5

Terminada la comida, Gaston y Louis subieron juntos a su cubicula. El padre Galliffet ya había colocado un De Fato de Cicerón bien a la vista en el lecho de Gaston.

—Hay que copiar cincuenta páginas —le explicó Louis examinando atentamente el libro—. Tenemos para varias horas; así que nos quedaremos sin el recreo de esta noche.

Dimidium facti, qui coepit, habet[31] —replicó Gaston fatalista.

Se instalaron al fondo de la habitación, en la mesa grande cerca del estrado con el pupitre. El padre Galliffet había colocado encima hojas de papel muy fino, de grano grueso, fabricado sin duda a base de cáñamo y procedente de los molinos del Sena. Las hojas eran grises, rugosas y estaban manchadas en algunos lugares.

Colocaron el libro entre ellos y, sentados en el banco, empezaron su castigo. El grano del papel era tan irregular que escribir resultaba muy penoso. Debían cortar frecuentemente su pluma y sujetar con fuerza la hoja muy atentos a no mancharla con borrones ni a desgarrarla. Después de haber copiado tres o cuatro páginas se dieron cuenta de que no terminarían ni ese día ni al siguiente. Quizá ni siquiera habrían acabado el domingo.

Pese a ello, se detenían a veces para recortar la pluma o para frotar los dedos entumecidos. Entonces intercambiaban algunas palabras.

—Alguien ha dejado pan a propósito en mi cama para que me castigasen —dijo Louis después de haber cubierto una docena de páginas.

—Seguro que el mismo que ha manchado mi ropa de yeso —convino Gaston.

—¿Cómo ha podido hacerlo sin que te dieses cuenta?

—Al entrar en la iglesia estábamos muy apretados y noté un empujón. Debió de ser entonces. En el patio me habrían avisado.

—¿Quién puede detestarnos tanto para hacernos eso? —preguntó Louis—. Yo no tengo ningún enemigo, y tú tampoco.

—Si tú hubieses sido el único castigado, yo habría pensado en alguno de nuestro cuarto. Alguien celoso de que tú fueses decurión. Chazelles, por ejemplo…

—Tienes razón, pero también te atacó a ti. Y, sobre todo, corrió muchos riesgos subiendo a los dormitorios de día; habrían podido sorprenderlo. También tuvo que buscar el yeso para mancharte, lo que no es fácil estando encerrado aquí. Debe de odiarnos a muerte.

—Si no es ninguno de nuestros compañeros de cuarto, no puede ser más que Rouville o uno de sus secuaces —concluyó Gaston al cabo de un momento—. Nos amenazó con que tendríamos molestias…

—¿Crees que podría ser él?

—¿Qué otro? En el dormitorio, ¿quién tiene celos de ti y quién me odia? Aparte de Chazelles, no veo a nadie.

Callaron para volver a su labor de caligrafía.

Louis no quería ser castigado, ya que temía particularmente el látigo. Si Rouville y su cofradía eran los responsables del castigo, se manifestarían pronto para recordar que sus amenazas no eran vanas. Decidió, pues, que cedería. Tenía algo de dinero que podría utilizar para pagar la parte de Gaston. Luego le contaría todo a su abuelo, que seguro que le daría los cuartos necesarios.

Gaston, por su parte, se juró interiormente que no cedería jamás.

El domingo por la noche les distribuyeron tres bizcochos azucarados al final de la cena. Sólo en la mesa de los becarios, situada enfrente de aquella en la que se encontraban Louis y Gaston, no los hubo. La mesa comprendía cuarenta niños de varias edades, entre ocho y diecisiete años. Todos estaban acostumbrados a esas privaciones, algunos incluso las deseaban con una especie de éxtasis. Desde su más tierna infancia se les había enseñado que la pobreza material era una suerte, pues era el medio escogido por Dios para recordar a sus elegidos la precariedad de la vida.

Los jesuitas también habían inculcado a los becarios la certidumbre de que la verdadera pobreza era la ignorancia religiosa. Luego ellos, ricos en conocimientos merced al severo trato que recibían, estarían mejor preparados que los demás en la última prueba de tránsito hacia el otro mundo.

