Los alumnos acudieron a su aula para la clase de la tarde. A los de sexto les correspondía clase de Sagradas Escrituras, impartida por el padre Louis La Salle. La organización de la clase era la misma que la de gramática latina, la materia principal. Louis seguía siendo decurión. Su maestro sólo los había avisado de que, para el mes siguiente, sus deberes de Sagradas Escrituras serían tenidos en cuenta para la clasificación.
Como en gramática latina, la clase empezaba por el recitado de las lecciones, en primer lugar las decurias, luego todos los magistrados, pero esta prueba oral no se desarrollaba como en gramática latina, pues el padre La Salle tenía para cada uno de ellos una palabra de ánimo.
El ritual calmó un poco a Louis y a Gaston, que se enfrascaron en su trabajo para tratar de olvidar la trifulca y la humillación de haber sido obligados a ceder ante Rouville. Dejaron de pensar en ello durante la segunda parte de la clase, en la que el maestro propuso una «disputa» entre romanos y cartagineses.
El principio era simple. El padre La Salle hacía una pregunta a un alumno. Éste respondía si podía, y su «correspondiente» en el campo contrario se levantaba a su vez para completar o refutar la respuesta. Si la crítica era considerada pertinente por el maestro, era la decuria del primer alumno interrogado la encargada de defenderla con su decurión como portavoz. Después, la decuria contraria podía a su vez intervenir. El debate, muy vivo, llegaba así hasta el cónsul.
Aquella tarde, entre los dos campos, hubo toda clase de ataques y respuestas de una rara vivacidad. Gaston apreció enormemente el juego, que se parecía a la esgrima. Louis mucho menos, pues tenía una mente más lenta, más metódica, y era incapaz de parar inmediatamente un ataque y de confundir a un adversario con una buena respuesta. Por el contrario, Paul de Gondi dio muestras de un talento y una habilidad oratoria fuera de lo común, inclinando finalmente la victoria para su campo.
Después de la clase, y más tarde, por la noche, Gaston y Louis observaron, sin embargo, que los alumnos de otras clases, incluidos los de sexto, se apartaban de ellos y los ignoraban, como si pudiesen contagiarlos de una enfermedad repugnante. Sólo los hijos del carnicero y del cerrajero, así como el pequeño La Chesnay, no los habían abandonado. En cambio, Paul de Gondi, que con frecuencia se mostraba distante con ellos, parecía experimentar de golpe una cierta atracción por aquella pandilla, y se unió a ellos en el recreo anterior a la comida, así como en el siguiente.
—Sois los únicos que nos sois fieles —ironizó Gaston observando que los demás internos no se les acercaban.
—Los demás sólo tienen miedo de ti, Gaston —le explicó Gondi—. Rouville les ha dicho que eras un loco furioso. Temen todos que en una crisis de cólera la emprendas a golpes como has hecho con él.
Gaston enrojeció, lamentando haberse dejado llevar de su genio. Sabía que, en adelante, ya no se quitaría de encima la fama de colérico.
—¿El señor de Rouville también os pidió dinero para que os unieseis a la cofradía del Cuarto? —preguntó Louis a Gondi para cambiar de tema.
—Lo hizo —reconoció el niño con agrado—. Le respondí que se dirigiese a mi criado. Se quedó tan cortado que no insistió.
La salida los hizo troncharse de risa. Luego, La Chesnay explicó que a él no le habían pedido nada.
—Es la ventaja de la pobreza —añadió riéndose—. Pero como a mí me encantaría estar también en una compañía, ¿por qué no crear la compañía del Cinco? —preguntó.
—La compañía del Seis —lo corrigió Gondi—, que yo también quiero pertenecer a ella.
Louis se sintió reconfortado al saber que Gaston y él podían al menos contar con unos cuantos amigos fieles. Si formaban una facción con Hérisson, Le Pontonnier, Gondi y La Chesnay, lograrían protegerse más fácilmente de sus enemigos. Cada uno de ellos propuso entonces las reglas de la nueva asociación.
El miércoles por la mañana, al bajar a las letrinas, comprobaron que el tiempo había cambiado. Desde el comienzo de las clases, el verano se prolongaba, pero aquella mañana llovía y hacía frío. Louis se abrigó con unas medias de lana y una segunda camisa.
