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A la grupa de la silla, abrazado estrechamente a la cintura de su abuelo, Louis tenía el corazón henchido de orgullo y felicidad. De orgullo, pues cabalgaba detrás de un jinete tan importante como un caballero de la Tabla Redonda. Su abuelo tenía una bella prestancia. A los cincuenta años apenas se le veían unos cuantos cabellos grises y se mantenía muy erguido. Es cierto que, como plebeyo, no llevaba espada, pero Louis sabía, por haberlo acompañado varias veces a la sala de armas, que manejaba la espada como un auténtico esgrimista. Procurador de la Cámara de Cuentas, no se vestía de negro como los demás magistrados, sino que llevaba siempre un jubón de cuero oscuro que le daba el aspecto feroz de un espadachín. Una impresión reforzada por su barba de punta, sus mostachos con las guías hacia arriba, su sombrero de pluma y sus botas de vuelta.

Sí, Louis estaba orgulloso de su abuelo. Pero su corazón estaba también rebosante de felicidad, pues dejaba al fin su triste y duro internado para reencontrarse con la ciudad, muy sucia y hedionda, de acuerdo, pero rebosante de alegría y llena de vida. Enseguida volvería a ver a su madre, a su padre y a todos los criados a los que estimaba. Mañana, adivinaba que habría una comida de fiesta en la calle de los Quatre-Fils, donde estaba ubicado el despacho de la familia. Comería al fin hasta la saciedad los platos que tanto le gustaban.

Esta dicha, sin embargo, se veía empañada cuando pensaba en su nuevo amigo. Gaston parecía golpeado por la desgracia. Ya no tenía padres, su familia quería convertirlo en religioso y no tenía amigos en Clermont. Pasaría un triste domingo una vez más y no saciaría su hambre.

Se le ocurrió una idea: quizá sus padres aceptarían que su amigo fuese a casa con él los días festivos. Tampoco les costaría gran cosa: eran siempre más de una decena a la mesa.

Su abuelo, aunque absorto en el trayecto y dándole la espalda, por esas extrañas afinidades existentes entre abuelos y nietos, debió de seguir el hilo de sus pensamientos, pues, mientras estaban detenidos delante del Puente Pequeño, donde debían pagar el correspondiente pontazgo, le preguntó:

—Gaston, ese amigo que me has presentado, ¿es noble?

—Sí, abuelo, de una familia muy antigua. Pero sobre todo es huérfano. Es muy desgraciado, pues su tío quiere que tome los hábitos, mientras que él sueña con ser soldado.

—Nuestra vida terrenal es difícil, Louis. Tú también lo aprenderás.

Se calló un instante mientras se colaba entre una carreta de piedras y un ganapán.

—De hecho, yo he decidido vender mi cargo —continuó.

—¿Vas a dejar la Cámara de Cuentas, abuelo? —preguntó un Louis asombrado.

—Sí, he encontrado un comprador que me ofrece veinte mil libras. Tengo algún dinero en un banquero italiano. Tu madre, mi querida hija, y tu padre me hospedan en su casa. ¿Por qué seguir interesándome por esos tristes asuntos de control de registros y procedimientos? De esa forma tendré tiempo para leer y veros crecer, a ti y a tu hermano Denis.

El hermano pequeño de Louis tenía un año.

—También he pensado en escribir mis memorias, contar lo que pasó durante la Liga. Volver a ver a los amigos y recordar algunas verdades sobre este siglo.

La vía estaba libre ante ellos y la conversación se interrumpió. Louis pensaba, sintiendo algunos celos hacia su hermano, que él, estando interno, aprovecharía poco de este abuelo al que tanto quería.

Subieron por la calle de la Judería y, en un instante, el niño vio Notre-Dame al fondo de una calle a la derecha.

Declinaba la tarde, y el fango en el suelo era tal que el caballo, pesadamente cargado, a duras penas lograba abrirse paso; cada uno de sus cascos se hundía en el lodo con un plaf repugnante. El revoltijo de excrementos y detritus continuamente hollados por centenares de hombres y de animales apestaba abominablemente. A veces, una salpicadura alcanzaba a Louis, que intentaba librarse con la mano del trozo de barro negro pegado a sus calzas.

Llegaron al fin al puente de Notre-Dame, mucho menos sucio que de costumbre, pues si durante la semana servía de paso a los rebaños de vacas conducidos a la Gran Carnicería, en víspera del festivo había sido limpiado por sus habitantes, pues no habría ya matanza hasta dos días después.

Franqueado el puente, atravesaron el barrio de la Gran Carnicería, tan repugnante como siempre. Aquí el suelo de las callejuelas estrechas y oscuras estaba cubierto de una mezcla de barro y deyecciones, junto con los desechos de carne y sangre. Las casas en saledizo formaban verdaderos túneles oscuros y húmedos en los cuales no era raro recibir sobre la cabeza las aguas sucias de los orinales. El abuelo de Louis se alejó rápido de allí por una calleja transversal que desembocaba en la calle del Temple.

