Esa misma noche, en el bello palacete del barrio de Saint-Germain puesto a disposición de los embajadores ingleses, los ayudas de cámara del conde de Carlisle acababan de vestirlo cuando su secretario el señor Bates le anunció una visita.
—Que vuelva en otro momento —respondió el conde mientras se ceñía al cuello el collar de oro de los caballeros de la orden del Baño—. Ya voy con retraso para cenar en el palacio de Chevreuse.
—Se trata de un representante de la comunidad de los comerciantes protestantes de La Rochelle, milord, y dice que tiene una propuesta que podría interesaros —insistió el secretario con voz obsequiosa—. Asegura que será muy breve.
El conde dudó un instante y luego hizo un signo a sus criados para que se alejasen y a su secretario para que se tranquilizase. Diplomático experimentado, no tenía por costumbre tomar sus decisiones a la ligera. Meditó un instante atusando distraídamente su barba puntiaguda.
Hacía veinte años que recorría Europa y ésta no era su primera misión diplomática en París. Caballero al servicio del rey James[23] cuando éste sólo era rey de Escocia, había ido por primera vez a Francia en 1604 a fin de negociar con Enrique IV el abandono del apoyo inglés a los hugonotes franceses sublevados.
Había vuelto en 1613, con ocasión de las negociaciones sobre un posible matrimonio del príncipe de Gales con Cristina, la otra hermana de Luis XIII. Era entonces miembro de la Cámara de los Lores. Cuatro años más tarde había partido en misión al Palatinado, cuyo príncipe era cuñado de su rey. En 1621 estaba de vuelta en Francia, como intermediario, para negociar una paz entre los protestantes rebeldes y Luis XIII. A raíz de esta última misión había sido nombrado conde de Carlisle.
Es decir, que conocía perfectamente la situación de guerra larvada que, pese al Edicto de Nantes, hacía estragos entre los irreductibles hugonotes —principalmente de la casa de Rohan— y el rey de Francia.
Uno de los puntos clave era La Rochelle.
Se trataba del principal puerto francés del Atlántico y, sobre todo, de un rudo bastión protestante. Si, desde Carlos IX, la ciudad calvinista se había levantado varias veces contra su rey, el tiempo de la sedición se había acabado cuando Luis XIII había edificado el fuerte Luis, a fin de mantener la villa a raya. Sin embargo, los de La Rochelle preparaban en secreto nuevas defensas ante la posibilidad de un nuevo sitio del ejército real.
Pues aunque el duque de Soubise —el hermano pequeño del duque de Rohan— hubiese sido aplastado dos años antes, los Rohan no abdicaban en absoluto de las ambiciones de su familia: bajo el manto de la religión, querían obtener un ducado en el que los protestantes serían los amos, y para conseguirlo tenían necesidad de atraerse a los habitantes de La Rochelle a su causa.
Este foco de desorden en el reino de Francia no disgustaba precisamente al rey Jacobo, que proporcionaba su ayuda a los rebeldes. Desgraciadamente, Soubise no era un hombre en el que se pudiese confiar. Aunque beneficiario del sostén inglés, lord Carlisle sabía que negociaba bajo cuerda con agentes españoles. Al duque, todo aliado contra el rey de Francia le servía, y esa versatilidad inquietaba a Inglaterra, que no podía abandonar La Rochelle en manos españolas.
Aunque sólo fuese por eso, Carlisle debía escuchar a su visitante.
En realidad, había también otra razón, quizá más importante, más personal. Desde hacía varios días, lord Carlisie recibía delegaciones que le llevaban toda clase de confituras y bombones. Resulta que él detestaba las golosinas, y, en cualquier caso, no sería con golosinas como obtendría su rango en la corte del rey Jacobo. Había obtenido el cargo de maestre del guardarropa real diez años antes, un cargo que había tenido que vender para saldar sus deudas. Su esposa le salía muy cara, aunque se hubiesen separado, y su modo de vida, sus extravagancias, sus banquetes y sus fiestas lo habían arruinado. Todas sus tierras estaban hipotecadas, y sus acreedores le pisaban los talones. Estaba acorralado.
Hizo una mueca recordando la última locura que había hecho para impresionar a la corte de Francia en su anterior visita a París, unos años antes. Había ordenado, entonces, herrar su caballo con herraduras de plata sostenidas por minúsculos clavos. En cada encrucijada, cuando pasaba delante de hermosas damas, hacía caracolear y piafar el caballo, aunque las herraduras volasen por todas partes. Al momento, el platero de su casa, que lo seguía ataviado de brillante librea, se acercaba y sacaba de un cofre recubierto de terciopelo otras herraduras de plata que sujetaba sumariamente a los cascos para que su amo pudiese avanzar un poco más[24].
Aquella locura le había costado una fortuna.
Hoy tenía necesidad de dinero, y rápido. Tal vez pudiese sacar unos centenares de guineas de ese comerciante.