Debido a la lluvia, no los dejaron salir al patio y, vigilados por los prefectos de recreo, se quedaron en el refectorio hasta la campana del comienzo de las clases. Ello permitió a los alumnos más curiosos de sexto visitar el segundo refectorio, separado del suyo por un pasadizo bajo la gran escalera. Esta segunda sala, más pequeña, estaba reservada a las comidas de los mayores, así como a los padres jesuitas visitadores. Fue allí donde Gaston se vio abordado por un alumno de segundo de aspecto cuidado. El cuello bordado de su camisa de seda asomaba bajo su toga de sarga negra. El alumno le explicó que deseaba hablarle sin testigos. Gaston lo siguió al final de la sala, un poco desconcertado.
—Me llamo Jacques de Montgomery —declaró el interno de segundo, examinando con atención sus uñas cuidadosamente pulidas—. Soy síndico de la Compañía blanca. ¿Sabéis de qué se trata?
—No.
—Es una asociación de gentileshombres de primera nobleza[35]. Sólo forman parte de ella los que tienen al menos seis líneas. Asistí a la escaramuza de ayer. Contrariamente al conde de Moret, creo que habéis sido muy valiente. He consultado los nobiliarios de la biblioteca para constatar que los Tilly se remontan a la primera cruzada…
—Mi antepasado, que era escudero, fue nombrado caballero en Jerusalén —confirmó Gaston—. Uno de sus hijos murió en Tierra Santa, y nuestra rama se remonta a Enguerrando de Harcourt, el compañero de Guillermo el Conquistador.
—Vuestra familia es de origen tan noble como la mía.
—¿Qué otra condición hay para ser miembro de esa compañía?
—Ninguna, sino la virtud de ser gentilhombre.
Tilly iba a aceptar cuando hizo una última pregunta:
—¿El señor de Rouville forma parte de ella?
—Sí. Sólo tiene dos cuarterones de nobleza, pero ha sido aceptado primero porque es miembro de la Academia, y jefe de la cofradía del Cuarto, pero sobre todo por su celo en el honor de Dios. ¿No afirmó Nuestro Señor: «A aquel que me honre, lo haré noble»? Además, el señor de Rouville es también miembro de la Congregación de la Santa Virgen…
—Entonces ¡no formaré parte de la Compañía blanca, señor! —lo cortó secamente Gaston.
—El señor de Rouville es honorable y glorifica a Dios; el que vos tengáis una diferencia… —se insolentó Montgomery alzando el tono.
—¡Yo no tengo ninguna diferencia! —estalló Gaston sin dejarle terminar su frase—. ¡No con un Rouville! —gritó.
Le dio la espalda a Montgomery, pálido, y se alejó mientras los alumnos se apartaban a su paso.
Al día siguiente, el paseo del jueves fue acortado a causa del aguacero y Gaston observó que los niños más piadosos, así como una gran parte de los de origen noble, se alejaban tan pronto como se acercaba a uno de ellos. Cuando proponía participar en juegos con sus amigos, no le respondían e incluso le daban la espalda. Cuando quería devolver un servicio, atrapar un balón o proponer su ayuda, lo ignoraban. Comprendió que había sido puesto en el bando de la mayoría de los internos y sintió una profunda desesperación.
En los días que siguieron pensó incluso en huir del colegio. Sólo Louis y sus amigos le impidieron cometer esa locura. Una fraternal amistad unía ahora a los seis muchachos. Curiosamente, Paul de Gondi, nieto del duque y mariscal de Retz, más altivo y orgulloso que un príncipe de sangre, era muy apreciado por los tres plebeyos: Jacques Hérisson, Jehan Le Pontonnier y Jacques La Chesnay. Don Morito tenía siempre una palabra amable para ellos y con frecuencia se ofrecía a ayudarlos a hacer los deberes de latín.
Con Louis, Paul de Gondi parecía más frío, sin por ello escatimarle su amistad. Esta reserva sin duda era debida al hecho de que Gondi hubiese reconocido en Fronsac una mente fina, capaz de hacerle sombra, hasta de convertirse en un rival en los estudios. Sin embargo, incluso Paul se había dejado ir, haciéndole algunas confidencias. Había contado a Louis cómo, a los nueve años, cuando habría debido asumir el cargo de general de galeras de su padre, la muerte inesperada de su hermano Henri —que debía consagrarse a la Iglesia— había cambiado su destino. Su familia había decidido entonces que sería él quien se convertiría en arzobispo y lo habían tonsurado. De modo que se había convertido en abad contra su voluntad.
