9

Las dos semanas anteriores a Navidad estuvieron marcadas por una ola de frío. Es cierto que no fue tan fuerte como el año anterior, cuando el Sena se heló, pero en el colegio, mal calentado, los niños sufrieron mucho.

Por Santa Lucía, los internos de las habitaciones sin estufa ni chimenea encontraban el agua helada en las jofainas de aseo. La víspera, todos se habían acostado enfundándose varias piezas de ropa unas encima de otras y encasquetándose el gorro de noche lo más posible. No obstante, el padre Galliffet obligó a los internos a subir agua del pozo, que por supuesto estaba helada, y todos tuvieron que lavarse las manos.

En las letrinas, varios padres vigilaban que saliese el agua del pozo para limpiar cada vez que las utilizaba un grupo de niños, pues sabían hasta qué punto las epidemias podían extenderse fácilmente.

A su vuelta en el cuarto, el prefecto los apremió para que barriesen y arreglasen con la intención de que entrasen en calor, pero el frío les impedía trabajar. Finalmente, el sacerdote los mandó bajar al refectorio, donde los dejó en compañía de los otros internos que no tenían estufa o chimenea en su cuarto, sobre todo los becarios. Louis, en su calidad de cónsul, quedó encargado de la vigilancia con la ayuda de los decuriones.

El frío los castigó de esa suerte una docena de días, que fueron terribles para todos los internos. La vuelta a clase y el paso al refectorio eran esperados como una liberación, aunque en clase sólo los más fuertes lograban sentarse al lado de la estufa.

El resto del tiempo, en el patio y en misa, todo el mundo tiritaba. Los niños tenían tanto frío que casi no hablaban; los labios cortados les hacían sufrir demasiado. Encogidos como animales enfermos, su única meta era refugiarse en un lugar caliente. La biblioteca había sido tomada al asalto, y Louis habría preferido estar todavía castigado para quedarse más tiempo en el refectorio, como La Chesnay.

Lo más duro era por la noche, cuando el cierzo se colaba por las ventanas que cerraban mal.

Fue en el peor momento del frío cuando llegó una carta del señor Fronsac, llevada por Guillaume, proponiendo a Gaston pasar las fiestas de Navidad en el despacho, en caso de que no se fuese con su familia. Efectivamente, el huérfano no recibió ninguna noticia ni de su tío ni de su tutor, y, ante la idea de que pasarían una docena de días juntos y al calor, los dos niños lograron soportar un poco mejor el rigor de su condición. El período de fiestas duraría hasta el día de Reyes, casi dos semanas. Parecía en todo caso que el señor Fronsac los había perdonado por haber sido castigados.

Sus oraciones y las acciones de gracias dichas en la capilla para el fin de la helada debieron de ser atendidas finalmente, pues dos días antes de Navidad el cielo se cubrió y la nieve cayó durante unas horas antes de transformarse en lluvia.

El último domingo de Adviento muchos internos faltaron a misa. Con las lluvias, las familias que vivían lejos de París, previendo un viaje difícil, habían ido a buscar a sus hijos o habían enviado a sus criados. Desde la mañana del sábado, Louis y Gaston habían visto irse así a Jacques Hérisson, Charles Chazelles y Guillaume de Espoisses, que volvía a Dijon. Este último se había ido con el administrador de su padre para un largo viaje de al menos tres días.

El lunes y el martes siguientes, Gaston y Louis contaban las horas para irse. Sabían que vendrían a buscarlos la tarde del martes. Louis prometió a La Chesnay, que como todos los becarios se quedaba en el colegio, que le traería golosinas.

Guillaume llegó solo en la carreta. Explicó a los niños que el señor Charreton y el señor Fronsac habían tenido que irse al Ayuntamiento, donde una asamblea de los cabildos de la ciudad preparaba las fiestas de Navidad. Como cada año por estas fechas, la corporación municipal se ampliaba a las fuerzas vivas de la ciudad con representantes de los seis cuerpos mercantiles[49], curas de las parroquias, diputados de las comunidades y delegados de los barrios. Estos últimos estaban repartidos en dos órdenes: los burgueses y los procuradores —de los que formaba parte Fronsac— y los magistrados del Tribunal Supremo.

Esta asamblea era la encargada de decidir la cantidad de comida y de madera de calefacción para distribuir entre los pobres y de votar una contribución voluntaria para ayudar a los más necesitados.

Escuchando a Guillaume justificar así la ausencia de su padre y de su abuelo, Louis pensó que todavía debían de estar algo enfadados con él, pues con que uno de los dos hubiese ido a la asamblea, como el año pasado, habría sido suficiente. Pero finalmente, sentado al lado de Guillaume en el pescante de la carreta, el trayecto fue muy agradable. Algunos copos volaban ante ellos, mas permanecían secos, envueltos en sus capas. Las calles conservaban por todas partes las huellas de la nieve que había caído: enormes montones sucios de boñigas y toda clase de deyecciones en las que se incrustaban las huellas de las ruedas de los carruajes.

Guillaume se había enterado por el señor Charreton del duelo, pero no sabía apenas nada. Preguntó, pues, los detalles a Louis y a Gaston, orgulloso de ser él quien los había adiestrado y convencido de que aquello les había permitido vencer.

Al llegar a la calle de los Quatre-Fils, los niños encontraron una gran animación en la cocina. Una oca cebada cocía en el hogar, regada regularmente con salsa por Phélice. Como estaban muertos de hambre, la señora Mallet les sirvió una sopa espesa con trozos de longaniza y pan caliente, y tuvieron que contar de nuevo con detalle el duelo ante los maravillados criados, a los que se había unido la señora Fronsac, orgullosa de su hijo como una reina.

Los señores Fronsac y Charreton llegaron poco después. El señor Fronsac subió enseguida al despacho, donde Bailleul estaba solo, pues habían dado vacaciones a los pasantes. Louis y Gaston volvieron a narrar su duelo, esta vez para el señor Charreton, mientras la señora Mallet preparaba el hipocrás con vino, azúcar, canela, clavo y jengibre. Nicolas, el hijo de Antoinette, iba ahora a la escuela de Saint-Avoye, dependiente del chantre de Notre-Dame, y aprendía a leer. Se había sentado al lado de Gaston, que le enseñaba las letras del alfabeto en un libro que Louis había utilizado unos años antes. Al mismo tiempo, Gaston comía con gula trocitos o cucharadas de platos que Antoinette Bouvier y Phélice preparaban y le proponían probar. Había que verlo masticar, con los ojos hacia el cielo, como si fuese la tarea más importante a la que jamás se hubiese dedicado.