—Muy bien —dijo—, le concedo unos minutos mientras me peinan. Hacedle entrar y avisad a mis gentileshombres y mis escuderos de que estén listos para partir tan pronto como haya terminado.
Mientras un criado calentaba el rizador del cabello en la chimenea, el secretario partió a buscar al mercader protestante. Volvió un instante después para introducir a un hombre de unos cuarenta años, vestido de negro de arriba abajo, con un sombrero recto de cintas como los que llevaban los puritanos.
—¡Monseñor! —dijo el visitante descubriéndose y arrodillándose.
—¡Venga! ¡Decidme rápido las razones de vuestra visita, amigo mío! Me esperan en el palacio de Chevreuse.
Al mismo tiempo que hablaba, Carlisle hacía una señal a los criados para que se alejasen.
—Gracias por recibirme así, monseñor. Me llamo Samuel Forcadel y soy el síndico de un importante grupo de comerciantes y banqueros reformados, principalmente de La Rochelle. Estamos muy preocupados por ese proyecto de matrimonio del que tanto se habla…
Carlisle permaneció impasible. ¡Por qué se metía este tendero!
—… Deseamos que vos mismo, lord Holland, vuestro rey y Su Alteza el príncipe de Gales sepáis que estamos dispuestos a ayudaros a cambio de vuestro sostén a la causa protestante.
—No lo dudo —dijo Carlisle con una mueca de impaciencia.
—Hemos pensado que podríais abogar por nuestra causa ante el príncipe de Gales —replicó el comerciante con tono meloso.
«¡Ah! —pensó el conde, divertido—. ¡Vamos al grano! Estos tunantes van a proponerme por fin algo distinto de los bombones».
—Quién sabe… —replicó evasivamente.
—Para ello, vuestra elevación en la estima del príncipe es primordial —sugirió el hugonote.
Carlisle frunció el ceño. ¿Adónde quería ir a parar este tendero?
—Hemos pensado en un medio infalible de asegurar vuestra fortuna en el corazón del príncipe, monseñor.
—Os escucho, señor Forcadel.
—La reina de Francia es la hermana del rey de España. Monseñor el duque de Buckingham se granjearía ciertamente su amistad y su sostén si le ofreciese un presente de gran valor.
—Sin duda.
—La reina ama las joyas, monseñor. Y, más que cualquier otra cosa, los herretes de diamantes como los que su esposo acaba de regalarle.
—Lo ignoraba.
—Estamos dispuestos a entregaros doce herretes de diamantes todavía más bellos que los que el rey ha ofrecido a su mujer. Se los remitiréis a monseñor el duque de Buckingham de nuestra parte. Ofreciéndole ese presente a la reina, monseñor el duque se la atraerá para siempre.
Carlisle sonrió ante esa idea.
—Es muy posible… Pero ¿cuál sería mi beneficio?
—El señor duque quizá no tenga los medios para hacer un regalo tal en nombre de su príncipe. Os quedaría muy agradecido por ello.
—Es muy posible.
—Debo añadir que nuestro sindicato está en estrecha armonía con los propietarios de plantaciones y negociantes ingleses en Barbados y las islas del Caribe. Nos hemos enterado de que deseáis una concesión sobre todas las mercancías transportadas allí por vuestros navíos, pero que vuestro rey no se muestra favorable a ello. Nuestro sindicato estaría dispuesto a insistir por medio de nuestros amigos en vuestro Parlamento para que la obtengáis. Quizá incluso esta concesión podría ser extendida a Nueva Inglaterra. No ignoráis que el rey Jacobo está muy enfermo. Con el sostén del duque de Buckingham y del príncipe de Gales, que será el futuro rey, vos tendríais garantizado obtener antes o después un privilegio que puede producir cien mil libras año.
¡Cien mil libras! La cifra mareó a Carlisle. Cierto es que ese dinero no saldaría sus deudas inmediatamente, pero, mirándolo con cierta perspectiva, podría pedir paciencia a sus acreedores.
—Vuestra proposición es seductora —dijo al fin—. Yo sé que Su Gracia desea ofrecer un regalo de valor a la reina, y esos herretes serían en efecto un maravilloso presente. Pensaré en ello. Dejadme solo un instante.
Forcadel se inclinó y siguió al señor Bates, quien lo hizo pasar a una antecámara cuya puerta cerró cuidadosamente. El secretario volvió enseguida al lado del conde, habiendo adivinado que éste iba a darle órdenes.
—Señor Bates, id a buscar al señor Brett. Hacedlo subir por la escalera de servicio.
Bates se inclinó antes de dirigirse hacia el fondo de la cámara de gala. Una escalera en el espesor del muro descendía a las cocinas y, de allí, desembocaba en el patio.
El conde de Carlisle se quedó un instante meditando, sin hacer señas a sus ayudas de cámara para que acudiesen junto a él.
