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En su sueño, la campana no dejaba de sonar, pero tuvieron que sacudirlo para que Louis tomase conciencia de dónde estaba.

Las llamas de las linternas con velas de sebo colgadas de las vigas del techo parpadeaban débilmente. El prefecto había retirado su cortina. Era él quien lo había zarandeado. Su vecino, Gaston de Tilly, estaba ya sentado en el lecho y se frotaba los ojos.

—¡Espabilad, perezosos! —les reñía el prefecto—. ¡Tenéis que asearos y bajar a las letrinas antes de vuestras oraciones!

Louis se levantó. Tenía frío. Estaba oscuro. Añoraba su casa. Miró a sus compañeros, que estaban todavía sentados en el lecho.

Jacques Hérisson y Guillaume de Espoisses practicaban un aseo seco frotándose el rostro y las manos con gamuzas perfumadas. Chazelles y Thibert se friccionaban con polvo de violeta para eliminar los malos olores. Le Pontonnier apartaba indolente los piojos que corrían amorosamente por su jergón. Aparentemente ninguno de los internos había ido hasta los barreños del trinchero.

Louis sacó de su baúl la pastilla de jabón de almendra y el jabón de Castres que su madre le había dado para lavarse la cara y las manos. Contrariamente a sus compañeros, no tenía miedo al agua. El despacho familiar poseía una gran cisterna bajo la casa y su madre velaba porque toda la gente a su cargo se mantuviese limpia. En su casa nadie podía limitarse al aseo seco, y los criados debían mantener las manos lo más limpias posible si querían permanecer al servicio de la señora Fronsac.

Se dirigió al trinchero y vació un poco de agua de un cántaro en una de las jofainas de barro, luego mojó el rostro y se pasó la pastilla de jabón de almendra por la frente y las mejillas antes de enjuagarse. A continuación se lavó las manos con el jabón de Castres.

—¿Tú te mojas? —se asombró Gaston observándolo.

—Me obliga mi madre —se excusó Louis.

Gaston se entristeció pensando que él habría querido que la suya lo obligase a hacer lo mismo.

—¿No temes contraer enfermedades? —preguntó Jacques Hérisson, el hijo del cerrajero, que se había acercado con curiosidad a los barreños.

Louis se encogió de hombros.

—Son los piojos los que traen las enfermedades —le replicó.

Guillaume de Espoisses, el hijo del consejero del Parlamento, acababa de enfundarse sus calzas.

—Lavarse la cara con agua engendra males de dientes y catarros —intervino doctamente—. También hace palidecer la piel y la vuelve sensible al frío. ¡Todo el mundo lo sabe!

—Es cierto —convino Gaston—. Un criado me aseguró que el agua, al penetrar por los poros de la piel, deposita en ella sus gérmenes. Además, el agua hace perder a la piel todo su vigor.

—La grasa nos protege —se rió Guillaume de Espoisses.

—Sin embargo, mi padre me aconseja que me lave las manos una vez al día con mi pastilla de jabón de almendra —observó Jean Clary, el hijo del médico— y que utilice regularmente mi bayeta. También te puedes limpiar con yema de huevo.

—La grasa quizá te proteja —ironizó Louis—, pero no te impide oler a sobaco.

—Basta con utilizar el polvo de violeta y de rosa, así como pastillas de anís para el aliento —replicó Chazelles encogiéndose de hombros.

—Mi madre utiliza la flor de romero contra el mal olor —declaró Le Pontonnier.

Gaston se había levantado y había cogido la pastilla de jabón de almendra que Louis había dejado cerca de la jofaina. Se la llevó a la nariz.

—Huele bien. ¿Me la prestas?

Louis asintió poniéndose su camisa de lana.

—Los que estén listos pueden ir a las letrinas —determinó el prefecto—. Mucho ojo: no quiero ningún ruido en las escaleras. Yo iré con los últimos. Antes de bajar, llevad el agua sucia, y no vayáis a tirarla por ahí.

Louis se enfundó rápidamente sus medias de algodón gris, sus calzas de tela, que le llegaban a las rodillas, y su jubón de mangas. Se echó la toga por encima y se encasquetó el bonete.

—¡Espérame! —le pidió Gaston, que finalmente se había lavado las manos en la segunda jofaina con la pastilla de jabón de almendra.