Con quien peor se entendía Paul de Gondi era con Gaston. Es cierto que el nieto del duque de Retz admiraba el coraje y el heroísmo de los que había hecho gala Tilly peleándose desarmado contra un chico mucho más fuerte que él, pero también lo envidiaba, tan inseguro estaba de poseer él tan nobles cualidades. Una adversidad común habría sin embargo podido aproximarlos: soñaban ambos con la gloria guerrera cuando estaban condenados por su familia a convertirse en religiosos. Pero ni siquiera este asunto los unía: Gaston soñaba con aventuras mientras que Paul no deseaba sino la gloria. Tilly deseaba ser libre, mientras que Gondi se prometía a sí mismo tener una cita con la Historia.
En cambio, un lazo sorprendente unía a Paul con el hijo del carnicero. Era divertido verlos trabajar el latín juntos: Gondi explicando doctamente a Jehan las declinaciones, de las que el otro no comprendía ni jota. Formaban un extraño dúo, el pequeño moreno rizado y elegante, siempre imbuido de sí mismo y de su casta, y el grueso hijo del carnicero, palurdo pero capaz de degollar un becerro.
El bueno de Jehan Le Pontonnier hacía reír a toda la pandilla con su perpetuo buen humor y su franqueza desconcertante. El pequeño La Chesnay les contaba cantidad de indiscreciones. Cuando limpiaban el refectorio, los becarios oían con frecuencia los líos entre los sacerdotes y sus maledicencias. Observaban también la glotonería de los que iban a la cocina a repetir. Muchos de los regentes y de los directores espirituales que tanto insistían en las faltas de su grey en sus prédicas, o con ocasión de la confesión, se les aparecían así bajo un prisma bien distinto.
Jacques Hérisson hablaba poco, pero fisgoneaba por todas partes. Conocía todos los pasadizos que comunicaban los distintos edificios. Les enseñó así un día una escalerilla que permitía ir al edificio central, donde se encontraba la biblioteca, justo en el segundo piso. También había descubierto una puerta al fondo de la capilla que daba a un pequeño pasadizo y llevaba por un lado al patio del colegio y por el otro a la calle. Era un antiguo corredor que permitía en tiempos acceder a una casa de la calle Saint-Jacques que los padres jesuitas habían comprado para transformarla en clase. Tenía, en fin, un asombroso sentido práctico, y sabía en todo momento dónde estaban los vigilantes y cómo deslizarse entre los primeros para entrar en el refectorio. Fue él quien observó que era mucho más práctico confesarse por la noche justo antes de ir a cenar porque los sacerdotes tenían prisa por comer. Hizo también una vez a sus compañeros una asombrosa demostración de forzamiento de una puerta cerrada con llave con la ayuda de una sencilla ganzúa de hierro.
Gaston tranquilizaba a todo el mundo por su seguridad y su valor, aunque se abismase con frecuencia en sus pensamientos desde el enfrentamiento con Rouville, buscando a la vez lavar la afrenta que había sufrido y recuperar la estima de los demás internos.
En cuanto a Louis, tenía la impresión de ser el único inútil del grupo. No se daba cuenta de que era lisa y llanamente el cimiento.
En los recreos, los seis niños apenas se separaban. A veces jugaban juntos, pero lo más frecuente era que observasen y comentasen las ocupaciones de los demás, habida cuenta de que en general no querían estar con ellos. La lucha de cañas era la actividad que más interesaba a Gaston, aunque extrañamente rehusaba participar, ya fuese con Gondi o con Le Pontonnier, que se lo habían propuesto en más de una ocasión. Tan pronto como empezaba un asalto, arrastraba a todos sus amigos para asistir a él, sin hacer, no obstante, comentarios sobre el talento de los duelistas. A veces Louis se preguntaba si no sería un medio para introducirse en la ciencia de la esgrima, aunque su amigo le hubiese asegurado hasta la saciedad que era la única cosa útil que su tío le había enseñado.
El resto del tiempo, los miembros de la sedicente compañía de los Seis intercambiaban opiniones sobre las represalias que podrían ejercer contra Adhémar de Rouville y sus amigos. Jehan propuso a Gaston empujarlos en las letrinas, lo que les encantó a todos, pero esa forma de revancha no fue juzgada muy conveniente. Jacques Hérisson sugirió tratar de que los castigasen injustamente, como habían hecho ellos con Gaston y con Louis, pero éstos rehusaron rebajarse a tales vilezas, ni aun cuando el hijo del cerrajero propuso llevar a cabo el asunto solo, ofreciéndose a poner pan en las camas de Rouville y Sillery. En cuanto a La Chesnay, el más piadoso de los tres, propuso rogar a varios santos que conocía para que intercediesen ante Dios, e incluso ante la Virgen María, a fin de que castigasen al malvado. Este medio le pareció tan singular a Gaston que se rió, provocando una breve desavenencia entre él y el becario, firmemente convencido de que el Señor y la Virgen siempre hacían justicia. Al fin y a la postre, los seis constataron con despecho que eran simplemente impotentes.