Louis no hacía nada. Sentía una dulce felicidad al encontrarse en casa, en medio de los suyos. ¡Le gustaría que las fiestas durasen todo el año! Sin embargo, de momento, del fondo de su mente aletargada por el bienestar y el calor subía una pregunta que lo inquietaba: ¿iban a matar los jesuitas al hijo del rey de Inglaterra?

La velada se prolongó después de la cena. Empezó con la bendición de un tronco bañado en vino que el señor Fronsac colocó en el hogar recitando un paternóster repetido al unísono. Luego cada uno contó historias y la hermana del señor Bailleul, que excepcionalmente había bajado de su cuarto, entonó cánticos con voz cristalina. Las dos señoras Bouvier hicieron otro tanto mientras que la señora Fronsac repartía fullas[50] compradas por la tarde a un suplicacionero[51], pero a Louis le pareció que no estaban muy crujientes.

Se acercaba la hora de la misa. Guillaume Bouvier y Richepin prepararon faroles y antorchas; luego todo el mundo fue a la misa del gallo a la iglesia de Saint-Merry, salvo Jacques Bouvier, que guardaba la casa. En el momento en que traspasaban la puerta del patio, sonaron las campanas de las iglesias del barrio, lanzadas al vuelo.

Bajaron la calle de Chaume en un tropel bullicioso y campechano, iluminándose con linternas y antorchas de resina. Habitualmente, los Fronsac iban a misa al convento de la Merced, simado frente a la puerta del palacio de Clisson. Pero como estaba en obras[52] y había un precioso belén expuesto en Saint-Merry, habían decidido ir a su iglesia parroquial, donde entonarían cánticos.

Siguiendo una vieja tradición del barrio, un asno cubierto de ornamentos esperaba delante de la iglesia. Los niños podían pincharlo para oír sus rebuznos, que, según decían, daban suerte. Gaston lo hizo dos veces.

Al día siguiente, día de Navidad, fue a comer Philippe Boutier, el padrino de Louis. También él escuchó el relato del duelo, pero manifestó su desaprobación. Boutier era, ante todo, un jurista plebeyo, y todos esos asuntos de honor de la nobleza, que no encontraban un epílogo sino en la violencia y no ante los tribunales, le desagradaban sobremanera.

La comida fue servida en la antecámara del señor Charreton, y fueron invitados a ella el señor Bailleul y el señor Richepin, este último en calidad de intendente de la casa. Como de costumbre, cuando el padrino de Louis estaba presente, la política del reino fue el principal tema de conversación. Boutier contó lo que sabía sobre el proyecto de matrimonio de la hermana del rey y todos escucharon con atención.

La negociación había concluido al fin a comienzos del mes de diciembre. El día 10, los embajadores franceses habían partido hacia Cambridge, donde residía el rey de Inglaterra, y el tratado había sido firmado allí.

Ahora ya sabían más sobre dicho contrato: la Señora recibiría una dote de ochocientos mil escudos, conservaría su religión, así como las personas pertenecientes a su Casa. Sus sacerdotes la acompañarían a Inglaterra. En cuanto al rey Jacobo, proclamaría la libertad de culto. No sólo los católicos ingleses dejarían de ser perseguidos, sino que las penas ya pronunciadas contra ellos serían anuladas, y los prisioneros, liberados.

En la corte, los devotos habían aplaudido la habilidad del cardenal Richelieu, que era el artífice de este acuerdo. Los políticos, partidarios de una alianza con los Estados protestantes contra los Habsburgo, estaban también plenamente satisfechos. Sólo el Papa seguía rehusando conceder una dispensa para el matrimonio. El señor de Bérulle, un hombre cercano al cardenal, había ido a solicitarla a Roma arguyendo que la política del reino era, pese a las apariencias, dirigida contra la Reforma. En efecto, según el cardenal Richelieu, si Francia se aliaba con Inglaterra y con la Holanda heréticas, era únicamente para privar a los hugonotes franceses del apoyo de sus correligionarios extranjeros y para favorecer la vuelta al catolicismo en Inglaterra, puesto que el contrato preveía que los niños reales fuesen criados en la religión de su madre; el futuro rey, o la futura reina, de Inglaterra sería, por tanto, católico.

—¿Creéis que la Santa Sede aceptará esa casuística? —había preguntado el señor Fronsac con una mueca de escepticismo.

—¡Aceptará! —aseguró Boutier—. Sobre todo porque el rey y la reina madre han hecho saber a Roma que podían pasar sin la dispensa papal. Ahora bien, la Santa Sede necesita a Francia desde que Annibal de Estrées entró en la Valtelina para librar a los Grisones protestantes del yugo de las tropas españolas[53] que quieren restablecer allí la religión católica. Al Papa le gustaría que se escuchasen sus propuestas de paz; en caso contrario, los valles alpinos también le estarán vedados.

—¿Cuándo tendrá lugar el matrimonio? —preguntó la señora Fronsac.

—En abril, sin duda.

—¿Y los jesuitas, padrino? —preguntó tímidamente Louis, que estaba en el extremo de la mesa con Gaston—. Habéis dicho que no querían este matrimonio.

No era habitual que un niño interviniese así en el curso de una comida, pero el señor Fronsac era indulgente con su hijo, y el señor Boutier, más todavía con su ahijado.

—La época en que conspiraban queda lejos, hijo mío. Ahora son fieles súbditos. El confesor del rey se elige entre los miembros de la Compañía. El nuevo provincial, el padre Cotton, va a ser recibido en la corte en enero. Tiene la estima de Su Majestad y del cardenal Richelieu.

—¿Me enseñarás la casa profesa, abuelo? —preguntó de nuevo Louis. Ignoro dónde se encuentra.

—Está situada entre las calles Saint-Antoine, Saint-Paul y Percée[54]. Es el antiguo palacio de los Montmorency, que se llamaba palacio de La Rochepot[55]. Se les había cedido para que estableciesen en ella su universidad y la casa de sus profesores. Es allí donde se aloja su orden, así como el provincial de Francia. Hace seis años, el rey les dio también un terreno en el emplazamiento de la vieja muralla. Edificarán en él una iglesia a mayor gloria, pues su capilla es muy pequeña[56]. Su Majestad ha prometido participar en los gastos de la construcción. En esas condiciones, Louis, no creo que los jesuitas se opongan a ese matrimonio, aunque les desagrade.

Los tres días que siguieron —San Esteban, San Juan y los Inocentes— fueron aún días festivos. Luego llegó el domingo. Durante todo este tiempo no hubo más que comilonas y festejos. Los niños comieron hasta la saciedad, como para tratar de borrar el hambre que les habían hecho sufrir durante las semanas de colegio, donde las sopas de bulbos, de nabos y de coles eran los platos principales y donde los despojos de cordero eran la única carne.

