple.

Con el cabo de estopa chisporroteando en la mano, encendió la mecha del mosquete. El disparo sonó enseguida y la mula se desplomó.

Al caer, el jinete rodó por el suelo para ir a aplastarse contra un mojón de piedra. El niño cayó a unos pasos de él.

El disparo había enloquecido al caballo espantadizo que llevaba a Bianchi y a Louis. La bestia rodó y hombre y niño cayeron también al suelo, el niño desplomándose sobre el jinete. Bianchi se levantó, sin embargo, y se precipitó hacia Brett, que llegaba al galope a lomos de su caballo. El siciliano saltó sobre su montura y ambos picaron espuelas. El coche ya había desaparecido en el extremo de la calle.

Guillaume no tenía tiempo de volver a cargar de nuevo. Tras comprobar que había alcanzado a la mula y que los niños parecían a salvo, cogió una espada de ancho filo y se precipitó fuera de casa.

Fue el primero en llegar al lado de Louis Fronsac, que se había quedado en el suelo en la cuneta, llena de deyecciones, completamente aturdido.

—¡Señor! ¿Estáis herido? —preguntó el exsoldado, angustiado.

—N… creo que no. ¿Qué… ha ocurrido?

Gaston también se había levantado y precipitado hacia Guillaume:

—¡Guillaume! ¡Nos han atacado a nosotros! ¡El bandido está desmayado! ¡Venid, rápido!

El señor Charreton llegaba a su vez, seguido de Jacques Bouvier, de Amelot, el viejo portero, y de Antoine Mallet, todos armados con espadas o con horcas. Algunos curiosos se acercaban también, ahora que todo había acabado.

Viendo que Louis sólo estaba contusionado, Guillaume lo dejó recobrar el ánimo y se acercó prudentemente hacia La Louvière, que no se movía. Su cabeza había chocado con el mojón y sangraba por la nariz. El exsoldado le dio una patada en las costillas y luego lo pinchó varias veces con su espada. El cuerpo no se movió. La Louvière estaba muerto.

—¡Guillaume! ¿Sois vos quien habéis disparado? —preguntó el señor Charreton.

—Sí, señor. Creo que alcancé a la mula; quise disparar a tiro fijo para no herir al niño.

La mula, tumbada en el suelo, se debatía entre estertores de agonía, extendiendo en torno a ella las deyecciones de la cuneta.

—¿Conocéis a ese hombre? —preguntó el señor Charreton a sus criados y a los niños, así como a los curiosos que se habían acercado.

Guillaume lo había reconocido, pero no sabía qué decir. Notó que Gaston le apretaba la mano y permaneció en silencio.

—Es uno de esos bribones siempre en busca de un mal golpe —dijo un hombre—. ¿Os habéis fijado en la espada que lleva?

«Una espada de hierro», pensó Charreton empujando el cuerpo con el pie, una espada de espadachín. En el pecho, delante de su talabarte manchado, llevaba colgada una segunda espada. El muerto llevaba también guantes de cuero, y su sombrero de pluma había rodado por el lodo.

—Antoine —ordenó el señor Richepin a Antoine Mallet—, id a buscar a alguien de guardia en el Ayuntamiento. Vamos a transportar el cuerpo a la escalera patibularia del Temple.

—Nos queda más cerca el patio del despacho, señor —observó Guillaume.

—¡Su lugar es la escalera! —replicó secamente el señor Charreton, con los puños apretados.

En ese momento, el señor Fronsac, avisado por la señora Mallet, llegó a su vez, con una pistola de rueda en la mano. Le contaron la historia mientras la señora Richepin socorría a su marido, que estaba recobrando la conciencia.

La mula rebuznaba de dolor. Guillaume se acercó a ella y le cortó el pescuezo con la espada. Antoine ya se había ido y Amelot propuso ir a buscar a un descuartizador a la calle Vieille-du-Temple.

El señor Richepin, junto con los hermanos Bouvier y Mallet, agarraron de los brazos y las piernas el cuerpo desarticulado de La Louvière y volvieron al despacho acompañados del señor Fronsac, que llevaba a los dos niños de la mano. El notario los dejó a cargo de la señora Mallet y siguió su camino con los porteadores del cadáver hasta la escalera del Temple.

La calle de los Quatre-Fils se prolongaba por la corta calle de las Vieilles-Haudriettes. En el cruce de esta vía con la calle Saint-Avoye, que se llamaba también calle del Temple, se levantaba en efecto el tinglado de la escalera patibularia del Gran Prior del Temple.

Estas escaleras patibularias eran un vestigio de las antiguas justicias de las señorías de París. Había otra en la esquina de la calle Maire con la calle Saint-Martin; otra más en la plaza del atrio de Notre-Dame, delante del portal principal. Constituidas por maderas unidas entre las cuales se dejaban agujeros para pasar el cuello, las manos y, a veces, los pies de los criminales a fin de ofrecerlos de espectáculo al pueblo, tenían el mismo uso que las picotas. Se les llamaba, sin embargo, escaleras, pues la costumbre exigía que no pudiese haber otras picotas en una ciudad donde el rey tenía una: la picota principal de París, que estaba en la plaza de la Grève.