Sólo Gondi se abstenía de intervenir en esas discusiones. Louis adivinaba que, a pesar de todo, consideraba a Rouville un miembro de su casta y no aprobaba que unos plebeyos proyectasen atacarlo solapadamente.
Llovió el resto de la semana, de forma que los internos permanecieron la mayor parte del tiempo en el interior. Fue, por ello, más difícil para los prefectos vigilarlos sin cesar, y muchos internos aprovecharon para visitar con calma los edificios. Louis y sus amigos conocían ahora todos los rincones del patio del colegio y todas las dependencias a las que daba: las cocinas y los refectorios; las grandes aulas de clase; las dos capillas: la grande, cerca de la entrada del patio, y la pequeña, en el lado opuesto, reservada a los sacerdotes, a los visitadores y a los alumnos mayores.
Pero todavía no habían explorado la totalidad del primer piso, donde se encontraban otras clases, en particular las de Abecedario que les mostró La Chesnay, así como los gabinetes de trabajo del rector, del prefecto de estudios y de los procuradores. Los tres cuerpos de edificios que rodeaban el patio comunicaban entre sí por medio de corredores o de salas en hilera. De aquel lado no conocían más que la biblioteca, y por supuesto los despachos del rector y del prefecto de estudios que los habían recibido el día de su admisión.
Cada día, so pretexto de ir a la biblioteca, Louis, Gaston y sus amigos se perdían voluntariamente en el dédalo de pasillos, no osando sin embargo abrir las puertas cerradas, aunque Hérisson se lo propusiese siempre. Se internaron así por pasadizos y escaleras ocultas cuya existencia habían ignorado hasta entonces. Subieron incluso al segundo piso, principalmente reservado a los grandes dormitorios de los internos, los apartamentos de los internos ricos y a los dormitorios y cuartos particulares de los sacerdotes y los padres visitadores.
Pero acababan siempre sus exploraciones en la biblioteca, verdadera caverna de tesoros que olía a madera encerada y a cuero viejo. Louis habría podido quedarse allí horas y horas si se lo hubiesen permitido, y si le hubiesen dejado consultar los libros libremente. No era el caso. El bibliotecario era elegido entre los sacerdotes más eminentes del colegio. El titular del puesto había sido durante veinte años el padre Fronton du Duc, que era también vicerrector. Fallecido en septiembre, acababa de ser sustituido por el padre Jacques Sirmond, un jesuita muy respetado en la Sociedad por su erudición. El padre Sirmond lucía una espesa barba gris que contrastaba con su cráneo completamente liso, como si su pilosidad hubiese elegido instalarse en un solo lugar donde quedarse tranquila. Era un hombre dulce y agradable, de un saber infinito, especialmente en historia.
El viernes de aquella semana lluviosa, durante el recreo anterior a la cena, mientras Paul de Gondi y los demás miembros de su pandilla habían ido al confesionario para aprovecharse de una confesión rápida, Louis convenció a Gaston para que fuese con él a tratar de que le prestasen la Ilíada. Sabía que a aquella hora la biblioteca estaría casi vacía y que quizá podría obtener más fácilmente la preciosa obra que se guardaba bajo llave.
El padre Sirmond se balanceó largo rato escuchando su petición, pues la Ilíada, obra que trataba de dioses paganos, estaba reservada a los mayores. Le hizo varias preguntas sobre su conocimiento de la mitología y sobre su fe en Nuestro Señor, pero las respuestas debieron de satisfacerlo, porque se fue a buscar el libro a un armario enrejado. El bibliotecario interrogó a continuación a Gaston, cuya tonsura testimoniaba su intención de convertirse en sacerdote, para saber si deseaba pedir prestada una obra religiosa.
Gaston respondió a las preguntas del jesuita con evasivas o asintiendo con la cabeza, y semejante actitud ceñuda intrigó visiblemente al sacerdote.
Louis intervino en ayuda de su amigo:
—El señor de Tilly quería ser soldado, padre, no está seguro de tener vocación religiosa.
—¡Pero serás soldado de Dios, hijo mío! —exclamó un asombrado padre Sirmond.
Gaston hizo una mueca reveladora de que no era ésa la clase de compromiso que deseaba.