Por todas esas razones, la mayor parte de los becarios consideraba que su suerte era más envidiable que la del resto de los internos. Sin embargo, un niño de la mesa no parecía aprobar esta casuística. Louis lo conocía por haber hablado una vez con él en el patio. Estaba en clase de Abecedario —en séptimo— y se llamaba Jacques La Chesnay. Tenía diez años y era mucho más delgado y bajito que Louis a su edad, sin duda a causa de las privaciones sufridas. Enfundado en su toga gris, demasiado grande para él, miraba con envidia la mesa de enfrente y a los otros niños que comían con delectación los bizcochos azucarados.

Louis se comió uno de los suyos y deslizó los otros bajo la toga, en un bolsillo de sus calzas. También había guardado dos frutas escarchadas que esperaba compartir con Gaston mientras trabajaban en su castigo, durante el recreo de la noche.

Terminada la cena, antes de salir del refectorio para ir a la habitación a fin de proseguir con el castigo, explicó a Gaston lo que tenía en mente. Los becarios podían recuperar los restos de vela del refectorio para iluminarse por la noche en su cámara, pero en contrapartida estaban encargados de varias tareas ingratas, como limpiar las mesas y barrer el suelo. Los demás alumnos apenas les prestaban atención, así que debían de oír muchas cosas. El caso es que Jacques La Chesnay tenía una mente despierta y podría convertirse en un aliado precioso si llegaban a convencerlo de que les contase lo que oía. Gaston aprobó la idea.

Así pues, abordaron ambos a La Chesnay mientras la mayor parte de los internos salían al patio. En el refectorio sólo quedaban los becarios recogiendo y algunos criados.

—Me he fijado en que no tenías postre —le dijo Louis tendiéndole sus bizcochos—, y yo he comido demasiado.

El chico se quedó desconcertado sin saber qué responder.

—Mi amigo Gaston y yo estamos castigados —añadió Louis—. Ahora debemos subir al cubicula, para acabar nuestro castigo. También tengo frutas escarchadas, ¿quieres?

Jacques La Chesnay asintió con ojillos brillantes. Louis le dio las dos peras escarchadas que le quedaban, envueltas en un papel.

—Pero no se lo digas a nadie o nos castigarán; ya sabes que está prohibido.

—Podéis confiar en mí —replicó el becario—. Pero ¿por qué estáis castigados? A mí me dijeron que erais decuriones de sexto…

—Nos han acusado injustamente —intervino Gaston—. Ahora buscamos al que lo ha hecho. ¿Si oyes algo nos lo dirás?

—Os ayudaré si puedo —prometió el niño mordiendo con delectación la pera.

Era la primera vez que comía una fruta escarchada.

—Gracias —le respondió Louis.

—Por si acaso, presta atención a los vigías —precisó el becario después de limpiarse la boca con la manga—. Si os ven comer golosinas, se chivarán.

—¿Los vigías?

—¿No sabéis quiénes son? Los nuevos no sabéis nada, pero nosotros, los becarios, nos enteramos de muchas cosas al quedarnos en el refectorio para recoger. Los vigías son alumnos elegidos por el padre Ambroise, el prefecto de los internos, en general de cuarto o de tercero, casi siempre abades. Su elección es secreta y su misión es denunciar a los perezosos, a los que leen libros prohibidos o a quienes se portan mal de palabra o de obra.

—¿Tú los conoces? —se inquietó Louis, acordándose de que el rector le había hablado de ellos el día de su admisión.

—No, a ninguno. Pero desconfiad de todo el mundo. Sobre todo si alguno está resentido con vosotros.

Vieron entonces al padre Galliffet, que, procedente del patio, se dirigía hacia ellos con el ceño fruncido al verlos perder el tiempo en el refectorio. Dejaron a su nuevo compañero para subir a cumplir su castigo.

El lunes por la mañana tuvieron que volver a saltarse el recreo del mediodía para terminar sus cincuenta páginas de copia, que entregaron antes del comienzo de la clase de Sagradas Escrituras. Desde que habían sido castigados procuraban permanecer juntos para que nadie intentase de nuevo manchar sus ropas. Al mismo tiempo, cada vez que podían, vigilaban a Adhémar de Rouville y a sus amigos. Pero la cofradía del Cuarto no parecía interesada en ellos.