Los primeros niños habían bajado ya. Louis, Gaston, que llevaba una jofaina de agua sucia para vaciar, y Jean Clary se reunieron con ellos, acompañados del prefecto. En el patio, una larga cola se había formado delante de las letrinas. Había cerca de trescientos internos y todos necesitaban utilizarlas.

De vuelta en su cuarto, los niños, junto con Gaston, que había vuelto a subir la jofaina llena de agua limpia, dijeron sus oraciones bajo la vigilancia del prefecto, quien les comentó detenidamente el Pater Noster insistiendo en la adoración y la obediencia que debían a su Creador. A continuación, arreglaron el dormitorio antes de trabajar durante una hora en el estudio de las Sagradas Escrituras. Barrer y limpiar fueron particularmente penosos, pues el prefecto verificaba si chinches y piojos habían desaparecido de las camas y, en caso contrario, no dudaba en obligarlos a sacudir varias veces las sábanas por la ventana. A Le Pontonnier no le quedó más remedio que despedirse de sus afectuosos piojos.

Tenían tanta hambre que la campana de las seis y media fue una liberación; bajaron en silencio hacia el jentaculum. Sin embargo, no les dieron más que una taza de sopa con pan. Sólo los mayores tuvieron derecho a un vaso de vino reparador.

Subieron de nuevo a buscar papel, tinteros, plumas y lápices, luego se quedaron en el patio hasta la campana de las ocho y cuarto, que señalaba la primera clase.

Este primer recreo permitió a Louis y a Gaston, que se habían quedado juntos, examinar a los externos a medida que iban llegando. Todos vestían toga y birrete, pero, fijándose con atención, Louis conseguía adivinar el estado de cada uno. Había hijos de comerciantes y de artesanos, reconocibles por su camisa de tela y sus zapatos gastados. Muchos llevaban también calzas de tela. Había externos provenientes de la magistratura y de los oficios, que adoptaban ya el aire grave y acompasado de su padre. Éstos llevaban medias negras bajo su toga de sarga. Por último, estaban los nobles, fácilmente identificables con sus cabellos rizados con tenazas, sus calzas bordadas de pasamanería o sus medias multicolores, que asomaban intencionadamente bajo sus togas de terciopelo demasiado cortas. Muchos mostraban una actitud distante hacia los plebeyos. Los mayores habían dejado su espada en la portería, pero conservaban en la mano la ficha de madera para presumir de que habían venido armados.

El prefecto de cámara había indicado su clase a sus internos. Era la sala más grande que se abría al patio, la situada a la izquierda de la capilla de los padres jesuitas. Les había avisado también de que serían en torno a ciento cuarenta alumnos y que debían entrar sin empujones.

Cuando sonó la campana, se ordenaron en filas de cuatro, algunos impacientes, otros más preocupados. Un vigilante arisco los hizo avanzar en silencio y los fue colocando a medida que iban entrando. Los más pequeños estaban delante, pero dejó vacías dos filas de bancos justo delante del pupitre del regente.

Éste estaba ya en su cátedra de madera esculpida, situada a una toesa[9] del suelo, a la cual se accedía por peldaños de madera. Era un hombre de edad, seco y delgado, cargado de espaldas, de nariz aguileña y barbilla prominente. Ataviado con su sotana negra de cuello cuadrado blanco almidonado, examinaba a los alumnos con expresión altanera y casi malévola mientras se instalaban.

Louis calculó que la mayor parte de los escolares tenían su edad —doce años—, pero los había también más pequeños, de apenas diez años, y, sobre todo, mayores, de trece o catorce. Algunos parecían incluso adultos. A los primeros en llegar, instalados delante, les tocaron en suerte pequeños pupitres; a los demás, simples bancos —ése fue el caso de Louis y de Gaston—, así que tuvieron que escribir sobre sus rodillas. Por suerte, disponían de una tablilla. Los que, como Louis, tenían un tintero y plumas de oca los dejaron en el suelo, a sus pies, pero muchos, como Gaston, no tenían más que lápices, que debían afilar con frecuencia.

Cuando todos los internos se hubieron colocado, fue el turno de los becarios y luego de los externos, muchos de los cuales no tuvieron sitio en los bancos. Todo el mundo se había quedado de pie, con el gorro en la cabeza, esperando respetuosamente a que el maestro hablase.

Un vigilante agitó una campanilla y se hizo el silencio.

Los alumnos se sacaron su birrete negro y uno de los vigilantes empezó a recitar el Pater Noster, que todos acompañaron a coro. Cuando hubieron terminado, se hizo de nuevo el silencio durante unos largos segundos.

