10

Volvieron a la enfermería al día siguiente durante el recreo de la tarde, pero el pobre La Chesnay, pálido como un cadáver, estaba en un estado semicomatoso y no pareció reconocerlos. Ya se iban preocupadísimos cuando fueron abordados por el prefecto de la enfermería:

—Su estado apenas ha mejorado —les explicó tristemente—. Nuestro boticario ha venido esta mañana con un hermano médico. Creen que si no mejora al final de la semana, habrá que mandarlo al hospital. El rector lo decidirá dentro de unos días.

—¿Lo cuidarán mejor allí, padre? —preguntó Louis esperanzado.

El sacerdote suspiró. Su expresión evasiva y confusa no anunciaba nada bueno.

—Lo deseo de todo corazón, hijo mío —respondió tras una vacilación.

Gaston y Louis bajaron al patio sin intercambiar una palabra. Louis buscó a Jean Clary. Lo encontró en compañía de un alumno de quinto cuyo padre era también médico.

—Jean —lo abordó—, Jacques La Chesnay está muy grave. Los sacerdotes quieren mandarlo al hospital. ¿Por qué no pueden cuidarlo aquí?

—En el hospital no cuidan a nadie —replicó el otro interno con el aire tranquilo de quien sabe de lo que habla—. Si lo mandan allí, es para dejarlo morir.

—¿Estás seguro? —preguntó Gaston anonadado.

Clary bajó la cabeza antes de decir:

—Fui al hospital con mi padre cuando me restablecí. Como quiere que siga su profesión, y considerando que no corría el riesgo de contraer de nuevo un mal catarro, quiso mostrarme algunos casos más graves que el mío. El hospital es el infierno en la tierra, Louis. Desde la entrada se percibe el olor. En el patio principal los detritus de la cocina están mezclados con los excrementos humanos. Hay varios enfermos por cama, generalmente desnudos, en inmensas salas glaciales de una suciedad repulsiva. Los muertos permanecen a veces varias horas mezclados con los vivos. Jamás cambian las sábanas sucias. Hay atroces trifulcas entre los enfermos para repartirse un alimento insuficiente y malsano. Sin contar con los desequilibrados, que divagan y violentan a los más débiles.

—¡Pero La Chesnay no puede ser enviado allí! —se asustó Louis.

—Aquí son los sacerdotes quienes deciden, y allí es Nuestro Señor —replicó Clary, que se persignó alzando los ojos al cielo.

El hijo del médico nunca había intimado con Jacques La Chesnay y, habiendo acompañado a su padre en sus visitas, era sin duda más insensible que otros a la muerte y a la miseria humana.

Louis asintió sin decir nada para no desvelar su pensamiento. Tras dar las gracias a los dos niños, llevó a Gaston aparte y le comunicó su decisión.

—Debemos avisar al hermano de Jacques. Tiene que venir a buscarlo, o dar dinero a los hermanos para que sea correctamente tratado por un médico.

Tilly se encogió de hombros con fatalismo:

—¿Qué quieres hacer? No sabemos nada de su hermano y no podemos salir de aquí antes de San Matías, dentro de dos semanas.

Se sentaron en un banco, lejos de los niños que jugaban.

—¡Tiene que haber una solución! —exclamó Louis—. Si fueses coronel de un regimiento, sabrías qué táctica aplicar.

La observación hirió en lo más profundo a Gaston, que reflexionó un momento antes de proponer:

—Escribe una carta a tu padre y pídele que venga a buscarnos el jueves por la tarde, en lugar de ir de paseo, prometiendo que volveremos por la noche. Inventa un pretexto. Le das la carta a un externo y le prometes un ochavo por el recado. Esta noche intentamos que La Chesnay nos diga la dirección de su hermano. Así podremos avisarlo.

Sonó la campana del final del recreo.

—Pero ¿qué pretexto invocar para convencer a mi padre? —preguntó Louis cuando entraban en el aula.

—La verdad —replicó Gaston encogiéndose de hombros—. La verdad es siempre lo más fácil de confesar. Sólo tienes que decir que uno de tus amigos está enfermo y que quieres avisar a su familia. Que sólo tú y yo la conocemos. Y que, si no podemos hacerlo, tu amigo morirá. Pero no se te ocurra hablar de los Salmonetes y los Rucios.

Louis asintió con la cabeza, esbozando una triste sonrisa.

Durante la clase de Sagradas Escrituras escribió dos cartas, una a su abuelo y otra a su padre. En ambas misivas les suplicaba que fuesen a buscarlos, a Gaston y a él, para una ausencia de tres o cuatro horas, a fin de avisar a la familia de un compañero muy enfermo. Las cartas no eran exactamente idénticas. En la de su abuelo insistía en la amistad que lo unía a La Chesnay; en la de su padre se mostraba preocupado por la vida de su amigo. Louis sabía que los dos hombres hablarían de ello, y que si la amistad era una cualidad que el señor Charreton colocaba por encima de todo, era la vida humana la que primaba en las decisiones de su padre. Esperaba así convencerlos completamente. Les prometía que les contaría todo cuando fuesen a casa por San Matías.

Conocía a un externo de cuarto cuyo padre, tapicero en la calle Saint-Avoye, era cliente del despacho. Tan pronto como acabó la clase, se dirigió al aula de los de cuarto. Logró encontrar al alumno que buscaba y le pidió que le llevase las dos cartas al despacho. Ni siquiera tuvo necesidad de prometerle dinero: el joven —tenía dieciséis años— era servicial y prometió llevar su correo esa misma noche.

