11

Brett había sido el primero en ver a Southwell desembocar en el Petit Châtelet. Se levantó sin apresurarse para no atraer la atención e hizo una seña a sus compañeros para que se preparasen, sin apartar los ojos del jesuita, que parecía indeciso. El sacerdote miraba en torno a él, como si buscase a alguien o intentase reparar en un posible seguidor. «Quizá quería verificar, en efecto, que no tenía a nadie pisándole los talones», pensó el mosquetero.

Fue entonces cuando, de forma inesperada, el padre Southwell se volvió bruscamente como si hubiese sido empujado. Brett vio a un clérigo de tonsura roja que huía. ¿Había golpeado al jesuita? ¿Le había robado su bolsa? No, no era eso, porque Southwell no se puso a gritar ni a perseguirlo, sino que empezó a mirar detenidamente en torno a él. Varias veces repasó con la mirada la terraza del Lyon d’or sin detenerse. ¿Buscaba a alguien?

Esa vacilación era anormal. Pasaba algo que el mosquetero inglés no entendía. La víspera y la antevíspera el jesuita se había dirigido directamente hacia la calle Saint-Jacques. ¿Por qué observaba hoy esa extraña actitud?

De repente, Souhtwell dio media vuelta y tomó el pasaje del Châtelet en sentido inverso, hacia el Puente Pequeño. ¿Adónde iba?

Brett dudó si seguirlo, pero se contuvo. Si el jesuita se había fijado en él, más valía no hacer nada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Luc La Louvière.

—No sé, parece que desconfía y ha dado media vuelta.

—Yo lo he visto todo —masculló el monje exclaustrado.

—¿Qué has visto, frailuco? —se burló Bianchi con insolencia.

—A un joven clérigo, un niño… Le habló antes de salir disparado hacia la calle de la Leña. Creo que fue él quien lo avisó de que estábamos aquí.

—Crees… crees… eres capaz de decir cualquier cosa —dijo La Louvière encogiéndose de hombros.

—¿Tú crees? Pues voy a decirte otra cosa, sabelotodo: ese joven clérigo pelirrojo es el que estaba en el Trou punais hace un rato. Y no estaba allí por casualidad. Todo esto huele a chamusquina.

Se produjo un silencio. Brett miró detenidamente al monje para tratar de adivinar una posible broma, pero el exclaustrado, con los brazos cruzados, esbozaba una mirada despectiva, muy seguro de sí.

Tal vez tuviese razón después de todo, y, si era así, la cosa era grave. Eso podía significar que estaban siendo vigilados, que no eran los cazadores sino la presa. Brett sintió un escalofrío. ¿Se había equivocado desde el principio? ¿Tendría agentes enemigos tras sus pasos? ¿Jugaban los jesuitas una partida contra él?

Se puso a examinar cada rostro en torno a él. Un oficial de Palacio parecía observarlos. Volvió su mirada. ¿Tenía a la policía tras él? ¿Lo habría traicionado Annette? Se esforzó en conservar su sangre fría, apretando y aflojando maquinalmente los puños.

—Sentémonos —propuso lentamente—, y contadme lo que sabéis de ese joven pelirrojo que estaba con vosotros en la taberna.

—¡No sabemos nada! —respondió La Louvière—. ¡Jamás lo habíamos visto!

—Es verdad —confirmó el monje, algo más amable ahora que se tomaban sus palabras en consideración—. Estaba con otro niño de su edad y un hombre con pinta poco agradable de exsoldado. Se sentaron en una mesa como si estuviesen esperando a alguien.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. Luego nos fuimos. No los he vuelto a ver —afirmó Bianchi.

—Yo he visto al pelirrojo —insistió el monje—. Los otros dos no debían de estar lejos.

—Tal vez hayan vuelto al Trou punais —sugirió La Louvière.

—¿Por qué? ¿Según tú, qué hacían allí? —preguntó un Brett rabioso ante la ocurrencia del granuja.

—¿Y por qué no iban a estar según vos? —sugirió La Louvière con insolencia.

—Vosotros estabais en el Trou punais, es allí donde los habéis visto. Ahora bien, nadie sabía que yo iría allí. Erais vosotros los que vigilabais.