Pasaron, pues, la mayor parte del tiempo en la cocina, cerca del fuego, en compañía de las señoras Mallet y Richepin, de las esposas Bouvier y de Phélice, que preparaban sin cesar comidas pantagruélicas.

Las entretenían contándoles los pequeños acontecimientos del colegio. En otros momentos, los hermanos Bouvier —cuyo único trabajo consistía en limpiar el patio— se unían a ellos para contarles sus guerras, sus batallas y la vida en los campos. Cuando hablaban así, eran Louis, y sobre todo Gaston, quienes permanecían silenciosos, sin perder ripio.

La señora Fronsac se unía a ellos cuando había terminado de ocuparse de la buena marcha de la casa. Su marido y su padre iban también a veces a hacerles compañía. El señor Fronsac había leído la cartilla a su hijo, en su gabinete de trabajo, rogándole que no volviese a batirse ni a ser castigado. Pero, en realidad, estaba secretamente orgulloso de lo que había hecho.

Gaston había sido adoptado por todo el mundo; no en vano era extraordinariamente servicial. Varias veces, como los pasantes estaban ausentes por las fiestas y el señor Fronsac tenía muchas copias de actas que terminar, se afanó en ayudar a Bailleul, pues tenía una hermosa caligrafía. También hacía los recados de la señora Fronsac, ayudaba en la cocina y en toda clase de trabajos de la casa, y limpiaba de buen grado las caballerizas con los hermanos Bouvier. Todo el mundo se maravillaba de que un joven gentilhombre, de tan rancia nobleza, se comportase tan sencillamente. La señora Fronsac lo trataba como a un hijo.

El día de San Juan, Louis le propuso dar un paseo por la calle Saint-Antoine, pues su madre quería que llevase los zapatos a arreglar al zapatero.

Después de haber pasado por casa del artesano, recorrieron las inmediaciones de la casa profesa de los jesuitas y se quedaron un rato mirando la triste fachada. Pero nada hacía pensar que en su interior se tramase ningún complot contra el reino. Volvieron allí dos veces con otros pretextos y, en la segunda ocasión, vieron que un coche tirado por dos caballos entraba en la casa. Por las cortinas corridas Louis creyó distinguir al provincial de Francia.

A principios del mes de diciembre, el conde de Carlisle había vuelto a Inglaterra para reunirse con su rey en Cambridge. Unos días antes de su partida, había recibido la visita del señor Forcadel en el palacio del barrio de Saint-Germain. El falso comerciante hugonote, enterado de que el matrimonio real iba a realizarse, acababa de pedirle al conde su conformidad para ofrecer los herretes de diamantes a la reina por mediación del duque de Buckingham.

Carlisle se lo había confirmado. Esta complicidad con un representante de los ricos comerciantes de La Rochelle no podía caer mejor, cuando incluso él había sido secretamente avisado de que el duque de Soubise reunía una flotilla en los puertos ingleses para lanzar un nuevo ataque sobre Bretaña.

La semana siguiente a Navidad finalizaba con el domingo de Epifanía, pero, desde el viernes, hubo un nuevo día de fiesta con Santa Genoveva. La vuelta a Clermont debía tener lugar el lunes siguiente.

La Epifanía era una fiesta de antigua tradición. Desde el sábado, las cocineras de la casa empezaban a preparar pasteles en los que escondían un haba. Se comían por la noche y al día siguiente.

El sábado, el señor Charreton, escoltado por Jacques Bouvier, llevó a los niños y al pequeño Nicolas a la procesión de los oficiales de la Cámara de Cuentas. Éstos, disfrazados de ángeles o de diablos, distribuían panes benditos tocando el tambor. En todas las calles, las gentes iban enmascaradas y disfrazadas. Los más ricos daban golosinas a los niños. El buen tiempo favorecía la fiesta. La cofradía de San Miguel, patrón de los pasteleros, había formado pequeños cortejos cuyos participantes ofrecían dulces cantando y tocando música en las calles.

Durante la noche, pequeños grupos de música ofrecían sus servicios llamando a las puertas de las casas. Recibían siempre muy buena acogida y varios de ellos fueron a tocar la viola al despacho de los Fronsac. Los conciertos tenían lugar en la antecámara del señor Charreton, en presencia de todo el personal de la casa.

Más tarde, durante la velada, se distribuyó el roscón de Reyes. Como establecía la costumbre, el pequeño Nicolas, el más joven de los niños, eligió primero dos porciones. La primera porción era la de Dios, el segundo trozo era para la Virgen María. La porción de Dios sería entregada al primer pobre que fuese a llamar a la puerta.

Fue al volver al colegio cuando Louis y Gaston se enteraron por Jacques La Chesnay, que se había quedado en el internado, de que el día de Reyes toda la corte se había desplazado a Clermont.

Enrique de Verneuil, el hijo que Enrique IV había tenido con Henriette de Entragues, había ido a defender allí su tesis de teología. Verneuil, hermano de Gabrielle-Angélique, la esposa del duque de Épernon, era entonces conde de Metz y acababa de recibir el arzobispado de aquella ciudad. Las tesis de teología eran en principio defendidas en la universidad, pero el joven, exalumno del colegio, había elegido presentar la suya en Clermont, lo que constituía un ilustrísimo favor para con los jesuitas parisinos.

Toda la corte había acudido, pues, a aquel acontecimiento, al cual sólo los internos que se habían quedado durante las fiestas habían podido asistir. Nunca había visto Jacques tantas damas tan bellas, le explicó a Louis, que lamentó no haber estado presente; también se enteró de que Paul de Gondi había estado allí, pues su padre había asistido a la defensa de la tesis.

El mes de enero fue benigno, contrariamente a los dos años anteriores, en que muchos de los ríos se habían helado. Pese a ello, los niños siguieron pasando frío, pues la humedad penetraba por todas partes. Se anunció la clasificación del mes de diciembre y Louis, Gaston y Gondi fueron nombrados senadores. Se encontraron todos en el mismo banco, con la ventaja de disponer de pequeños pupitres y el inconveniente de estar lejos de la estufa.

Adhémar de Rouville volvió la semana siguiente a la de Reyes. Sus amigos Sillery y Lauzières habían preparado su vuelta y fue recibido por varios nobles como la víctima de un combate desleal. Por su parte, Gaston y Louis hacían caso omiso de los jefes de la cofradía del Cuarto, pero se enteraron de que Rouville había retomado su actividad de extorsión, con menos éxito que antes. Hérisson y Clary, por ejemplo, habían rehusado pagar y, ante las amenazas del abad Sillery, se habían sincerado con Gaston, que les prometió su protección.