En sus memorias, el cardenal Richelieu hace un retrato severo de lord Carlisle insistiendo en su espíritu mendaz, que jamás lo abandonaba. En efecto, el conde no tenía ningún escrúpulo en mentir, hacer trampas o traicionar su palabra con tal de hacer triunfar su causa. El espionaje, el crimen, la extorsión o la perfidia, las caras oscuras de la diplomacia, no tenían ningún secreto para él, y tampoco ignoraba que sus adversarios eran tan cínicos e inmorales como él. Así, toda proposición atractiva, como la que acababa de oír, era en su opinión, a priori, una trampa.
De modo que se preguntaba: ¿quién era Samuel Forcadel? ¿Un auténtico comerciante, preocupado por los intereses de su comunidad, o un agente español tratando de arrastrarlo a alguna oscura emboscada? Es lo que tenía que comprobar antes de tomar una decisión.
El conde acostumbraba rodearse de hombres seguros y discretos, como el señor Bates, su secretario, que estaba a su servicio desde hacía quince años, pero también de individuos capaces de llevar a feliz término una misión de información que incluso requiriese el uso de la violencia o el crimen. Uno de sus mejores agentes no había podido acompañarlo a Francia, por haber sido herido en una caída de caballo. Sin embargo, Carlisle había observado en su entorno a alguien capaz de sustituirlo.
El abanderado Brett era un joven mosquetero del tercer regimiento de la Guardia, encargado de la protección del embajador extraordinario. El conde Carlisle lo había distinguido no sólo por su fineza de juicio y por su espíritu de iniciativa, sino también porque Brett, de madre francesa y de padre irlandés, hablaba perfectamente el francés.
El ayuda de cámara volvió para rizar el cabello de su amo mientras un segundo criado preparaba el sombrero de plumas. El secretario regresó entonces con el joven Brett, que estaba de guardia en el patio del palacio.
El mosquetero era un hombre moreno de rostro cuadrado más bien afable. Llevaba barba y mostacho apuntados y sus cabellos, de un negro corvino, testimoniaban su origen celta.
—Señor Brett —dijo Carlisle sin mirarlo siquiera—, mi secretario os mostrará de inmediato a un comerciante que pasará por el patio. Se llama Forcadel y ha debido de venir en mula o a caballo. Seguidlo sin que os vea y averiguadlo todo de él. Mañana me haréis un informe. Quiero saberlo todo.
Era suficiente para Brett, que saludó y se fue enseguida por donde había venido. Carlisle pidió entonces a su secretario que hiciese entrar al comerciante hugonote.
—He reflexionado mucho, señor Forcadel —le declaró amigablemente el conde—, y creo poder aceptar vuestra proposición. ¿Cuándo podríais traerme los herretes?
—Puesto que tenemos vuestro acuerdo, monseñor, haremos el encargo de inmediato a un joyero holandés que trabaja para nosotros. Sin embargo, serán necesarios seis meses para la factura de esas joyas, que deben ser de una calidad excepcional.
Carlisle asintió, pese a todo, un poco contrariado por no recibirlas de inmediato.
—Si el matrimonio se celebra, será en primavera o en verano. Contactad conmigo tan pronto como estén listas. Estaré en Londres o aquí. Señor Bates, preparad mi carroza.
Hizo un ademán para dar a entender que la entrevista había terminado. El secretario abrió la puerta y acompañó al comerciante.
Al día siguiente, el embajador inglés ordenó llamar a Brett mientras sus criados lo vestían. El mosquetero se presentó al punto y el conde mandó alejarse a todos los que los rodeaban.
—¿De qué os habéis enterado, señor Brett?
—El señor Forcadel se quedó de este lado del Sena, monseñor, y lo seguí a cierta distancia hasta la calle Saint-Jacques. Se detuvo en el Lion-Ferré, que es el establecimiento de diligencias de mercancías y viajeros procedentes de Bretaña. La hospedería está situada en la parte baja de la calle. Dejé allí mi montura y pedí un cuarto. Me propusieron compartir un lecho, cosa que rehusé, pero al preguntarle por mis posibles vecinos, el hostelero citó al señor Forcadel. Me hice el sorprendido precisando que yo tenía un tío con ese nombre, y el propietario, un hombre más que locuaz, me contó todo lo que sabía. El señor Forcadel es un armador protestante de La Rochelle, llegado de Rennes hace dos días en la diligencia de Bretaña. Se va pronto y, durante su estancia parisina, ha hecho muchas visitas a otros comerciantes.
—El hombre parece ser quien asegura —dijo Carlisle asintiendo—. Gracias, señor Brett, habéis hecho un buen trabajo.
Pero el joven parecía dispuesto a añadir algo.
—¿Habéis descubierto alguna otra cosa, Brett? —interrogó el conde.
—Sí, monseñor, pero dudaba si hablaros de ello, pues no tiene relación con el señor Forcadel y es una larga historia.
—Hablad, tengo todo el tiempo del mundo esta mañana.