Como la semana anterior, el abuelo de Louis fue a buscarlo la víspera de San Lucas, hacia las cinco de la tarde, pero esta vez iba acompañado del señor Fronsac. Louis le presentó a su amigo y el señor Fronsac les explicó a los dos niños que había ido para entrevistarse con el rector y solicitarle que Gaston fuese a su casa para San Judas, que sería dentro de unos diez días.

Los dos adultos, seguidos de Gaston, se dirigieron al gabinete del rector y Louis se quedó solo en el patio esperando su vuelta.

Mataba el tiempo bajo el porche, cerca de la entrada del colegio, donde se encontraba la portería. Mirando por curiosidad en la pequeña pieza contigua a la portería, que servía de locutorio, vio con sorpresa al pequeño La Chesnay eh compañía de un adulto del que no veía más que la espalda. Era un hombre de unos veinte años, con capa verde manzana en los hombros. Calzaba botas cortas sin espuelas, calzas a la antigua, una gruesa casaca de camelote, una camisa de tela grisácea y medias calzas remendadas. Su sombrero deformado llevaba una pluma de gallo rota y en un momento Louis creyó distinguir el mango de una daga bajo su talabarte. No era ni un comerciante, ni un artesano, ni un soldado, ni mucho menos un hombre de justicia. Había algo misterioso en su manera de comportarse y de moverse. No, no misterioso, decidió finalmente el joven Fronsac. Más bien inquietante.

¿Qué relación podía haber entre el pequeño becario y él?

El aventurero, o al menos Louis pensaba que lo era, debió de darse cuenta de que lo miraban, pues giró la cabeza hacia la ventana. Louis se apartó, lamentando haber sido indiscreto. Tuvo la vaga impresión de que Jacques La Chesnay y aquel visitante tenían la misma frente alta y la barbilla puntiaguda. ¿Serían parientes?

Siempre había pensado que el becario era huérfano, y, por otra parte, aquel hombre era demasiado joven para ser su padre. ¿Sería su tío? ¿O tal vez su hermano?

Luego se hizo reproches. ¿Por qué se metía en lo que no le importaba? ¿Con qué derecho se interesaba por los amigos o los parientes de La Chesnay?

Vio entonces a su padre y a su abuelo que volvían al patio y les hizo una seña, olvidando al becario.

—El rector me ha prometido enviar una carta a la abadía de Coulombs, al tío abuelo de Gaston, para pedirle su conformidad —anunció Pierre Fronsac a su hijo—. Cree que no habrá ningún problema, pero como su correo saldrá de la casa profesa de la calle Saint-Antoine, no es seguro que pueda tener una respuesta antes de San Judas.

Gaston parecía a la vez emocionado y feliz. El abuelo de Louis lo abrazó, así como el señor Fronsac. Louis sonrió a su amigo y se separaron.

Su padre había ido en mula y el señor Charreton a caballo. Louis subió a la grupa detrás de su abuelo. En el camino, cuando los animales marchaban de frente, al final de la calle Saint-Jacques, el niño confesó a su padre que había sido castigado junto con Gaston, pero que los dos habían sido víctimas de una broma pesada. Esperaba ser reprendido, pero no fue el caso. Al contrario, los dos hombres se burlaron de él, explicándole que esa clase de cosas eran habituales en los colegios. Los mayores se divertían así con frecuencia a costa de los novatos para curtirlos. Tal vez tuviesen razón, trató de convencerse Louis. En tal caso, Rouville estaba descartado. Así que decidió no hablarle a su abuelo de la cofradía del Cuarto ni pedirle dinero.

Cuando llegaron a la calle de los Quatre-Fils, Louis descubrió a dos desconocidos en el patio; debían de tener unos cuarenta años, poseían anchas espaldas, rasgos toscos y esculpidos y miembros musculosos. Con la mirada como al acecho, a la vez atentos y desafiantes pero llenos de respeto, se acercaron lentamente a los dos caballeros que llegaban. Louis se quedó asombrado entonces por su parecido. El primero era el vivo retrato del segundo, si no fuese porque uno lucía barba y mostachos con las puntas hacia arriba, y el otro solamente un espeso y largo bigote. Llevaban también la misma clase de jubón de búfalo sin mangas y un hábito deshilachado y cuidadosamente remendado en algunos lugares. Sus gregüescos de fieltro oliváceo eran largos hasta las rodillas y cubiertos en parte por sus altas botas.