Fueron a ver a La Chesnay después de cenar. Su amigo había despertado e incluso había comido una taza de sopa de pollo. Pero mostraba una palidez y una delgadez espantosas.

—Gracias… —susurró cuando Gaston y Louis se sentaron al borde de su lecho minúsculo—. No sé si os volveré a ver… El prefecto me ha dicho que me iban a mandar al hospital.

—No queremos que vayas allí —trató de tranquilizarlo Louis—. Vamos a avisar a tu hermano.

El pequeño becario cerró los ojos un segundo, como aliviado, antes de decir:

—No me atrevía a pedíroslo… Me gustaría mucho que supiese que estoy enfermo, pero ¿cómo haréis?

—¿Sabes dónde vive?

—¡Claro!

—¿Dónde?

—Hay que bajar la calle Saint-Jacques. En la esquina de la calle de la Leña hay un comerciante de vinos. Un poco más lejos, en la calle de la Leña, veréis la hostería del Poing d’or et de la Main d’argent

Sufrió un acceso de tos que lo ahogó.

—¿Es ahí?

—No. Hay que coger por ésa. Al fondo, llegáis a un patio con varios callejones muy estrechos, casi invisibles. Hay que meterse por el que está más a la izquierda. Os llevará a un segundo patinillo en el que se encuentra una taberna que no tiene nombre, sólo un cartel, pero completamente borrado. Los parroquianos le llaman el Trou punais[67]. Dos hermanos, ya mayores, regentan el tugurio. Uno es muy delgado, con una fuerte quijada y una gruesa nariz…

La Chesnay sonrió débilmente al evocarlo.

—También tiene los ojos muy redondos, como los perros. El otro es barrigudo, colorado y con enormes mostachos grises bajo unos ojos muy claros. Preguntadle por Robert La Chesnay. Allí lo conocen.

—¿Has estado allí? —preguntó Gaston, ligeramente inquieto después de esa descripción.

—He vivido en ese patio. Mi madre trabajaba en la taberna. Los dos hermanos tienen pinta de truhanes pero son hombres buenos, podéis confiar en ellos.

—Seguramente vendrán a buscarnos el jueves después de comer —explicó Louis—. Tu hermano tendría que estar allí por la tarde. Pero ¿y si no está? ¿Sabe leer? ¿Podríamos dejarle una carta?

—No. Si no está allí, les dais el recado a los dos hermanos. Ellos hablarán con él.

—De acuerdo. Procura reponerte. No puedes ir al hospital.

—Ya lo sé. Mi madre se murió allí. Pero noto que pronto voy a reunirme con ella, que me llama…

Se quedaron un rato más con el niño, intentando hacerle reír contándole las quejas de su compañero de dormitorio, Jehan Le Pontonnier, que les había hablado durante todo el día de la cantidad exorbitante de impuestos que debía pagar su padre por las tierras que acababa de comprar en las afueras de París.

Cuando lo dejaron, La Chesnay se había dormido sonriendo.

Al día siguiente el estado de La Chesnay permaneció estacionario, pero Louis y Gaston no pudieron verlo más que unos minutos pues, apenas llegaron, el boticario y los jesuitas fueron a darles las pociones a los enfermos. Louis se enteró un poco más tarde de que su mensajero había cumplido llevando las dos cartas al despacho.

La mañana del jueves estaba dedicada al trabajo en las habitaciones, pero Louis y Gaston apenas se aplicaron. ¿Irían a buscarlos? ¿Y el rector los dejaría salir?

La comida transcurrió normalmente, luego salieron al recreo y los prefectos los reunieron para el paseo. Casi habían perdido la esperanza cuando vieron dirigirse a ellos al padre Louis Cellot y al padre Galliffet.

—Señor Fronsac —dijo el padre Cellot—, un criado al servicio de vuestro padre acaba de llegar con una carta para el rector. Esa persona debe llevaros a vuestra casa por la tarde. Se trata de un problema familiar urgente, de modo que el padre Filleul ha dado su conformidad. Haced el favor de seguir al padre Galliffet hasta el locutorio.

—¿Y mi amigo Gaston no viene conmigo, padre?

—Tenéis razón, la carta menciona también al señor de Tilly. ¿Sabéis por qué tiene que ir con vos? —preguntó el prefecto de estudios suspicaz.

—Tal vez, padre —mintió Louis, poniéndose colorado—, tenga que ver con mi abuelo, que quiere mucho a Gaston.

—Entiendo… De todas formas, no olvidéis estar de vuelta a las seis.

Siguieron al padre Galliffet. En el locutorio, al lado de la portería, los esperaba Guillaume Bouvier, vestido con su jubón de búfalo sin mangas, sobre el cual se había echado una gruesa capa de lana oscura. Llevaba un sombrero recto y sus habituales botas que le llegaban a media pierna.

Louis y Gaston lo saludaron sin ocultar su placer. El exsoldado pareció a la vez confuso y orgulloso de la efusión de alegría de los jóvenes señoritos, como los llamaba.

Tras las últimas recomendaciones del padre Galliffet en cuanto a la hora de regreso, salieron. Louis y Gaston conservaban su sombrero y sus togas de colegiales, que llevaban sobre el jubón. Guillaume había ido a pie.

—Vuestro padre me ha dicho que debía llevaros a casa del padre de uno de vuestros amigos enfermos —dijo—. Me ha recomendado que no os deje y que esté pendiente de que no os manchéis. ¿Adónde hay que ir?