Cuando Adhémar se enteró, abandonó sus intimidaciones. En cambio, Chazelles y Le Pontonnier seguían entregando su diezmo. Chazelles porque consideraba normal pagar un impuesto para ser protegido —era lo que su padre siempre le había enseñado— y Le Pontonnier porque, pese a su estatura y su fuerza, tenía mucho miedo de Rouville.

Louis Thibert se quedaba siempre aparte. Hijo de un rico pañero, estaba acostumbrado a que lo sirviesen; desde el primer día había considerado a los otros internos como sus criados, y no era muy querido por sus vecinos de dormitorio. Después de haber sido insultado y objeto de bromas varias veces, se había encerrado en el silencio y en el desprecio. De modo que los otros internos ignoraban si pagaba a Rouville, aunque era lo más probable.

En cuanto a Guillaume de Espoisses, Louis descubrió, hablando con él, que jamás había cedido a las pretensiones de la cofradía del Cuarto, habiéndole respondido al abad Sillery que, si insistía, su padre prevendría al presidente del Parlamento de París.

Llovió sin interrupción todo el mes de enero. El Sena se desbordaba en varios lugares cuando, bruscamente, el tiempo se enfrió y un viento glacial barrió la ciudad. El último día del mes heló tan fuerte que el agua bendita de la pila de la capilla se transformó en hielo.

La tradición de Clermont era que los internos se quedasen en clase o en el refectorio en lugar de ir al patio cuando el agua bendita se congelase. Cuando hacía mucho frío, los niños más traviesos solían recoger estalactitas o trozos de hielo en el patio para colocarlos en la pila y advertir a continuación al prefecto de recreo para ir a calentarse a clase[57]. Pero el 1 de febrero la pila de agua bendita se heló de verdad.

Después de los días de fiestas en los que tanto habían disfrutado, el mes de enero les había parecido interminable a Gaston y Louis, que esperaban con más impaciencia cada día el domingo de la Purificación[58], fecha en la que irían a buscarlos. Salían poco al recreo debido a la lluvia, y menos aún a los paseos de los jueves. Pero el trabajo incesante apenas les dejaba tiempo de aburrirse. En cuanto al complot jesuita, desaparecía poco a poco de la mente de Louis. No había vuelto a oír nada a través del suelo. El padre Southwell y el padre Mendoza no estaban allí, y el rector casi nunca tenía invitados a su mesa.

Quizá todo había sido abandonado, o eso esperaba. ¿O en realidad lo lamentaba?

Hacía un mes que la señora Fronsac no veía a los niños, por lo que preparó una comida extraordinaria después de la misa del domingo de la Purificación. Para esta ocasión había invitado de nuevo al padrino de Louis. En la mesa el principal tema de conversación fue el increíble golpe de mano que acababa de dar el duque de Soubise en la isla de Ré, del que los parisinos acababan de enterarse. El duque rebelde se había apoderado de la isla y había tomado siete bajeles del rey destinados a una cruzada que el duque de Nevers proyectaba en el Mediterráneo.

Louis ignoraba quién era Soubise. Preguntó a su abuelo.

—Soubise es el hermano del duque de Rohan, que es par de Francia —respondió el señor Charreton—. El primer marido de su madre fue muerto durante la matanza de San Bartolomé, y los dos hermanos gozan de una gran popularidad entre los reformados. Son los únicos jefes protestantes que no han aceptado la conversión de nuestro rey Enrique el Grande.

—Más exactamente no han aceptado que los protestantes no obtengan todas las ventajas que exigen —corrigió el señor Fronsac.

—Todo está ligado —aprobó el señor Boutier con un ademán—. En realidad, como todos los feudales, los Rohan quieren sobre todo constituir un principado hugonote, ¡que ellos llaman una república!, en el que serían los amos. Su rebelión dura desde hace algunos años. En 1621, Rohan había sublevado al Languedoc y las Cevenas antes de rendir las armas. Benjamín de Soubise había prestado juramento de no rebelarse contra su rey después de haber capitulado en Saint-Jean-d’Angely. Pero al año siguiente olvidó su palabra y asedió Les Sables-d’Olonne con un auténtico ejército. Los gentileshombres católicos que se habían retirado allí tuvieron que capitular después de una vigorosa resistencia. Soubise les había prometido que la ciudad no sería saqueada si pagaban veinte mil escudos y le proporcionaban cañones y tres bajeles.

»Los asediados aceptaron, pero el felón, como solía, no mantuvo su palabra y soltó a sus tropas por la ciudad. El duque había mostrado una vez más hasta qué punto su palabra era mendaz. A fin de cuentas, se comportó como un capitán de bandoleros. Su tropa contaba entonces con seis o siete mil desolladores, ochocientos caballos y siete piezas de cañón. El mes siguiente tomó Luçon, que libró también a la soldadesca, y luego se volvió hacia La Rochelle. Toda Bretaña estaba aterrorizada.

»Para que cesase el bandidaje, el conde de La Rochefoucauld trató de reunir a la nobleza del país, pero los rebeldes eran demasiado poderosos. El conde pidió entonces la ayuda del rey, que acudió finalmente a restablecer el orden con toda la nobleza de Francia y un ejército de ocho mil hombres. Soubise no podía resistir a tales fuerzas y se refugió en Riez, de donde se salvó finalmente a nado, abandonando a sus hombres. Dos mil quinientos rebeldes encontraron la muerte en aquella batalla y centenares de gentileshombres calvinistas capturados fueron enviados a galeras.

»Pero desde entonces La Rochelle no dejó de protestar jamás contra las medidas de seguridad que el rey le impuso para que no volviese a caer en manos rebeldes. Algunos meses después de la derrota de Soubise, que se había refugiado en Inglaterra, varios de sus navíos libraron batalla contra la flota real mandada por el duque de Guisa.

»Dicen ahora que los dos hermanos han propuesto a algunos rocheleses una alianza contra natura entre los calvinistas y España. Enrique de Rohan estaría de nuevo en las Cevenas para sublevar a las poblaciones protestantes, y el ataque de Soubise contra la isla de Ré marca quizá el comienzo de nuevas hostilidades.

—¿Por qué los protege Inglaterra, señor Boutier? —preguntó Gaston.

—Por su religión, claro, pero sobre todo porque a los ingleses les encantaría quitarnos La Rochelle.

—¡Pero ahora que somos aliados de Inglaterra, ésta no ayudará más a Soubise! —exclamó el señor Fronsac golpeando al mismo tiempo la mesa.

—Quizá, pero si los ingleses se ven en la tesitura de elegir —replicó cínicamente el señor Charreton—, temo que prefieran conservar La Rochelle y perder nuestra amistad.

