Louis y Gaston empezaron a servir la mesa con los criados desde la cena del martes. Habían sido profundamente humillados cuando el rector les ordenó colocarse a su lado en el refectorio para recordar el reglamento del colegio y anunciar su castigo, sobre todo al observar algunas sonrisas burlonas, especialmente la de Charles Chazelles. El hijo del cobrador de impuestos estaba visiblemente contento de ver a Louis castigado de aquella suerte.
Tener que rebajarse a un papel de criado era particularmente cruel para Gaston, que habría preferido ser expulsado antes que soportar aquel oprobio, mas, por amistad a Louis, se había sometido.
Su trabajo consistía en llevar el vino, el agua, el pan y las soperas a las mesas, y luego limpiar y barrer. La primera noche se habían esforzado en hacer caso omiso de los comentarios que les hacían algunos internos plebeyos, sabedores de que se habían batido para no tener que pagar el diezmo a Rouville, mientras que ellos se habían doblegado. Los niños pertenecientes a la nobleza se quedaban más a la expectativa. Adhémar de Rouville era respetado por su piedad, y muchos cuestionaban la manera en que Gaston de Tilly lo había vencido. El golpe que le había roto el brazo a Adhémar ¿era necesario y, sobre todo, honorable? Muchos lo dudaban, incluso a pesar de que algunos como Paul de Gondi recordaban que se podía vencer Per fas et per nefas[44].
Pero al cabo de unos días los comentarios irónicos se hicieron cada vez más infrecuentes y los dos niños pusieron empeño en cumplir lo mejor posible su tarea de criados. Terminada la comida, ayudaban a los becarios a despejar y barrer la sala; a continuación, iban a comer a la cocina con los cocineros, los criados y algunos novicios. No tenían recreo, pero comían mejor y cuanto querían, pues los cocineros solían guardar los mejores bocados para ese almuerzo de criados. Por la noche, la sopa de los internos, ya fuese de habas, de guisantes o de coles, raramente contenía un trocito de carne. En la antecocina, los trozos de jamón y longaniza eran gruesos y numerosos. Además, las cocinas estaban calentitas.
La noche misma del duelo, Louis había escrito a su padre y a su abuelo para avisarles de su castigo y del de su amigo, contándoles la verdad: por qué razón se habían batido, quién había vencido y cómo habían sido defendidos ante el rector por varios jóvenes de la nobleza. Describía la sanción que sufrían y concluía pidiéndoles perdón y avisándolos de que no podrían ir a casa antes de las fiestas de Navidad.
A cambio de cinco cuartos, el portero se encargaba de hacer llegar las cartas que se le remitían. El retraso era de algunos días. Louis esperaba que la carta llegase a su familia antes que la del rector.
Tres días después del duelo, el rector se instaló en su mesa en compañía de dos religiosos a los que Louis no conocía. El de más edad gastaba barba gris en collar, como estaba de moda en la época de Enrique el Grande. Después del benedícite, el rector los presentó a los internos al inicio del pequeño sermón que solía pronunciar al comienzo de la comida. El barbudo era el padre general Cotton, el futuro provincial de Francia de los jesuitas. Sería oficialmente recibido por el rey en enero, pero estaba ya instalado en la casa profesa de la calle Saint-Antoine. El padre Cotton, recordó el rector en su elogio, había sido su predecesor en Clermont y por ello había tenido a bien hacer allí su primera visita.
El segundo jesuita, que parecía tener apenas cuarenta años, era el padre Nicolas Caussin. Llegaba de Roma. El padre Caussin sería en adelante el profesor de teología, explicó el padre Filleau, que aconsejó a los alumnos leer la obra que acababa de publicar, La Corte santa, un admirable análisis de la corte y de las tentaciones de irreligión que se abrían paso cuando no se había recibido una educación espiritual suficiente. Curioso como era, Louis se atribuyó el servicio de aquella mesa para saber más sobre aquellos dos religiosos. Les llevó el vino, varias veces agua y pan, pero los convidados no intercambiaron en su presencia más que banalidades, y casi siempre en voz baja.
Por la noche trabajó hasta tarde con Gaston para hacer los deberes que tenían que entregar al día siguiente por la mañana; luego se apagaron las luces después de la oración, como todas las noches. Muy pronto se hizo el silencio en el pequeño dormitorio, y Louis se sumía sin darse cuenta en el sueño cuando oyó de nuevo las voces.
Se quedó petrificado.
Era una especie de murmullo, como las otras veces, del que brotaban algunas palabras entre las cuales reconoció claramente: Cotton y Caussin. De repente, oyó con estupor: Tilly. Dudó en prestar atención de nuevo a una conversación que no le incumbía. ¿No era un pecado que tendría que confesar? Luego se acordó de la clase de Sagradas Escrituras de la víspera. Jesús, les había explicado el padre La Salle, había dicho: «Quien tenga orejas, que escuche». Debía obedecer la divina exhortación.