En esas picotas montadas en un estrado, los condenados eran a veces fustigados o recibían penas corporales, pero raramente capitales. La gente podía insultarlos, escupirles, y había quienes les lanzaban piedras y les reventaban los ojos.

La escalera del Temple era la picota de la justicia del Gran Prior. Allí no había sino ladrones o personas que hubiesen cometido violencia, y no con demasiada frecuencia, pues la justicia del Temple era bastante suave. La horca era alzada allí en raras ocasiones.

Ese día, víspera de la Anunciación, la escalera estaba vacía. Fue allí donde abandonaron el cuerpo, que el señor Charreton registró cuidadosamente; pero el bribón no tenía nada en sus bolsillos. Se había formado un tumulto de gentes que habían seguido a los cinco hombres. El señor Charreton explicó a la multitud lo que había pasado y pidió que nadie tocase el cadáver antes de la llegada de los arqueros de la patrulla. A continuación, prometió una recompensa a quien pudiese identificar al muerto y lo diese a conocer en el despacho de Fronsac.

—Ha habido numerosos raptos en París desde comienzos de año —explicó el señor Charreton al señor Fronsac, volviendo hacia el despacho—. Durante la Cuaresma, los secuestros de mujeres jóvenes por gentileshombres de la corte han sido tan frecuentes que el rey ha pedido al procurador general que persiga severamente esos crímenes.

—He oído hablar de ello, pero es la primera vez que cogen niños.

—Creo que se trata de una banda que trataba de obtener rescate. El despacho es rico y no puede más que atraer a los ladrones.

—Sin duda. ¿Cuándo actuará el rey para volver París más seguro?

—En todo caso, no lamento haber reclutado a Guillaume y a Jacques —dijo el señor Charreton tomando afectuosamente a los dos hermanos por el hombro—. Sin ti, Guillaume, Dios sabe lo que habría ocurrido.

Guillaume esbozó una sonrisa de apremio. Estaba dividido entre el deseo de decir la verdad acerca de aquellos individuos que habían intentado secuestrar a los niños y la promesa hecha a Louis de no hablar.

En casa, el señor Fronsac interrogó largamente a los niños. ¿Habían observado si los seguían? ¿Habían reconocido al segundo jinete y al que había ido a ayudarlo? A todas estas preguntas los niños respondieron de forma especialmente evasiva teniendo en cuenta que ignoraban lo que pretendían los bandidos y no querían hablar de lo que sabían.

Un capitán de la patrulla burguesa, acompañado de un oficial de policía de su barrio[73], pasó un poco más tarde con dos arqueros. Hizo algunas preguntas, a las que nadie supo o quiso responder. El señor Charreton y el señor Fronsac ignoraban quién era el hombre muerto, y Guillaume y los dos niños aseguraron no haberlo visto nunca. El capitán concluyó que se trataba de uno de tantos intentos de secuestro que había en la ciudad. Los arqueros se fueron para ir a buscar el cadáver y trasladarlo al Grand-Châtelet.

—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó Louis a su padre.

—Probablemente nada —respondió el señor Fronsac muy preocupado.

Pensaba que aquel intento de rapto sólo podía explicarse por una petición de rescate para su despacho, lo que implicaría reforzar todavía más la seguridad de la casa.

—¿Qué pensáis? —le preguntó a su suegro—. ¿Habrá investigación?

—Sin duda recibiremos la visita del comisario de barrio —respondió el señor Charreton frotándose la barbilla con la mano izquierda para marcar su perplejidad—. Pero sólo habrá investigación si la policía o la patrulla identifican a nuestro agresor, lo que me parece improbable. Si el comisario lo considera necesario, quizá abra una instrucción criminal y avise al procurador del rey, pero no lo creo. Los casos como éste son demasiado frecuentes, y, después de todo, ya se ha hecho justicia. Creo que este incidente no llegará al teniente civil ni al criminal.

—Mi padre era teniente en la compañía del preboste general de los mariscales de Rouen, señor, y las cosas me parecían sencillas entonces. Hoy hay toda clase de policía: la patrulla montada, la patrulla burguesa, los arqueros del Châtelet y los tenientes civil y criminal, los comisarios… ¿por qué es tan complicado? —preguntó tímidamente Gaston.

—Tienes razón, hijo mío, y precisamente porque hay demasiada policía y demasiadas jurisdicciones, hay tantos ladrones. Es muy sencillo: la policía se pasa el tiempo haciéndose la guerra a sí misma en lugar de perseguir a los criminales. Pero en tu enumeración te has olvidado de los prebostes de las señorías, como la del Temple, o los de las abadías, como la de Saint-Germain. Sin contar con el preboste de las Monedas, el gran preboste de Francia, o incluso el preboste de los mariscales de la Isla de Francia —añadió el señor Charreton.