Louis y Gaston volvieron a Clermont el lunes 3 de febrero. Desde el primer día de la semana, todo fueron toses, vómica[59], fluxiones y romadizos en las aulas y en el patio. Durante la cena numerosos niños tuvieron que volver a su cuarto, de lo mucho que tosían y temblaban de fiebre. Sin lugar a dudas, la epidemia, que alcanzaba ya varios barrios de París, había golpeado al colegio. La enfermedad se extendió y, al final de la semana, varios internos fueron incapaces de levantarse.

La enfermería, que no contenía más que una docena de lechos, se vio rápidamente desbordada. Todos los enfermos que podían volver a casa dejaron el colegio, pero la enfermedad siguió extendiéndose pese a todo.

En el cubicula, de Louis, el primer afectado fue Jacques Hérisson, al que trasladaron rápidamente a la enfermería, pues en ese momento todavía había plazas. Al día siguiente, Jean Clary también cayó enfermo. Su padre, médico, que vivía en la calle Gaillon[60], fue a buscarlo tan pronto como fue avisado.

Era viernes, poco antes de las cinco. A causa del frío, los internos no tenían recreo. El día declinaba. La habitación estaba helada, puesto que no había ninguna clase de calefacción, cuando el señor Clary se presentó acompañado de un criado y del prefecto de estudios. Su hijo estaba acostado, tiritando entre las sábanas, igual que el joven Chazelles, que acababa de caer enfermo. Los únicos que trabajaban en su mesa eran Louis, que se sentía fatigado; Gaston de Tilly, que no temía el frío; el robusto Jehan Le Pontonnier, al que los elementos naturales no podían tocar y que no temía más que a Rouville, y, por último, Thibert, el hijo del pañero, que poseía un surtido tal de tupidas prendas de lana y de medias que podía resistir los fríos más extremos.

Su prefecto de cámara se había ausentado, según él para ir a comprobar el trabajo de Paul de Gondi, pero en realidad para quedarse cerca del poderoso fuego que crepitaba en el apartamento del joven abad. Louis, en su calidad de senador, se encargaba de la vigilancia de sus compañeros. El señor Clary era rubio como su hijo, con mechones de cabellos blancos, el rostro demacrado y ojos muy claros, llenos de inquietud. Iba cubierto con un pesado manto con cuello de piel, bajo el cual se distinguía su ropa negra de médico.

Sin despojarse de su manto, examinó detenidamente a su hijo, sacudido por una tos pertinaz, y le hizo un montón de preguntas sobre sus deposiciones y sus esputos.

—El boticario de nuestra casa profesa, el señor Nicolas Chauvin, hombre muy juicioso en su arte, ha venido esta mañana a ver a nuestros enfermos a la enfermería. Nos ha asegurado que se trataba de una epidemia de influenza catarral —le explicó el prefecto de estudios.

—Sin duda —respondió distraídamente el médico, a todas luces más preocupado por el abatimiento de su hijo que por la opinión del boticario.

Examinó los párpados del niño antes de interrogarlo sobre un posible dolor lacerante en la oreja. El niño le dijo que no tenía nada, sólo diarrea, aparte de la tos. El médico le mandó orinar en una bacinilla y examinó un rato lo turbio de la orina.

—Supongo que la epidemia castiga también ferozmente en la ciudad —aventuró el prefecto de estudios, preocupado con todas aquellas manipulaciones.

—En efecto —confirmó el señor Clary en voz baja—. He observado que en gran número de casos de sujetos de mala constitución la muerte sobrevenía después del cuarto o quinto día tras las primeras toses. En concreto, desde la aparición de una hinchazón edematosa de los párpados. En los otros casos, afortunadamente menos funestos, la enfermedad cursa en angina gangrenosa con fiebre alta, sudores abundantes, pulso rápido y una piel áspera y ardiente. Parecido a lo que tiene mi hijo.

—¿Vais a sangrarlo?

—No, está demasiado débil.

El señor Clary se estremeció buscando una chimenea con la mirada.

—¿Siempre hace este frío? —le reprochó.

—En estos dormitorios, sí, porque no hay chimenea. Y además el frío es benéfico. Espabila las mentes y enardece las virtudes. La enfermedad no está causada por el frío, como creen la mayoría de los ignorantes; no es más que la consecuencia de la culpabilidad de los hombres. Por eso los cuidados prodigados para curar deben ir asociados a una asistencia espiritual y religiosa.

—Seguramente. Sin embargo, voy a llevarme a mi hijo —decidió el médico en absoluto convencido por el sacerdote—. Así tendréis un enfermo menos. Mi criado lo llevará abajo.

—¿Querríais examinar también al señor Chazelles? —preguntó el prefecto.

—Por supuesto.

El médico se desplazó hasta la cama del hijo del recaudador de impuestos, sentándose al borde de la misma.

—¿Cómo te sientes, hijo?

—Tengo escalofríos, señor, y un dolor de cabeza insoportable.

Los ojos del niño estaban enrojecidos, su pulso rápido y su lengua carbuncosa. El médico le pidió que se levantase y lo acompañase cerca de una de las ventanas, donde, a la luz mortecina del día, creyó observar unas bubas negruzcas y franjas purulentas en el fondo de su garganta.

—Hay que darle de beber —dijo, acompañándolo a la cama—. En abundancia. Intentadlo también con quinina.

—¿Hay que purgarlo?

Clary dudó.

—Esperad unos días. Si la diarrea no cesa, y la orina precipita en sedimentos blancos, hacedlo sin dudar. Pero os arriesgáis a debilitarlo enormemente.

—Algunos de nuestros sacerdotes aseguran que se puede proteger de la enfermedad con una coqueluche[61].

—No perdéis nada con intentarlo —aprobó el doctor haciendo señas a su criado para que cogiese al niño en sus brazos, envuelto en una manta.

Sin duda tenía prisa por abandonar aquella pieza glacial e infecta. Acababa de enterarse de que la peste asolaba Londres desde diciembre, causando centenares de muertos. Había ya accesos del mal de San Roque[62] en la mayor parte de las provincias y le inquietaba la llegada de la enfermedad a París, como ocurría regularmente. Si ése era el caso, el colegio de Clermont sería sin duda uno de los primeros focos de infección.

Después de su partida, el estado del pobre Chazelles no mejoró. No pudo ir al refectorio y tosió toda la noche. Louis se levantó varias veces para tranquilizarlo y darle de beber un agua glacial. Por la mañana, los sacerdotes lo trasladaron finalmente a una habitación caldeada.