—Al barrio, Guillaume —dijo Louis, cogiéndolo de la mano—. Bajamos por la calle Saint-Victor. Antes del Puente Pequeño hay un tratante de vinos que hace esquina con la calle de la Leña. A partir de ahí, te guiaremos nosotros.

Guillaume bajó la cabeza más tranquilo al saber que no irían lejos. A aquella hora, la calle Saint-Jacques estaba menos atascada que por la mañana, cuando los mariscales y los tratantes de animales para la Gran Carnicería entraban en la ciudad. En cambio, había muchos carruajes, carretas y mulas que la subían hacia la puerta de Saint-Jacques. Guillaume, llevando a los niños de la mano, permaneció en la acera para evitar el reguero de deyecciones que corría en medio de la calle. Al mismo tiempo, quería evitar que un vehículo o un animal chocase o hiriese a los dos niños que tenía a su cuidado. Pero algunos vehículos iban muy rápidos tan pronto la vía quedaba libre ante ellos y sus ruedas los salpicaban entonces con un lodo negro y pegajoso.

Louis se arrimó al exsoldado buscando su protección. En un momento en que la capa de Guillaume se había abierto, percibió el mango de la hoja oculta en la bota y se quedó más tranquilo.

Al acercarse al Petit-Châtelet, las grandes casas de entramado en cruz de San Andrés, pintadas de vivos colores con magníficas enseñas, y los palacetes de ladrillo con jardines y patios en fachada empezaban a escasear. Hasta el Puente Pequeño y hacia la plaza Maubert se extendía una red de calles oscuras, la más larga de las cuales era la de la Leña.

Avanzaban ahora con más prudencia si cabe por la calle que se estrechaba. Callejones con el suelo cubierto de estiércol, en los que se percibían a veces una cabra o un cerdo, se abrían entre las viejas casas estrechas y hundidas. Sus pisos en saledizo daban la impresión de estar a punto de desplomarse en cualquier momento.

Con frecuencia, pilares carcomidos sostenían las fachadas salientes y formaban galerías cubiertas que resguardaban porches por los cuales se accedía a las viviendas siguiendo largos soportales abovedados, interrumpidos por escaleras de caracol o por escalas. Esas galerías eran la guarida de los vendedores ambulantes que gritaban a cual más fuerte para animar a los transeúntes a comprar su mercancía de pasteles calientes, ciruelas, queso, champiñones o incluso suelas.

En medio de aquel estrépito ensordecedor que hacía las delicias de Gaston, Louis percibió al tratante de vinos que marcaba el comienzo de la calle de la Leña. Sus entramados de madera estaban pintados de azul y rojo sangre, con un cartel que representaba una parra.

La calle de la Leña, que costeaba el antiguo puerto de madera, fue otrora habitada por descargadores de barcos y de leña, antes de que éstos se trasladasen a la otra orilla, cerca del Arsenal. Los niños y Guillaume se adentraron en ella.

Al cabo de unas toesas, la población cambió. Los burgueses y los comerciantes de la calle Saint-Jacques dieron paso a obreros en blusón de cuero, estudiantes con la ropa deshilachada, charlatanes en busca de clientes y mendigos insolentes.

Mezclados con algunas posadas todavía de bella apariencia y agradables asadores, se percibían entre los porches, cada vez con mayor frecuencia, traspatios de letrinas que eran otros tantos sitios peligrosos de suelo plagado de agujeros pestilentes.

Pasaron la hostería del Poing d’or et de la Main d’argent, luego una casa con un rótulo con la imagen de Notre-Dame y otra con la de San Julián, al lado de la cual desembocaba una angosta callejuela. Guillaume se detuvo delante para mostrársela:

—Esta calle lleva a San Julián el Pobre —les explicó—. Cuando llegué a París con mi hermano, nos dijeron que fuésemos allí. Al fondo hay una vieja iglesia construida delante de un patio lleno de estiércol en el cual se revuelcan cerdos y gallinas. Cuando un viajero no sabe dónde dormir, basta con ir a rezar un padrenuestro a una iglesia, o, mejor, la oración a San Julián, para que el santo interceda y le encuentre alojamiento.

—¿Cuál es esa oración, Guillaume? —le preguntó Louis, impresionado por aquella historia.

—Me la sé de memoria. Gracias a San Julián, vuestro padre nos ha contratado: «Dios, que has vuelto insigne por su virtud hospitalaria al bienaventurado Julián, tu piadoso mártir, te imploramos, nosotros tus servidores, para que, por sus méritos y su intercesión, te dignes conducirnos hacia un albergue conveniente y que plazca a tu Divina Majestad» —recitó con los ojos entrecerrados—. Y por si acaso —añadió riéndose—, Jacques dijo un padrenuestro ante el altar de la Virgen, y yo la oración ante el de San Agustín. Parece que es mejor, porque así son tres intercediendo ante el Señor.

Gaston esbozó una mueca de incredulidad.

A partir de allí, la calle era una sucesión ininterrumpida de tabernas y tugurios rebosantes de ladrones de capa que, pese al frío, solían apostarse a la entrada para provocar a los transeúntes. El barrio miserable era cada vez de peor reputación. Guillaume soltó a Louis y posó maquinalmente su mano en la empuñadura del arma que llevaba en la bota. Su tacto familiar lo tranquilizó momentáneamente. Pero le preocupaba que, en caso de riña, la presencia de los niños resultaría un estorbo.

—¿Falta mucho? —preguntó con voz sorda.

Una sombría abertura surgió justamente de donde subía una delgada senda oscura. Louis se detuvo.

—Debe de ser ahí —susurró, señalando el callejón con la cabeza.