—Queríamos darte una sorpresa, Louis —le dijo su padre riéndose—. Son los hermanos Bouvier. Nuestros nuevos guardianes.

Louis ya había descabalgado para saludarlos.

—Es mi hijo mayor —les comunicó el notario con orgullo, descendiendo a su vez de la mula—. Es uno de los mejores alumnos del colegio de Clermont y ha sido nombrado por su regente decurión de su clase.

—Buenos días, señor —dijo respetuosamente el que gastaba barba, tomando del bocado el caballo del señor Charreton—. Mi nombre es Guillaume. Y éste es mi hermano Jacques.

Louis observó que Guillaume tenía una pistola en la cintura y que de una de sus botas sobresalía el mango de un cuchillo, pero lo que sobre todo le fascinó fueron sus manos. Manos fuertes y nudosas, como las de un carpintero que había trabajado el año pasado reparando el suelo del despacho. Pero los nudillos, tanto en sus manos como en las de su hermano, eran callosos, enrojecidos. Eran manos de camorristas, de hombres que no temían ni a nada ni a nadie, salvo a Dios, por supuesto.

—Guillaume y Jacques eran picas en el regimiento de Picardía, donde han servido durante veinte años. Ahora que están casados no tienen ganas de que los maten. Terminaron su enrolamiento, vinieron a París para encontrar un empleo de criados o porteros —explicó el abuelo de Louis— y se dirigieron a su antiguo coronel, quien tiene un hermano en Palacio que sabía que yo estaba buscando un guardián para tu padre. Su oficial se deshizo en elogios de su honestidad y de su fidelidad. De modo que por su recomendación los he hecho venir y tu padre los ha contratado. Jacques tiene un hijo algo más joven que tú, que te hará compañía cuando estés aquí.

—¿Habéis luchado? —les preguntó tímidamente Louis.

—Más de lo que habríamos querido, señor —respondió Jacques con un tono desabrido, golpeando con su puño derecho la palma de su mano izquierda.

El señor Fronsac ya se había dirigido a la escalera que subía al despacho. Su esposa la bajaba corriendo y se precipitó hacia su hijo, al que estrechó entre sus brazos.

Iba seguida de dos mujeres con delantal y un niño de seis o siete años intimidado.

—Ya veo que habéis conocido a mi hijo —dijo la señora Fronsac a los dos exsoldados—. Louis, la señora se llama Jeannette. Es la esposa de Jacques y la madre de Nicolas. —Señaló a una de las dos mujeres y al niño—. Ella sustituirá a Phélice como cocinera.

El niño se inclinó, así como la mujer.

—Y, detrás de ella, está Antoinette, la esposa de Guillaume.

Ésta hizo a su vez una reverencia.

Claude Richepin llegó entonces, serio como un papa en su nuevo papel de intendente.

—Jacques, Jeannette y su hijo vivirán en los desvanes, como estaba previsto. Pero no tenemos sitio suficiente para Guillaume y su mujer. Por suerte, el señor Richepin ha encontrado una pieza libre en esa casa de entramado al final de la calle. Tu padre la alquilará y así tendremos dos guardianes. Yo estaré mucho más tranquila después de lo que ha pasado. Ahora, sube conmigo, que vea yo si estás limpio.

Louis no volvió a ver a los dos hermanos hasta la hora de comer en la cocina, donde estaba reunido todo el personal de la casa.

A petición del señor Charreton, los dos exsoldados contaron su vida y sus campañas militares. Eran unos niños, tendrían unos diez o doce años en 1597 —no conocían su edad exacta—, cuando la granja de sus padres fue devastada por las tropas españolas que tomaron Amiens. Huérfanos de padre y madre, habían vivido entonces experiencias sobre las cuales no parecían tener ganas de explayarse, pues, precozmente formados en el oficio de las armas, se habían unido a una tropa de loreneses al servicio del duque Charles. Habían combatido con ellos durante algunos años, casi siempre en Alemania, antes de volver a Francia. Como no sabían hacer otra cosa que luchar, se habían unido al recién creado regimiento de Picardía, primero como picas y luego como tiradores. Fue allí donde conocieron a sus mujeres, hijas de soldados que seguían al ejército en sus desplazamientos. No se acordaban de las fechas.