A partir de entonces avanzaron todavía más lentamente, no porque la calle fuese estrecha, sino a causa de los atascos de las carretas que transportaban forraje, piedra, madera o pizarra destinados a los nuevos edificios que se levantaban aquí y allá en aquella parte de la ciudad. Desde hacía una decena de años, los jardines, los huertos y el recinto del Temple, la zona conocida como el marais, estaban en venta. Paños enteros de la antigua muralla almenada de Felipe Augusto, que atravesaba el barrio, eran derribados, y elegantes residencias de piedra y ladrillo reemplazaban poco a poco los depósitos, las granjas y las vetustas casas de adobe y pisos en saledizo.

Con frecuencia el señor Charreton detenía su montura, esperando a que dejasen el paso libre entre dos carretas que se cruzaban. Louis aprovechaba para mirar los escaparates de las tiendas en los soportales cimbrados. Las mercancías estaban a veces expuestas en el muro de contención, delante de la abertura, o sobre una ancha repisa sujeta por cadenas que servía de postigo de cierre. Veía a los artesanos y a sus obreros trabajando en el interior, o bien dejaba que su mirada se perdiese en los rótulos de las tiendas que chirriaban al menor soplo de viento, luciendo cada uno un dibujo diferente: un santo, un rey, un animal o una escena bíblica.

Llegaron por fin a la calle de los Quatre-Fils.

La residencia de los Fronsac era una antigua granja fortificada de dos pisos, ya fuera de las murallas de la ciudad, y cuyo antiguo recinto amurallado se ajustaba ahora a la calle. Era enteramente de piedra, cuando la mayor parte de las casas medianeras estaban hechas de una mezcla de arcilla y de paja reforzada con madera de entramado.

El alto muro que cerraba el patio, las dos antiguas atalayas en los ángulos y las escasas y minúsculas aberturas protegidas por sólidos barrotes de hierro o postigos de roble conferían al edificio un aspecto austero y feudal.

Era una amplia casa bastante confortable, aunque muy oscura, en la que vivían varias familias. A la izquierda del patio se abría una gran cocina, a la que se podía acceder por el vestíbulo central. Detrás de ella se encontraban varias piezas sin ventanas, como la antecocina, el maduradero y el lavadero, y, en el vestíbulo, otra puerta daba a una sala común que lindaba con ella.

A la derecha se encontraban una cochera para la carreta de dos ruedas, los establos y el granero de heno; debajo, las bodegas, donde se almacenaban los moyos de vino.

El despacho disponía de una escalera principal en el centro del vestíbulo y de dos escaleras de servicio construidas en las antiguas atalayas situadas a ambos lados del edificio.

En el primer piso, en lo alto de la escalera principal, un rellano irregular permitía acceder, por la izquierda, a los apartamentos del abuelo de Louis —dos piezas en hilera— y a la sala de trabajo del despacho, mientras que a la derecha se hallaban los archivos y el gran gabinete del señor Fronsac. En cuanto a las de servicio, dos escaleras de caracol comunicaban respectivamente con el apartamento del señor Charreton y con el gabinete de trabajo del señor Fronsac, así como con el segundo piso.

Era en este segundo nivel, a la izquierda de la escalera principal, donde se encontraba el apartamento de los Fronsac, compuesto de una gran cámara con dos ventanas que daban al patio, una antecámara y una última estancia sin ventana donde dormía Denis, el hermano de Louis, con su nodriza. Louis tenía su lecho en una alcoba de la cámara de sus padres.

A la derecha del rellano, en piezas oscuras y entre recovecos, vivían Claude Richepin y su mujer, la principal pareja de criados de la casa, así como François y Pierre, los ayudas de cámara y lacayos del señor Charreton. Por último, al lado de la escalera de caracol que subía al gabinete del señor Fronsac se sumaba una pequeña sala donde estaba empotrado, en la pared medianera con la casa vecina, un armario en el que el notario custodiaba los valores y documentos importantes.

Los desvanes estaban divididos en zahúrdas sin luz, accesibles solamente por escalas y donde dormían, amontonados, el portero y el guardián, así como dos doncellas que compartían el mismo jergón.

La señora Fronsac esperaba a su hijo con impaciencia en el patio de la casa en compañía de la nodriza de su segundo hijo, al que acunaba en brazos. Louis encontró a su madre más bella que nunca, con su vestido de estameñete escarlata recogido en baldaquín y su pechera de tela blanqueta de ancho cuello vuelto, bordado con encajes de Brujas. Apenas había echado pie a tierra, lo estrechó entre sus brazos ahogándolo con sus besos; luego Louis, tras hacerle unas carantoñas a su hermano, anunció orgullosamente ante su abuelo que había sido nombrado decurión de su clase tras el primer trabajo de latín. Su madre lo felicitó y lo abrazó de nuevo antes de acompañarlo al primer piso para que saludase a su padre, que vigilaba el trabajo de los empleados en la sala del despacho, y le comunicase él mismo su promoción.

