7

Toda la tarde del lunes de San Simón estuvo dedicada al adiestramiento. Gaston se enfrentó a Jacques, el más ducho de los dos hermanos con la espada, mientras que Guillaume y el señor Charreton hicieron por turno de maestros de armas de Louis.

Louis, pensó rápidamente su padre, no sería jamás un buen esgrimista, contrariamente a Gaston. No tenía ni el coraje ni la resistencia necesarios. Pero compensaba estas insuficiencias con una buena comprensión de las técnicas de esgrima y una asombrosa capacidad para asimilar y reproducir de forma idéntica los pases que aprendía.

Al final de la jornada, un poco antes de volver al colegio, Gaston hizo a Jacques la demostración de algunos golpes dobles que su tío Hercule le había enseñado y de los cuales estaba muy orgulloso. A su vez, los dos exsoldados le enseñaron algunos otros particularmente pérfidos, y, encantados con los dos niños, propusieron al señor Fronsac llevarlos de vuelta al colegio. El señor Fronsac no estuvo de acuerdo, pues deseaba que uno de los dos guardianes permaneciese siempre en el despacho, de manera que fueron el señor Charreton y Guillaume quienes acompañaron a los niños, cada uno de ellos a la grupa de los adultos y tan orgullosos como si acabasen de ser ordenados caballeros de la corte del rey Arturo.

Desde San Simón y San Judas hasta Santa Catalina se sucedieron varios festivos. Santos y Difuntos, luego el lunes de San Martín[39] y por fin el lunes de Santa Catalina[40]. Si, para no revelar lo que preparaban, Louis y Gaston no utilizaron jamás las cañas en el colegio, el adiestramiento en el despacho familiar fue intenso durante esos cuatro días festivos.

Los hermanos Boutier estaban en la gloria con aquellos jóvenes alumnos tan apasionados. En cambio, el señor y la señora Fronsac no sabían demasiado a qué atenerse al ver a su hijo con una espada con zapatilla o una caña en la mano todo el día. En cuanto al señor Charreton, no dudaba de que detrás de todo aquello se ocultaba una disputa entre niños, pero, sabiendo que las armas estaban prohibidas en el colegio, en absoluto estaba preocupado.

Habida cuenta de los adversarios que iban a tener, Gaston quería sobre todo conocer las fintas, estocadas y paradas secretas que permitían a un duelista vencer incluso en situación de inferioridad. Los dos hermanos le enseñaron todo lo que sabían, que no era gran cosa, pues manejaban la espada como una maza. Sin embargo, observó Gaston, sus primitivos métodos no eran malos cuando se utilizaban bastones en lugar de espadas.

Poco a poco, Louis adquirió una cierta habilidad. Incluso fue capaz de practicar algunos golpes dobles merced a los cuales, aunque fuese tocado, hacía a su adversario más daño del que recibía.

Gaston tenía mucha más técnica y agilidad que su amigo, y fue finalmente con el señor Charreton, habituado a las salas de armas, con quien aprendió lo mejor, sobre todo en paradas y despejos. El abuelo de Louis le enseñó también una parada en punta que permitía protegerse girando con su arma el hierro enemigo. Le explicó también una finta con la que, haciendo pasar la hoja bajo el brazo de su adversario, podía darle fácilmente una estocada en el corazón.

Guillaume, que solía adiestrar a Louis, le enseñó un encadenamiento doble especialmente traicionero que permitía, por medio de un corte al sesgo, cortar el músculo del brazo del adversario. Al final de la demostración, le dio este consejo:

—Siempre que podáis, señor, golpead a vuestro adversario en un lugar diferente del que habéis amagado.

El señor Fronsac, sentado en un banco de piedra, asistía siempre al adiestramiento y no se cansaba de censurar esas fintas traicioneras que les enseñaban a los niños. En su oficio, el honor era primordial, y no podía concebir que se tratase de engañar o desorientar, ni siquiera a los adversarios.

Se levantó, muy contrariado por las palabras de su criado, mientras que el exsoldado remachaba:

—Y si podéis, señor, ¡arrojadle también vuestra capa, o un puñado de tierra a los ojos!

—Pero ¡eso es desleal, Guillaume! —protestó el notario en un arrebato de cólera.