El lugar parecía tan hostil que no tenía ninguna gana de entrar allí.

—¿Estáis seguro, señor? —se asombró Guillaume.

—Es lo que nos dijo La Chesnay. Ahí vivía con su madre y es donde vive su último hermano.

Guillaume gesticuló con enojo y se encogió de hombros suspirando. Todo aquello le desagradaba profundamente. Se internó, sin embargo, bajo el túnel del porche arrastrando a los niños, avanzando lentamente debido a la semioscuridad. Al cabo de una docena de toesas, desembocaron en el exterior. Era un patio irregular bordeado de chabolas en ruinas, de fachadas descascarilladas. Montones de excrementos lo volvían todavía más pestilente que la calle. De una pared colgaban carcasas de aves putrefactas cubiertas de moscas zumbadoras. Una viejuca cortaba tiras de cuero. Les lanzó una mirada de bruja. Louis se santiguó discretamente.

—Debe de ser una carnicería —sugirió Gaston, como si la presencia de un comerciante con patente pudiese tranquilizarlos.

—No —replicó Guillaume—. Son carnes podridas de la Gran Carnicería. Cuando se ponen verdes y negras, las salpimentan, las mojan en vinagre y luego las cuelgan durante cuarenta y ocho horas antes de aderezarlas con salsa para las tabernas. Lo he visto hacer muchas veces cuando nuestras tropas estaban en campaña. Para comerlo, hay que tener mucha hambre, porque luego los dolores que se sufren son atroces.

Se quedaron un rato examinando el patio abyecto para decidir a dónde ir. Las casuchas estaban estrechamente apretadas unas contra otras. Finalmente, Louis se fijó en un pequeño callejón a su izquierda.

—Por allí —dijo, señalando con el dedo.

Sólo pudieron pasarlo en fila. Guillaume caminaba prudentemente en cabeza, lamentando haberse metido en aquel lío. El callejón giró varias veces para desembocar entre dos casuchas apoyadas en un edificio mayor. Las tres casas cerraban un patinillo triangular que no era más que una sucesión de agujeros pestilentes llenos de un lodo oscuro cubierto de insectos zumbadores.

Las dos casuchas de soslayo a derecha e izquierda no tenían más que una puerta baja coronada por dos estrechas ventanas, una bajo la otra. En cuanto al edificio principal situado enfrente, su puerta estaba encuadrada por minúsculas ventanas de una y otra parte, coronadas por dos pisos en saledizo sobre unos entramados mal desbastados. Los vanos de los pisos estaban cerrados por cristales o rejas, pero varias ventanas carecían de cristal. En el nivel del primer saledizo, un cartel de madera deslavada estaba en parte enterrado bajo una viña loca y un viejo zarzal marchito que debía de remontarse al último tonel de vino abierto y declarado a los agentes de impuestos.

Gruesas piedras sobresalían de los agujeros permitiendo acceder a las puertas de las tres casuchas sin mancharse demasiado el calzado. En la del cartel se alzaban un voluminoso tonel y un banco de piedra, sin duda para beber fuera en los días de buen tiempo.

—El hermano de La Chesnay vive en esa taberna —dijo Louis.

—¡Pero si no es una posada! —replicó Guillaume con una mueca—. No puedo dejaros entrar en esa cueva de truhanes.

Observó entonces unas sombras que los miraban desde las ventanas de las dos casas.

—Podemos esperar fuera, en el banco delante del tonel —sugirió Gaston—. Sólo hay que preguntar por Robert La Chesnay y él saldrá a hablar con nosotros.

Guillaume dudó, pero finalmente consideró que era demasiado arriesgado dejarlos solos.

—¡No! Vamos —decidió—. Tened cuidado con los agujeros.

Atravesaron por las piedras hasta la taberna. La puerta estaba entreabierta. Guillaume la franqueó.

El lugar apestaba a humo y deyecciones. El suelo era de tierra, cubierto con una cama de paja sucia. Esperó a que su visión se adaptase a la penumbra y dijo a los dos niños:

—Quedaos pegados a mí.

Dio un paso por la sala glacial. Al fondo se distinguía un hogar encendido. La pieza era alargada, con tres grandes mesas en fila, dos de las cuales estaban ocupadas. En la primera, tres hombres jugaban a los dados; en la segunda, otros dos hablaban en voz baja. Bajo las miradas suspicaces de cinco individuos, Guillaume se dirigió hacia la última mesa, que estaba vacía. Hizo sentar a los niños a su derecha y a su izquierda y sacó su cuchillo de la funda de metal atada a su bota para ponerlo sobre la mesa, haciendo tintinear adrede el metal. Louis no se lo había visto nunca. Era una hoja larga de poco más de medio metro, con mango de madera. No llevaba ninguna floritura ni decoración; era un arma hecha para matar.

El silencio era absoluto. Louis examinó abiertamente a los cinco hombres. Los tres primeros habían dejado de jugar y los observaban. Todos tenían pinta de canallas. Uno era moreno, de cabellos cortos, rizados y grasientos. Pese a la oscuridad, se podía distinguir una cicatriz hinchada en su mejilla, y su tez era gris y cerosa. Un siciliano, sin duda, o un español. El otro, más joven, tenía la tez sanguínea y granujienta, con aspecto de idiota. El tercero, de complexión rolliza y fofa, de nariz chata, exhibía una expresión de asco. Llevaba un hábito de monje remendado de un color desvaído y sucio.

Dos espadas a la española, en sus vainas, estaban puestas encima de la mesa, y ellos bebían vino peleón en jarro.