—Fue el año pasado, monseñor. Yo acababa de entrar en la guardia. Tras el fracaso de las negociaciones con Madrid en el matrimonio del príncipe de Gales, nuestro regimiento estaba encargado de vigilar toda tentativa de complot o de sedición de los partidarios de España contra el reino. Mi capitán había sido avisado de que un jesuita buscado desde la conspiración de la pólvora había vuelto a Inglaterra y se encontraba en una posada no lejos del Támesis. Acababa de llegar de España. Rodeamos la hospedería y cogí al jesuita, así como a los demás viajeros presentes en el lugar.
»El sacerdote fue apresado y ejecutado, pero como no teníamos nada contra los demás viajeros, los dejamos libres. Pues bien, ayer, en el Lion-Ferré, mientras estaba en la sala común bebiéndome un jarro de vino y escuchando las conversaciones de mis vecinos, vi pasar a un jesuita de sotana. Para mi sorpresa, reconocí a uno de los viajeros que había interrogado el año pasado cuando aquella operación de policía. Averigüé su identidad: se llama Thomas Southwell y es inglés.
Carlisle había escuchado las explicaciones del mosquetero con gran concentración. Como buen diplomático, no creía apenas en las coincidencias, y aquélla era enojosa. Cuando Brett hubo terminado, preguntó cruzando los dedos:
—¿Estáis seguro, señor Brett?
—Absolutamente, monseñor. Evidentemente, el hombre que vi en el Lion-Ferré estaba tonsurado, mientras que el año pasado, en Londres, llevaba el cabello largo y no tenía nada de sacerdote, pero no puedo equivocarme, porque es pelirrojo como un zorro.
Carlisle sonrió por la observación antes de preguntar:
—¿Podría tener alguna relación con Forcadel?
—Eso me inquietaba, monseñor, pero parece que no. El jesuita acaba de llegar a París y nadie lo ha visto hablar con Forcadel. Por si acaso, traté de enterarme de más cosas. Una criada me contó que el jesuita enseña inglés en el cercano colegio de Clermont. Tenía que haberse alojado allí, pero, como el colegio estaba lleno, cogió una habitación en la posada.
Carlisle reflexionó largo rato. Brett había hecho una muy buena investigación y, por una vez, se trataba sin duda de una simple coincidencia, puesto que Forcadel había llegado de Bretaña. Era normal que pasase por Rennes viniendo de La Rochelle y que se hubiese detenido en la hospedería más cercana al servicio de diligencias. En cuanto al jesuita, no era absurdo que se alojase al lado del colegio de su orden. No había motivo de inquietud. En cambio, sería endiabladamente interesante saber lo que un jesuita inglés maquinaba en París. ¿Tendría relación con el proyecto de matrimonio?
El reverendo Cotton debía ser nombrado provincial de Francia en enero. Cotton era muy querido de Luis XIII y de la reina madre, pero sobre todo era un enemigo jurado del rey de Inglaterra. Carlisle ya se había cruzado en su camino, y ambos hombres se sabían rudos adversarios. Southwell debía de saber muchas cosas sobre lo que preparaba Cotton.
—Escribidme un informe sobre Thomas Southwell —dijo—. Lo transmitiré a Londres. A la espera de saber lo que la corte decida, prevendré a vuestro capitán para que os descargue de servicio uno o dos días por semana. ¿Seréis capaz de vigilar al jesuita y de encontrar a algunos matones dispuestos a ayudaros a capturarlo discretamente, para enviarlo luego a Inglaterra, donde seguramente tendrá muchas cosas que contarnos?
—Desde luego, monseñor —replicó Brett, tratando de reprimir su alegría.
Comprendía que la suerte le estaba pasando por delante. Sólo tenía que cogerla, tener éxito en esta fácil misión, y su fortuna al lado del conde estaría asegurada.
Carlisle disimuló una sonrisa de satisfacción, pues había percibido la ambición del joven. Conocía lo bastante a la gente para saber que aquel hombre le sería fiel si lo recompensaba en su justo valor. Se levantó, se acercó a un bargueño holandés marqueteado, abrió un cajón con una llave de plata de la que no se desprendía jamás y sacó de allí un cofre.
Contó varias monedas mientras las deslizaba en un saco de tela que extrajo de otro cajón y volvió a la mesa.
—Por supuesto, para esa vigilancia, os vestiréis como un obrero o un artesano parisino. Nadie debe adivinar vuestro origen. Sin duda tendréis que sobornar a algunos informadores. Aquí tenéis veinte escudos de oro. Haced buen uso de ellos, sabéis que no soy rico.
Louis había vuelto a Clermont la víspera, de nuevo en la silla de montar, a la grupa de su abuelo. Estaba muy contento de volver al colegio, tantas eran las ganas que tenía de encontrarse con su amigo Gaston para compartir con él las frutas escarchadas que llevaba y, sobre todo, para anunciarle que iría a su casa con él el próximo día festivo. De modo que sólo les quedaría una semana en Clermont, puesto que el viernes siguiente sería San Lucas[25], y volvería a casa, en esa ocasión con su amigo. Después de eso tendrían que esperar a las festividades de San Simón y de San Judas[26].