Los cuchicheos parecían proceder del piso de madera. Se deslizó fuera del lecho, se tendió en el suelo y pegó su oreja al entarimado. Los ruidos le llegaban más cercanos, más claros.
—¿Se han batido con cañas en el patio? ¿En duelo?
—Dudé en expulsarlos, padre, pero, en la situación actual, juzgué más prudente mostrar indulgencia, como me aconsejaba el padre Cellot. El conde de Moret había tomado partido abiertamente por los chicos, y, si hubiese hablado de ello en la corte, acabarían interesándose por nuestro colegio.
—Habéis hecho bien —respondió una voz temblorosa en la que Louis reconoció la del provincial de Francia—. No tenemos necesidad de una preocupación suplementaria. ¿Sabéis que el rector de la universidad nos reprocha ahora que tengamos nuestros propios correctores para castigar a los alumnos? Según él, no corresponde sino al rey elegir los jueces para castigar a los malos, y, actuando así, trataríamos de demostrar que nuestras leyes son superiores a las del rey.
—¡Pamplinas! —exclamó una voz autoritaria, que era la del padre Nicolas Caussin.
Louis la conocía, pues durante la cena el jesuita le había pedido pan en el mismo tono.
—Desgraciadamente, en Palacio, muchos dan crédito con complacencia a esas calumnias. Pero vayamos a lo que nos traéis de Roma, padre —dijo la voz temblorosa—. ¿Os habéis encontrado con el prepósito general?
—Sí. He visto a monseñor Mutio Vitelleschi. Me ha confirmado que debemos obedecer en todos sus puntos sobre este asunto al padre Mendoza, que a su vez tiene órdenes del Santo Padre.
—¿Le habéis participado nuestras reticencias?
—Lo he hecho, y me ha recordado nuestros votos de sumisión perinde ac cadaver, así como nuestra misión en la erradicación de la herejía.
—Olvidáis que nuestro santo padre Ignacio de Loyola había añadido a ese voto la restricción: In omnibus ubi peccatum non cerneretur[45].
—Creo que os inquietáis sin razón, padre —replicó Caussin.
—¿Sin razón? —se encolerizó el rector—. ¡No dudéis de que si este asunto fuese descubierto, arrojaría de nuevo el oprobio sobre nuestra compañía! Seríamos expulsados del reino y varios de los nuestros se encontrarían en manos de maese Guillaume[46]. ¿Merece el rey de Inglaterra el riesgo que vamos a correr?
—No será descubierto, padre —replicó untuosamente el padre Caussin—. Tengo una confianza total en Thomas Southwell, cuya prudencia iguala a su habilidad. Es joven, pero con una larga experiencia en operaciones secretas al servicio de nuestra compañía. Por cierto, ¿tenéis noticias suyas?
—Sí. Me ha enviado un mensaje cifrado que recibí ayer. Está en Holanda, donde ha contactado con el joyero que prepara las monturas de los herretes. Partirá enseguida para Roma, tan pronto como el padre Mendoza le haya remitido las piedras. A continuación, regresará aquí, donde reanudará sus clases en febrero.
—¿Cuándo llegará el padre Mendoza?
—Lo ignoro. Pero supongo que dentro de unos días. Se quedará aquí lo justo para comunicarnos las instrucciones del primer ministro español; después se irá a Holanda, para hacer montar las piedras.
—¿Y nuestro falso Samuel Forcadel?
—Provisionalmente ha terminado su papel de comerciante y ha vuelto a la casa profesa —declaró el provincial de Francia—. Pero ¿habéis sabido algo nuevo sobre las negociaciones del tratado?
—Mis agentes en la corte me han informado de que los principales obstáculos se han vencido. El señor de Effiat parte dentro de unos días para Cambridge, donde se encuentra el rey Jacobo.
Era el padre Nicolas Caussin quien acababa de responder.
—¡Entonces el tratado se va a hacer a nuestras espaldas! —suspiró el rector.
Por el tono de su voz, Louis adivinó cuan molesto estaba.
—El rey de Inglaterra siempre dijo que no consentiría jamás ese matrimonio si la contrapartida era autorizar a los jesuitas a volver a Inglaterra —prosiguió.
—Ya veis, padre, que no se puede recular —insistió Caussin.
—Es cierto que milord Carlisle y milord Buckingham son poderosos enemigos de nuestra compañía —declaró el rector—. Al menos, si este asunto termina como esperamos, los habremos hecho desaparecer de escena.
—Esperemos, entonces, la llegada del padre Mendoza.
Louis oyó arrastrar de sillas, y luego las voces se hicieron inaudibles. Tal vez los sacerdotes habían pasado a otra estancia. Se quedó un momento aguardando, pero nada. Se dio cuenta entonces de que estaba temblando. Se hallaba tan pendiente de la conversación que no había prestado atención al frío glacial que reinaba en el cuarto.
Volvió a su lecho e intentó calentarse soplando bajo las sábanas.