—Tenía que ser en 1603 —aclaró el señor de Charreton a su hija—, en el momento en que el señor de Sully organizó nuestra infantería en regimientos permanentes formados por las viejas tropas: los Guardias franceses, Champaña, Picardía, Piamonte y Navarra.

—¡Exacto, señor! —aprobó Guillaume—. Picardía estaba compuesta de veinte compañías de cien a doscientos hombres. Con una pequeña parte de picas y el resto de tiradores.

Louis les preguntó entonces qué armas sabían utilizar.

—¡Todas! —exclamó un orgulloso Guillaume.

—Me gustaría saber disparar con pistola —dijo el niño con los ojos brillantes.

—Si el señor Fronsac me autoriza, yo os enseñaré, señorito Louis —le prometió Guillaume.

—¿Tenéis una?

—Varias, y también mosquetes.

—¿Me los enseñaréis, Guillaume?

—Si vuestro padre está de acuerdo.

El señor Fronsac miró a su suegro, que aprobó con la cabeza. Él asintió a su vez.

En cuanto al pequeño Nicolas, no abría la boca. Todo era nuevo para él en aquella gran casa. El niño, que había vivido siempre en campamentos militares, que no sabía leer, se quedó pasmado delante de Louis, tan pronto supo que el hijo de su amo sabía latín.

Al día siguiente Louis se levantó muy temprano para ir a ver a los dos exsoldados. Los encontró en el granero, detrás de la cocina, donde, por seguridad, el señor Charreton dejaba siempre una espada, una pistola y un viejo mosquete. En la oscura pieza, iluminada solamente por la puerta que daba a la cocina, Guillaume colocaba un arcabuz en un soporte de madera que Jacques acababa de preparar.

—Buenos días, señorito Louis —saludaron los dos hombres al unísono.

—Buenos días, Guillaume; buenos días, Jacques. ¿Me enseñáis vuestras armas?

—Están en esa caja y en ese saco —dijo Guillaume—. ¿Queréis ver las pistolas?

—Sí —respondió Louis con interés.

Guillaume sacó dos pistolas de la caja. Eran armas sencillas, con cachas de madera alargada y cañón renegrido.

—Son pequeños mosquetes. Como veis, se enciende aquí una mecha.

—Mi abuelo tiene una pistola de rueda.

—Nosotros no. Es demasiado cara para unos soldados de fortuna.

—¿Y qué hay en ese saco?

—Cuchillos, nuestros cascos y dos coseletes. Nuestras espadas están ahí —dijo, señalando dos grandes tizonas—. Mi hermano guarda otra espada en su cuarto, con otro arcabuz.

—¿Me enseñaréis a disparar?

—Si vuestro padre nos lo pide, sí.

La señora Fronsac llegó entonces, regañando a su hijo.

—¡Louis, te he buscado por todas partes! ¡Sube a lavarte! Tienes que arreglarte para la misa.

La siguió a regañadientes.

En su cuarto, mientras la señora Mallet preparaba las ropas para el oficio religioso, la señora Fronsac explicó a su hijo:

—Tu padre no quería emplear a tanta gente, Louis. Opinaba que un guardián y una cocinera eran suficientes, porque el señor Bailleul llegará la próxima semana y estaremos muy apretados, pero tu abuelo lo convenció. Los dos hermanos tienen buena reputación y yo me siento muy segura con ellos. Para reducir nuestros gastos, tu abuelo, que participa en el mantenimiento de la casa, propuso tomar a Guillaume y a su mujer a su cargo. Él también está tranquilo con la presencia de los hermanos Bouvier. Además, siempre estará uno en el patio y los dos cuando nos traigan grandes sumas para las dotes. Otras dos casas han sido atacadas en este barrio esta semana, ¿verdad, señora Mallet?

—¡Ah, sí! Pero me han dicho en el mercado que sólo una de las dos fue atacada por una banda; la otra simplemente fue desvalijada por ese hábil ladrón que pasa por los tejados.

—¿El que deja el dibujo de un lirón? —preguntó Louis con un deje de admiración.