Los tres espadachines permanecieron silenciosos. ¿Cómo y por qué aquel niño pelirrojo podía andar tras ellos? ¿Y cómo conocía al padre Southwell? ¡Todo aquello era incomprensible!

—¿Qué hacemos? —preguntó finalmente Bianchi.

—El asunto está anulado para esta noche, voy a reflexionar —decidió Brett levantándose—. Volveré a encontraros en el Trou punais.

Y añadió en un tono amenazador:

—¡Si volvéis a ver a esos tres, deshaceos de ellos!

La Louvière sonrió pasando la mano bajo la garganta en un gesto elocuente.

Durante ese tiempo, Louis, Gaston y Guillaume llegaban al Trou punais. Ahora, las tres mesas estaban ocupadas y un fuego ardía en el hogar. Había incluso algunas muchachas de mala vida sentadas a la misma mesa. Guillaume barrió la sala con la mirada y luego se dirigió hacia uno de los taberneros, que hablaba con las chicas —el delgado y calvo de la corona de cabellos grises—. Los niños lo siguieron. Al pasar delante de una mesa, Louis vio que uno de los clientes era un joven que los miraba con atención. Tenía la frente prominente como Jacques La Chesnay y la misma forma de barbilla puntiaguda en un rostro oval. ¿Era el mismo que había visto en el locutorio? Con la oscuridad, no podía estar seguro. Sin embargo, el hombre sentado a la mesa tenía esa actitud indefinible, una mezcla de dureza, de audacia y de actitud vigilante que le recordaba al aventurero inquietante que había vislumbrado en Clermont.

Dio un codazo a Gaston para atraer su atención y el gesto no escapó al joven, que esbozó una sonrisa sin alegría.

—¡Ah! Por fin llegáis —dijo el tabernero—. Robert está esperándoos desde hace una hora.

Señaló al joven.

Guillaume se lo agradeció con un gesto y se dirigió hacia Robert con los niños. Aún había sitio en el banco frente al suyo. Guillaume hizo sentar a los niños y él se quedó de pie detrás de ellos, dejando hablar a Louis.

Robert La Chesnay apenas tenía veinte años, y la sombra de su mostacho, así como la de su barba rala, intentaban en vano hacerle parecer de más edad. No tenía ni el aspecto ni la vestimenta de un pillo, y, sin embargo, por su expresión, o más exactamente por su ausencia de expresión y sobre todo por su mirada sombría perpetuamente al acecho, no se podía dudar de que fuese un aventurero.

Los taberneros lo habían avisado del estado de su hermano, de modo que fue lo primero que preguntó cuando los niños se hubieron sentado:

—¿Jacques está enfermo?

La pregunta no parecía revelar ningún sentimiento. Estaba hecha en un tono neutro, como si la cosa no fuese con él. Su rostro, incluso, no mostraba ninguna expresión.

—Sí, señor —respondió Louis—. Está muy grave. Un catarro que le provoca una fiebre muy alta.

Robert se quedó silencioso un instante pero, a la luz de la única candela de sebo posada en la mesa, Louis observó que había palidecido ligeramente.

—¿Grave? —preguntó Robert La Chesnay pasándose una mano por el rostro como para enmascarar su inquietud.

—Sí, señor. Por eso hemos venido a verlo. Somos sus amigos. El rector quiere enviarlo al hospital mañana o pasado.

Robert apretó la mandíbula. Ahora le resultaba difícil dominarse.

—Sólo lo tengo a él. No quiero perderlo. ¿Qué puedo hacer?

—Tendría que visitarlo un buen médico todos los días. Los hermanos tal vez lo dejarían quedar si alguien pagase para que fuese mejor tratado.

—El dinero no es ningún problema —afirmó Robert sacudiendo la cabeza arriba y abajo—. Pero no puedo ir a ver a los jesuitas yo mismo. Ignoran mi existencia, y, si me conociesen, no tendrían a mi hermano como becario. Quiero que estudie y se haga sacerdote.

—Nosotros conocemos un buen médico, señor. Su hijo está interno con nosotros; estuvo enfermo y su padre lo curó. Se llama Clary y vive en la calle Gaillon. Podríais pedirle que cuidase a vuestro hermano. Si acudiese mañana para ocuparse de él, Jacques no iría al hospital.