Carlisle era el embajador inglés del que había hablado su tío en la mesa, y Buckingham, el favorito del rey de Inglaterra. ¿Los jesuitas querían matarlos? ¿Y quién era ese Forcadel? ¿Por qué motivo ese jesuita inglés que él había visto en la biblioteca del colegio, el padre Southwell, había ido a ver a un joyero a Holanda? ¿Por qué habían hablado de herretes? ¿Qué pintaban esas joyas en esta historia?
¿Era un complot? ¿Y contra quién?
Mientras lo vencía el sueño, la respuesta se le insinuó en su mente como una evidencia.
¡Los jesuitas trataban de matar al hijo del rey de Inglaterra con ocasión de su matrimonio en Francia!
Al día siguiente, al bajar a las letrinas, Louis contó todo lo que había oído a Gaston, que pareció dubitativo.
—¿Estás seguro de que no lo has soñado? —le preguntó mientras esperaban su turno con una veintena de niños delante de las letrinas heladas.
—No sé. Honradamente ya no lo sé. Tendría que ver qué pieza hay debajo de nuestra cámara. Si es un dormitorio, como me dijo Hérisson, tal vez lo haya soñado.
—Vamos a verlo inmediatamente —propuso Gaston, excitado ante la idea.
—Es Chazelles quien tiene hoy la vela —observó Louis—, y no podemos fiarnos de él; y sin vela no veremos nada.
Eran las cinco de la mañana y era a Chazelles a quien el prefecto de cámara le había confiado la luz.
Vieron entonces a Jacques La Chesnay acercarse con los pequeños becarios que dormían en el último nivel, bajo los tejados.
—Tengo una idea —dijo Gaston.
Se dirigió a La Chesnay y lo llevó aparte.
—¿Recogiste un cabo de vela ayer por la noche en el refectorio?
—Sí, pero muy pequeño.
—¿Lo tienes ahí?
—¡Claro!
El niño jamás habría dejado la preciosa candela en su dormitorio so pena de que se la robasen.
—¿Puedes prestármela? Te la devolveré dentro de un rato y te prometo que apenas voy a gastarla.
El niño dudó un segundo. Luego hurgó en el bolsillo de su capa, desgastada hasta la trama, y le tendió el cabo de sebo informe del que salía una mecha negruzca.
—Gracias, no lo olvidaré.
Gaston se volvió hacia Louis mostrándole la candela contentísimo.
Cuando todo su grupo hubo terminado, subieron. Chazelles iba en cabeza, sosteniendo la luz firmemente. En la escalera, Gaston lo alcanzó para decirle:
—He encontrado un cabo de vela en las letrinas, déjame encenderla en la tuya, que nosotros ahí detrás apenas vemos.
Chazelles le tendió la llama sin manifestar interés.
Gaston y Louis se quedaron a la cola del grupo. Una vez llegados al rellano del segundo piso, mientras los compañeros subían hacia los desvanes, los dos niños se metieron en el corredor. Contaron una docena de pasos y se detuvieron delante de una puerta.
—Debe de ser ésta —susurró Louis—. ¿Y si es una habitación y hay algún sacerdote dentro?
Gaston pegó su oreja a la puerta, pero no percibió ningún ruido. Apenas tenían tiempo, de modo que Louis se decidió a llamar a la puerta. Si oían pasos, se escaparían corriendo.
Esperaron unos segundos. Los únicos ruidos eran los del resto de los internos que subían de las letrinas. Finalmente, Gaston se apoyó en el picaporte.
La puerta se abrió chirriando ligeramente.
Entraron con el corazón latiendo desbocado.
Era una pequeña sala que sólo tenía una mesa de pino y dos bancos. De una de las paredes encaladas colgaba una simple cruz, y de la otra, dos cuadros. Gaston las iluminó. Uno era el retrato del fundador de la orden, Ignacio de Loyola, que estaba también en el refectorio, y el otro del papa Urbano VIII. No había ningún retrato del rey o de su padre Enrique, como solía suceder en las salas de trabajo. Ningún papel extraviado. En la mesa sólo había algunas plumas de oca, un cortaplumas y tres tinteros de terracota, así como hojas en blanco. A su derecha, vieron una puerta. Gaston se acercó y oyó un vago roce del otro lado.
Le entró miedo e hizo una señal a Louis para largarse de allí.
Salieron rápidamente sin cerrar detrás de ellos, aterrorizados como estaban.
—¿Dónde estabais? —preguntó severamente el padre Galliffet, su prefecto de cámara, cuando llegaron.
—Cuando estábamos en la escalera, un sacerdote nos pidió que le ayudásemos a llevar unos sacos, padre.
—¿Adónde?
—Al segundo piso. Sólo hablaba latín y lo acompañamos hasta el patio. Hemos subido corriendo, padre.
—¡Humm! Debía de ser uno de nuestros padres visitadores que se marchaba. Vamos a empezar las oraciones. Luego os pondréis a limpiar este cuarto, que está muy sucio.