—Con la excepción de las señorías, que siempre han tenido su propia justicia, la policía de París tenía su origen en la de los comerciantes —explicó el señor Fronsac—. Era la patrulla burguesa, que tiene también a su cargo la guardia de las puertas, pues desde siempre los burgueses han tenido el derecho de armarse para defenderse. Pero desde hace tiempo el rey establece el orden con la patrulla montada y el preboste de París, aunque hubo también una patrulla de los oficios que ha desaparecido.

—El preboste actual es el señor Louis Séguier, pero el cargo es sobre todo honorífico, aunque conserva el título de vizconde de París y tiene rango después del soberano y de los miembros del Parlamento. Desde Francisco I, las competencias de policía pertenecen a los tenientes civil y criminal, que imparten justicia en su nombre. El teniente civil, el señor Nicolas Bailleul, se ocupa de los asuntos de los servicios municipales, del comercio y de las sucesiones, mientras que el teniente criminal, el señor Michel Moreau, se encarga de castigar los crímenes cometidos contra la gente. Pero los más graves dependen siempre del teniente civil, que mantiene la prelación, pues el teniente criminal es un magistrado de menor rango. Pese a ello, se enfrentan en continuas rencillas. Igual que los comisarios examinadores con puesto fijo, perpetuamente en guerra con los comisarios extraordinarios, un cargo más reciente creado por Francisco I. Toda esta gente se pasa el tiempo entablando procesos para establecer sus primacías en lugar de cazar a los ladrones. Por eso no tendrán tiempo para dedicarlo a nuestro asunto.

—¿Pero quién decide abrir una instrucción criminal? —preguntó Gaston.

—Toda queja presentada ante un comisario, o por el procurador del rey, puede dar lugar a una información o a una investigación cuyo proceso verbal dirige el comisario —explicó el abuelo de Louis—. El comisario es el primer juez, interroga a los acusados y escucha a los testigos, y luego decide o no proseguir.

—¿Y para los espías, señor? ¿Hay una policía específica?

El señor Fronsac alzó las cejas, sorprendido por la inesperada pregunta del joven Tilly. Fue el señor Charreton quien le respondió, siempre con la misma paciencia.

—El señor Laurent Testu, de la patrulla montada de París, está encargado del arresto de los correos de los agentes extranjeros. Dicen que para ello tiene el derecho de revisar la correspondencia que pasa por el control general de las postas.

Gaston hizo todavía otras preguntas, pero eran cada vez más incisivas, de modo que a los señores Fronsac y Charreton les costó cada vez más trabajo responderle. Finalmente, viendo que los ponía en aprietos, Gaston se excusó y Louis lo llevó a la cocina donde los esperaban. Las cocineras les habían preparado un tentempié reparador.

Al día siguiente, los dos niños pudieron hablar discretamente con Guillaume.

—Gracias por no haber dicho nada —empezó Louis.

—Os lo había prometido, señor —masculló el exsoldado—, pero habría sido mejor no haceros caso. Si hubiese hablado, un exento habría ido a su guarida y habría encontrado a los otros dos bandidos. Al menos estaríais tranquilos. ¿Quién nos dice que no volverán a intentarlo?

—Sabiendo que los han reconocido, no creo —intervino Gaston—. Y, además, seremos prudentes. Si hubieses llamado a la policía, habrían detenido al hermano de nuestro amigo.

—¡Menudo amigo! —refunfuñó Guillaume.

—Su hermano, el que estaba enfermo, nos aseguró que su hermano mayor era un valiente, aunque hubiese tenido sus más y sus menos con la justicia en el pasado. Nosotros le creemos.

Guillaume suspiró y no contestó. En más de una ocasión se había encontrado con gente como el tal Robert La Chesnay. Del tipo de hombres que te degüellan sin pestañear. ¿Qué relación tenía con la agresión de la que habían sido víctimas los niños?, se preguntaba con desconfianza.

Brett, despechado por su nuevo fracaso, se quedó aterrorizado durante tres días esperando que nadie lo hubiese reconocido y que La Louvière no hablase. El Viernes Santo se encontró por azar con Bianchi en el Puente Nuevo, donde el malvado bribonzuelo, hambriento, intentaba robar alguna bolsa. Le dio un escudo y Bianchi le comunicó la muerte de La Louvière. En cuanto al monje, había desaparecido con el coche.

Más tranquilo, Brett volvió al palacio de lord Carlisle para anunciarle su fracaso.

El embajador inglés no pudo recibirlo hasta el sábado por la noche, y con mucha prisa:

—Señor Brett, ¡paradlo todo! Su Majestad el rey Jacobo acaba de morir. Carlos, el príncipe de Gales, es nuestro nuevo rey. Aguardo instrucciones.