—Os pido perdón, señor —respondió el soldado—, pero es mi deber enseñar a vuestro hijo ante todo a sobrevivir. Ya os lo he dicho: no hay ningún honor en las batallas. Todos los medios son buenos para vencer. Has de matar el primero; si no, estás muerto.

Antes de que el señor Fronsac hubiese desaprobado esta moral, el abuelo de Louis intervino gravemente:

—Tiene razón, Pierre. Desgraciadamente, tiene razón. No olvides lo que dice Virgilio en la Eneida: Dolos an virtus quis in hoste requirat?[41]

Después de Todos los Santos, Louis perdió su cargo de decurión. Pareció aliviado, pero, no nos engañemos, en su fuero interno estaba apesadumbrado, pues cuesta mucho abandonar un puesto envidiado por los demás. Paul de Gondi, que también había perdido el suyo, le explicó cínicamente que era debido a que los sacerdotes deseaban que el mayor número de niños accediesen a los honores de la magistratura. Según él, si los mismos alumnos permaneciesen todo el curso en el puesto, los demás se desanimarían o protestarían, como hacía a veces la burguesía cuando el acceso a los cargos honoríficos o nobiliarios le era vedado.

Veinticinco años más tarde, Louis habría de acordarse de la pertinencia de esta observación mientras su amigo el cardenal de Retz sublevaba a la burguesía contra el cardenal Mazarino.

Poco a poco, la organización del desafío que Gaston proyectaba contra Rouville se iba perfilando. Louis y él habían discutido hasta el menor detalle y ninguno de sus amigos, salvo La Chesnay, estaba todavía informado. La víspera de San Martín, Louis se reunió con el abad Sillery para explicarle que Gaston y él no podrían pagar antes de Santa Catalina. Pero que en ese momento saldarían su deuda y adelantarían los meses siguientes. Sillery le respondió que iría a consultar a Rouville, cosa que había hecho. El jefe de la cofradía del Cuarto había aceptado, tanto para evitar un nuevo arrebato de cólera de Gaston como por codicia, encantado de recibir en un solo pago las «ayudas» anuales de los dos alumnos de sexto. Sin embargo, su conformidad había ido acompañada de amenazas en caso de un nuevo retraso.

El martes, la mañana de Santa Catalina, hacía un frío inusual para esa época del año. Había helado durante la noche y todos se arrebujaban en su capa durante el recreo de la comida. Gaston y Louis habían debatido su estrategia como militares en campaña. Sus lugartenientes, Le Pontonnier, La Chesnay y Hérisson, se habían enterado la mañana misma de los detalles del proyecto de duelo. Todos estaban terriblemente nerviosos. Sólo Paul de Gondi no estaba en el ajo, pues Louis temía que lo desaprobase.

La Chesnay debía comprobar que el conde de Moret estaba en el patio. Le Pontonnier se quedaría con Paul de Gondi a fin de atraerlo al lugar del duelo. Finalmente, Jacques Hérisson estaba encargado de desviar la atención del prefecto de recreo. Una vez que todo estuviese en su lugar, Le Pontonnier tenía la misión, quedándose con Paul de Gondi, de acercarse a Jacques de Montgomery, quien, precisamente, se entrenaba con la caña.

Gaston y Louis fueron a buscar cañas a la portería y se dirigieron hacia Adhémar de Rouville, quien, cerca del pozo, jugaba tranquilamente a los bolos con Thémines de Lauzières y el joven abad Nicolas Sillery. Mientras se acercaban, Jacques Hérisson, que no los perdía de vista, avisó al prefecto de recreo, un joven sacerdote, de que había oído a alguien llamándolo desde el primer piso. El prefecto se dirigió de inmediato hacia la escalera, pensando que con aquel frío los internos estarían tranquilos y podría dejarlos solos un momento.

—Señor de Tilly —ironizó Adhémar de Rouville viendo acercarse a Louis y a Gaston—, me preguntaba si tendríais palabra…

Gaston, impasible, se le acercó hasta ponerse a su lado.

Al mismo tiempo, Le Pontonnier exhortaba a Paul de Gondi en presencia de Jacques de Montgomery:

—¡Señor de Gondi, mirad lo que pasa cerca del pozo!