Cuando el señor Fronsac hubo anunciado pomposamente a sus empleados la distinción de su primogénito, madre e hijo subieron al segundo piso, a los apartamentos del notario, donde se quedaron solos. La señora Fronsac instaló a su hijo en su lecho de pilares, se sentó en un escaño tapizado y le hizo mil preguntas sobre aquel colegio que ella detestaba, puesto que la había privado de su niño. Quiso saberlo todo sobre su habitación, sobre sus compañeros, sobre su clase, sobre sus maestros, sobre el refectorio y sobre las comidas. Cuando casi hubo agotado todos los temas posibles, todavía se preocupó por saber si se lavaba como ella le había recomendado y, echando mano de un cepillo, se puso a arreglarle el cabello, demasiado corto para su gusto. Por último, hizo que se quitase su jubón lleno de polvo y de manchas y, por la escalera de caracol que bajaba hasta la cocina, llamó a la señora Richepin para que subiese a cepillarlo. A su vez, Louis pudo interrogar a su madre a propósito de su abuelo. Estaba muy sorprendido de que hubiese decidido vender su cargo para estar más frecuentemente en el despacho.

La señora Fronsac se mostró cariacontecida.

—No quería hablarte tan pronto de eso, Louis, pero ya eres mayor y de todas formas acabarías sabiéndolo por los criados. ¡Hemos estado en peligro de muerte!

Se calló un instante para elegir las palabras que no asustasen a su hijo, pero ese silencio, después de una declaración como aquélla, tuvo el efecto contrario y unas lágrimas de angustia afloraron a los ojos de Louis.

—Hace cuatro días, el despacho fue asaltado por una banda de cuatro o cinco malhechores —dijo, al fin—. Jacques (se trataba del viejo portero, Jacques Amelot) creía haber cerrado el portal, pero había olvidado echar el cerrojo y colocar la tranca. Cenábamos en la cocina cuando los granujas entraron en el patio. Iban todos armados con cuchillos. Uno de ellos entró en la cocina machete en mano. En mi vida he pasado tanto miedo. Los otros ya habían subido a robar a los pisos, arramplando con todo cuanto podían llevarse y buscando a cualquier criado que matar o violentar.

»Estábamos todos aterrorizados, y Dios sabe qué nos habrían hecho si no hubiese llegado tu abuelo. Cogió un gran cuchillo y se puso en guardia. El bribón llamó pidiendo socorro, pero tu abuelo ya le había asestado una cuchillada en el brazo hasta el hueso. Richepin aprovechó para arrojarle un barreño de hierro a la cabeza, y el matón, aturdido, soltó su arma. Entonces nos arrojamos todos sobre él con lo que teníamos en la mano. ¡Fue horrible! Y ahora siento vergüenza. Teníamos tanto miedo, que lo golpeamos con cuchillos, picos, asadores y horcas. Entretanto, tu abuelo había cerrado las dos puertas de la cocina con cerrojo. Cuando los otros bandidos llegaron, intentaron forzarlas, pero ya sabes que guardamos mosquetes en el granero. Tu padre y tu abuelo fueron a buscarlos. Los cargaron rápidamente y dispararon por el tragaluz. No alcanzaron a los bandidos, que huyeron llevándose gran número de objetos de valor hurtados en el despacho.

»Enviamos al que habíamos capturado a la patrulla montada. Pero los señores Richepin y Mailet y los dos criados de tu abuelo lo habían golpeado de tal forma que murió de noche en prisión. A raíz de este asunto, tu padre decidió contratar un nuevo guardián para el despacho, y tu abuelo, que deseaba dejar la Cámara de Cuentas desde hace tiempo, decidió hacerlo mucho antes de lo previsto para quedarse con nosotros todo el tiempo y protegernos.

La señora Richepin entró tras llamar a la puerta. La madre de Louis le dio el jubón de su hijo y le pidió que lo limpiase y lo cepillase para la cena. A continuación prosiguió:

—Cada vez hay más ataques de este tipo. La semana pasada, una casa de la calle del Temple fue forzada de noche. Dicen que sigue siendo la banda de Carfour, aunque ese bandido haya pasado por la rueda hace tres años. Al parecer, otro bandido ha debido de ocupar su puesto y tomar su nombre, y es todavía más cruel que su predecesor. En esa casa, hombres, mujeres y niños fueron asesinados de forma espantosa. ¡Ay hijo mío! París es todavía más peligroso que en la época de los Salmonetes y los Rucios.

—Es verdad, señora —aseveró la esposa de Richepin, que escuchaba cepillando enérgicamente el jubón de Louis—. ¿Cuándo se decidirá el rey a actuar para protegernos? ¿Sabéis que hay un malvado que entra en las casas por los tejados para robar a las pobres gentes? Le llaman el Lirón, pues se burla de la gente honrada dejando tras de sí un papel con el dibujo de un careto[13].

Louis no sabía qué decir. Su abuelo había llevado a cabo una hazaña y, por modestia o quizá por no infundirle miedo, no le había hablado de ello. El niño notó de repente un nudo en la garganta al imaginar que, como su amigo Gaston, habría podido perder a sus padres, pero al mismo tiempo sintió un inmenso orgullo pensando en el valor de su abuelo. ¡Cuánto le habría gustado estar allí para ayudarlo! Cuando fuese mayor, se dijo, se comportaría como él.

—¿Quiénes eran los Salmonetes y los Rucios, mamá? —preguntó entonces.