Louis descubrió pronto hasta qué punto el cargo de decurión era exigente. Por la mañana debía preguntar las lecciones en el cubicula, en presencia de Paul de Gondi, que era, por cierto, mucho más severo que él con sus compañeros. Luego miraba sus deberes, desatendiendo a veces los suyos propios por falta de tiempo.
Más tarde, en clase, debía reunir a su decuria para preguntarles de nuevo la lección, esta vez públicamente. El profesor, pasando entre los grupos, no dudaba en intervenir y en amenazar si el interrogador se mostraba demasiado indulgente con sus tropas. Sus observaciones mordaces eran temidas: si Ignarus[27] no era más que una advertencia, Pigerrimus[28] daba lugar a una sanción, en general una comida a pan y agua.
Después, con los otros magistrados de clase, Louis recitaba a su vez las lecciones bajo la vigilancia del cónsul y del censor de su campo. Todos los internos eran así interrogados por su superior, y nadie podía escapar a él. En cuanto a los alumnos que habían terminado sus intervenciones orales, no se quedaban inactivos. Los vigilantes les distribuían deberes que debían devolver por escrito al final de las clases. A veces no eran más que simples traducciones, pero lo más frecuente es que se tratase de trabajos difíciles, tales como escribir una carta a Cicerón para pedirle ayuda, hacer una imitación de Tácito, redactar un discurso flamígero destinado al Senado o incluso preparar una elegía, una alegoría o una fábula. Louis y los demás magistrados estaban asimismo obligados a hacerlo, pero, como apenas tenían tiempo, no les quedaba más remedio que dedicar a ello una parte del recreo.
Los mejores trabajos eran recompensados, bien por medio de un cartel en clase, bien por una lectura pública en el refectorio, y dicha distinción repercutía sobre el que dirigía la decuria del buen alumno. El censor y el cónsul del campo al que pertenecía el feliz elegido eran también felicitados públicamente. Paul de Gondi, que deseaba recibir esos honores, velaba para que Louis hiciese trabajar a su tropa sin descanso.
Louis estaba también encargado de la disciplina y sobre todo de la moralidad de los internos de su banco. Así, debía asegurarse de que cada uno recitase bien la oración de la noche, incluido Gaston.
A esas pesadas tareas se añadió una penosa experiencia. Charles Chazelles, el hijo del recaudador de impuestos, entregó varios deberes mal escritos y con borrones. El regente escribía en ellos cada vez con más rabia la mención: Fallax[29].
El viernes, el profesor, que ese día estaba de un humor pésimo, decidió dar un escarmiento castigando con el látigo a todos los que no trabajaban lo suficiente. Al pobre Chazelles le tocó la china.
El castigo tuvo lugar al día siguiente por la mañana, en la habitación. Fue aplicado por un corrector llegado del exterior del colegio, al que los alumnos debían llamar con deferencia, o ironía, señor presidente. Delante de los demás internos reunidos, el hombre, un sombrío bruto desdentado, distribuyó cinco golpes de férula con sorprendente fuerza en las nalgas desnudas del joven Chazelles, que gritó como un gorrino degollado.
O ése fue el comentario que hizo, un poco más tarde, Jehan Le Pontonnier, explicando a Gondi con todo lujo de detalles cómo había que colocar a un cerdo para vaciarlo de su sangre.
Durante esa misma semana, Brett se fue dos veces a comer al Lion-Ferré. Se quedaba hasta la vuelta del jesuita inglés, que llegaba siempre antes de vísperas pero que no comía nunca en las mesas comunes.
La primera vez que había acudido a la posada, el domingo anterior, cuando seguía a Forcadel, Brett había pedido un cuarto —que no había tomado—, haciéndose pasar por un tratante de madera de viaje en París. Nadie había puesto en duda su personaje, en primer lugar porque quedaban todavía algunos madereros en la cercana calle de la Leña y, luego, porque el padre de Brett poseía madera en Irlanda y el joven abanderado podía hablar de ese comercio durante horas, pues conocía al dedillo sus secretos.
Cuando volvió a la hostería, el mosquetero inglés se instaló en una de las mesas de la sala común donde servía la criada que ya le había hablado del padre Southwell. Era una mujer ni joven ni vieja, huraña y muy desagradable, hasta el punto de que su delgadez angulosa y su boca de dientes ennegrecidos suscitaban crueles sarcasmos. Delante de sus compañeros de mesa, Brett le explicó que al final vivía en casa de un amigo, adornando sus explicaciones con multitud de detalles imaginarios. Tenía un increíble don para inspirar confianza y una capacidad fuera de lo común para construir mentiras perfectamente verosímiles.
La primera vez que había ido e interrogado a la criada sobre el jesuita pelirrojo, el inglés había observado la expresión malvada que la mujer esbozó mirando al sacerdote. Entonces le había confesado que no le gustaban los papistas que deseaban insidiosamente gobernar Francia. Los jesuitas no eran muy amados por el pueblo parisino, y la criada lo había aprobado calurosamente.