Robert se levantó de inmediato y esbozó una breve sonrisa que más parecía un rictus.

—Lo haré inmediatamente.

Articuló estas últimas palabras en el mismo tono que había empleado al principio de la conversación. Sin duda era un hombre de mucha sangre fría, que no quería dejar traslucir sus temores. Se dirigió entonces a Guillaume haciendo una señal con la cabeza en dirección a los niños.

—Lamento haberos causado tantas molestias, señor. Os agradezco sinceramente que los hayáis acompañado hasta aquí.

Louis pensó que debía dirigirse con la misma voz a las personas que se encontraba por la noche en las esquinas de las calles cuando estaba con los Salmonetes y los Rucios. Probablemente les diría algo así como: «Lamento tener que insistir, pero si no me dais vuestra bolsa, voy a tener que cortaros el gaznate de un tajo».

Guillaume asintió cortésmente. Había tratado a suficientes individuos como este pájaro para saber a qué atenerse. La Chesnay se levantó y los saludó antes de dirigirse hacia una puerta al fondo de la taberna por donde el tabernero pasaba para ir a buscar el vino. Seguro que había un cuarto en los pisos e iba a buscar su dinero.

Guillaume y los niños dejaron el lugar inmediatamente.

En el camino de vuelta, Louis abordó con el criado el tema que le preocupaba.

—Guillaume, han ocurrido muchas cosas esta tarde que mi amigo Gaston y yo no entendemos del todo. Sería una lástima preocupar a mi padre y a mi abuelo contándoselas.

—Vuestros padres van a preguntarme, señor —observó Guillaume—. Son mis amos y no debo mentirles.

—Es cierto, pero podríais ser evasivo. Los jesuitas nos han enseñado que una verdad podría estar incompleta sin que haya mentira. Podríais no hablarle de esos truhanes y del padre Southwell. En cuanto al señor La Chesnay, no es imprescindible contarle a mi padre que parece un bandido —precisó a media voz.

—Tenéis razón, señor; por otra parte, muchos de esos bergantes parecen gentes honradas —sonrió Guillaume después de un instante de duda—. En cuanto a los truhanes, hay tantos en París, que hablarles de los nuestros… A vuestro padre no le interesaría nada.

—Gracias, Guillaume —respondió simplemente Louis.

Después de la cena en el refectorio, Louis y Gaston subieron a ver a su amigo becario a la enfermería. Su estado no había cambiado, y sólo susurraba que el rector había ido y había decidido enviarlo el sábado al hospital.

Louis le contó la visita hecha a su hermano. Si lograba convencer al señor Clary para que lo visitase a partir de mañana, todo podía cambiar, le prometió.

Pero el pobre niño no creía ya en esa posibilidad. Por la tarde había pedido confesión y un sacerdote le había administrado el sacramento de la unción de los enfermos.

Un poco después, en el patio, Louis y Gaston conseguían al fin aislarse para comentar los acontecimientos de la tarde. ¿Lograría Robert La Chesnay convencer al doctor Clary para que llegase a tiempo? ¿Y disponía de suficiente dinero para convencerlo? Gaston lo dudaba y Louis no sabía qué pensar.

El otro tema principal de su charla era el intento de agresión contra el padre Southwell, uno de los miembros del complot que Louis había descubierto. Ello significaba que un partido adverso intentaba hacer fracasar a los jesuitas.

¿Quiénes eran?

Si el propósito de la conspiración urdida por Mendoza y Souhtwell era el asesinato del hijo del rey de Inglaterra, o el de lord Buckingham —ambos poderosos enemigos de la Compañía de Jesús, según el padre Caussin—, lo más probable era que los truhanes del Trou punais perteneciesen a la policía secreta inglesa. Era en todo caso el punto de vista de Gaston, que aplicaba un adagio de derecho de Cayo Casio Longinos que acababan de estudiar: Cui bono?[69]

—Si tienes razón, eso significaría que los ingleses están enterados de este complot —objetó Louis—. Pero si ése fuese el caso, ¿por qué no han pedido al preboste de París que interviniese? Un arresto oficial del padre Southwell, seguido de su interrogatorio, habría sido más simple que intentar asesinarlo en su hostería.