—Tú eras demasiado pequeño para acordarte. Había, hace tres años, una banda de cortabolsas con ese nombre que frecuentaba el Puente Nuevo. Mataron a un montón de pobres gentes para robarles. Pídele a tu abuelo que te lo cuente. Yo soy incapaz. Esas historias me encogen el corazón, pues conocí personalmente a algunas pobres mujeres asesinadas por esos malvados.

La cena, como todas las noches, fue servida en la cocina. La señora Richepin y la señora Mallet se ocupaban del servicio junto con Phélice, la vieja cocinera. A lo largo de la gran mesa estaban instalados el señor Fronsac, en el lugar de honor, flanqueado por su esposa y el señor Charreton, el abuelo de Louis. A un lado y otro de estos últimos se sentaban los dos criados Claude Richepin y Antoine Mallet, guardián y factótum. Enfrente estaban instalados François, el ayuda de cámara del señor Charreton, y Pierre, su lacayo, así como la nodriza de Denis, y Jacques Amelot, el viejo portero. Louis estaba en ese extremo. Era costumbre que los niños se sentasen al final de la mesa.

Phélice había preparado una espesa sopa de guisantes y tocino que fue seguida de una tortilla y de fruta. Los platos eran servidos por las señoras Mallet y Richepin.

Louis esperaba la ocasión para preguntar a su abuelo por los Salmonetes y los Rucios cuando, en ese momento, el señor Charreton habló de una ejecución que acababa de tener lugar en el Puente Nuevo.

—Esta mañana —le explicó a su yerno bromeando—, iba del Palacio al Louvre a llevar los documentos necesarios para el establecimiento de una carta de provisión del que me compra mi cargo. Para evitar los atascos del puente de Notre-Dame, que son infernales desde la destrucción del puente del Cambio[14] y del puente Marchand[15], fui por el Puente Nuevo. No fue una decisión acertada, pues se había congregado un gran número de gente, que atrancaba el único paso, para mirar a los ahorcados: la víspera, la patrulla de ronda había cogido a seis robacapas, y los ladrones, habiendo sido juzgados por la noche en el Châtelet, acababan de ser ahorcados al final del puente con una pancarta colgada del cuello que decía: Ladrones de capas prendidos por la patrulla.

—Si esto sirviese para acabar con las fechorías de esos canallas… —aprobó el señor Fronsac vaciando de un trago su vino de Montmartre—. Espero que los dejen ahí unas cuantas semanas como escarmiento.

—Me temo que eso apenas asustará a los ladrones; para lo único que va a servir es para alimentar a los cuervos, amigo mío —dijo el señor Charreton—. La imprudencia es el atributo de los bribones de la Samaritana[16].

—¿Quiénes eran los Salmonetes y los Rucios, abuelo? —preguntó entonces tímidamente Louis—. Mamá me ha dicho que eran carteristas del Puente Nuevo…

—En efecto, hijo. Era una banda de desertores, generalmente bien vestidos, unos de rojo y otros de gris. Abordaban a la gente de calidad, fingiendo reconocerlos, tomándoles las manos para besarlos y hacerles mil cumplidos. Mientras el burgués o el gentilhombre elegido se asombraba de tal demostración, un cómplice le cortaba su capuz[17], y, si la víctima se daba cuenta y trataba de pedir ayuda, el que le agarraba las manos le asestaba a traición cuatro o cinco puñaladas en el estómago.

—Eran los peores canallas que imaginarse pueda —completó el señor Fronsac—. También robaron en un montón de casas moliendo a palos a sus habitantes sin escuchar sus súplicas.

—Le he contado a Louis lo que nos ocurrió —confesó la señora Fronsac a su marido.

—Has hecho bien, querida. Es hora de que nuestro hijo aprenda que los malvados están por todas partes.

La conversación continuó por otros derroteros y el señor Charreton contó algunas noticias de la corte, sobre todo cotilleos, que encantaban a su hija y que Louis escuchó en silencio.

Con la comida casi finalizada, el señor Fronsac comunicó a todos los comensales varias decisiones que había tomado y que su hijo no se esperaba. Se giró primero hacia los criados.

—Me he reunido con varios de vosotros esta semana para hablar de la agresión de que fuimos objeto. Ahora deseo comunicaros mis decisiones para protegernos de un nuevo ataque de los ladrones. Antes de nada, debo deciros que tenemos cada vez más asuntos que tratar y actas que redactar en el despacho. De modo que he pensado contratar a un primer oficial fijo, que podría alojarse en el cuarto de François y Pierre, ya que este último va a dejar el servicio del señor Charreton, que ya no lo necesita.

—Pierre se incorporará al servicio de quien tome mi cargo de procurador —confirmó el señor Charreton.

—El oficial me ha sido propuesto por mi buen amigo el señor Boutier —prosiguió el señor Fronsac—. Se llama Jean Bailleul y tiene una hermana que podría ocuparse de la ropa de casa. Os ruego que les deis la acogida que merecen cuando lleguen. Todavía hay sitio en los desvanes; un carpintero vendrá esta semana y acondicionará dos gabinetes, uno de los cuales será para François. Todos sabéis que después de este ataque he decidido emplear a un nuevo guardián, a ser posible un exsoldado. Como Phélice ya es mayor y no puede hacerlo todo, intentaremos encontrar un hombre casado cuya esposa podría ayudar en la cocina. Se alojarán en el segundo gabinete que construiremos bajo el tejado.