—Si crees que lo que te digo no es más que una metáfora, te equivocas. Hace unos días se hallaba en tu lugar un jesuita tan pelirrojo como tú. Se llama Thomas Southwell. Nació en el Lancashire, hizo sus estudios sacerdotales en Saint-Omer, después en Valladolid, en España, y entró en nuestra Compañía hace cinco años. A continuación volvió a Inglaterra para ayudar a los fieles católicos. En la clandestinidad, por supuesto, porque desde el reinado de Enrique VIII la presencia de sacerdotes católicos está prohibida en suelo inglés. Allí, bajo un nombre falso y vestido de calle, llevó durante varios meses la vida de un soldado en un país hostil, viéndose obligado a utilizar la espada o el mosquete contra los herejes que lo perseguían, pues tenía una importante misión que cumplir para nuestra congregación.
—¿Queréis decir, padre, que el hermano Southwell sabe manejar las armas? —preguntó Gaston con ojillos brillantes.
—Para hacer triunfar nuestra fe, sí, hijo mío. Lo mismo ocurre con nuestros hermanos que parten para Oriente o para Cipango. Todos deben ser rudos combatientes.
Gaston se sintió un poco reconciliado con la religión. Louis encontró, sin embargo, sorprendente la presencia de este sacerdote soldado en el recinto del colegio. Fue entonces cuando se acordó de lo que había oído o creído entender la primera noche pasada en el cubicula: las palabras Diego de Mendoza, Thomas, Vitelleschi, Cotton y Buckingham.
Después, se enteró de que la palabra Buckingham era el nombre de George Villiers, el favorito del rey de Inglaterra, y ahora descubría que el padre Southwell se llamaba Thomas y era una especie de espía jesuita que cumplía sus misiones secretas en Inglaterra. Dos de las palabras oídas tenían, pues, relación con Inglaterra. Y Vitelleschi era el prepósito general de los jesuitas. ¿Qué relación había entre aquella gente? ¿Qué significaban las otras palabras?
Esa misma noche, ya apagadas las velas, Louis oyó de nuevo en su lecho confusas palabras que parecían venir del suelo. Estaba seguro de no haberlo soñado, aunque no hubiese podido distinguir ninguna palabra. A la mañana siguiente le habló de ello a Gaston. Desgraciadamente, su amigo había dormido como un tronco y no había oído nada.
Al contarle más tarde a Jacques Hérisson que había oído ruidos procedentes del suelo, el hijo del cerrajero le explicó que su dormitorio era antes una sala de archivos, un antiguo reservado sobre el cual habían echado un suelo rápido para transformarlo en dormitorio. Debajo se encontraban las habitaciones de los sacerdotes, y sin duda hacían ruido cuando se reunían.
Ese mismo día, antes de entrar en clase, Gaston propuso a Louis enseñarle algo de esgrima.
—¿Para qué? Me gustaría tirar con pistola, pero sería incapaz de tirar con espada. Además, un notario no lo necesita —replicó Fronsac.
—A tu abuelo le resultó útil saber manejar una bretona[36] para defender al rey.
—Es cierto, pero en su época era distinto.
Gaston se quedó silencioso un rato antes de anunciarle:
—Voy a desafiar a Rouville en duelo.
—¡Pero eres demasiado joven y las espadas están prohibidas! —objetó La Chesnay, que los escuchaba.
—Voy a desafiarlo públicamente a un combate de caña. Sólo que necesito un testigo, pues él tendrá uno, sin duda, Thémines de Lauzières.
—¿Y has pensado en mí? —preguntó Louis con preocupación.
—Sí. He observado mucho a Rouville en los asaltos que practica en el patio. Estoy seguro de ser más rápido y mejor que él en esgrima —explicó Gaston—. En cuanto a Thémines de Lauzières, es un palurdo de una absoluta mediocridad. Podría enseñarte unos cuantos golpes que aprendí de mi tío y lo aplastarías en un santiamén.
—Yo no sé nada de esgrima —dijo Louis con angustia, pero sin rehusar abiertamente.
—Dediquémonos un mes a adiestrarnos. Podríamos hacerlo en tu casa desde mañana, si tu padre está de acuerdo. Y tú, Jacques, guarda el secreto de todo esto.
La clase no era sólo un lugar donde se enseñaba gramática latina e historia sagrada. Sus profesores enseñaban también a los niños a comportarse como personas de calidad. Por ejemplo, olvidarse de hablar con la cabeza descubierta a un sacerdote o a un superior comportaba tal sanción que ningún interno volvía a hacerlo.