Estaban a una docena de toesas de Gaston.

—Monseñor, ¿qué es lo que pasa allí? —gritó al mismo tiempo el pequeño La Chesnay al conde de Moret, que discutía con otros alumnos de su clase.

Se volvieron todos en la dirección indicada.

Gaston llevaba guantes. Se quitó uno y abofeteó a Adhémar de Rouville varias veces.

Un rayo caído de repente sobre el colegio no habría causado mayor impresión. De repente, se hizo el silencio en aquella parte del patio. Algunas docenas de niños que jugaban en torno al grupo se detuvieron de inmediato para asistir a la continuación de aquel increíble incidente. Rouville se quedó un instante paralizado de estupor, así como sus compinches. Sus mejillas pasaron rápidamente al rojo vivo, tanto por la vergüenza como por la violencia de los guantazos.

—Espero, señor —declaró Gaston con voz estentórea—, que no seáis un cobarde además de un ladrón.

Rouville se arrojó sobre Gaston en el instante mismo en que el conde de Moret se acercaba a largas zancadas. El hijo de Enrique el Grande intervino justo antes de que el alumno de cuarto agarrase a Gaston por el cuello:

—¡Esta vez es un desafío, señor de Rouville, y no una pelea de bribones!

—Este… niño…, monseñor —tartamudeó Rouville, volviéndose hacia él—. ¡Habéis visto lo que se ha atrevido a hacerme!

—Os desafío a duelo, señor de Rouville —intervino Gaston—. Supongo que sabréis batiros. Mi amigo Louis será mi testigo. Elegid el vuestro.

—¿Aceptáis el duelo, señor? —preguntó el conde fríamente.

—No puedo batirme con un niño —protestó Rouville encogiéndose de hombros.

—Os ha abofeteado, señor —replicó severamente el hijo de Enrique IV.

Rouville, repentinamente desamparado, comprendió que no tenía elección.

—Luchemos —dijo con una voz casi inaudible—. El señor de Lauzières será mi testigo.

—¡Señores, apartaos! —ordenó Moret a los cerca de trescientos alumnos que se habían congregado en torno a ellos—. Señor de Montgomery, ¿aceptáis ser el heraldo de armas?

—Acepto, monseñor —dijo el alumno de segundo en tono solemne.

—Entonces yo seré el juez de armas —decidió Moret—. Antes de nada, ¿hay posibilidad de arreglo? —preguntó dirigiéndose a Gaston y luego a Rouville.

—No, monseñor —respondió Gaston firmemente.

Rouville dudó un instante antes de sacudir negativamente la cabeza.

—No tenemos espadas —prosiguió el conde—, luego la lucha será a caña. Las armas serán echadas a suertes entre los adversarios. El duelo se hará siguiendo las antiguas reglas de la lid en campo cerrado. Señor de Montgomery, apartad a todo el mundo y trazad un cuadrado de cuatro toesas de lado. El primero que salga del campo será declarado perdedor y pedirá perdón a su adversario. Si se trata del testigo, abandonará el combate y su adversario podrá continuar el duelo en ayuda de su compañero.

Mientras Montgomery, ayudado por algunos alumnos de segundo y de primero, preparaba el espacio del enfrentamiento, Louis pensaba con terror que, si Lauzières lo batía, Gaston tendría dos adversarios mayores que él. Sería entonces forzosamente aplastado. El resultado de la batalla, pues, dependía de él.

—Como en los torneos, todos los golpes están permitidos —prosiguió Moret—, incluido el cuerpo a cuerpo, a fin de sacar al adversario del cuadrado.

Louis ignoraba esta regla y se quedó pasmado y aterrorizado. Así, si Rouville o Lauzières buscaban el cuerpo a cuerpo agarrando su caña con ambas manos, que no era cortante como una espada, su edad, su estatura y su vigor les darían todas las ventajas. Miró a Lauzières, que le dirigió una sonrisa malévola: ¡pesaba dos veces más que él! Si Louis cedía ante él, Lauzières lo arrojaría fuera de la lid, y si no reculaba, trataría de agarrarlo por el cuerpo y lo haría caer.

En ambos casos, no veía cómo iba a salir de aquello y fue presa de un temblor que no escapó a la mirada de Rouville.