Uno de los dos hombres que se sentaban en la segunda mesa se levantó para dirigirse hacia Guillaume y los niños, balanceándose a causa de su peso. Barrigudo, pero muy alto, con pinta de vendedor ambulante del Puente Nuevo, de rostro rubicundo y enormes mostachos que caían hasta sus hombros, llevaba un gran mandil de cuero sucio.

—¿Qué queréis? —les preguntó con agresividad, mirando a los niños—. ¡Éste no es sitio para escolares!

—¿Dónde está el patrón? —replicó Guillaume con tono autoritario.

—¡Somos nosotros!

El gordo señaló a su segundo compañero de mesa, que no les quitaba ojo. Dotado de unos ojos extrañamente redondos, calvo, a excepción de una larga corona de cabellos grises, era muy delgado y cargado de espaldas. Su mandíbula parecía tan prominente como su nariz, e iba vestido con un jubón oscuro de mangas abotonadas sobre una camisa sucia de cuello abierto.

La descripción correspondía con la que La Chesnay les había dado, pensó Louis, de modo que susurró con tono inquieto:

—Hemos venido a ver al señor Robert La Chesnay, señor.

—¿Por qué?

—Nos envía su hermano.

El gordo entrecerró los ojos asintiendo, un poco más tranquilo:

—¿Jacques?

—Sí. Está en Clermont con nosotros.

El tabernero asintió de nuevo lentamente y luego esbozó un rictus desdentado que quería ser amistoso.

—¿Qué tal está?

—Está enfermo, señor —respondió Gaston.

—Ah, ya veo. Queréis decírselo a su hermano… Pero Robert no está, aunque no debería tardar. Tendréis que esperarlo. ¿Os sirvo de beber?

Guillaume dudó un instante. Sabía que si bien los taberneros estaban encargados de despachar al público vino puro, legal y mercantil, en muchos tugurios los patronos fabricaban una bebida en la que el vino era sustituido por un brebaje intragable. No tenía ganas de envenenarse.

Pero no podían quedarse sin beber.

—Vino para mí —ordenó, alzando la cabeza—. ¡Y del bueno!

El patrón volvió a la mesa de su compañero. Se inclinó hacia él y pronunció unas palabras inaudibles; luego se dirigió hacia una colgadura y desapareció.

Los tres hombres de la primera mesa habían vuelto a su partida de dados y ya no se interesaban por ellos.

Fue entonces cuando entró un recién llegado. Joven, de cabellos largos, negros como la pez, sombrero de pluma, espada al costado, aspecto de gentilhombre más bien afable. Llevaba barba y mostacho en punta y se envolvía en una capa turquesa.

Se quedó un instante en el umbral, como había hecho Guillaume. Su mirada recorrió la sala, deteniéndose un instante en los niños; luego se giró hacia los tres canallas. Bajó la cabeza y se dirigió hacia su mesa.

El tabernero barrigudo volvió en ese momento con un jarro y un vaso que depositó delante de Guillaume. Éste sacó un cuarto de cobre de su jubón. El gordo bajó la cabeza cogiendo la moneda y volvió a sentarse con su compañero.

El exsoldado se sirvió, probó el vino y se quedó sorprendido. Era vino de Suresnes, del bueno. Miró entonces al tabernero chasqueando la lengua para mostrar su satisfacción. El calvo de la corona de cabellos grises le sonrió a su vez desvelando una boca desdentada.

Durante ese tiempo, Louis observaba al gentilhombre que hablaba con los bribones. De repente, se oyó una exclamación que atrajo la atención de Guillaume y de los taberneros; luego, el gentilhombre dejó monedas que brillaban sobre la mesa. ¿Escudos? ¿Doblones?

Se levantaron todos. El que parecía siciliano cogió una de las espadas y la deslizó bajo la capa. El pustuloso hizo lo mismo. El monje no tenía arma. ¿Pero era un monje? Guillaume los miraba con atención. Por la forma en que habían cogido sus armas, juzgó que estaba entre bandidos que sabían manejar una espada, tal vez asesinos a sueldo que el gentilhombre acababa de contratar.

Cuando se hubieron ido, Gaston y Louis se miraron haciendo muecas. Se les hacía demasiado larga la espera. Los dos taberneros les hacían caso omiso, enfrascados en sus pensamientos.

—Señor Bouvier —propuso Louis—, ¿y si vamos a pasear al Puente Pequeño? Hay saltimbanquis y titiriteros. Podemos hacer tiempo.

—De acuerdo —aprobó el criado, contento de salir él también.

Envainó su arma, la devolvió a la bota y se levantaron todos. Al pasar delante de los taberneros, Guillaume les indicó que iban hasta el Puente Pequeño y que estarían de vuelta dentro de una o dos horas.

Volvieron hacia el Petit-Châtelet. De camino, Guillaume compró obleas con miel a un vendedor ambulante. Habría preferido salchichas o algo más nutritivo, pero era Cuaresma.

De forma oval, el Petit-Châtelet era una antigua fortaleza que formaba muralla y ocultaba el Puente Pequeño, así como una parte del Sena. Para acceder a la ciudad había que coger un sombrío pasaje que atravesaba el Châtelet de parte a parte, antes de desembocar en el Puente Pequeño, enteramente coronado de casas patituertas apretadas unas contra otras. El propio puente era apenas sólido y sus pilares de piedra estaban reforzados por andamios de madera carcomida y musgosa. Un peaje servía para el mantenimiento de la construcción. En una mesa instalada delante de la bóveda de paso dos consumeros encargados del fielato y algunos arqueros de patrulla bonachones aseguraban el control. Cada uno declaraba lo que transportaba y, en caso de duda sobre la mercancía, los consumeros consultaban el libro que detallaba los derechos de pago. Sólo pagaban algunas profesiones, los jinetes, los animales, así como las mercancías transportadas a hombros o en carreta. La tasa se pagaba por paquete, sea cual fuere el tamaño, y los comerciantes acostumbraban a atar todo el contenido de su carreta con la ayuda de una cuerda larguísima para no tener más que un paquete.