Pero aparte de la cortesía y de la deferencia, la enseñanza versaba sobre todos los aspectos de la vida en sociedad, y, especialmente, sobre el hábito de razonar y hablar en público. Cada quince días se desarrollaban en clase las privatia declamatio, y cada alumno debía subir al púlpito para defender, en unos minutos, un tema que el regente inscribía en una hoja de papel. Una vez al mes tenían lugar en el refectorio las publica declamatio, en latín o en griego.
El sábado, día de las privatia declamatio, Louis tuvo que explicar Los peligros de la pereza; Gaston, Cómo gobernar a los hombres haciéndolos felices, y Paul de Gondi disertó sobre Es una bella cosa la pobreza, pues es fuente de todas las virtudes.
Los tres fueron felicitados por los padres jesuitas que asistieron a la prueba, pues un consejo de regentes comentaba oralmente cada exposición, no sólo sobre el fondo sino también sobre la forma en que la había presentado el alumno. Todo era susceptible de observaciones, reproches o felicitaciones: la elocuencia, la claridad de la voz, la gestualidad e incluso la postura del cuerpo. Esas apreciaciones, muy argumentadas, aprovechaban a todos los alumnos, y los internos adquirían poco a poco la costumbre de expresarse con claridad y de conservar en cualquier circunstancia la cabeza alta y el busto erguido.
La base de la educación era, sin embargo, la práctica y la doctrina religiosas. Era también lo que menos les gustaba a Gaston y a Louis. Este último veía llegar el domingo con disgusto, pues una parte de la mañana estaba consagrada al catecismo y a la manera de ayudar en misa, cosa que detestaba. La confesión y el examen de conciencia con su director espiritual, el padre Amyot, eran pruebas todavía más temidas. La confesión de los pecados, les había explicado el sacerdote, debía ser precisa, franca y completa, y los dos niños se ajustaron a dichas normas. Sin embargo, se percataron enseguida de que su confesor se centraba en las ofensas que él consideraba capitales, tales como el orgullo, la gula o la cólera, y apenas se interesaba por las otras faltas. Los niños obtenían así sin demasiadas molestias su absolución y su billete de confesión, en tanto el padre Amyot hacía siempre la misma pregunta: «¿Vuestra obediencia hacia vuestros maestros ha sido total, ciega, inmediata, respetuosa?».
Sus respuestas convencían siempre al sacerdote.
Más difícil era el examen de conciencia que tenía lugar una vez a la semana, pues el jesuita intentaba entonces introducirse en lo más hondo de su mente y desenmascarar sus reservas mentales. Sin embargo, poco a poco, este ejercicio se volvió a favor de los niños, que descubrieron que era fácil responder indirectamente a preguntas indiscretas. La falsedad y la mentira no eran necesarias, bastaba con una mezcla de prudencia y razonamiento.
Sin embargo, el padre Amyot los calaba con frecuencia. Se hallaba cada vez más sorprendido por la madurez de los dos amigos, por la audacia de sus ideas y por la independencia de sus opiniones, cosa que no lo turbaba demasiado, tan satisfecho estaba con la vivacidad de su inteligencia, aunque a veces tuviese la impresión de percibir en Gaston la manifestación de una inquietante y precoz impiedad.
El sábado de esta lluviosa semana, el conde de Carlisle recibió en su palacete del barrio de Saint-Germain el saco de la correspondencia diplomática llevado por dos estafetas procedentes de Londres. Descifró sólo los correos en clave, los más importantes. En uno de ellos encontró al fin la respuesta que esperaba a la proposición que había sugerido a fin de desbloquear la negociación sobre el matrimonio de la Señora —la hermana del rey de Francia— con el príncipe de Gales.
Resulta que los tratos diplomáticos seguían entorpecidos por la cuestión religiosa. A partir de la primera semana de negociaciones, las dos partes habían aceptado que la Señora y todas las personas de su casa practicarían libremente su religión en Inglaterra, y que dispondrían para ello de sacerdotes católicos. Pero los franceses habían exigido también que los niños nacederos de la pareja real fuesen educados en la religión romana, lo que era inaceptable para Jacobo I. Las negociaciones corrían el peligro de ser suspendidas, incluso abandonadas, como había ocurrido con España. Para evitar semejante fracaso, Carlisle había propuesto esta vaga fórmula que cada uno podría interpretar a su gusto: «Los niños nacederos serán educados por su madre».
El cardenal Richelieu había expresado su acuerdo y el conde esperaba la respuesta de su rey.
Por correo, Jacobo Estuardo acababa de validar a su vez la imprecisa fórmula.