Obedecieron en silencio. Cuando hubieron terminado de barrer y de arreglar el dormitorio, trabajaron de dos en dos en las Sagradas Escrituras, como de costumbre. Pero Louis tenía la mente en otra parte, y trataba de unir los hilos de lo que sabía. La víspera se habían reunido, en la sala situada bajo su lecho, el rector, el provincial de Francia y el padre Cotton, que llegaba de Roma. Esos hombres preparaban un complot, aunque el provincial y el rector pareciesen oponerse. El padre Southwell también formaba parte de la conspiración. ¿Iban realmente a matar al hijo del rey de Inglaterra con ocasión de su matrimonio?
¿Qué debía hacer? ¿Denunciarlos? ¿Pero a quién? ¿Debía hablarle de ello a su abuelo? ¿Le creería? No tenía ninguna prueba. Y si su abuelo le creía, ¿no se arriesgaba a arrastrarlo a una terrible aventura?
La campana de las seis lo libró de sus tormentos.
El rector abrió la puerta de su cuarto, que daba a la pequeña sala donde se reunía con los otros altos dignatarios de la Compañía de Jesús cuando deseaban encontrarse en sus conciliábulos. La sala estaba vacía. Sin embargo, estaba seguro de haber oído chirriar la puerta de entrada. Se acercó. No había cogido el candelabro que iluminaba su habitación. Pese a la oscuridad, descubrió inmediatamente la puerta entreabierta hacia el pasillo. ¡De modo que no se había equivocado!
Sintió entonces el olor de la candela de sebo.
¡Habían entrado allí!
Si alguien hubiese visto al padre Filleau en este instante, habría constatado que el color acababa de desaparecer de su rostro. Temblaba, también, y no era de frío. Salió y dio algunos pasos por el pasillo. Algunos internos subían por la escalera, pero no podía ser un niño el que hubiese abierto la puerta. Ninguno se habría atrevido. Y, además, ¿dónde iba a encontrar una candela?
Tenía que ser uno de los religiosos que se alojaba en este piso.
¿Qué había venido a hacer allí?
El padre Filleau volvió a la pieza y la examinó. Él no había dejado nada la víspera por la noche, así que no había nada que descubrir. Ni siquiera en su habitación, ni en ningún otro lugar del colegio, había un solo papel referente a aquella espantosa conspiración. Aun así, era aterrador saber que un hombre había entrado allí para buscar algo. Eso significaba que había un espía en el colegio que se olía el complot.
Volvió a su cuarto y se vistió rápidamente. Tenía que hablar de inmediato con el provincial de Francia.
Por la noche, en el refectorio, Louis vio llegar al rector en compañía de un jesuita desconocido. Era un religioso peculiar, que atraía todas las miradas y suscitaba comentarios de asombro. Su rostro curtido destacaba por lo moreno; su barba, negra como el azabache, estaba cortada en punta y las guías de sus mostachos tenían las puntas hacia arriba. Pese a su tonsura, una espesa corona de cabellos tiesos salía de su bonete cuadrado. Su sotana negra estaba finamente bordada, y, cuando había atravesado el refectorio a grandes zancadas, todos habían visto sus bruñidas botas de búfalo con espuelas de cobre.
Louis obtuvo del prefecto de refectorio el privilegio de servir la mesa de los sacerdotes, pero las escasas palabras que el desconocido intercambió con el rector fueron en una lengua ronca que Louis no conocía.
¿Aquel hombre tenía relación con lo que había oído o era un simple padre visitador de paso? Esta última posibilidad le parecía poco verosímil, pues el desconocido se sentaba a la derecha del rector y no le hablaba más que a él. Era, de todas todas, un eminente dignatario de la Compañía de Jesús.
Terminada la comida, los internos y los jesuitas salieron en pequeños grupos. Louis se quedó, como de costumbre, para recoger, pero su mirada no podía apartarse del jesuita de las botas de jinete, que se había detenido cerca de la puerta del refectorio para hablar con algunos sacerdotes. Vio entonces al joven Gondi, que se acercaba e intercambiaba algunas palabras con él.
Louis terminó rápidamente de recoger antes de explicarle al prefecto de refectorio que debía ir a las letrinas. En el patio, encontró enseguida a Gondi, que estaba con Montgomery.
—Señor de Gondi —lo interpeló—, ¿podría haceros una pregunta?
—¿No estabas castigado? —se burló Gondi, que tuteaba a todos sus inferiores.
—Lo estoy, pero he pedido salir a las letrinas —respondió Louis remedando un cólico doloroso.
Gondi y Montgomery se echaron a reír.
—Si puedo responderte… —prosiguió Gondi con su condescendencia habitual.
—No es importante. Es sólo por curiosidad. En la mesa de los sacerdotes había un jesuita con botas que se expresaba en una lengua que no conozco. Me gustaría saber cuál. Nunca había oído ese acento ni las palabras que pronunciaba. Cuando salió, vi que vos le dirigíais la palabra. ¿Lo conocéis y habláis su lengua?