—Señor Montgomery, recordad a estos señores las reglas de honor.

Montgomery avanzó al centro de la lid y proclamó solemnemente:

—Señores, hoy, veintiséis del presente mes de noviembre, he otorgado el campo libre al señor Gaston de Tilly y al señor de Rouville, reclamante y acometido, para poner fin por las armas a la diferencia de honor que se dirime entre ellos. Para ello, hago saber a todos que nadie puede impedir el efecto del presente combate ni ayudar o perjudicar a uno u otro de los combatientes. Hago expreso mandamiento a todos de que, en tanto los combatientes estén en combate, los asistentes guardarán silencio, no hablarán, toserán ni escupirán, ni harán ninguna seña con el pie, con la mano o con el ojo que pueda ayudar, perjudicar o hacer daño a uno u otro de los susodichos contendientes.

—Señores —añadió Moret, dirigiéndose ahora a Gaston y a Rouville—, jurad batiros como gentileshombres de honor, implorar a Dios y llamarlo en vuestra ayuda.

Gaston conocía perfectamente la fórmula ritual de los duelos de honor y se la había aprendido de memoria. Recitó con voz segura:

—Yo, Gaston de Tilly, juro por los Santos Evangelios de Dios, por la verdadera cruz de Nuestro Señor, por la fe del bautismo que profeso, que he venido a este campo en buena y justa causa para combatir contra Adhémar de Rouville, el cual tiene mala e injusta causa de defenderse contra mí.

Rouville pareció todavía más desamparado, aterrorizado incluso. Jamás se había batido, de modo que ignoraba todas las reglas. Trató de repetir lo que había dicho Gaston balbuciendo:

—Yo, Adhémar de Rouville, juro sobre los Santos Evangelios de Dios… sobre la cruz de Nuestro Señor y… tengo buena causa de defenderme contra Gaston de Tilly.

Varios niños aristócratas se reían ante sus balbuceos; los ritos de honor formaban parte de la educación de un verdadero gentilhombre. Moret frunció el ceño con desagrado y Rouville enrojeció de vergüenza.

Montgomery se acercó a él para tenderle cuatro puntas de cañas ocultas por una capa. Eran las dos que él tenía y las que le había dado Fronsac. Rouville eligió una tras una breve vacilación. Montgomery hizo lo mismo con Gaston, y luego con Lauzières. A Louis le correspondió la última caña.

Después, el heraldo de armas volvió al centro de la lid, hizo una seña a cada combatiente para que se colocasen en un rincón y gritó a todos tres veces en voz alta:

—¡Dejad lidiar a los buenos contendientes!

Se retiró del campo y los cuatro combatientes caminaron uno hacia el otro. Gaston se arrojó ferozmente sobre Rouville, con el palo en alto. Rouville pareció más circunspecto, pero dio un paso hacia delante.

En diagonal, Louis y Lauzières se aproximaron también prudentemente. Para evitar molestar a Gaston, ya casi en el centro de la lid, Louis rodeó a Rouville. Bruscamente, se encontró frente a Lauzières, que abatió su palo hacia él. Louis paró el golpe. Pero había sido asestado con tal violencia que todo su cuerpo lo acusó y su brazo perdió fuerza. Dominó, sin embargo, su dolor y se apartó al borde de la lid para evitar que el otro lo arrastrase a un cuerpo a cuerpo.

Durante ese tiempo, Gaston y Rouville intercambiaban golpes de caña, aplicando estrictamente las reglas de la esgrima de sala. Aquí las fuerzas parecían igualadas, y la concurrencia se apasionó, sobre todo por el combate entre el pequeño de sexto y el bruto de cuarto. Para todos, el gran Lauzières iba a ganar fácilmente. Seguro de sí, el de cuarto sonrió incluso al público antes de elevar de nuevo la caña como una maza y golpear con todas sus fuerzas. Louis logró apartarlo hábilmente de la esquina y volver al centro de la lid. Los espectadores dejaron oír un murmullo de aprobación que provocó el furor de Lauzières. Éste golpeó varias veces de pecho, en horizontal, sin medir su fuerza, a fin de arrollar a su adversario. Cuando el palo estuvo demasiado cerca de él, Louis se agachó para evitarlo. Nada detuvo entonces la caña, que golpeó con violencia el hombro izquierdo de Adhémar de Rouville.