—Quizá no —replicó Gaston—. No olvides que, según el padre Sirmond, Southwell tiene una larga experiencia en operaciones secretas al servicio de la Compañía de Jesús. Una vez detenido, no habría hablado, y el preboste se vería obligado a soltarlo. En cambio, los que querían su muerte no son alcanzados por el derecho judicial.

Louis reconoció que el argumento era pertinente.

—Desde luego, los que hemos visto no estaban acompañados de exentos o de arqueros, como lo haría un comisario del Châtelet a las órdenes del señor de Bailleul o del señor Moreau[70] —dijo Louis, que conocía el nombre de los tenientes civil y criminal porque su abuelo hablaba con frecuencia de ellos.

—Hay otra explicación —sugirió Gaston—. Southwell estaba en Holanda para encontrarse con un joyero que debía entregar unas piedras para unos herretes. Quizá los bandidos se enteraron de que ya trajo las joyas. En ese caso, nuestros bribones sólo serían ladrones bien informados… pero también podría ser una conjura de gentes que detestan a los jesuitas —añadió, tras un momento de reflexión—. ¿Por qué no de los protestantes?

—No lo creo. Estoy seguro de que todo esto tiene relación con ese complot —decidió Louis—. Tenemos que enterarnos de algo más…

John Brett volvió al palacio de Saint-Germain donde se alojaba el conde de Carlisle, no sin antes dar grandes rodeos, pasando por el Pré-aux-Clercs, vasta extensión a orillas del Sena, lo que le permitió comprobar que nadie lo seguía.

El conde volvía justamente del palacio de Chevreuse, donde, junto con el conde de Holland, el duque de Chevreuse y algunas personas de la corte encargadas del protocolo, habían trabajado en los preparativos del matrimonio del príncipe de Gales.

Brett pidió una entrevista y le fue concedida.

Dio explicaciones al duque, con la mirada baja y especialmente incómodo.

—El padre Southwell ha desconfiado, milord. Cuando íbamos a cogerlo en su hostería y todo estaba listo para su secuestro, dio media vuelta.

Sacó la bolsa que le había dado el conde y la depositó humildemente en una repisa situada al alcance de su mano. Carlisle no respondió de inmediato. De pie, al lado de su escritorio, apretó los puños un instante, profundamente contrariado por haberse equivocado con aquel mosquetero inepto. Dominando su rabia, declaró al fin con todo el desprecio de que fue capaz:

—¡Sois un imbécil! ¿No os dije que os disfrazaseis? Ese Southwell era una pieza demasiado grande para vos.

Brett enrojeció hasta las orejas, pero logró balbucir:

—No es lo que creéis, monseñor. Es que alguien lo ha avisado.

—¿Avisado? —preguntó Carlisle, repentinamente interesado—. ¿El jesuita tenía cómplices?

—Sin duda, milord. Pero reconozco mi estupidez y mi inexperiencia. No desconfié de un niño.

—¿A qué os referís?

—Todo estaba dispuesto para el secuestro, milord. Yo había seguido al padre Southwell varias veces y conocía perfectamente su empleo del tiempo y su itinerario desde la casa profesa hasta la hostería, luego al colegio de Clermont. Así que me fui a buscar a mis hombres a su taberna. Un lugar discreto —y repugnante— alejado de todo. Sólo estaban ellos en la sala. Ellos y otro hombre acompañado de dos niños. Eran dos jóvenes clérigos de unos doce años, uno de los cuales estaba completamente tonsurado.

Se calló temiendo haber ido demasiado lejos y esperando un estímulo para seguir.

—¡Continuad!

—Me fui con mis hombres al Puente Pequeño, por donde Southwell pasaba cada día a la misma hora viniendo de la calle Saint-Antoine. Llegó, en efecto, y no podía vernos, pues estábamos enfrente, en la terraza del Lyon d’or, disimulados en medio de numerosos clientes.

Carlisle hizo un signo con la cabeza indicando que conocía el lugar.

—En ese momento uno de los niños de la taberna, que se encontraba allí no sé a santo de qué, se acercó al jesuita y lo previno de nuestra presencia.