—Ese padre jesuita es español, y le he hablado porque lo conozco. Vino una vez a mi casa a ver a mis padres.
—¿Un español? —se interesó Montgomery.
—Sí, llega de Castilla. Su padre es grande de España. Es un dignatario muy importante en su país. Se llama Diego Antonio de Mendoza. Creo que está muy próximo al prepósito general.
—Gracias. Luego la lengua era castellano. Me gusta su sonoridad. En el futuro, si puedo, lo aprenderé. Pero excusadme, señores, debo volver a mi trabajo de fámulo —bromeó Louis.
Se rieron de nuevo y Louis volvió lentamente al refectorio. De modo que hay un Mendoza, pensaba. Ese español formaba parte de la conspiración. Era el que aportaba las piedras. ¿Qué piedras?
Desde el duelo, Paul de Gondi se reunía con más frecuencia con Louis, cuya compañía buscaba a ojos vistas.
Como muchos nobles, Gondi estaba convencido de que una persona de baja extracción se hallaba necesariamente desprovisto de valor, puesto que esa virtud no podía transmitirse más que por la sangre y los antepasados. A los que, como Jehan Le Pontonnier, le objetaban con buen criterio que los plebeyos habían dado hombres valerosos al reino, replicaba que únicamente la suerte les había favorecido y que no podían haber tenido valor en sentido propio.
La bravura de Louis, que había desafiado a un chico más alto y más fuerte que él, no le había hecho cambiar de parecer. Al contrario, consideraba que Fronsac sin duda tenía un origen noble procedente de algún lejano ascendiente desconocido. También, persuadido de que eso le apasionaría, le contaba cada vez que tenía ocasión el desarrollo de duelos célebres. Le comentó con detalle el combate final de Bussy d’Amboise contra el señor de Monsoreau, el asalto entre Guy Chabot, señor de Jarnac, y François de La Châtaigneraie, o incluso el fin trágico de su tío, muerto en duelo.
Los conocimientos del pequeño abad sobre las querellas de honor parecían infinitos, y esa pasión, que en absoluto interesaba a Louis, acabó hartándolo.
—Creía que ibais a ser arzobispo, incluso cardenal, señor de Gondi —le dijo un día con tono irónico durante una larga demostración del niño abad sobre el desarrollo del encuentro sangriento que había enfrentado en 1578 a tres fieles partidarios de Enrique III con tres favoritos del duque de Guisa[47].
Durante esta auténtica batalla, que Gondi había remedado y comentado con mucha seriedad, Maugiron y Schomberg habían encontrado la muerte y Ribérac y Caylus habían muerto a consecuencia de sus heridas.
A la pregunta de Louis, el pequeño abad, ya muy moreno de suyo, se había oscurecido aún más y le había declarado entre dientes:
—¡Todavía no he pronunciado mis votos, amigo Fronsac!
Luego había añadido apretándole afectuosamente el hombro:
—Si me confío así a ti, Fronsac, es porque tú eres digno de ser de mi estirpe… Y no ignoras que procedo de una casa ilustre en Francia y antigua en Italia…
Esta orgullosa observación, que no paraba de repetir a quien quisiese oírlo, siempre hacía reír a Gaston, que siempre le recordaba a Louis que Gondi no era más que el nieto de un banquero italiano y que no tenía una extracción muy diferente de la de Le Pontonnier.
Gaston de Tilly apreciaba muy poco la compañía de Paul de Gondi, el cual, por su parte, no le manifestaba apenas afecto. Un día, Louis le preguntó por qué se alejaba cuando Gondi se acercaba a ellos.
—¿No te has dado cuenta? El señor de Gondi es siempre afable con los que considera sus inferiores, pero se crispa con aquellos que se distinguen por la antigüedad de su nobleza.
Después de San Nicolás, con ocasión de la entrega de los premios por el trabajo del mes de noviembre, Louis fue nombrado cónsul y Gondi se convirtió en decurión, Gaston también fue nombrado decurión y en una decuria de un nivel superior a la de Paul de Gondi, lo que no contribuyó a mejorar sus relaciones.
Louis cambió de sitio en la clase para ocupar el lugar de honor, al lado del cónsul cartaginés y del imperator, el hijo de un procurador, que era el anterior cónsul cartaginés.
En realidad, no era una promoción, observó al cabo de unos días con despecho, pues estaba lejos de la estufa que habían encendido debido al frío reinante. Por cierto que, cada mañana, los sitios para estar al lado de la estufa provocaban una barahúnda de empujones.
Sin embargo, esta distinción le permitió enviar una nueva carta a sus padres, la última, pensó, pues no le quedaban más que cinco cuartos. En dicha misiva les anunció su promoción al rango de cónsul de la clase, así como la de Gaston como decurión. Esperaba que con tan buenas noticias se atenuase el enfado que debían de tener con ellos.