Con aquella mala noche, la fatiga de Louis se había acentuado, y empezó también a toser. Por la mañana no pudo lavarse, pues el agua se había helado en las jofainas. Por tanto, bajó a las letrinas, pero el olor era espantoso, pues el agua de los cubos estaba congelada.

Afortunadamente, el refectorio bien caldeado le dio un poco de vigor. En el aula se sintió demasiado fatigado para preguntar las lecciones y Gaston lo sustituyó con la anuencia del regente. De todas formas, más de la mitad de los alumnos estaban ausentes. Paul de Gondi también había vuelto con su familia.

La misa que siguió se prolongó con las oraciones y penitencias para pedir misericordia a Dios a fin de que alejase el mal. Los internos se habían enterado por los externos de que la epidemia se había extendido por París de tal forma que los comisarios de policía habían ordenado a los habitantes señalar la presencia de enfermos colocando un ramo de paja en su ventana. El gran temor era, sin embargo, que esta fiebre maligna fuese una forma de peste o de enfermedad pestilente como la que asolaba la región de Poitou, Inglaterra y Alemania.

Todo el mundo hablaba de las enfermedades que conocía; se formaban corrillos en torno a los sacerdotes que daban detalles sobre el mal que golpeaba al colegio. Las sínocas[63] simples no duraban más que cuatro días, pero las sínocas pútridas podían alargarse hasta catorce, si no se moría antes, explicaban los más doctos. Ahora bien, la enfermedad a la que se enfrentaban parecía ser una sínoca a la vez pútrida y catarral. Un mal que no se había visto hasta entonces.

Louis escuchaba esos detalles con inquietud. Él mismo empezaba a toser, y había oído decir que tras un abatimiento general venía una hinchazón de los párpados, que él ya empezaba a sentir, seguida luego por una tos catarral y una diarrea serosa. Los casos más graves, aseguraban los prefectos con una especie de júbilo, afectaba después al hígado y producían siempre una ictericia mortal. En otras evoluciones, como la angina gangrenosa, la fiebre se tornaba extremadamente fuerte, con una violenta inflamación en la úvula y el velo del paladar. El desenlace era, también en este caso, fatal.

Louis se sentía cada vez peor.

Al día siguiente no pudo levantarse. Gaston tocó su frente; estaba ardiendo. La enfermería estaba llena, así que Louis se quedó en el cuarto y enviaron a alguien a su casa. Guillaume Bouvier y el señor Richepin fueron a buscarlo el domingo por la tarde con la carreta. Lo tumbaron en un jergón y lo taparon con gruesos cobertores de lana para transportarlo.

En el palacio del barrio de Saint-Germain, Brett fue introducido por el señor Bates en el gabinete de trabajo del conde de Carlisle.

—¿Habéis pedido una entrevista? —preguntó el conde sin levantar los ojos de los despachos que estaba leyendo.

—Sí, milord. El jesuita Thomas Southwell ha vuelto a París.

Carlisle alzó la cabeza. Luego, una sonrisa interesada se dibujó en su rostro.

—¡Perfecto! ¿Vuestros hombres están listos?

—Sí, milord.

—Entonces, capturadlo de inmediato y enviadlo a Londres como estaba previsto. ¿Seréis capaz?

—He encontrado un coche cerrado de cuatro caballos en un tratante de caballos de la calle Saint-Jacques, milord, y dos de mis esbirros están listos para conducirlo. Los he avisado esta mañana. Tomaremos la carretera de Bruselas, de momento creen que vamos a Arras, y una vez en Brujas, un barco nos llevará a Douvres.

—El matrimonio del príncipe de Gales tendrá lugar dentro de dos meses. Sed prudente, no quiero escándalos. ¿Vuestros espadachines saben quién sois?

—No, milord. Me he presentado como el intendente de un poderoso señor que quiere capturar a ese sacerdote, que lo ha engañado. Un asunto de faldas. Aun en el supuesto de que fracasasen o fuesen pillados, no podrían decir nada porque nada saben. En cuanto a mí, podéis estar seguro de que seré mudo como una tumba.

—No lo dudo. De todas formas, negaré conoceros —dijo el conde sonriendo—. En adelante, no os alojaréis aquí. Para todo el mundo, habréis dejado el servicio. No llevéis nada encima que pueda indicar que sois inglés. Vestíos como los parisinos, comed como ellos, vivid como ellos.

Se levantó para dirigirse hacia un bargueño holandés del que sacó un cofrecillo que procedió a abrir. Contó durante un buen rato una abultada cantidad de monedas y luego volvió a la mesa.

—Aquí tenéis cincuenta escudos[64] y veinticinco doblones. ¿Cuánto necesitáis?

Vendrían a ser alrededor de quinientas libras, calculó rápidamente Brett.

—He prometido diez doblones a cada uno de mis tres espadachines si concluían con éxito la operación. Cogerán a Southwell en su cuarto, en la hostería. Precisarán algunos escudos para comprar complicidades. Yo mismo tomaré un cuarto desde esta noche en dicha hostería, que dispone de amplia caballeriza, donde guardaré la pequeña carroza que voy a comprar, así como los cuatro caballos. Es el gasto mayor, pero podré arreglármelas con trescientas o cuatrocientas libras, pues es un coche viejo y los caballos no son demasiado fogosos. Por la noche bajaremos discretamente a Southwell a las caballerizas.

Se calló un instante y fue Carlisle quien intervino.

—Luego si añadimos lo necesario para equiparos, habréis gastado esas quinientas libras. Falta todavía el viaje y el navío. ¿Cuánto calculáis?

—No más de trescientas libras, milord, pues en Amberes venderé los caballos y el coche; sacaré unas doscientas libras por lo menos.

—Más vale que no volváis a buscar dinero aquí —dijo el conde con una mueca de desagrado—. ¡Van a ser demasiados gastos! Espero que la corte me los reembolse.

Volvió al bargueño y contó la misma suma. Estaba desembolsando dinero de su propio bolsillo sin tener la certeza de recuperar ese dinero y empezaba a lamentar su ocurrencia de capturar al jesuita.

—Aquí tenéis otras quinientas libras. Sed cuidadoso con ellas. Espero que lleguen para pagaros.

—Desde luego, milord. Llevaré sólo dos hombres para el viaje: los que conducirán la carroza. Me acompañarán a Inglaterra y, una vez en casa, encontraré la ayuda necesaria. Conozco al preboste de Douvres. Me proporcionará arqueros para llevar directamente al prisionero a la torre de Londres.

—Os estarán esperando. Buena suerte.