Ante la sorpresa y la violencia del golpe inesperado, Rouville miró su hombro golpeado y tuvo un breve momento de desatención.

Gaston, con una rapidez asombrosa, hizo un contradesarrollo, apartó la caña de su adversario y luego, con una gran elegancia, golpeó con todas sus fuerzas en el antebrazo de Rouville que sostenía la caña. Era el golpe que Guillaume había enseñado a Louis y que él había observado atentamente. Rouville, aturdido, soltó su palo, que cayó al suelo.

Durante ese tiempo, mientras Lauzières se desequilibraba y asustaba por el golpe que había dado a su amigo, Louis constató que había bajado la guardia. Le asestó una violenta estocada en el pecho y el chico se encogió con rugidos de dolor.

Todos los asistentes al duelo lanzaron gritos de estupefacción.

Gaston, viendo a sus dos enemigos vencidos, saludó a Moret y declaró mirando al cielo y santiguándose:

—¡Domine, non sum dignus, no es a mí, es a vos, Dios mío, a quien debo la victoria![42]

—¡El combate ha terminado! —gritó el conde de Moret avanzando hacia la lid.

—¡Señores!, ¿queréis parar? ¿Qué ocurre?

Quien así hablaba era el prefecto de recreo, que, seguido del prefecto de refectorio y del prefecto de capilla, llegaba corriendo. Los niños se apartaron para dejarlos pasar.

Moret los esperó para declarar muy dignamente:

—Se trata de un asunto de honor, padre. Todo ha transcurrido según las reglas de la caballería. El señor de Tilly ha arreglado definitivamente su diferencia con el señor de Rouville, que deberá pedirle perdón.

—¡Un duelo! —se alarmó el prefecto de capilla—. ¡Pero eso está prohibido, señor conde!

—¡Padre, en el honor no se manda! —replicó secamente Moret—. He actuado como mi padre me habría exigido. Además, las armas no eran sino cañas, no había peligro.

Sin embargo, Adhémar de Rouville parecía estar sufriendo el martirio y el gordo Lauzières se levantaba lentamente haciendo muecas de dolor.

Ninguno de los tres prefectos sabía qué hacer. El conde acababa de recordarles que su padre era Enrique de Borbón, rey de Francia, el mismo que había expulsado a los jesuitas en 1594. ¡El asunto era grave!

—Señor conde —decidió el prefecto de recreo—. Lamento tener que pedir a esos dos jóvenes que me sigan al despacho del rector.

—¡Permitidme entonces acompañaros! —decidió Moret autoritariamente—, junto con algunos testigos.

El prefecto dudó, miró a sus colegas y, finalmente, aceptó asintiendo con la cabeza.

El prefecto de capilla se había acercado a los vencidos para constatar que sufrían mucho.

—Hermano —interpeló al prefecto de recreo—, voy a llevar al señor de Rouville y al señor de Lauzières a la enfermería. Creo que necesitan cuidados.

Sonó la campana para reanudar las clases.

El conde de Moret se giró hacia Jacques de Montgomery.

—Señor, ¿podéis acompañarme en calidad de heraldo de armas?

—Por supuesto, señor conde.

Buscando otro testigo, se dirigió a Paul de Gondi.

—¿Señor de Gondi?

El hijo del general de galeras no cabía en sí de gozo. Lo había visto todo y se sintió henchido de felicidad ante la idea de haber sido distinguido por el hijo de Enrique IV.

El grupo al completo se dirigió hacia la escalera central. Gaston parecía indiferente, pero en realidad estaba aliviado. En cambio, Louis a duras penas dominaba sus temblores; con la respiración entrecortada por el esfuerzo, la alegría de la victoria ya se había disipado, y sólo le quedaba la emoción y el miedo. Las cosas no habían salido como pensaba. Sus adversarios habían sido heridos e iban a ser gravemente castigados, tal vez expulsados del colegio. Sería la vergüenza para sus padres.

Pasó revista a los castigos que podían infligirles. En el mejor de los casos, el látigo. ¿Tendría el valor de no llorar? En el peor, quizá los encerrasen en aquella cámara de los suplicios de la que les había hablado el regente.