Así pues, Brett había decidido ganarse una aliada. Para ello, primero la había ablandado con unas cuantas monedas de cobre; después, con ocasión de las comidas, que prolongaba el mayor tiempo posible, se granjeaba la simpatía de la tarasca a base de insistentes zalamerías, para gran sorpresa de sus vecinos de mesa, que no entendían lo que podía ver en la fregona.
Al final de la semana, considerando que ya había hecho bastante, Brett se presentó en la posada por la mañana temprano para intentar encontrarse con ella a solas. La mujer estaba ya metida en faena cargando madera para el fuego. Particularmente sucia esa mañana, y ya agotada, no pareció muy contenta de verlo.
—¡Señor Brette! —el mosquetero había elegido Brette como nombre francés—. ¡Es demasiado temprano para venir a comer, todavía no he encendido el fuego! —le reprochó con animosidad limpiándose las manos en un grasiento delantal.
—A decir verdad, Annette —dijo él deshaciéndose en sonrisas—, venía por vos…
Acompañó su explicación llevándose un dedo a la boca, como para guardar el secreto, conteniendo la respiración de lo mal que olía la mujer. Annette había tenido que observar por fuerza la solicitud del joven hacia ella y las muchas monedas que deslizaba en su mano cuando se iba. Sospechando lo que quería —todos los hombres querían lo mismo—, se mantuvo también en una prudente reserva.
—¿Podemos hablar en privado? —le preguntó meloso.
—Vamos al granero, pero ¡las manos quietas! —precisó en tono desabrido, apuntándolo con un dedo amenazador.
El granero estaba cerrado con una puerta enrejada y daba directamente a la gran sala. Se guardaban allí frutas y legumbres, así como los platos y los cubiertos.
—¿Entonces qué queréis? —preguntó con las manos en jarras nada más entrar en la pieza.
—Tengo un regalo para vos y una confidencia que haceros, Annette.
—¿Un regalo? —se extrañó ella.
—Lo he elegido para vos —añadió con timidez, sacando una cadenita de plata de un bolsillo.
Era una joya de poco valor, pero la criada jamás había recibido un presente igual. Se quedó un rato aturdida antes de decidirse a coger la cadena, diciendo:
—Si es por lo que creo, no esperéis sacar nada antes de pasar por la vicaría.
—Si es necesario… —suspiró Brett—. ¿Queréis que os la abroche?
Sin esperar respuesta, tomó la cadena y se la anudó, no sin besar con repulsión el escuálido cuello negro de grasa.
—Pero a decir verdad, os necesito para ayudarme a hacer justicia —prosiguió.
Ella lo miró de hito en hito sin comprender.
—El jesuita ese del que hemos hablado, ¿os acordáis?… ha seducido a mi hermana.
—¿Vuestra hermana?
—Sí. Por eso me interesaba por él. Cuando lo vi el domingo, me quedé de una pieza.
—¡Pero es inglés! ¿Vuestra hermana es inglesa? —preguntó la criada con desconfianza.
—¡No! ¡Qué decís! Yo soy de Rouen. Mi hermana tenía un confesor jesuita. Cayó enfermo y el padre Soutwell lo sustituyó… Ella…
Brett ahogó un sollozo para evitar decir nada más.
—Esos hombres son diabólicos —afirmó la fregona santiguándose—. No piensan más que en abusar de nosotras.
—¡Cuánta razón tenéis, amiga mía! —aprobó Brett con lágrimas en los ojos, tomándola de la mano—. En fin, que puse un requerimiento en el Parlamento de Rouen, pero entretanto el infame había desaparecido.
—Son muy fuertes —dijo ella agriamente, dejando la mano en la suya—. Pero tranquilizaos, señor Brette, yo soy dura y no me dejaré hacer como vuestra hermana.
—Por eso quería poneros en guardia, Annette. Además, yo no estaré aquí para poder protegeros de su lubricidad. Pero volviendo a mi requerimiento en el Parlamento, resulta que no fue instruido porque el muy miserable había huido. Yo estaba enfermo, como mi hermana. Y de repente, ¡milagro de la Divina Providencia! Volví a ver a ese felón, aquí mismo. De manera que podré presentar un nuevo procedimiento.
—Entiendo, pero ¿cómo puedo yo ayudaros?
—¡Vigiladle, amiga mía! Tengo que dejar París y necesito saber si él sigue aquí. Si os enteráis de cualquier cosa, os daré un escudo de oro.
—¿Un escudo? —preguntó la criada codiciosa—. ¿Pero cómo voy a avisaros? ¡No sé escribir!
—El amigo con quien me hospedo puede escribirme. Veréis lo que os propongo. Si os enteráis de cualquier cosa interesante sobre Southwell, colgad una cinta roja de vuestra ventana. ¿Dónde vivís?