Louis pasó dos semanas en casa, al calor de su cama, alimentado con sopas calientes e infusiones. Al final de la primera semana, la fiebre bajó, y, pese a haber entrado en el tiempo de Cuaresma, su madre lo alimentó copiosamente para que recobrase las fuerzas. Volvió al colegio por San Matías[65]. Estaba curado y Antoinette Bouvier le había asegurado que ya no tenía que temer nada porque «por San Matías entra el sol por las umbrías».

Guillaume Bouvier lo llevó en la mula del señor Fronsac.

Louis estaba preocupado. Había dejado a varios de sus amigos enfermos —salvo Gaston— y se preguntaba en qué estado iba a encontrarlos. Se quedó plenamente tranquilo cuando, una vez pasado el porche, vio a Gaston jugando a los bolos con Clary. Fue corriendo hacia ellos.

Gaston no había sido afectado por la enfermedad. En cuanto a Clary, su padre debía de ser un buen médico, puesto que había curado rápidamente. Chazelles también iba mejor, pero había vuelto a casa para pasar su convalecencia. Jacques Hérisson estaba curado, aunque lo habían castigado sin recreo por haber sido pillado merodeando por los pisos en busca de nuevas puertas que abrir. En cuanto a Paul de Gondi y Le Pontonnier, no habían vuelto todavía.

La única sombra en este cuadro era el pequeño La Chesnay, que estaba en la enfermería, muy grave, le explicó Gaston. Louis quiso ir enseguida a verlo. Fueron allí los dos.

Todas las camas de la enfermería estaban ocupadas. Un olor penetrante y repugnante reinaba en el recinto. Una mezcla de humedad, de deyecciones y de olor a hierbas olorosas en la que se mezclaban los efluvios de la muerte.

Siete niños y tres sacerdotes se hallaban allí acostados. El lecho del becario estaba situado al fondo de la pieza, un poco aparte. Era el único en el que no había cortina de separación de los otros. Incluso en la enfermedad, los becarios tenían menos derechos.

La Chesnay presentaba una delgadez que daba miedo. Su piel apergaminada tenía una tez cerosa, y sus cabellos estaban apagados y pegajosos a causa de la fiebre.

—Sabía que vendrías, Louis —susurró el niño dirigiéndole una mirada velada cuando se acercaron a él.

—Yo también estuve enfermo —se excusó Louis sentándose al borde de la cama, mientras Gaston se quedaba prudentemente de pie para evitar ser contagiado—. Pero ya ves que estoy curado. Tú también te pondrás mejor y echaremos unas partidas de bolos.

El niño sacudió dulcemente la cabeza.

—No, Louis. Sé que voy a morir.

Suspiró y se quedó silencioso un instante, como si rezase; luego murmuró:

—Me habría gustado vivir más tiempo, ¿sabes?, la vida es tan bella… pero creo que Dios ha decidido hacerme pagar los crímenes de mi hermano.

—¿Tienes un hermano?

—Tengo dos. Mejor dicho, tenía dos.

Se calló de nuevo, cerrando los ojos; luego volvió a abrirlos y miró a Gaston.

—Acercaos los dos —dijo—. Quería confesarme, pero no puedo hacerlo con los sacerdotes, que me expulsarían si supiesen la verdad. Me gustaría al menos morir aquí, con mis amigos, y, sobre todo, no sufrir. Os he elegido a vosotros como confesores. ¿Aceptáis?

Gaston, emocionado, se acercó y se agachó cerca de él.

—No te preocupes, vas a curarte —le prometió sin creer una palabra de lo que decía.

El niño se puso a toser y a escupir. Cuando hubo recobrado el aliento, explicó:

—Cuando haya muerto, avisad a mi hermano Robert.

—¿A los dos?

—No; el mayor, François, está muerto… Fue desmembrado vivo…

—¿Desmembrado? —gimió Louis.

—Sí. Juradme que no repetiréis nunca lo que voy a revelaros.

—Te lo juro —prometió Louis cogiéndole una mano febril y descarnada.

Un religioso entró con varias tazas de tisana en una bandeja y empezó a distribuirlas. Gaston fue a buscar una y la llevó con cuidado para no verter ni una gota. Se agachó de nuevo junto al pequeño becario para ayudarlo a beber. Hasta ahora apenas se había interesado por Jacques, que era sobre todo amigo de Louis. La Chesnay se convertiría en sacerdote, como los demás becarios. Y como Gaston rechazaba esa vía del sacerdocio, nada lo unía al becario. Pero al enterarse de que su hermano había sido atormentado en la rueda, adivinó la existencia de un terrible secreto que, de repente, lo apasionó.

—No conocí a mi padre —prosiguió el niño después de un primer trago que pareció sentarle bien—. Pero me acuerdo de mi madre. Murió hace tres años. Yo tenía seis años, y mi hermano Robert, dieciséis. Iba a la escuela de caridad de Saint-Landry y era buen alumno. Mi hermano Robert era un cabeza loca y quería unirse a nuestro hermano mayor en el ejército. Cuando mi madre murió de agotamiento, el cura de la parroquia me buscó una plaza en un convento para que me enseñasen latín. Era un buen hombre, y gracias a él conseguí la beca para Clermont.

Cerró los ojos y Louis creyó que se había dormido. Gaston intentó entonces hacerle terminar su tisana y La Chesnay recuperó la conciencia.

—Vi por primera vez a mi hermano mayor en el funeral de mi madre. Después me enteré de que mi hermano Robert lo había encontrado. Fue él quien me contó lo que voy a deciros. Yo creía que mi hermano mayor era soldado, pero, en realidad, hacía tiempo que había desertado de su regimiento junto con mi primo y algunos compañeros y vivía en París. Era un hombre sanguinario y cruel; sin embargo, cuando se enteró de que yo iba a entrar interno, dio un poco de dinero al convento para mis estudios. Creo que es la única buena acción que hizo, pero yo le estaré siempre agradecido. En cuanto a Robert, antes de quedarse en la calle sin trabajo, prefirió entrar en su banda.

—¿En su banda? —preguntó Gaston con inquietud y sorpresa.

—Sí. Por eso mi hermano mayor tenía dinero —sonrió el niño míseramente—. Con mi primo, que se llamaba La Fauerie, y algunos desertores como él, mi hermano mayor había formado una asociación de ladrones que se reconocían entre ellos por su hábito rojo y gris. En París los llamaban los Salmonetes y los Rucios.

¡La banda de ladrones de la que le habían hablado su madre y su padre!, recordó Louis con terror.