«¡Cuántos cambios! —pensó Louis, pasmado—. Dos o tres recién llegados a la casa». Conocía a los criados de toda la vida, y nunca se le habría ocurrido que un día podrían llegar criados nuevos a casa.

—Eso no es todo —continuó el señor Fronsac—. La señora Mallet, al no tener que ocuparse de la ropa con la llegada de la señorita Bailleul, podrá dedicar más tiempo a otros trabajos domésticos y así descargar a Claude. El señor Richepin fue muy valiente en el transcurso de la agresión. Sabe leer y escribir, así que he decidido que desempeñe el cargo de intendente de la casa. De modo que, en adelante, será a él a quien tendréis que obedecer.

Louis dejó vagar la mirada por los comensales y vio a Claude Richepin todo orgulloso. A sus veinticinco años, el criado se veía inesperadamente promovido a un estado que jamás habría soñado alcanzar. Su esposa, una joven y endeble mujer, parecía tan feliz como su marido. François, el ayuda de cámara de su abuelo, no estaba molesto por tener que dejar su cuarto, algo muy lógico, pues lo compartía con otro y en lo sucesivo disfrutaría de una pieza para él solo, aunque careciese de calefacción. En cuanto a los demás, parecían tranquilos con la idea de que un soldado habitase en la casa y los protegiese.

Al día siguiente, Louis y sus padres fueron a misa al convento de la Merced; luego vendría la cena, que el niño esperaba con impaciencia, pues al fin podría ver a su padrino, al que quería mucho y que siempre le llevaba golosinas.

Philippe Boutier llegó en mula. Consejero en el Châtelet, había sido compañero de colegio del señor Fronsac y sus padres se conocían mucho antes de su nacimiento. El señor Boutier iba siempre muy elegante. Ese día lucía un jubón oscuro forrado de tela de plata, calzas encarnadas y medias negras protegidas por polainas de tela. Un lacayo de librea lo seguía a pie. El señor Boutier saludó a todos afectuosamente, entregó algunas golosinas a la señora Fronsac y un saquito de ciruelas escarchadas a su ahijado, y luego, como el señor Charreton lo tomó amigablemente del hombro, se alejó con él y con el señor Fronsac para hablar de política, su tema favorito.

Se dirigieron a la escalera principal para subir al despacho del señor Fronsac.

Louis, tras entregar las ciruelas a su madre, los siguió a cierta distancia. Su padre se dio cuenta al llegar a lo alto de la escalera. Entonces frunció el ceño para hacer comprender a su hijo que debía dejarlos solos, pero el señor Charreton intervino cogiéndolo por el hombro.

—Pierre, tu hijo ya no es un niño, y si quieres que se convierta en un hombre prudente y sagaz, conviene que desde joven sepa lo que pasa en este país. Nunca es demasiado pronto para aprender, pues la causa de los males de Francia es la ignorancia de la gente.

—¡Cuánta razón, amigo mío! —confirmó el señor Boutier.

El señor Fronsac esbozó una sonrisa conciliadora y levantó una mano en señal de rendición. Los tres hombres entraron en el gabinete de trabajo para acomodarse en los dos sillones tapizados y en una silla alta. Louis se encogió cuanto pudo y se acuclilló en un rincón en sombras (aunque en realidad todo estaba oscuro en aquella pieza cuya ventana más parecía una saetera) esperando que su padre no cambiase de parecer.

—El señor Charreton me ha contado en Palacio la horrible agresión de la que habéis sido víctimas —dijo Boutier—, así como la de vuestros pobres vecinos. ¿Qué ocurrió exactamente?

—Mi suegro ha debido de contártelo todo, salvo quizá que ¡gracias a él y sólo a él hemos salido vivos! En cuanto a nuestros «vecinos», en realidad no lo son, puesto que viven en la calle del Temple, pero nos los encontramos los domingos en el oficio religioso. Parece que hayan sido víctimas de la misma banda de vagabundos. Esos desalmados se introdujeron en su casa por la noche. ¿Cómo? Sin duda aprovechando un descuido, como ocurrió en nuestra casa. Primero degollaron a todos los hombres; luego, llevados de una impúdica lubricidad, arrebataron sin vergüenza el honor de las mujeres de la casa, antes de destrozarlas a martillazos. El decoro ante la presencia de mi hijo me impide entrar en detalles. Una vez dueños del lugar y de las llaves, estuvieron de francachela entre los muertos antes de huir llevándose todo lo que había de valor, incluidos varios muebles. Descubrieron la masacre dos días más tarde. Al día siguiente la misma banda nos atacaba a nosotros. Desgraciadamente, el único prisionero que hicimos murió antes de haber podido hablar, lo que significa que esos bandidos siguen rondando por ahí. Por eso he decidido contratar a otro guardián.

—Vivirnos en un mundo en el que reina el vicio y de donde se ha exiliado la virtud —dijo Philippe Boutier suspirando—. La gente no hace más que pensar en rapiñas y engaños. Pero, dime, ¿cómo encontraste al señor de Carlisle?