—Yo soy el padre Camus, vuestro maestro de gramática latina —empezó por fin el profesor en un latín sibilante—. Estaréis conmigo todo el año, por la mañana, durante dos horas. Trabajaréis aquí la gramática latina, el estudio de los géneros y las declinaciones. A fin de curso sabréis de memoria a Cicerón y a Catón. Todas las tardes seguiréis el curso de Sagradas Escrituras del padre Louis de La Salle y, después de Pascuas, un curso de griego. Los vigilantes van a distribuir ahora una gramática cada dos internos. Los externos la comprarán y los becarios la consultarán en la biblioteca, donde también utilizaréis los diccionarios.

»¿Veis esos dos bancos delanteros que están todavía libres? Son los puestos de honor que ocuparán cada mes los mejores alumnos. El sábado me entregaréis los deberes y, a partir del lunes, esos bancos serán ocupados por los mejores. El primero de la clase será el imperator; los siguientes serán cónsules, censores, tribunos y decuriones en función de su clasificación. Otros serán simplemente senadores. Los alumnos así clasificados formarán los magistrados de la clase. Los otros les deberán obediencia.

»Los decuriones tendrán a sus órdenes a una decuria de alumnos, a los que harán trabajar. Las decurias serán también clasificadas según sus resultados, de modo que la primera decuria estará compuesta por la élite de la clase. Las decurias librarán desafíos en las declamaciones y alegatos públicos. A partir del lunes, cada decuria ocupará un banco con su decurión en el extremo, que será el responsable ante mí y ante los prefectos. Anotará las ausencias, tomará las lecciones y recogerá los deberes.

»Además, la clase estará dividida en dos campos separados por el pasillo central. A mi derecha, los romanos, y a mi izquierda, los cartagineses. Cada campo tendrá sus propios magistrados. Habrá, pues, dos cónsules, dos censores, dos tribunos y un número igual de decuriones y senadores en cada campo. El imperator de la clase será el mejor de los dos cónsules. Que todos y cada uno, en su campo, pongan empeño en hacerlo triunfar. Deseo que haya cada mes, entre vosotros, una lucha sin cuartel por la victoria de vuestro campo.

«Tendréis cada semana deberes escritos y preguntas orales, así como las declamatio. Cada vez habrá un duelo entre un representante de Roma y uno de Cartago. Cuando los magistrados de cada partido hagan recitar públicamente las lecciones, los decuriones se pondrán de acuerdo a fin de que a cada alumno de un campo corresponda otro alumno del otro campo. Tendréis, por tanto, cada uno el mismo adversario todo el año. Los perdedores harán perder a su pueblo, no lo olvidéis nunca. Es vuestra responsabilidad, pues, saber de memoria vuestras lecciones para no humillar a vuestros compañeros.

Bruscamente, la voz de su profesor subió un tono y se volvió amenazadora.

—Sin embargo, pese a esta competencia, algunos de vosotros no trabajarán lo suficiente, simplemente porque son perezosos o negligentes. Serán castigados. El castigo puede ir desde la privación del recreo o la comida hasta el látigo, infligido en la habitación y, en los casos más graves, públicamente. Los insolentes y perniciosos serán encerrados varios días en la cámara de las meditaciones. Debo preveniros: es una estancia tan terrible que preferiréis el látigo.

»Ahora poneos de nuevo vuestros birretes, sentaos y escribid. Voy a dictaros un texto de Cicerón que traduciréis. Irá seguido de un tema. Entregaréis este trabajo el sábado a vuestro decurión, que, provisionalmente, será el alumno sentado en el extremo de cada banco del lado del pasillo central. El lunes próximo habré corregido los deberes y os comunicaré la clasificación del mes.

Louis miró al final de su banco y vio que estaba ocupado por el hijo del carnicero, Jehan Le Pontonnier. Era él quien iba a ser su decurión.

El dictado en latín duró una hora, y la traducción del texto al francés, otro tanto. La campana fue un alivio para todos los alumnos, que tenían los dedos entumecidos.

Salieron para volver a encontrarse en la misa, donde estuvieron todavía más apretados que la víspera, pues la capilla de los jesuitas, situada cerca del refectorio, había sido reservada para los sacerdotes visitadores.

Después del oficio, varios alumnos se fueron hasta el tablero donde estaban fijados los menús y los comentaron. Por fin, sonó la campana del almuerzo de las once.