Entre los animales, los caprinos atravesaban el Puente Pequeño sin pagar, salvo los machos cabríos, que recibían simbólicamente un bastonazo en razón de su evidente carácter diabólico. Asimismo, los animales de menos de un año estaban exentos de tasas. El paso de los caballos costaba un denario; los cerdos, vacas y toros, medio denario[68]. La tradición establecía que los juglares, los titiriteros y los domadores de animales pudiesen pasar gratuitamente con su material, a condición de representar un corto espectáculo. El de los monos sabios era el más apreciado, por lo que se decía de ellos que pagaban en moneda de mono.

Como en el Puente Nuevo, pululaban los charlatanes y vendedores de elixires, de pomadas y de ungüentos capaces de curar todas las enfermedades, recitando sus retahílas a menudo en cancioncillas acompañadas al tambor. Un mendigo ciego que tocaba la viola amenizaba la espera de los que tenían que pagar su pontazgo. Más lejos, un titiritero, colocado detrás de su escenario de madera con sus marionetas, obtenía un tremendo éxito.

La plazuela atraía a los curiosos, lo que provocaba mayor atasco y espera en el paso del puente. Guillaume y los niños fueron así de corrillo en corrillo, quedándose extasiados delante de los volatines y cantando a veces las canciones de los faranduleros. Para Gaston y Louis aquella tarde era una salida infinitamente más divertida que el paseo de los jueves por el barrio de Saint-Jacques.

Frente al Châtelet, en la calle de la Huchette, se levantaba una hostería con un gran patio de carruajes y una terraza desde donde se veía correr el Sena por una callejuela en cuesta situada justo enfrente. Tenía por enseña un Lyon d’or. La hiedra trepaba por la fachada. Pese al frío, eran numerosos los clientes instalados en la terraza, desde donde podían ver los espectáculos de la calle y al mismo tiempo vigilar el paso del Châtelet si esperaban a alguien. Había allí algunos pasantes y oficiales de palacio, de toga y capa negras, varios gentileshombres de jubón, penacho multicolor en el sombrero y espada al cinto, así como algunos comerciantes de paso con capa y sombrero recto de color oscuro.

Fue Gaston quien le señaló a Louis a los tres truhanes que habían visto en el Trou punais. Estaban sentados a la mesa con el gentilhombre que había llegado después de ellos.

—Parece que esperan a alguien —observó Gaston.

—Están en su derecho.

—Sí, salvo que sea para un mal golpe.

Louis los observó a su vez, con discreción. Era evidente que vigilaban el paso discutiendo.

—¿Y si esperan al hermano de La Chesnay? —sugirió.

—¿Tú crees? ¿Y por qué iban a hacerlo?

—No sé. Pero no te olvides de que formaba parte de los Salmonetes y los Rucios —susurró Louis—. Podrían ser truhanes de otra banda que quisiesen vengarse…

—Voy a escuchar lo que dicen —decidió Gaston, repentinamente apasionado por aquella historia de bandidos.

—¿Estás loco? Te van a ver.

—No. Si pregunta por mí, dile a Guillaume que estoy por ahí. Voy a atravesar la calle y a leer la pancarta delante de la hostería donde se consigna el precio del vino. Está detrás de ellos y no me verán.

Se deslizó entre la multitud y se coló en la posada. Guillaume miraba las marionetas riéndose a carcajada limpia y no se había dado cuenta de nada.

El gentilhombre moreno era el mosquetero Brett, y los truhanes, los hombres de armas que había contratado para capturar al padre Southwell. Se habían instalado en la terraza de la hostería más de un cuarto de hora antes de la llegada de los niños y de Guillaume.

—¿Estáis seguro de que pasará por aquí? —preguntó La Louvière después de que les hubiesen servido una jarra de vino blanco de Montmartre.

—Llevo tres días siguiéndolo y jamás varía su ruta: por la mañana da una clase en el colegio de Clermont, luego vuelve a la casa profesa de la calle Saint-Antoine, de donde sale entre nona y vísperas. No debería tardar.

—¿No habría sido más sencillo esperarlo en el Lion Ferré? —preguntó Bianchi.

—No. En primer lugar, porque ya se ha cruzado conmigo varias veces y es más prudente que no vuelva a verme, o acabará por darse cuenta. Y luego, que no tenemos tiempo que perder: tan pronto como pase por el Puente Pequeño, tú y La Louvière vais a buscar la carroza a las caballerizas donde os llevé ayer. Tendréis que enganchar los animales y bajar por la calle Saint-Jacques hasta el Lion Ferré, luego desenganchar los caballos. Todo esto os llevará dos o tres horas. Durante ese tiempo, tú —señaló al monje— seguirás a nuestro jesuita hasta la hostería y tomarás una habitación para los cuatro, donde me reuniré con vosotros.

Brett había decidido que el secuestro se llevaría a cabo durante la noche. Todavía tendría que avisar al conde de Carlisle. Si todo ocurría como estaba previsto, por la mañana estarían camino de Brujas.