—En los desvanes de la hostería. La última buhardilla… ¿Queréis que os enseñe mi cuarto? —añadió con voz ronca.
—Me encantaría, pero tengo poco tiempo… ¿Se vería desde la calle una cinta colgada?
—Desde luego —contestó ella, un tanto decepcionada.
—Entonces, de acuerdo. Hagámoslo así. Y aquí tenéis un escudo de parte de mi hermana.
Rebuscó en su bolsillo y le deslizó un escudo de oro.
—¿De verdad no queréis nada más? —preguntó la Maritornes a media voz, recorriendo el granero con su mirada.
—De momento no, Annette, pero cuando el honor de mi hermana sea vengado, iremos a ver vuestra vicaría.
La mirada de la tarasca se iluminó con una sonrisa malvada.
—Podéis contar conmigo, señor Brette. El padre Southwell no se escapará.
El mosquetero dejó el Lion-Ferré satisfecho. Ahora tenía un agente in situ que vigilaría estrechamente al jesuita. Todavía le quedaba embaucar a unos cuantos truhanes, pero sabía dónde encontrarlos: se había fijado en tres bergantes siempre de guardia en el Puente Pequeño.
La humillante y dolorosa sesión de látigo apenas mejoró los resultados escolares de Charles Chazelles, pero desarrolló en él un sordo resentimiento hacia su decurión, aunque éste no tuviese culpa de nada. No pasaba un día sin que el hijo del recaudador de impuestos hiciese una reflexión hiriente a Louis. La maldad incesante del niño dolía mucho al joven Fronsac, que no tenía ninguna gana de seguir siendo decurión. De buena gana hubiera cedido su cargo a otro, pero debería asumirlo todo el mes.
Por fortuna, Louis no sufrió ninguna otra contrariedad, pues ni él ni Gaston fueron de nuevo acosados por Rouville y sus amigos. El jueves, a la hora del paseo, Gaston le había asegurado incluso que su firmeza había sido provechosa. En la guerra era así como había que actuar, afirmó comparando su estrategia con la de los generales de la Antigüedad. Louis le creía de buena gana y se sentía tranquilo. Por otra parte, además, había observado cuánto había cambiado Gaston. Desde que le había dicho que su padre pediría al rector que pudiese ir los días festivos a la calle de los Quatre-Fils, se había vuelto más locuaz, más alegre e incluso menos colérico.
Para Louis, la semana habría podido terminar sin otro inconveniente que el suplemento de trabajo añadido, si el viernes por la mañana, al salir de clase, y mientras iba a misa, no hubiese sido abordado por el prefecto de su cuarto. El padre Galliffet tenía cara de pocos amigos. Louis pensó enseguida en las frutas escarchadas que su madre le había dado y que había ocultado en su baúl. Le quedaban dos. ¿Habrían sido descubiertas?
Sin explicación alguna, el prefecto le ordenó secamente que lo siguiese.
Subieron al cubicula, y allí el padre Galliffet le señaló su lecho. De la cortina colgaban varios trozos de pan aplastados.
—Habéis comido aquí, señor Fronsac. Sabéis de sobra que eso está prohibido. ¡Y ni siquiera habéis tenido la delicadeza de limpiarlo! Después de la comida no iréis al recreo, sino que subiréis aquí a copiar cincuenta páginas del libro que dejaré en vuestra mesa. Excepcionalmente, no comunicaré la falta a vuestro regente, pues perderíais el cargo de decurión, pero la próxima vez será el látigo. Ahora volved a misa y rogad al Señor que os conceda su perdón.
Louis dudó si defenderse. Había comprobado que el dormitorio estaba perfectamente limpio cuando habían bajado por la mañana. Sin embargo, bajó los ojos y aceptó la reprimenda. Protestar habría significado quedar como un mentiroso, pues ¿a quién se le iba a ocurrir ir a comer a su cama?
Limpió rápidamente las migas y bajaron en silencio.
Abajo, en el patio, encontraron a Gaston solo delante de la puerta de la capilla. Un prefecto de recreo parecía vigilarlo.
—¡Padre Galliffet! —exclamó al verlos.
Dio unos pasos hacia ellos.
—Acabo de castigar a uno de vuestros internos…
—¡Decididamente —refunfuñó el sacerdote—, es mi día! ¿Qué tontería habéis hecho, señor de Tilly? —preguntó severamente.
—¡Date la vuelta! —ordenó el vigilante señalando a Gaston con el dedo.
El interpelado obedeció. La espalda de su toga estaba completamente manchada de blanco, como si se hubiese frotado contra el yeso o salpicado de harina.
—Pretendía entrar en la casa del Señor cubierto de suciedad, padre —explicó el prefecto de capilla.
—¿No os habéis molestado en sacudir vuestra ropa, señor de Tilly? —preguntó el padre Galliffet, abrumado.
—Lo he hecho esta mañana, padre. No sé lo que ha pasado. Tal vez me hayan hecho una faena.