—Fui a su palacete el jueves, en el barrio de Saint-Germain, en la delegación de la corporación municipal[18] —respondió el notario—. Éramos, creo, en torno a un centenar de regidores y de exregidores con el preboste de los comerciantes, todos vestidos con traje de seda negra. Llegamos en carroza acompañados de una treintena de arqueros portando antorchas y alabardas. Milord salió al patio, pues éramos tan numerosos que no podíamos entrar todos en su casa. Aceptó, al parecer, con sumo gusto, los bombones y confituras que le llevamos. Por mi parte, sólo lo vi de lejos, y apenas pude oír sus palabras de agradecimiento.

—Yo —intervino el abuelo de Louis— lo vi el viernes por la mañana con los representantes de las cortes soberanas[19], el procurador del rey y el preboste de París. Nosotros también le llevamos bombones y confituras —sonrió, y, volviéndose hacia su nieto, aclaró—: El señor James Hay, conde de Carlisle, es un embajador inglés que acaba de llegar a París. Los cabildos del reino fueron a saludarlo, habida cuenta de la importancia de su embajada: el señor Carlisle y el señor Holland, el viceembajador, que se aloja en el palacio de Chevreuse, están aquí para discutir el proyecto de matrimonio entre la hermana de nuestro rey y el príncipe de Gales, el hijo del rey Jacobo.

Louis ignoraba todo esto y no salía de su asombro. Su sorpresa causó la hilaridad de su padrino, que le explicó:

—Ese matrimonio es muy importante, Louis. Desde hace muchos años los católicos son perseguidos en Inglaterra. Incluso se quema a los jesuitas en la hoguera. Si hay una unión entre las dos coronas, el rey Jacobo deberá autorizar una cierta libertad de culto. Las penas contra los católicos serán atenuadas, o incluso anuladas, y los prisioneros, liberados.

—¡Si con ello también cesase el bandidaje de los reformados en Francia! —exclamó el señor Fronsac.

—¡Por descontado! Inglaterra, convertida en nuestra aliada, no podría sostener a Soubise y sus tropas.

El duque de Soubise, hermano del duque de Rohan, libraba desde hacía años una guerra de bandidaje en el oeste del país. Tres años antes había reunido un ejército de siete mil hugonotes con el cual había tomado varias ciudades católicas que había sometido a pillaje, entregando a sus habitantes a la soldadesca. Finalmente había sido vencido por el ejército real, pero, gracias a la benevolencia de los puertos ingleses que resguardaban sus navíos, siguió organizando golpes de mano, pretendiendo incluso arrastrar a la ciudad de La Rochelle a la revuelta.

—Esa unión significaría también el fin definitivo del conflicto que opone a la casa de Lorena y a Francia —añadió el abuelo de Louis—. He conocido demasiado la guerra de la Liga para no aplaudirla.

—¿Cómo es eso, abuelo? —preguntó tímidamente Louis.

—Jacobo es el hijo de María Estuardo, a la que Isabel —la reina a la que Jacobo ha sucedido— hizo ejecutar por haber participado en un complot contra ella. Ahora bien, la madre de María Estuardo era María de Guisa, la hermana del duque de Guisa, el padre de Caracortada, del que Enrique III se deshizo en Blois. De modo que, por su abuela, Jacobo es un auténtico príncipe de Lorena.

—Por esa razón el conde de Holland, el viceembajador inglés, lo aloja en el palacio de Chevreuse —explicó Boutier a su ahijado—. El padre de Claude de Chevreuse era Caracortada, y es también pariente de Jacobo I. Una alianza entre nuestras dos coronas llevará definitivamente a los Guisa y a los príncipes de Lorena al seno del rey de Francia.

En ese instante, la señora Fronsac entró para avisarlos de que la cena estaba lista.

Fue servida en los apartamentos del señor Charreton, que ocupaba las dos piezas más a la izquierda del primer piso. La que daba al patio era su habitación, y la segunda, que no tenía ventana, su cuarto de estar. Fue en este último en el que se puso la mesa.

Excepcionalmente, Louis fue colocado entre su madre y su padre. Tenía así enfrente a su padrino y a su abuelo.

Mientras la señora Richepin presentaba el primer servicio de caldo de ave y pepitoria, los tres hombres prosiguieron su discusión.

—¿Crees sinceramente que se celebrará ese matrimonio, Philippe? —preguntó el señor Fronsac al señor Boutier—. Veo tantos obstáculos infranqueables… El menor de los cuales no es el odio que el rey Jacobo profesa a los católicos desde que quisieron asesinarlo con barriles de pólvora…

—Eso es cierto —convino el señor Bouvier, vaciando su vaso—. Pero de eso hace ya veinte años.

—Amigo mío, ¿creéis que un hombre tan autoritario, tan dogmático y tan arrogante como él habrá perdonado a la gente que trató de hacer saltar su Parlamento por los aires mientras se encontraba dentro con sus ministros? —ironizó el señor Charreton.

—Fue una operación llevada a cabo por oficiales católicos a sueldo de España —observó Boutier.

—De España o de los jesuitas… —matizó el abuelo de Louis—. Jamás se sabrá la verdad, ni siquiera con Guy Fawkes, el instigador, detenido. En todo caso, ése sería el origen del resentimiento de Jacobo I con la congregación.