—Al principio sólo robaban bolsas en el Puente Nuevo. Mi hermano se dio cuenta de que se confía en la gente elegantemente vestida, así que se vestía de sarga roja con mi primo, mientras que los otros compañeros iban de terciopelo gris. No desconfiaban de ellos porque los tomaban por gentileshombres. Pero cuando fueron demasiado conocidos, por haber cortado demasiadas capas, se dedicaron a atracar a los paseantes que volvían tarde a casa, y no dudaban en quitarles la vida a los que rehusaban darles su bolsa. La patrulla de ronda fue alertada enseguida, impidiéndoles actuar, de modo que mi hermano decidió atracar las casas de los burgueses. Embaucaba a un lacayo prometiéndole muchas riquezas si les abría la puerta por la noche; luego, una vez en el interior, lo mataba, así como a los habitantes de la casa, mujeres y niños incluidos. Otras veces era Robert el que entraba por la ventana trepando por la fachada. Bajaba y desde dentro les abría las puertas dejando la banda al pillaje, en el que rehusaba participar porque le producía horror.

»Un día cogieron más de quinientos escudos en vajilla de plata en una casa cuyo propietario estaba ausente. Por desgracia, éste volvió mientras aún estaban dentro. La banda huyó por una ventana, pero mi hermano mayor se hirió y fue apresado por los lacayos de la casa y encerrado. Por suerte, La Fauerie y Robert volvieron y, pasando por la ventana de un piso, lograron liberarlo antes de que los arqueros de la patrulla llegasen. Entonces decidieron dejar París, donde la patrulla montada y todas las policías andaban tras ellos.

Después de este largo discurso, el pequeño La Chesnay pareció agotado y se quedó silencioso.

Al cabo de unos minutos, Louis le soltó la mano e hizo signos a Gaston de que sería mejor dejarlo tranquilo. Tilly, aunque contrariado por irse sin conocer el final, se levantó también.

En ese instante el enfermo abrió los ojos y les suplicó:

—No os vayáis, no he acabado.

Gaston y Louis se sentaron de nuevo.

—La banda recorrió entonces Francia dejando tras ellos un reguero de crímenes y violencia. Llegó hasta Montauban, luego fue hacia Beauvais y finalmente se instaló entre Verneuil y Rambouillet, donde esquilmaban ferias y mercados. Allí, mis hermanos y sus compinches atacaban a los comerciantes en los bosques de Orleans, de Fontainebleau o de Melun. Les robaban, los mataban y luego vendían su botín. Pero a Robert cada vez le horrorizaban más esas matanzas y quería abandonarlos; sólo que no sabía a dónde ir. Toda la mariscalía andaba tras ellos. Por la noche se ocultaban en el bosque, durmiendo en la maleza como animales. Finalmente, hace poco más de un año, la banda se dividió entre los que querían seguir a mi hermano mayor y los que querían volver a París. Un desertor acaudilló a los que habían decidido abandonar, pero François lo mató. Luego, para demostrar a sus compañeros que no corrían ningún peligro, se fue solo a la posada del pueblo más próximo para cenar y pasar la noche.

»Por una extraordinaria mala suerte, el preboste de los mariscales de Mortagne, que iba pisándole los talones, se detuvo en la misma posada con una docena de arqueros. No conocía a mi hermano. Sabía solamente que se llamaba La Chesnay. Ya os he dicho que François era cruel, pero también fuerte y valiente. Invitó al preboste a cenar con él haciéndose pasar por un rico comerciante e hizo que le contase las hazañas del terrible La Chesnay; luego pasó la noche en la hostería para dejarla a las cuatro de la mañana, mientras el preboste dormía. En la caballeriza le encargó al mozo de cuadra: “¡Dile al preboste que ayer cenó con La Chesnay!”.

»Y partió al galope. Esta fanfarronada le costaría la vida[66]. Se reunió con sus hombres y uno de ellos, llamado La Fontaine, se dirigió a Verneuil, donde se celebraba la feria, fijándose en los comerciantes más ricos para robarles. La banda —vestidos todos con sus más bellos trajes gris y rojo— lo citó en una posada próxima al camino real, justo delante de un profundo bosque por donde los comerciantes debían pasar. Pero el preboste de Mortagne se informaba en cada pueblo. Se enteró así de que un grupo de gentileshombres acababa de instalarse en aquella posada. Intrigado, fue hasta allí, y, según la descripción de sus habitantes, reconoció al que había cenado con él. Previno entonces al magistrado más próximo, que envió a los arqueros. Mi hermano, parapetado en un cuarto, fue detenido después de una violenta refriega en la que participó todo el pueblo. Juró que era gentilhombre, pero fue condenado con sus hombres y desmembrado vivo dos días más tarde, después de haber hecho retractación pública en camisa, con un cirio en la mano. Dios lo perdone.

La Chesnay paró agotado después de su larga historia. Cerró de nuevo los ojos. Sus labios no eran más que dos hilos blancos.

—Los que no fueron pasados por la rueda fueron enviados a galeras —añadió.

—¿Y tu otro hermano? —preguntó Gaston, que decididamente quería saber.

—Robert se había ido con La Fontaine a Verneuil —suspiró el niño—. Habiendo elegido un comerciante para desvalijarlo, La Fontaine se había reunido con la banda en la posada para preparar el golpe. Mi hermano se había quedado vigilando al comerciante. Cuando se enteró de la escaramuza, se fue a París. Por suerte, y aunque sometidos a interrogatorio, ninguno de sus miserables compañeros habló de él. Sin embargo, finalmente fue detenido por el teniente criminal en nuestra casa, a la que había vuelto. El preboste de Mortagne se había enterado, no sé cómo, de dónde vivía mi hermano mayor en París. Robert fue llevado al calabozo del Grand-Châtelet. El preboste de Mortagne acudió en persona a interrogarlo. Estaba convencido de que había pertenecido a la banda de los Salmonetes y los Rucios y lo sometió a la cuestión previa. Pero mi hermano clamó su inocencia y finalmente fue liberado. Después, lo he vuelto a ver tres veces. Vino a verme aquí mismo a finales del año pasado y me lo contó todo.

Louis se acordó del joven que había visto con La Chesnay en el locutorio, cerca de la portería. Aquél debía de ser Robert.

En ese momento sonó la campana.

—Vamos a llegar tarde a clase —se inquietó Louis—. Volveremos a verte esta noche.

Gaston hizo una última pregunta que le quemaba en los labios.

—¿Tu hermano ya no roba?

—No. Esa vida de ladrón se acabó para él —susurró La Chesnay.

Gaston y Louis volvieron efectivamente después de la cena, pero La Chesnay dormía. Se quedaron un rato a su lado. El niño parecía ya atrapado por la muerte y respiraba débilmente con ligeros estertores. La frente le ardía.

El prefecto de la enfermería se acercó a ellos.

—¿Se va a curar, padre? —preguntó Louis con lágrimas en los ojos.

—Está en las manos de Dios —respondió evasivamente el jesuita.