No quedaban, pues, sino puntos menores que negociar, cosa que podría hacerse en las semanas venideras, y, en caso de acuerdo, el rey Jacobo escribía al conde que estaba dispuesto a recibir en diciembre al embajador francés en su residencia de Cambridge para firmar el tratado definitivo. El matrimonio podría celebrarse enseguida en París, en marzo o en abril.
En la misma valija de despachos, siempre cifrados, se encontraba un acuerdo de los servicios diplomáticos para detener al jesuita Thomas Southwell. Un informe de la policía señalaba, en efecto, que Southwell había sido visto en Londres a principios de año. ¿Qué venía a hacer aquí? ¿Por qué estaba en París mientras se negociaba el tratado? Eso es lo que la corte de Saint-James quería saber[37]. Southwell debía ser capturado discretamente y enviado de vuelta a Inglaterra en un coche cerrado. Se confiaba en el conde para llevar a feliz término tan delicada misión.
Por consiguiente, Carlisle llamó a Brett y le dio instrucciones para que procediese al secuestro.
Hacía varios días que el mosquetero no había ido a la calle Saint-Jacques. Lo hizo al día siguiente, domingo, después de haber preparado un regalito para Annette: una pieza de encaje sin valor para que se hiciese una cofia con la que asistir a misa. Al llegar delante de la posada, vio la cinta roja en una de las ventanas de los desvanes. Reprochándose no haber ido antes, se precipitó a la hostería y buscó a la criada.
La Maritornes lo recibió con pasión.
—¡Señor Brette! —exclamó con mirada lánguida—. Vuestro amigo por fin os ha avisado.
—Llego al galope, amiga mía —le dijo, llevándola a un aparte en la sala.
—Nuestro amigo se fue —susurró ella—. ¡Hace tres días!
—¿Adónde?
—Sabía que me haríais esa pregunta —respondió zalamera—. Así que, cuando cargó su baúl en una carreta de la posada, le pregunté si lo volveríamos a ver, pero me contestó que lo ignoraba. Cuando el chico que transporta los equipajes de los viajeros volvió con la carreta, le di un cuarto y me dijo que lo había llevado a la calle Bourg-l’Abbé, al despacho de coches con la enseña del Écu-Dauphin.
—¿A un despacho de coches?
—Sí, se va de viaje. Pero no se va a Rouen a ver a vuestra hermana, pues el servicio de coches para esa ciudad parte de la posada con la enseña de Notre-Dame, puerta de Saint-Denis —le explicó ella con perspicacia.
—En efecto, y eso me tranquiliza, Annette. Gracias por lo que habéis hecho. Aquí tenéis una moneda de veinte cuartos por las molestias.
—¿Pasaréis la noche aquí? —le preguntó la criada a media voz.
—¡Desgraciadamente, no! Me iré hoy mismo. Pero volveré pronto.
Brett subió hacia el colegio de Clermont. Allí interrogó a algunos alumnos de retórica a la salida de misa. Uno de ellos había tenido al padre Southwell como regente de inglés. Efectivamente, se había ido, pero había dicho a sus alumnos que volvería en febrero.
Brett fue a continuación a la calle Bourg-l’Abbé. Los coches del Écu-Dauphin comunicaban Calais y Dunkerque. ¿Volvería el jesuita a Inglaterra?, se inquietó el guardia. Sin embargo, en el despacho de coches nadie recordaba al religioso, lo que era sorprendente, pues el sacerdote pelirrojo difícilmente pasaba inadvertido, por lo que Brett se informó con los artesanos de la calle. Un poco más arriba del Ecu-Dauphin, un tratante de caballos llamando Lebreton, con el rótulo de la Croix-de-Fer, se acordaba perfectamente del jesuita. Había alquilado un coche con un cochero para ir a Bruselas, la capital de los Países Bajos españoles.
Brett contó todo esto por la mañana al conde de Carlisie. Aunque era evidente su decepción, nada podía reprochar al mosquetero. En revancha, la marcha del jesuita a Bruselas, auténtico nido de espías, era un signo de que Southwell preparaba algo o participaba en alguna operación secreta. Era más necesario que nunca apoderarse de él, y el embajador encargó a Brett vigilar estrechamente el regreso del sacerdote. El secuestro tendría lugar en febrero, a su vuelta a París.