Se volvió hacia Louis y sonrió:

—Te guardarás para ti todo esto, Louis. A los jesuitas no les gusta que se les recuerde tan poco glorioso episodio.

—¿Los jesuitas participan en complots, abuelo?

—Quizá en éste haya sucedido así, pero lo más frecuente es que sólo se trate de rumores; jamás se encontraron pruebas contra ellos. Se dice, por ejemplo, que habían prometido el paraíso a los amigos de María Estuardo si asesinaban a la reina de Inglaterra. Un gentilhombre inglés también confesó haber atentado contra la vida de la reina de Inglaterra instigado por ellos. En Francia mismo se les han atribuido dos intentos de asesinato de nuestro buen rey Enrique, hace treinta años. Un tal Barriere, primero, que pretendía acercarse al rey armado con un gran cuchillo. Antes de ser descuartizado, reconoció haber sido instigado por el rector del colegio de Clermont. A continuación, fue un tal Jean Châtel, que hirió ligeramente al rey. El jubón de búfalo que llevaba Enrique desvió la hoja de milagro. Ese tal Châtel había sido alumno del colegio de Clermont donde estudias tú y, bajo tortura, declaró que los profesores de Clermont le habían asegurado que era legítimo matar a un rey cuando éste actuaba al margen de la Iglesia. Después de semejante confesión, los profesores y el rector de Clermont fueron presos, el colegio cerrado y la congregación de los jesuitas expulsada de Francia. En cuanto al profesor de Châtel, fue juzgado culpable y quemado en la plaza de la Grève.

—Hasta hace siete años no se permitió la vuelta de los jesuitas a Francia —precisó Boutier.

Louis ignoraba todo esto y se quedó estupefacto. ¿De modo que los sacerdotes con los que él se codeaba cada día habían intentado asesinar al rey en el pasado? Jamás lo habría imaginado.

—Pero, tranquilo, Louis, los sacerdotes de Jesús son ahora súbditos fieles. Sea como fuere, Pierre —prosiguió Boutier dirigiéndose al señor Fronsac—, es cierto que los obstáculos a esta unión son todavía numerosos. Sin embargo, las ventajas que sacaría nuestro país serían inmensas. El matrimonio abriría la vía a un entendimiento de los Estados protestantes, o sea, Dinamarca, Inglaterra, Holanda y Suecia, con nuestro país, pero también con la Saboya y la República de Venecia, nuestros aliados. Esa alianza supondría, por supuesto, una sólida defensa frente a la hegemonía de los Habsburgo austríacos y españoles.

—La cuestión religiosa me tiene, sin embargo, preocupado —observó el señor Fronsac—. ¿Tenemos derecho los católicos que servimos a Dios a aliarnos con los que prohíben a los nuestros celebrar su culto? ¿Con los que podrían ejecutar a los jesuitas? Por otra parte, ¿esa unión no nos arrastraría sin remisión a una guerra? ¡Una guerra no sólo contra España, sino también contra el Santo Padre!

—Optar por la ambigüedad no nos aportaría nada —decidió el señor Charreton, sacudiendo la cabeza—. No ganaríamos la paz y perderíamos el honor.

—Es una cuestión de elección —insistió Boutier—. Sabéis que el príncipe de Gales no logró desposar a la infanta de España hace dos o tres años. Si lo hubiese hecho, Inglaterra habría reunido a los Habsburgo y nos hubiesen rodeado. ¡Gracias a Dios, el proyecto fue abortado!

—¿Seguro que esos funestos planes fueron abandonados? —preguntó el señor Fronsac.

—¡Seguro! Me he enterado hace unos días de lo que ocurrió exactamente: el señor George Villiers, el favorito del rey Jacobo, viajó secretamente a Madrid con el príncipe de Gales para encontrarse con la infanta María. George Villiers tenía por entonces mucha amistad con el señor Gondomar, el embajador de España en Inglaterra, el cual lo había convencido de hacer dicho viaje. Pero todo el proyecto descansaba en una ilusión: Gondomar, Olivares —el primer ministro español— y Felipe IV ¡creían que el príncipe de Gales iba a convertirse al catolicismo con ocasión de su estancia en Madrid! Cuando se dieron cuenta de hasta qué punto se habían equivocado, exigieron nuevas concesiones para aceptar la idea del matrimonio de la infanta, en particular la libertad de culto para los católicos ingleses. Pero las conversaciones fracasaron y el príncipe de Gales decidió finalmente volver a Inglaterra. Entonces los españoles no quisieron dejarlo partir. Para ser liberado, el príncipe tuvo que aceptar todas las demandas españolas. Por supuesto, una vez de vuelta en Inglaterra, rompió todos los tratados firmados entre ambos países. Luego, un odio implacable se desató entre Olivares y Villiers, un odio que, sin embargo, no llegó a desembocar en una guerra, pues ni los ingleses ni los españoles disponían de medios para llevarla a cabo. Por esas razones el rey Jacobo desea ahora tan ardientemente un matrimonio entre su hijo y la hermana de nuestro rey.

—Preferirá, seguramente, que seamos nosotros quienes hagamos esa guerra en su lugar —ironizó el señor Fronsac.