El prefecto llamó con los nudillos en el gabinete del rector, en el primer piso del edificio central, y entró cuando oyó que le daban autorización. El rector Jean Filleau estaba de pie, cerca de la ventana, en compañía del prefecto de estudios, el padre Cellot, y el procurador de los internos, el padre César Pallu. Los tres tenían una expresión severa en el semblante. Louis adivinó que habían asistido al duelo en el patio y que esperaban su visita.

—¿De qué se trata? —preguntó el rector sin inmutarse.

—Un grave incidente, padre. Un duelo.

—¿Un duelo?

—¿Puedo hablar, padre? —intervino el conde de Moret.

—¿Sois vos quien os habéis batido, señor conde? —preguntó el rector, a sabiendas de cuál era la respuesta.

—No, padre. Yo era el juez de honor. El señor de Montgomery era heraldo de armas y el señor de Gondi nos ha acompañado para confirmar nuestras palabras.

«Decid mejor para presionarme», pensó el rector, a la vez divertido y preocupado por la iniciativa del hermano del rey.

—Hablad. ¿Qué ha ocurrido?

—Había una diferencia entre el señor de Tilly y el señor de Rouville, padre. Ya habían llegado a las manos en otra ocasión, como bribones, y yo se lo había reprochado al señor de Tilly. Esta vez, el señor de Tilly ha actuado siguiendo las leyes de la caballería.

El rector examinó a Gaston, que sostuvo un instante su mirada antes de bajar los ojos. Luego su atención se centró en Louis.

—Estáis aquí para aprender, señores, no para batiros —dejó caer el rector con tono de lástima—. No necesitamos cizañeros.

Se volvió hacia el procurador de los internos, que aprobó con una severa sacudida de cabeza; luego hacia el prefecto de estudios, que permaneció impasible.

—Me he erigido en garante del honor del señor de Tilly —declaró solemnemente el conde dando un paso hacia delante, como para protegerlo.

—Yo también, padre —dijo Montgomery.

—Y yo lo mismo —declaró orgullosamente Gondi con su voz infantil.

Se hizo un pesado silencio. El prefecto ya había decidido la sanción. Aquellos dos internos serían expulsados. Semejante incidente no debía volver a producirse jamás. Pero la inesperada intervención de aquellos tres gentileshombres lo incomodaba y lo ponía en un aprieto. Los duelos eran estúpidos, y aquí, inapropiados. Sin embargo, había que tener en cuenta la importancia del honor para aquellos jóvenes aristócratas.

—¿Cuáles eran las razones de vuestro desacuerdo con el señor de Rouville? —preguntó dulcemente el padre Cellot a Gaston de Tilly.

—No… no puedo decíroslo, padre.

—Como queráis. Os escucharé entonces en confesión esta tarde —sonrió el sacerdote.

Se volvió hacia el rector.

—¿Puedo invocar vuestra indulgencia, padre? El señor de Tilly y el señor Fronsac son muy buenos alumnos. Sin duda han creído actuar de buena fe. Todavía pueden corregirse con la ayuda de su director espiritual. Sería una lástima abandonarlos a sus pasiones.

El rector permaneció silencioso un momento, sopesando los pros y los contras. El padre Cellot le echaba un cable permitiendo acceder a la demanda de indulgencia del conde de Moret. El conde terminaba sus estudios este curso. A continuación iría a la corte. Podría convertirse en un aliado para su compañía, blanco de los ataques de la universidad y del Parlamento, sobre todo en este momento en que la realeza volvía los ojos hacia los heréticos ingleses. La gratitud era también una virtud que ellos enseñaban…

En cuanto a Gondi y Montgomery, sus familias también contaban en la corte. Particularmente la de Gondi, cuyo padre estaba tan cerca de la reina y de los devotos.

Pero, sobre todo, estaba la operación que se preparaba en la sombra. Un asunto que él no aprobaba, que lo aterraba incluso, pues podía poner a la Sociedad de Jesús en graves dificultades. Si fracasaba, y eran descubiertos, serían de nuevo expulsados del reino, encarcelados y tal vez ejecutados. Lo que menos les convenía era atraer la atención sobre el colegio justo ahora en que iba a llegar Diego Antonio de Mendoza.