Fue en ese instante cuando Gaston se acercó poniendo cara de interesarse en el cartel que indicaba los precios. Se apoyaba en un tapón, todavía empapado de vino, señal de que el tonel acababa de ser abierto.

Los cuatro hombres le daban la espalda y no se fijaron en él.

—¿Cómo entraremos en su cuarto?

—Lo tengo todo previsto. Llamaré a su puerta pretextando llevar un mensaje del padre Cotton, el provincial de Francia. Me abrirá confiado y vosotros lo golpeáis. Luego lo sacamos por la ventana.

«¿De quién hablaban?», se asustó Gaston, que lo había oído todo.

Se quedó un rato para tratar de enterarse de algo más, pero los cuatro hombres parecían no tener más que decir. Sin embargo, Bianchi añadió al cabo de un momento:

—Habrá que dejar la posada a primera hora.

—Sí, vosotros preparad los caballos para las cuatro.

—¿Y cuándo nos darás nuestros doblones? —preguntó el monje.

—Al llegar a vuestro destino. Pero tan pronto como esté en el coche, os daré la mitad.

Gaston se alejó discretamente y volvió delante del Gran Châtelet dando un rodeo. Guillaume ya estaba buscándolo.

—¿Dónde estabais, señor de Tilly?, empezaba a preocuparme.

—Lo siento mucho, Guillaume… Tengo que hablaros.

Louis nunca había visto a su amigo en semejante estado. Parecía a la vez descompuesto e indeciso.

—¿Qué te pasa?

—Vamos hacia la muralla del Châtelet, donde no haya nadie —propuso Gaston—. No pueden oírnos.

Dieron unos cuantos pasos en silencio, subiendo la calle de la Leña, hasta una casa de planta baja cuyo porche estaba desierto.

—Son esos tipos que vimos hace una hora en la taberna —explicó entonces Gaston a Guillaume—. Están frente a la plaza, en la taberna del Lyon d’or

Guillaume estiró el cuello para verlos.

—¡Cuidado! ¡No deben vernos! —lo previno Louis cogiéndolo de la mano.

—Ya los veo. ¿Qué os han hecho, muchacho? —preguntó el exsoldado.

—Nada. No me han visto. Lo que me ha asustado es lo que han dicho. Veréis: Louis creía que esperaban a alguien, pues vigilan el paso del Puente Pequeño.

—A mí también me parecen unos malhechores capaces de cualquier cosa —confirmó Guillaume.

—Nos dijimos que quizá esperasen al hermano de nuestro amigo, el que vive en la taberna.

—¿Por qué iban a esperarlo? Porque no es un truhán como ellos…

—Podrían querer robarle, si viven en el mismo lugar. O puede que tengan alguna rencilla entre ellos —contestó evasivamente Gaston.

—Es posible, en efecto —dijo Guillaume poco convencido—. ¿Y luego qué?

—Luego fui a escuchar lo que decían. Me quedé detrás de ellos: el que parece un gentilhombre hablaba de un hombre al que quieren matar, arrojándolo por la ventana de su posada. Es al que esperan.

—Hay que avisar a los ballesteros de patrulla que están delante del Puente Pequeño —decidió Guillaume.

—¿Quién me iba creer, Guillaume? Sólo soy un niño.

—Es cierto, pero entonces, ¿qué queréis que haga?

—No he terminado… El gentilhombre ha dicho que esa persona le abriría fácilmente su cuarto diciendo que llevaban un mensaje del padre Cotton, el provincial de Francia de los jesuitas.

—¿Entonces esperan a un padre jesuita? ¿Pero por qué quieren matarlo? —preguntó Guillaume, cada vez más desconcertado.

Louis pensó inmediatamente en los fragmentos del complot que había oído a través del suelo. ¿Esos truhanes y ese gentilhombre tendrían relación con ese asunto? No, era demasiado inverosímil… Y sin embargo…

—Hay que prevenir a ese hombre, sobre todo si es un jesuita —decidió.

—¡Pero cómo, si no lo conocemos! —exclamó Guillaume rascándose la barba.

—Si es un jesuita, vestirá de sotana y lo veremos fácilmente. Mientras esperamos, nos quedamos cerca del Gran Châtelet. Si vemos a los truhanes levantarse y alejarse, intentaremos adivinar a quién persiguen —propuso Louis.

—Pero tenemos que estar de vuelta antes de las seis —objetó Gaston.

—Si están esperándolo, es que no va a tardar —decidió Louis perentorio.

Guillaume separó las manos en señal de impotencia. No sabía muy bien qué hacer, pero estaba claro que los dos niños tomaban las decisiones en su lugar. Volvieron hacia el Puente Pequeño lanzando miradas hacia la terraza del Lyon d’or.

Se quedaron así una media hora, fingiendo interesarse en los juglares y titiriteros delante del Châtelet, pero en realidad vigilando a los cuatro hombres que seguían esperando en la terraza del Lyon d’or.

El tiempo transcurría sin que pasase nada. Mientras Gaston vigilaba la calle de la Leña, Louis, al que le encantaban las cintas y los lacayos, dijo a Guillaume que iba a ver los escaparates de las tiendas de pasamanería del Puente Pequeño.

Prometiendo no alejarse, entró en el sombrío corredor abovedado que atravesaba el Châtelet de lado a lado. Todo a lo largo había bancos de piedra donde reposaban los paseantes fatigados o mayores.

Desde el mismo puente, totalmente bordeado de estrechas casas, el río era invisible. La mayor parte de los edificios estaban construidos sobre puestos cuyos escaparates no eran más que amplias ventanas encuadradas por entramados multicolores. Cintas y lacayos estaban expuestos en repisas que estrechaban el paso y provocaban atascos cuando pasaba una carreta.