Tras la lectura de resultados del concurso mensual, los puestos de honor de los mejores alumnos y el anuncio de los castigos para los peores, sus maestros de latín y Sagradas Escrituras les comunicaron, en presencia del prefecto de estudios, la organización de una gran disputa para fin de año.
Dichas disputas consistían en un tema común tratado por turno por los dos alumnos cónsules ante el conjunto de la clase, del rector, de los maestros y de la mayor parte de los jesuitas presentes en el colegio, incluidos los padres visitadores y los extranjeros. Éstos harían a continuación preguntas a los dos cónsules y uno de ellos sería declarado vencedor por la asamblea de los sacerdotes.
Era un temible honor para Louis hacer perder su campo al vencido.
El tema propuesto por el prefecto de estudios fue el siguiente: «La Divina Providencia protege de los malvados a los príncipes naturales». Los cónsules debían comentar e ilustrar la máxima por medio de ejemplos históricos. Toda su argumentación, preparada con la ayuda de los alumnos de cada campo, debía hacerse en latín. Louis pensó primero en tratar algunos acontecimientos recientes de la historia de Francia y lo consultó con Paul de Gondi y con Gaston.
—Es un tema espinoso —observó Don Morito con un mohín de disgusto.
—¿Cómo espinoso? —preguntó Gaston, a quien las finuras casuísticas de Gondi lo exasperaban.
—Se puede abordar con contraejemplos —explicó el niño con una irónica sonrisa de suficiencia, como para insistir en la pesadez de espíritu de Gaston—. Verbigratia, el rey Enrique III, que cayó bajo el puño de un monje; ergo, no fue protegido por la Divina Providencia.
—Entiendo —prosiguió Louis tras unos segundos de reflexión—. En tu opinión, ¿eso significaría que no era un príncipe natural?
—Pero Enrique el Grande no fue muerto por Châtel y los jesuitas fueron expulsados, luego era un príncipe natural —subrayó Gaston.
—¡Si olvidamos que Ravaillac finalmente lo asesinó!
Louis suspiró. ¿Cómo tratar el tema a través de ejemplos que no molestasen a la Compañía de Jesús?
—Esa dificultad es voluntaria —aseveró Gaston dirigiéndose a Paul de Gondi—. Es una prueba. Los sacerdotes la han elegido para asegurarse la fidelidad de sus alumnos.
—No suelo estar de acuerdo con vos, señor de Tilly —declaró el pequeño Gondi elevando el tono—, pero por una vez tenéis razón.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Louis desesperado.
—Buscar ejemplos en otros países —propuso Gondi—. Y, sobre todo, modelos que no estén relacionados con la religión.
—¡Pero no los conozco!
—Habría que preguntar al padre Sirmond en la biblioteca. Dicen que es el hombre más sabio de Francia en historia —sugirió el hijo del general de galeras.
Al acabar de comer, Louis corrió hasta la biblioteca. Apenas tenía tiempo; la campana de inicio de las clases de la tarde sonaría en menos de media hora.
A aquella hora, el padre Sirmond estaba solo y Louis pudo charlar fácilmente con él. Le explicó el tema de la disputa —que el bibliotecario ya conocía— y las dificultades a las que se enfrentaba.
—Eso está muy bien, Louis, reflexionar así antes de comenzar un trabajo —aprobó el padre Sirmond con una fina sonrisa—. El cónsul del campo cartaginés no ha venido todavía a verme; quizá no ha visto la trampa que os hemos tendido amistosamente. Tú sabes razonar y tienes mente de geómetra. En efecto, hay que evitar abordar temas relacionados con la intolerancia que ha imperado en el reino desde hace más de cincuenta años. Por tanto, debes interesarte por otros países.
—Pero, padre, ¡yo no conozco nada de la historia de otros países!
—Para eso estoy yo aquí —sonrió de nuevo el sacerdote—. Vente conmigo.
Lo condujo a un armario enrejado.
—Hay varios libros que tratan de conspiraciones desarrolladas en Italia, así como en algunos Estados alemanes. Es una lectura que nosotros vigilamos estrechamente, pues puede ser muy sediciosa; por eso yo soy el único que tiene la llave. Te autorizo excepcionalmente a consultar estas obras. Te ayudarán a elegir el caso que deberás tratar en tu disputa. A continuación hablarás de ello con los que te ayuden a argumentar, pero tú serás el único que podrá venir aquí a leer el libro elegido.
—Gracias, padre, pero vos sabéis que estoy castigado. No podré venir aquí durante los recreos.
El sacerdote lo cogió del hombro:
—¿Cómo se te ocurrió batirte en duelo, Louis?
—Yo sólo era el testigo, padre. Y tenía que ayudar a mi amigo. Pero nunca pensé que podríamos hacer daño a nuestros adversarios.
—¿Estás arrepentido?
—Sí, padre —mintió Louis.