—¿Estáis seguro? —preguntó Carlisle cerrando los ojos en una mezcla de perplejidad y asombro.

—Por completo, milord. Uno de los dos niños de la taberna estaba tonsurado y era pelirrojo como Southwell. Y fue ese clérigo pelirrojo quien empujó al jesuita y le soltó algunas palabras justo antes de que diese media vuelta. Es imposible que me haya equivocado. Es el mismo niño.

—¡Es una historia increíble! ¡Un niño! —exclamó el conde encogiéndose de hombros.

—Virgilio lo dijo: no os fiéis de las apariencias, milord.

Lord Carlisle no respondió de inmediato. Reflexionaba. Si Brett decía la verdad, eso implicaba que Southwell tenía cómplices: como mínimo esos niños, el que los acompañaba, otros sin duda… Southwell había ido a Bruselas… Todo ello significaba ciertamente que preparaba algo de envergadura. Quizá Brett hubiese metido la nariz en un complot de altos vuelos, aunque fuese por azar. ¿Pero era capaz de llevar a buen puerto un asunto de tal importancia?

—De acuerdo —suspiró el embajador dando algunos pasos—. ¿Qué proponéis ahora?

—Hay una intriga inquietante en torno al padre Southwell, lo presiento, estoy seguro, pero es posible hacerse con el secreto, y de eso también estoy convencido —respondió el mosquetero.

—¿Cómo?

—El jesuita, desde luego, habrá desaparecido, pero queda ese joven pelirrojo…

—¿Creéis poder encontrarlo en una ciudad como París? —preguntó Carlisle encogiéndose de hombros.

—¡Por supuesto, milord! Es pelirrojo, está tonsurado como un futuro religioso, Southwell da clases en Clermont. Luego ese joven clérigo es sin duda alumno del colegio de los jesuitas.

—Y tal vez sepa dónde se oculta Southwell… —prosiguió Carlisle, seducido por aquella deducción.

—En todo caso, podría decirnos muchas cosas si lo hacemos hablar —confirmó el mosquetero.

—¿Pero cómo vais a encontrarlo?

—La enseñanza es libre y gratuita para los alumnos externos en el colegio de Clermont. Puedo presentarme vestido de clérigo mañana mismo e intentar buscarlo. Si lo consigo, trataré de saber más sobre él y recurriré a mis hombres con ocasión de una salida que haga.

—Secuestrarlo en plena ciudad no será fácil —objetó el conde—. No quiero más errores y, sobre todo, nada de escándalo.

—Tomaré todas las precauciones, milord—. Me gustaría tener mi revancha.

—Debéis afeitaros y tonsuraros para pasar inadvertido entre los jesuitas —ironizó Carlisle.

—No es ningún problema, milord.

—Evitad los crímenes inútiles que sólo provocarían investigaciones de la policía. Si lográis coger a ese niño, debería bastar con unas simples amenazas para hacerle hablar.

—Sin duda, pero también podría reconocerme… —objetó Brett.

—En ese caso, no participéis directamente en el secuestro y disfrazaos para interrogarlo. Vuestros hombres tienen poca importancia. Supongo que ignoran quién sois.

—Por supuesto, milord.

—Investigad también por qué Southwell utiliza niños…

—He pensado en ello, monseñor. Sería desde luego un método muy hábil tener en las calles informadores en los que nadie se fija. Espías irregulares, en cierto modo…

—¿Irregulares? ¿Entonces podría haber varios? ¡Los irregulares de la calle Saint-Jacques! Me gusta el nombre de la banda. Creo que habéis metido la nariz en algo, señor Brett. Si todo eso se confirma, hay algo demasiado grande para que permanezcamos en la ignorancia.

Al día siguiente por la mañana en el patio, después del almuerzo, Louis vio a un visitante cubierto con un grueso manto de cuello de piel del que sobresalía el traje negro de médico. Se dirigió hacia la escalera central en compañía de un joven sacerdote. Louis se acercó a ellos y reconoció el rostro demacrado y los ojos claros del señor Clary.

Repentinamente tranquilo, comprendió que habían triunfado. Al fin iban a cuidar correctamente a su amigo.

Contento como estaba, no prestó ninguna atención al joven que los observaba.