Louis examinó un momento las cintas negras que tan elegantes le parecían. En un momento, levantó los ojos y percibió en el extremo del puente al padre Southwell hablando con un diácono de Notre-Dame.

¡Southwell!

Louis adivinó al punto que era él la persona que esperaban los truhanes. Todo estaba relacionado. Los cuatro hombres conocían el complot y querían impedirlo matando al jesuita. Se precipitó hacia el Châtelet y se reunió con Gaston y Guillaume:

—¡Viene el padre Southwell! —exclamó jadeante.

—¿Quién es el padre Southwell? —preguntó Guillaume, que iba de sorpresa en sorpresa.

—El que quieren matar —respondió Gaston, que también lo había entendido todo—. Hay que avisarlo.

—Pero no puede reconocernos —lo previno Louis.

—¿Queréis que hable yo con él? —propuso Guillaume.

—No. Haría preguntas y acabaríais traicionándonos —respondió Gaston—. Dejadme que yo me ocupe de todo.

Louis volvió la cabeza hacia el pasaje y vio que el jesuita llegaba a grandes zancadas. Guillaume estaba indeciso. El niño lo cogió de la mano y tiró hacia el lugar indicado por Gaston.

—¡Ya viene! ¡Escondámonos! —exclamó.

Gaston se quedó solo al lado de los arqueros de patrulla. A través del populacho que circulaba o merodeaba por la plaza, echó un vistazo a la terraza: los truhanes y el gentilhombre no quitaban ojo al pasaje bajo el Châtelet.

«Espero que no sospechen nada», pensó, más inquieto de lo que había querido parecer delante de Louis y de Guillaume.

Southwell salió entonces del pasaje. No pasaba inadvertido con su tonsura roja sobresaliendo de su bonete cuadrado. Gaston se encontraba a tres pasos detrás de él. El sacerdote miró a derecha e izquierda como si quisiese verificar que no arriesgaba nada y luego se dispuso a atravesar la calle. Gaston se acercó a él por detrás y le dijo a toda prisa:

—¡Padre Southwell, hay unos truhanes que quieren matarlo esta noche en la hostería!

Con las últimas palabras, echó a correr hacia la calle de la Leña.

Southwell se giró al oír estas palabras. Sólo pudo ver a un joven clérigo, con su bonete en la mano para no perderlo, corriendo hacia la calle de la Leña. Únicamente se fijó en que era tan pelirrojo como él.

Desconcertado, volvió a mirar a derecha e izquierda. Permaneció indeciso. ¿Quién acababa de hablarle así? El que lo había prevenido era muy joven. Por la voz, no debía de tener más de trece años. ¿Era una broma de las que tanto les gustaba hacer a los clérigos y a los alumnos? Pero éste conocía su nombre, de modo que no era un gamberro que quisiese divertirse.

Inspiró profundamente para tranquilizarse.

¿Dónde estaban esos truhanes de los que había hablado el niño?

¿Cómo sabían que se alojaba en una hostería? Recorrió los alrededores con la mirada. No era la primera misión que llevaba a cabo para la congregación, tenía mucha experiencia en persecuciones y espías. Vio entonces a los cuatro hombres que se habían levantado en la terraza del Lyon d’or. Sin parecer interesarse por ellos, giró la cabeza hacia la calle de la Huchette. Se acordó de inmediato de haber visto a uno de aquellos cuatro varias veces en su hostería. Volvió de nuevo la cabeza lentamente en el otro sentido, con los ojos por encima de la multitud, como si buscase a alguien.

El espía era un gentilhombre. Estaba en compañía de un monje y de dos espadachines que tenían muy mala pinta. Eran sin duda esos bribones los que tenían el encargo de asesinarlo.

Su decisión fue rápida. Dio media vuelta y volvió a tomar el pasaje hacia el Puente Pequeño en dirección a la ciudad.

Gaston había pasado corriendo delante de Louis y Guillaume y les había hecho una seña para que lo siguiesen, cosa que hicieron, comprobando que nadie les pisaba los talones. Al cabo de un centenar de toesas, Gaston se volvió sin aliento. Nadie los seguía y Louis llegaba con Guillaume. Esbozó una amplia sonrisa y los esperó.

—Lo he avisado —dijo, con tono fanfarrón—. Espero que haya dado media vuelta.

—¿Y si me explicáis qué pasa? —pidió Guillaume.

—El padre Southwell da clase de inglés en Clermont, Guillaume. Tal vez esté metido en un complot y un hombre que lo odia sin duda contrató a algunos bribones para matarlo. Ya sabéis que los jesuitas no son muy queridos en París.

—Con razón, señor —aprobó Guillaume—. ¿O acaso no fueron ellos los que intentaron matar a nuestro amado rey Enrique?

—Nosotros no hemos hecho sino cumplir con nuestro deber de cristianos avisándolo —concluyó Gaston, que no quería entrar en una discusión respecto al difunto rey—. Ahora vámonos rápido, a ver si ya ha llegado Robert La Chesnay.

—Sería prudente no contarle lo que acaba de pasar —aconsejó Guillaume.

—Tenéis razón —le dijo Louis cogiéndolo de la mano.

Volvieron a tomar el camino del Trou punais.

—¿Estás seguro de que no te vio nadie? —preguntó Louis de camino.

—¡Completamente! Southwell estaba de espaldas y los truhanes no han podido ver cómo lo avisaba.

Se equivocaba de medio a medio.