—Sí, ha vuelto a hacerlo.

—¿Pero quién puede trepar por una fachada como si fuese una araña o un ratón? —preguntó Louis.

—Desde luego, un hombre diabólico. Menos mal que aquí las ventanas son minúsculas y están bien protegidas por gruesas rejas —dijo la señora Fronsac santiguándose.

—Tienes razón, mamá, pero así tampoco vemos nada —suspiró su hijo.

Después de comer, el señor Charreton propuso a los dos hermanos un asalto amistoso a espada que ellos aceptaron de buen grado. Todo el mundo se reunió en el patio y se instalaron confortablemente, unos en los dos poyetes de piedra, otros en toneles, o incluso en el grueso tocón que servía para cortar leña.

Para entretener a Louis, los dos hermanos hicieron primero una demostración de ataque con sus pesadas espadas. Se habían revestido con borgoñota[32] y coselete para darle al asalto todavía más verosimilitud, y fueron muy aplaudidos en cada cruce de espada.

A continuación, hubo una serie de asaltos corteses a espada entre el señor Charreton y cada uno de los dos hermanos. Sólo que, como ellos utilizaban espadas de verdad y no armas embotonadas, no simularon más que cruces de hierros y de estoques con las cuales cada cual mostraba su destreza y sobre todo su resistencia. Pero en este ejercicio, el señor Charreton, de más edad y menos entrenado que los dos hermanos, se vio varias veces en dificultades, lo que le contrarió bastante.

También propuso un duelo con cañas, que permitían tocar al adversario sin causarle daño. Aquí, su entrenamiento regular en sala de armas le permitió tocar varias veces a sus adversarios, y fue muy aplaudido por su hija y por su nieto, al que saludó después de cada victoria.

Guillaume Bouvier les explicó entonces que, en caso de verdadera batalla, conocía algunos golpes dobles que permitían vencer incluso a los adversarios más diestros. El señor Charreton, muy interesado, le preguntó si podía hacerle una demostración. Guillaume le mostró entonces una estocada que permitía atravesar a traición el brazo derecho del adversario. La felonía disgustó sobremanera al señor Fronsac, pero no al señor Charreton, que estudió largamente la estocada con el soldado.

—De todas formas —repitió el señor Fronsac al final de los asaltos—, el duelo debe seguir siendo un asunto de honor. ¡Desapruebo los golpes dobles!

—Señor —le dijo Guillaume bajando los ojos visiblemente turbado por contrariar a su amo—, en las batallas no hay ningún honor. Todos los medios son buenos para matar al adversario; hay que golpear primero, si no quieres acabar de carroña para los animales.

Por la noche, Louis volvió al colegio con miles de cosas que contar a Gaston. Le detalló sobre todo la sesión de pases de armas y escenificó largamente los asaltos delante de un Gaston a la vez burlón y envidioso.

El lunes siguiente, durante el recreo del almuerzo, Rouville y sus dos acólitos se acercaron a ellos.

Louis y Gaston, en compañía de Jehan Le Pontonnier, de Jacques Hérisson y de La Chesnay, el pequeño becario, asistían apasionadamente a un asalto de caña entablado por dos jóvenes de retórica. Una multitud de chicos se apiñaba en torno a los duelistas, que esquivaban, saltaban y golpeaban por turno con una extraordinaria agilidad, suscitando entusiastas aplausos y hurras.

Louis no se dio cuenta de la presencia de Thémines de Lauzières hasta que estuvo a su lado. Giró la cabeza y vio, también muy cerca, al joven abad Nicolas Sillery.

—Señor Fronsac —dijo negligentemente el abad—, me he enterado de que os habéis procurado enemigos. Nosotros podríamos ayudaros…

—¿Sois vos quien habéis puesto pan en mi cama? —respondió Louis en tono desafiante.

—Ignoro de qué habláis, pero es cierto que en caso de faltas tan pequeñas, nos resulta fácil levantar el castigo.

—Nos resulta todavía mucho más fácil evitarlo —intervino socarronamente Rouville.

Gaston escuchaba pálido. Al oír estas últimas palabras, se arrojó de cabeza contra el alumno de cuarto atrapándolo por el cuello y haciéndolo caer al suelo. Una vez por tierra, le propinó una tanda de puñetazos con una violencia increíble.