El sábado 26 de octubre, día en el que Gaston, Louis y Paul de Gondi fueron felicitados por su publica declamatio, el rector había recibido una carta del prior de la abadía de Coulombs, el tío abuelo de Gaston de Tilly. Este último daba permiso para que su pupilo fuese a pasar las fiestas a casa del señor Fronsac, si éste lo invitaba. Gaston fue llamado por el rector.
—Vuestro tutor ha aceptado la propuesta del señor Fronsac. Considera que tales salidas no pueden ser más que beneficiosas para vos. Estoy muy satisfecho con vuestros estudios, y el señor Fronsac es un notario extremadamente respetado. Podréis, por tanto, ir a su casa por San Simón y San Judas si os vienen a buscar mañana, así como para los otros festivos, si os invitan de nuevo.
Gaston se lo contó todo a Louis tan pronto salió del gabinete. Nunca había sido tan feliz. Louis estaba tan contento como él, aun cuando su felicidad no era completa, pues no podía invitar a La Chesnay y a Hérisson, que se quedaban siempre en el colegio durante los festivos.
El domingo 27, víspera de San Simón y San Judas, el señor Fronsac y el señor Charreton, acompañados de Guillaume, que conducía la carreta, fueron efectivamente a buscar a los niños al final de la tarde. Los chicos subieron atrás con el señor Charreton, mientras que el señor Fronsac se quedaba en el pescante con Guillaume. Apoyado en los adrales, Louis contó orgullosamente a su abuelo que Gaston y él habían sido felicitados después de la declamatio.
Una vez en el despacho, se planteó el problema de dónde dormiría Gaston. No era posible meterlo en la cámara del señor y la señora Fronsac con Louis, y no habría sido conveniente alojarlo solo con la nodriza. Ahora bien, el resto del piso estaba enteramente ocupado con la llegada de Jean Bailleul, el nuevo primer oficial, y de su hermana. No quedaba más que la salita donde se encontraba el armario de hierro que contenía los valores, o, mejor aún, el cubículo medianero del gabinete del señor Fronsac, en el primer piso; una minúscula pieza sin luz. Fue finalmente ésa la solución adoptada. Guillaume montó, mal que bien, un catre de madera en el que se instaló un jergón con sábanas y mantas. El lugar no estaba caldeado, pero el gabinete del señor Fronsac lo estaba cuando hacía demasiado frío, de modo que Gaston tendría allí más calor que en el cubicula del colegio.
Gaston se quedó plenamente satisfecho. En aquella minúscula pieza glacial y sombría se sintió como un príncipe en su reino.
En la cena, que reunió a todo el personal de la cocina, Louis conoció por fin a Jean Bailleul, un joven de baja estatura, discreto y modesto, de rostro liso y pálido, totalmente inexpresivo. Su hermana, muy tímida, se había quedado en su cuarto, y él mismo no abrió la boca durante la cena.
Cuando ésta acabó, pudiendo hablar más libremente, Louis abordó con su padre y su abuelo su deseo de recibir entrenamiento de esgrima.
—Todos los niños bien nacidos, incluidos los niños burgueses, se adiestran en combates con cañas. Yo soy el único que no conoce la scienza cavalleresca[38], y se burlan mucho de mí.
—¡Pero tú no lo necesitas, hijo! —se asombró el señor Fronsac—. Yo tampoco he manejado nunca una espada.
—Olvidas, querido Pierre, que todo burgués de la ciudad debe estar armado y ser capaz de defenderse en caso de convocatoria de la milicia —observó su suegro.
—Es verdad, pero el coronel de la patrulla burguesa no me ha llamado desde hace mucho tiempo. Y recuerdo que en la época en que participaba, yo llevaba una partesana y un mosquete, no una espada. Sería mejor enseñarte a disparar con el fusil o la pistola, hijo mío. ¡Dejemos la esgrima a la nobleza!
—Yo te daré lecciones, Louis —prometió su abuelo—. Pierre —añadió, dirigiéndose a su yerno—, saber defenderse es siempre útil, y si Louis es el único niño de Clermont incapaz de manejar una caña, lo despreciarán.
—¡De acuerdo! —sonrió el señor Fronsac aceptando su derrota de buen grado, pues en su fuero interno le agradaba saber que su hijo quería comportarse como un gentilhombre. Guillaume y Jacques podrían, además, enseñarle cuanto sabían.
—Con mucho gusto, señor —aprobó Guillaume.
—Y tú, Gaston, ¿sabes algo de esgrima?
—Sí, señor. Mi tío, que era soldado, me enseñó un poco.
—En ese caso, mañana haremos una lección colectiva —decidió el señor Charreton—. Tengo dos espadas con zapatilla de sala de armas.