—¿Una faena? ¿Es todo lo que se os ocurre para justificaros? ¡Acusar a los demás! Y bien, puesto que vuestro amigo el señor de Fronsac también está castigado, le haréis compañía. Os inflijo la misma sanción; él os mostrará lo que debéis hacer. Y en el futuro, si entráis de nuevo en la capilla con la ropa sucia, os las veréis con el látigo. Públicamente.
Bernardo Bianchi había venido de Sicilia para buscar fortuna y para huir de los que, en su país, querían vengarse de sus infamias.
Ducho en el arte del salitano —el cuchillo siciliano de fina hoja y mango de cuerno—, sin dudar jamás en masacrar al más débil que él, había desollado y herido a un número incalculable de pobres gentes durante el largo camino que lo había llevado hasta Francia.
Mientras atravesaba a pie la Valtelina para franquear los Alpes, se había encontrado con La Louvière en una de esas oscuras posadas de Suze donde seis individuos compartían un cuarto y donde el honrado viajero tenía todas las posibilidades de acabar la noche cortado en pedacitos por los bandidos antes de ser devorado por los lobos.
Luc La Louvière había sido sargento en un regimiento de Annibal de Estrée. El hermano de la examante de Enrique IV acababa de ser encargado por Richelieu de liberar la Valtelina protestante invadida por las tropas españolas[30] que querían reinstaurar allí la religión católica.
La Louvière se había revelado incapaz de mandar a sus hombres y su batallón había sido diezmado desde el primer enfrentamiento. El asunto había llegado hasta el mariscal de Estrée, que había hecho azotar al joven e inepto sargento antes de expulsarlo del ejército. Sin dinero para volver a Francia, se había quedado en los Grisones y había descendido todos los escalones de la infamia, desde desplumar a los crédulos a las cartas hasta atracar a los viajeros aislados en un rincón del bosque.
La Louvière y Bianchi se habían encontrado en una partida de cartas. De alma tan negra el uno como el otro, habían decidido unir sus fuerzas e ir a París para vivir de sus rapiñas. En Lyon, los dos jaques se habían compinchado con un monje exclaustrado.
Este último frecuentaba con asiduidad las iglesias, donde adoptaba una expresión afligida cada vez que observaba una actitud reprensible. Esta contrición de circunstancias le atraía infaliblemente un gran fervor de parte de las devotas. A la salida de misa, el monje proponía a los que se le acercaban a pedirle una bendición confesarlos en alguna capilla aislada. Allí, al abrigo de las miradas, les robaba y abusaba de ellas si eran jóvenes y bonitas. Si se defendían, el frailuco sacaba una larga daga con la que les atravesaba el vientre susurrando un avemaría o un paternóster.
La Louvière y Bianchi tenían tantos crímenes a cuestas que consideraron muy práctico contar con un sacerdote tan comprensivo que podría darles la absolución después de cada fechoría. A partir de entonces, los tres truhanes ya no se habían separado y, desde su llegada a París, se habían instalado al final de la calle de las Écoles, donde los crédulos y los burgueses de paso imprudentes eran sus presas preferidas.
Mientras los viajeros esperaban para pagar el pontazgo del Puente Pequeño, se fijaban en alguno, al que invitaban a compartir un pichel de vino en una taberna donde las chicas, aseguraban ellos, eran todo menos ariscas. Se llevaban al incauto a una callejuela oscura, lo degollaban al momento y lo despojaban de su bolsa y de sus ropas.
Fue delante del Puente Pequeño donde Brett se fijó en ellos.
El mismo viernes en que Louis y Gaston eran reprendidos por el padre Galliffet, Brett se encontraba justamente en compañía de los tres malvados, a los que había abordado mientras espiaban a una futura víctima delante del arco del Petit-Châtelet. Les había propuesto acompañarlos a la taberna de La Corne, en la plaza Maubert, para proponerles un trabajo fácil.
En torno a la mesa, y lejos de cualquier oído indiscreto, les había explicado que era el administrador de un caballero picardo cuyo nombre debía mantener en secreto. Les endilgó una variante de la historia contada a Annette: el confesor picardo, un jesuita libidinoso, había seducido a la esposa de su amo. Él era el encargado de encontrarlo y luego de secuestrarlo a fin de conducirlo ante un tribunal de justicia, donde sería juzgado.
Era un procedimiento bastante corriente en una época en que se raptaba con facilidad a un adversario para obtener venganza o a una joven para desposarla a la fuerza. En París incluso, los jóvenes calaveras no dudaban en hacer raptar a una mujer de su gusto por algunos hombres de armas para abandonarla unos días más tarde, deshonrada. Los tres truhanes habían participado más de una vez en esa clase de prácticas, y no se vieron ni sorprendidos ni indignados por la proposición del falso intendente.
Brett les deslizó un escudo, exigiéndoles que estuviesen a su disposición tan pronto les dijese que había encontrado al jesuita, del que sabía sólo que vivía en París. Los tres canallas aceptaron y le dieron la dirección de la taberna en donde paraban.