—¡Sin duda! Pero sin necesidad de llegar a eso, al menos ganaremos un aliado. En cambio, España hará todo lo posible para evitar ese matrimonio.

—España y Roma —puntualizó el señor Charreton—. ¿Creéis que los jesuitas —puesto que hablamos de ellos— ven con buenos ojos la unión de la hija mayor de la Iglesia con un país hereje?

—Sin contar —suspiró Fronsac— con que debe de haber, en el consejo del rey, muchísimos opositores a semejante alianza.

—Más de uno —asintió Bouvier—, pero, curiosamente, el asunto está defendido por un hombre leal a la reina madre, monseñor du Plessis, el cardenal Richelieu, que acaba de entrar en el consejo. Y el hecho de que un hombre de la Iglesia, un cardenal, defienda este proyecto ha hecho callar a la mayor parte de los partidarios de la Santa Sede.

—¿Qué clase de hombre es monseñor du Plessis? —preguntó Fronsac.

—Es tan insensible a la debilidad humana como fiel a la corona. Exactamente como era su padre, el gran preboste de Francia[20] —intervino el señor Charreton.

—Sobre todo es muy ambicioso —opinó Boutier con una mueca—. El rey debería desconfiar de él y alejarlo del consejo.

—¡Debería desconfiar de tanta gente! —exclamó el señor de Charreton encogiéndose de hombros—. Por mi parte, si tuviese que decidir a quién alejar de la corte, empezaría antes por la señora de Chevreuse[21]. Dicen que si lord Holland se aloja en el palacio de Chevreuse es por estar a su lado. ¡Y qué decir de las amigas de la duquesa, que ella misma ha puesto al lado de la reina! ¡Qué lástima encontrar ahí mujeres como la señorita de Verneuil!

—¿Quién es la señorita de Verneuil, abuelo? —preguntó Louis a media voz.

—Gabrielle-Angélique es una de las numerosas hijas que tuvo nuestro buen rey Enrique fuera de los sagrados lazos del matrimonio —le respondió su padre con una mueca de desaprobación.

—Es la que tuvo con la señora de Entraigues[22] —prosiguió Boutier—. Por cierto que me he enterado de que otro hijo natural de Enrique el Grande está interno en Clermont contigo, Antoine de Borbón, el hijo que el rey tuvo con la señora de Bueil.

—No lo conozco, abuelo.

—No ha habido muchos matrimonios entre las casas de Francia e Inglaterra —intervino la señora Fronsac.

—No creas, hija. Olvidas el de María Estuardo, la madre del rey de Inglaterra, que en primeras nupcias se había casado con nuestro rey Francisco II, aunque es cierto que él murió muy joven.

—Un matrimonio real sería muy hermoso, padre —dijo ella—. ¿Se celebraría en Notre-Dame?

—Sin duda.

—¿El duque de Buckingham vendrá a París para la ocasión? Dicen que es encantador —bromeó mirando a su esposo.

¡Buckingham! Louis se estremeció al escuchar esta palabra. Era la misma que había oído la otra noche en Clermont. ¿Pero era exactamente Buckingham lo que había oído? Ya no estaba tan seguro.

—¿Quién es ese duque, mamá? —preguntó.

—Es el hombre del que acabamos de hablar —respondió su abuelo—: George Villiers, el favorito del rey y del príncipe de Gales. Un pequeño hidalgüelo convertido en duque de Buckingham hace dos años. Dicen que es él quien dirige en realidad Inglaterra… Según lo que me han contado, es un ser insignificante y fatuo. Pero, dime, no nos has hablado mucho de tu colegio… ¿Has hecho amigos, aparte del que me has presentado?

—Me llevo muy bien con mis compañeros de dormitorio —respondió Louis—. Somos ocho; hay un hijo de un médico y otro de un consejero del Parlamento de Borgoña. Mis mejores amigos son los hijos de un carnicero y de un cerrajero, y por supuesto Gaston, que es el único noble de nuestro grupo. Es huérfano y su padre era preboste. En nuestro mismo piso vive también Paul de Gondi, el sobrino del arzobispo. Tiene la misma edad que yo y habla perfectamente latín. Dicen que sucederá a su tío.

—Louis olvida deciros que su amigo Gaston es pelirrojo. ¡Como pocos hayáis visto! —bromeó el señor Charreton.

—No te burles, abuelo. Gaston me defendió esta semana cuando fuimos provocados por los mayores. Procede de una vieja familia y estoy orgulloso de ser su amigo.

—¿Se queda en el colegio los días festivos? —se sorprendió su madre, repentinamente llena de afecto por ese niño que había defendido a su hijo.

—Sí, mamá. Vive demasiado lejos para volver a Tilly.

—Pierre, ¿estás de acuerdo en que invitemos al amigo de Louis con ocasión del próximo festivo?

—Si el señor rector nos autoriza a ello, ¿por qué no? Pero supongo que habrá que avisar a la familia. ¿Quién se ocupa de él?

—Tiene un tutor, papá. Es el prior de la abadía de Coulombs. ¡Me encantaría que viniese aquí!

—Escribiré al rector —decidió el señor Fronsac, sonriendo a su hijo.