El jesuita lo observó un momento sin llamarse a engaños. Todo hombre es mentiroso, aseguraban los Salmos con razón. Este niño no lamentaba su acto, pero el sacerdote creía posible cambiar su comportamiento. Sólo que sabía por experiencia que si la mente de un niño era maleable, también era mucho el tiempo requerido para modelarlo. Así pues, prosiguió como si no pasase nada:
—Esta noche, en el refectorio, habida cuenta de los excelentes resultados que tu amigo Tilly y tú habéis obtenido este mes, el rector anunciará que os levanta el castigo. Pero de momento no le digas nada a nadie. Tendrás todo el tiempo necesario para preparar tu disputa.
Louis se enfrascó inmediatamente en una de las obras del armario prohibido. Cuando sonó la campana, ya había hojeado varios libros, pero ninguno le parecía corresponder al tema propuesto.
Después de la clase de Sagradas Escrituras, volvió a trabajar y, con el consentimiento de su prefecto de cámara, se quedó allí hasta la cena, sin resultado alguno. Soñoliento y desanimado, iba a reunirse con sus compañeros cuando el padre Sirmond se acercó a él con una mano a la espalda.
—¿Has elegido ya, hijo mío?
—No, padre. Todavía no he encontrado nada.
El sacerdote se quedó un rato observándolo con una especie de benevolente ironía, antes de decirle:
—Era importante que buscases y que te desanimases. Así es como San Agustín encontró la fe. ¿Sabes quién lo puso en el buen camino?
—No, padre. Todavía no lo hemos estudiado en Sagradas Escrituras.
—Oyó una voz que le señalaba las Epístolas de San Pablo. Esa voz le ordenaba: «¡Coge y lee!».
Diciendo estas palabras, y con una sonrisa pícara, como encantado con su broma, el bibliotecario le tendió un libro que tenía oculto a su espalda.
—Puedes quedártelo; devuélvemelo mañana y no se lo enseñes a nadie.
Esa misma noche, en el cubicula, Louis empezó su lectura. La obra, escrita en latín, era el relato de una conspiración ocurrida en 1547 en la República de Génova.
Quedó inmediatamente apasionado por aquella intriga.
Génova era entonces una rica ciudad independiente. Andrea Doria la dirigía admirablemente, pero, bajo una calma aparente, la revuelta anidaba en el pueblo, que consideraba el dominio de los Doria como una tiranía. Un noble que descendía de las más grandes familias de la Liguria, Giovanni Luigi Fiesco, propuso secretamente la libertad al pueblo, aunque hubiese que obtenerla por la violencia. Ahora bien, no era el amor a la libertad lo que guiaba a Fiesco, sino la ambición y los celos. Contaba con dos papas y un rey de Sicilia entre sus antepasados y se consideraba más digno de dirigir la república que el que estaba en el poder. Además, aunque su padre Sinibaldo había sido amigo de Andrea Doria, él odiaba al sobrino de Doria, Giannetino, que cortejaba a su mujer. En fin, Fiesco pertenecía al partido francés, mientras que los Doria estaban enfeudados al Imperio germánico.
Sus partidarios aportaron armas secretamente a Génova para distribuirlas entre el pueblo. La revuelta previa la captura de las dependencias del puerto y de las puertas de la ciudad, lo que los insurgentes llevaron a cabo fácilmente. Llegaron incluso a matar a Giannetino Doria, pero, al pisar sobre una plancha de madera que pasaba por encima de un muelle, Giovanni Luigi Fiesco se cayó al agua y se ahogó. Entonces, la sublevación se quedó sin jefe, y Doria, que había huido al comienzo de la sedición, volvió al poder y ordenó ejecutar a los partidarios de Fiesco.
Cuando hubo terminado la lectura del libro, Louis supo que había encontrado un buen ejemplo: Doria era un príncipe natural, y la Divina Providencia, haciendo caer a Fiesco al agua, lo había protegido de los malvados. Durante el transcurso de la semana, desarrolló el tema de la conspiración de Fiesco insistiendo en el papel de la Providencia. El tema apasionaba también a Paul de Gondi, aunque no estaba de acuerdo con la interpretación de Louis. Sin embargo, trabajaban juntos, con la ayuda de Gaston.
La disputa entre los cónsules era de hecho un torneo, un duelo incluso, en el que los representantes de cada campo se enfrentaban, asistidos por testigos, y cuyas armas eran la palabra, la vivacidad y la inteligencia.
Louis y el cónsul cartaginés se habían instalado en un estrado, rodeados de sus respectivos testigos. Louis había elegido a Gondi, a Tilly y al hijo del médico, Jean Clary, un fino latinista. En otro estrado se hallaban una docena de sacerdotes, entre los cuales se encontraban el rector, el padre Cellot, el bibliotecario, pero también algunos visitadores, entre ellos el padre Mendoza.
Cada contendiente debía primero presentar su punto de vista en una intervención de un cuarto de hora. Luego, los alumnos formularían preguntas o plantearían puntos discutibles. Cada contendiente respondería ayudado por sus testigos. Dichas intervenciones no preparadas solían ser bastante fáciles, aunque a veces inesperadas, pues cualquier alumno podía intervenir. Pero la justa se volvía luego más brutal con los ataques dirigidos sucesivamente por el representante y los testigos de cada parte. Se convertían entonces en verdaderos asaltos, y su pertinencia, así como la forma de responder, contaba tanto como el discurso inicial en el resultado final.