Rouville, cogido por sorpresa, intentó primero protegerse, luego logró atrapar el brazo de Gaston y apartarlo, mientras rodaban ambos por el polvo. En el barullo, Thémines de Lauzières asestó una violenta patada a Gaston, que, a su vez, trató de protegerse mientras el abad Nicolas Sillery cogía a Louis por el cuello para impedirle intervenir. Lauzières iba a arrojarse en medio del barullo lanzando un bramido, cuando los duelistas, que acababan de interrumpir su combate, intervinieron:

—Señores, ¿queréis dejarlo? —ordenó el de más edad, dando un golpe con la caña a cada antagonista.

Alertado por el tumulto, un vigilante se había acercado a su vez, pero, al comprobar que el joven duelista iba a hacerse obedecer por los camorristas, no intervino.

Rouville soltó a Gaston y ambos se levantaron, con la toga negra sucia de tierra. Rouville estaba blanco como la cal y Gaston tenía una desolladura en la cara. Ambos eran presa de temblores debidos al furor de su enfrentamiento.

—¡Miradlos! ¡Batiéndose como bribones! —se burló el que los había separado—. Señor de Rouville, si tenéis que defenderos, que sea al menos como un gentilhombre. ¡Y vos! ¿Quién sois vos para osar arrojaros así contra un joven respetable? —preguntó severamente dirigiéndose a Gaston.

—Gaston de Tilly, señor.

—¿Nobilis genere?[33] —preguntó el otro con estupefacción.

—Mi padre era caballero, señor, y preboste del rey.

—¿Tilly? ¿Sois un Harcourt?

—Sí, señor.

—¿Y peleáis como un truhán? —preguntó el joven con una pizca de desprecio.

—¡Peleo con las armas que Nuestro Señor me ha dado, señor! —replicó orgullosamente Gaston—. Aquí no tengo otra cosa que los puños para defender mi honor.

El joven pareció desarmado por la digna respuesta del niño. Miró a Gaston con atención y luego bajó ligeramente la cabeza antes de ordenar:

—Id a limpiaros, señor, y, en el futuro, tratad de arreglar vuestras diferencias como gentileshombres. ¡No quiero más riñas de esta clase!

A continuación se alejó con sus amigos. Poco a poco se hizo el vacío y no quedaron más que Rouville y sus acólitos, de un lado, y Gaston, Louis, el hijo del carnicero, Jacques Hérisson y La Chesnay, de otro. Un poco aparte, Paul de Gondi, en compañía de otros niños nobles, había observado la escena con júbilo.

Rouville se sacudió negligentemente su toga y declaró antes de alejarse a su vez:

—¡No creáis que vais a salir tan bien librado, señor pelirrojo!

El prefecto de curso se acercó entonces para preguntar severamente el motivo de la disputa.

—El señor de Rouville desea que seamos miembros de la cofradía del Cuarto —respondió Louis, que no quería que Gaston interviniese—, pero el señor de Tilly no es partidario. Sin embargo, yo creo que el señor de Rouville tiene razón. Aquí están los cuatro cuartos.

Le tendió al abad su mano, en la que había colocado el dinero desde el final de la pelea.

Gaston trató de retener su brazo para impedírselo, pero Louis se volvió hacia él diciéndole con firmeza:

—¡Déjame a mí, Gaston! Confía en mí. Hay un tiempo para todo.

—Sois muy prudente —aprobó sentenciosamente el prefecto de patio—. Ignoro exactamente las razones de esta querella, pero el señor de Rouville es un hombre de honor. Forma parte de la Academia del colegio desde hace dos años. Es una asociación de élite que reúne a los alumnos más piadosos y más sabios. Incluso es asesor.

Habiendo cubierto de elogios al alumno de cuarto, el prefecto se alejó.

Paul de Gondi se acercó entonces haciéndose el importante, lo que hizo reventar de risa a Jehan Le Pontonnier, que lo había apodado Don Morito a causa del color de su piel y de su nariz chata.