En ese momento llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —ordenó, molesto por la interrupción.

Era el prefecto de capilla.

—Excusadme, padre, venía a traeros noticias de los señores de Rouville y de Lazières.

—¿Son los alumnos con los que os habéis batido? —preguntó el rector a Louis y a Gaston, que asintieron lastimosamente.

—Hablad…

—El señor de Rouville tiene el brazo roto. Un cirujano va a venir para reducir la fractura, pero, según nuestro sacerdote de la enfermería, deberá quedarse en casa más de un mes. Sin duda hasta primeros de enero. En cuanto al señor de Lauzières, tiene una costilla rota. Nada grave, excepto por el dolor.

—¡Eso lo cambia todo! —dijo el rector mirando severamente a Gaston—. Sois un niño temible, señor de Tilly.

—El señor de Tilly es, ante todo, un hombre valiente —intervino Moret con ardor—. Es mucho más joven y más bajo que el señor de Rouville, y lo mismo se puede decir del señor Fronsac. El combate fue una magnífica lección para todos los alumnos, padre.

—¿Una lección, señor conde? —preguntó sarcástico el procurador de los internos.

—Sí, padre. Estos señores han probado que incluso el más débil puede vencer cuando tiene fe, coraje y la ayuda de Nuestro Señor. ¿No es lo que aprendemos cada día en la clase de Sagradas Escrituras?

«Moret era un casuista mucho más fino de lo que creían —pensó el rector divertido—. ¡Había aprovechado bien las clases!» Pero había algo de verdad en lo que acababa de decir: el débil podía siempre vencer al más fuerte que él si encontraba la fuerza en su interior. En ese caso, ¿llegaba con la ayuda de Dios? Tal vez sí o tal vez no. Por lo que él sabía, Dios dejaba total libertad a los hombres. Sin duda era un bello tema de reflexión. ¿Por qué no proponerlo para una justa oratoria? Pero, volviendo a lo inmediato, ¿qué debía hacer? Fronsac era un alumno brillante. Tilly también. Ambos tenían talento y respetaban a sus maestros. Expulsarlos ahora sería un tremendo error.

—De acuerdo. Practicaré la indulgencia —decidió—. Pero será la última vez. En cuanto a los señores de Tilly y Fronsac, serán, pese a todo, castigados.

Louis gimió. ¿Iban a encerrarlos en la mazmorra? ¿A azotarlos? Gaston no lo aceptaría jamás.

—Debéis encontrar la humildad que os ha faltado, hijos míos. Serviréis la mesa durante un mes y limpiaréis el refectorio con los becarios. ¿Ibais a ir a casa en las próximas fiestas?

—Sí, padre —respondió lastimero Louis—, por San Andrés y en las fiestas de diciembre, San Nicolás, la de la Inmaculada Concepción y la de Santo Tomás[43].

—Os quedaréis castigados en el colegio hasta Navidad. Avisaré a vuestro padre por carta. El castigo será anunciado públicamente esta noche en el refectorio. Aprovechando la ocasión, leeré de nuevo las reglas del colegio insistiendo en lo que está prescrito y prohibido, y, después de mi intervención, pediréis perdón y os excusaréis. No volveré a tolerar más incidentes.

Se calló y clavó sus ojos en los de Gaston, y luego en los de Louis. Los niños apartaron la mirada.

—Ahora podéis salir. La campana de clase hace tiempo que ha sonado.

Los prefectos acompañaron a los duelistas y a los testigos.

Cuando hubieron partido, el rector se volvió hacia el procurador.

—Padre, volveremos sobre todo esto más tarde. Esta historia me ha contrariado.

El procurador salió a su vez y Filleau se quedó solo con el padre Cellot.

—Este asunto no podía llegar en peor momento —declaró sombríamente el rector.

—En efecto, pero habéis actuado bien, padre. Hay que evitar atraer la atención sobre nosotros.

—Es lo que he pensado. Iré a la casa profesa a comentar todo esto con el provincial. Daría lo que fuese para que nuestro prepósito general no haya aceptado ese plan absurdo que amenaza con arruinar veinte años de trabajo.