La disputa pasaba entonces de la justa oratoria al combate violento y sin piedad.
Si el tono se elevaba demasiado entre los contendientes, los sacerdotes intervenían haciendo sus propias preguntas, a las cuales los contendientes debían responder lo mejor posible; luego se retiraban a deliberar.
Cuando volvían, habían elegido al vencedor, quien tendría el insigne honor de cenar esa noche en la mesa de los sacerdotes.
—El rey sólo debe su estatus a Dios y a su espada… —empezó Louis.
Paul de Gondi, que estaba a su derecha, frunció el ceño. Él jamás habría empezado así. Miró en dirección a los sacerdotes. Permanecían impasibles, pero a todas luces desaprobaban aquel planteamiento galicano.
—Nadie puede ejercer sobre los reyes poder correctivo o directriz —prosiguió Louis, que desarrolló a continuación, con pequeñas pinceladas, la historia de la conspiración de Fiesco, insistiendo en el papel negativo del conspirador y en el de la Divina Providencia, que había salvado a Doria haciendo caer al conspirador en el puerto.
Su intervención, perfectamente construida en la forma, estaba argumentada y era elegante. Suscitó unas cuantas controversias y provocó calurosas aprobaciones de alumnos, nobles o plebeyos.
El cónsul del campo de los cartagineses tomó a continuación la palabra. Trató la historia de Juana de Arco y de la coronación de Carlos VII. Su intervención resultó renqueante y no se ajustaba al tema. Gondi refutó sus conclusiones insistiendo en que la Providencia no había salvado a la santa. Gaston intervino a su vez para condenar a los ingleses que ocupaban el reino de Francia, de una forma un tanto extemporánea, sin relación directa con el tema, aunque suscitó vivas aclamaciones.
Como el jaleo amenazaba con extenderse después de las respuestas incompletas de los cartagineses, los sacerdotes intervinieron. Mendoza insistió acerbamente en el hecho de que Doria tenía el sostén del Imperio, y Fiesco, el de Francia. Hacía mucho tiempo que la Providencia había elegido su bando, explicó. Ese razonamiento falaz encorajinó a Gaston y contrarió a Louis, pero su intervención no fue corregida por el rector. En cuanto al padre Caussin, se limitó a felicitar a Louis por su claridad.
El resultado de la disputa no podía ser contestado y, bajo aclamaciones, Louis Fronsac fue declarado vencedor después de una brevísima deliberación.
Paul de Gondi abordó a Louis y a Gaston al día siguiente, antes de la cena. Estaba en compañía de Jehan Le Pontonnier, que no lo dejaba ni a sol ni a sombra.
—Acabo de terminar el libro sobre Fiesco —les dijo—. El padre Sirmond me ha autorizado a leerlo. Siento decirte, Louis, que no estoy de acuerdo con tus conclusiones.
—¿Por qué?
—Fiesco estaba en su derecho, merecía triunfar. Era un hombre cultivado, inteligente y generoso que proponía la libertad a los genoveses, mientras que Doria era un tirano.
Louis sonrió ante la fuerza de su convicción.
—Y, según tú, ¿no fue la Divina Providencia la que lo detuvo?
—¡En absoluto! Y además, estuvo a punto de triunfar; desgraciadamente, los asuntos humanos son a veces juguete del azar, y ni el más hábil de los hombres puede prever los caprichos de la suerte. El fracaso de su empresa es uno de esos golpes que la prudencia de los hombres no sabría prever[48].
—¿Quizá habría debido evitar el recurso a la acción violenta? —sugirió Louis.
—Hizo bien en agarrar la suerte por los pelos y poner término a una reflexión inútil.
—En tu opinión, ¿una conspiración sólo puede triunfar por la fuerza?
—La fuerza es a veces necesaria.
—No estoy tan seguro de ello —dijo Louis sacudiendo negativamente la cabeza—, también se puede fingir y vencer por habilidad, sin derramamiento de sangre.
—Es lo que hizo Ulises con Polifemo —reconoció Gondi—; sin embargo, tuvo que reventarle el ojo.
—Yo creo simplemente que Fiesco no era un buen capitán. Habría triunfado si hubiese preparado mejor su empresa —explicó Gaston—. En esa clase de expedición no debe haber lugar para el azar.
—Fue la mala suerte la que hizo fracasar a Fiesco. Únicamente la mala suerte. Si yo hubiese estado en su lugar, no habría fracasado —aseguró Paul de Gondi.
—¿Sabes nadar? —se burló Gaston.
—¡Vos no conocéis ni la historia ni a los que la hacen! —dijo Don Morito encogiéndose de hombros y alejándose, furioso por no haberlos convencido.