—Señor de Tilly, ¡sois un valiente! —afirmó Gondi alzándose en toda su estatura para tratar de parecer más alto de lo que era. Pero habéis escogido un rudo adversario…

Tilly no le respondió de inmediato. Estaba todavía bajo la emoción de la pelea y de la vergüenza que había experimentado ante la sumisión de su amigo. Así que fue Louis quien interrogó al hijo del general de galeras.

—Señor de Gondi, ¿sabéis quién era ese joven que ha intervenido? Todo el mundo le manifestaba deferencia…

—¿No lo sabéis? —preguntó el niño pavoneándose.

—Lo ignoramos, señor.

—Es Antoine de Borbón, conde de Moret, el mismísimo hermano del rey. Fue legitimado hace unos años.

¡El hermano del rey! Así que era el hijo de la señora de Bueil y de Enrique IV quien les había dado la lección. Incluso Gaston estaba estupefacto, repentinamente avergonzado de haber respondido tan descaradamente al adolescente de sangre real.

—Señor de Gondi —volvió a preguntar Louis—, decís que el señor de Rouville es un rudo adversario. ¿Es de la vieja nobleza?

—¡No es de cuna! Su abuelo compró un oficio de consejero en la Cámara de Cuentas de Aix. Debe de tener una nobleza de segundo grado, puesto que su padre y su abuelo ejercieron ese cargo. Pero es un joven muy respetado aquí, porque es miembro de la Academia y de varias cofradías piadosas, una de ellas, por ejemplo, la Congregación de la Santa Virgen, que agrupa a la élite moral de Clermont. Dicen que cuenta con toda la confianza del prefecto de los internos y que tendría la autorización de circular libremente por todas partes, incluso de salir al exterior si lo desea.

—¿Y sus amigos?

—El abad Sillery es beneficiario de una pequeña abadía en Normandía[34] y miembro asimismo de la Congregación de la Santa Virgen. Creo que es su secretario. En cuanto a Thémines de Lauzières, su padre es recaudador de impuestos de la Cámara de Cuentas y posee la tierra enfeudada de Lauzières; también presume de nobleza, aunque, después de todo, es lo que hacen todos los magistrados. Desde luego ninguno es de una familia ilustre como la mía —concluyó pavoneándose de nuevo.

—Gracias, señor de Gondi —dijo Louis—. Ahora es mejor que vayamos a cepillarnos y a lavarnos —propuso a Gaston.

Se alejaron hacia el pozo, donde Gaston quería lavarse la cara. De camino hacia allí, Louis le dijo:

—No hay duda. Fue Rouville quien hizo que nos castigasen.

—Sí; y como puede circular por todas partes, eso explica la facilidad con la que se procuró el yeso y subió a nuestro cuarto.

—Gondi tienen razón: es un peligroso enemigo el que nos hemos buscado. Acuérdate de cómo el padre La Salle nos habló de la Congregación de la Virgen hace unos días. Cómo insistió en el hecho de que los mejores alumnos debían presentar su candidatura, pero que sólo los más piadosos podían ser admitidos. Si Rouville es miembro, debe de ser apreciado y escuchado por los sacerdotes. Te hará pasar inmediatamente por un pendenciero rabioso.

—¡Me importa un bledo!

—No tenías que haberte peleado así —le reprochó Louis—, sobre todo delante del hijo de Enrique el Grande y del señor de Gondi.

—Delante del conde de Moret, desde luego. ¡Delante del señor de Gondi, no! ¡Sólo es el nieto de un banquero florentino y tan noble como Rouville y sus compinches!

Luego se volvió hacia Louis y le dijo:

—No quiero estar en deuda contigo. Me niego a formar parte de esa cofradía del Cuarto, como tampoco seré nunca miembro de la Congregación de la Santa Virgen o de la Academia.

—Gaston, ahora mismo somos los más débiles. Si seguimos oponiéndonos a ellos, seremos castigados y tal vez expulsados del colegio…

—¡Tanto mejor!

—¡Habla por ti! Mis padres se morirían de vergüenza. Creo que conoces las tácticas de los grandes generales —se enfureció Louis alzando el tono—. ¡No hay vergüenza en ceder a veces! Simplemente nos replegamos. Eso significa que la guerra no está terminada. Ahora tenemos que preparar la reconquista. ¡Juntos!

Sus ínfulas guerreras calmaron a Gaston. Asintió al cabo de un rato sin añadir una palabra.