Encontraron rápidamente su sitio en la mesa, pues todos estaban hambrientos. Después de una espesa sopa de repollo con pasta de Italia, les sirvieron nabos y una minúscula porción de despojos de cerdo. De postre, natillas y una pieza de fruta. Como la víspera, a los internos más ricos, que comían en una mesa aparte, los dueños de establecimientos de asados les sirvieron cestas de patés y platos de caza. En cuanto a los becarios, recibieron una ración de sopa tan abundante como la de los internos, pero una minúscula de nabo y tocino en lugar del cerdo. Por supuesto, nada de natillas.

Louis reparó en que una mesa estaba integrada únicamente por sacerdotes visitadores. Uno de ellos, bastante joven, tenía los cabellos en corona tan rojos como los de Gaston de Tilly y pobladas y llamativas cejas. Fronsac se lo señaló a su amigo y le hizo observar riendo que si un día era jesuita se le parecería. Pero la ocurrencia no le hizo ninguna gracia a Gaston.

El recreo siguiente permitió al fin relajar la tensión que todos habían acumulado desde el comienzo de la mañana. Como la víspera, Louis observó que los alumnos más antiguos iban a buscar juegos a la portería. Propuso a Jacques Hérisson y a Gaston, todavía molesto con su ocurrencia, acompañarlo para saber cómo obtenerlos.

Tuvieron que esperar su turno y no pudieron elegir más que los últimos juegos. Había cañas para la práctica de la esgrima, peonzas, pelotas, aros, chitos, anillos, bolos con sus bolas e incluso juegos de damas y ajedrez.

El encargado del préstamo escribía su nombre en un registro y aconsejaba devolver el juego cuando sonase la campana, so pena de ser castigados.

Pidieron un juego de bolos y se instalaron al lado de la capilla, donde rápidamente se reunió con ellos Le Pontonnier.

Cuando sonó la campana, estaban todos impacientes por empezar con la clase de Sagradas Escrituras. Su profesor, el padre La Salle, era muy distinto del maestro de gramática latina: parecía amable y solícito con sus alumnos. Les describió la organización de la clase, que sería la misma que en gramática latina, pero no les habló de castigos. Su forma de abordar los Evangelios apasionó a los niños, y todos aceptaron de buen grado el trabajo de latín para el día siguiente.

La jornada del día siguiente fue similar a la de la víspera. Salvo que el tiempo cambió, y el viento, que viró a sur, trajo continuas borrascas.

Aunque el reglamento los obligaba a estar siempre con su prefecto de cámara, o en el patio, bajo la vigilancia de los prefectos de recreo, Louis y Gaston enseguida se percataron de que disponían, pese a todo, de una cierta libertad para circular por el colegio. Además del tiempo de los recreos, estaban también los paseos a las letrinas, la espera en el tonsor para cortarse el pelo, la de la confesión, así como los recados para un sacerdote en los pisos o incluso el trabajo en la biblioteca, donde podían ir cada vez que tenían un rato libre.

La biblioteca se hallaba en el primer piso y la llevaba el padre Jacques Sirmond, un exprofesor de teología que había sido rector del colegio de 1617 a 1620.

Gaston y Louis empezaron a ir el miércoles por la mañana, durante el recreo, para hacer los deberes que tenían que entregar, puesto que era el único lugar donde podían consultar los diccionarios de latín.

Una decena de mesas grandes amueblaba la sala donde alumnos, clérigos y sacerdotes trabajaban en silencio después de tomar prestados los libros en las grandes estanterías de roble adosadas a las paredes. Algunas estaban protegidas por puertas de rejilla cuyas llaves únicamente tenía el padre Sirmond, que se sentaba en un estrado.

En esta primera visita el bibliotecario estaba en compañía del sacerdote visitador de cabellos rojos. Louis se lo señaló de nuevo a Gaston con una mueca burlona. Volvieron a ver varias veces al joven jesuita, e incluso en una ocasión lo oyeron hablar en una lengua extranjera.

Jehan Le Pontonnier se tomó muy en serio su papel de decurión y les preguntó la lección cada noche. Recibió por ello felicitaciones del padre Galliffet, pero se granjeó los sarcasmos de Paul de Gondi, que formaba parte de su decuria y no podía aceptar estar bajo las órdenes de un carnicero, procediendo él de una familia tan ilustre, cosa de la que se vanagloriaba con mucha frecuencia.

Los niños se hicieron muchas preguntas también sobre la cámara de las meditaciones con la que los había amenazado el regente. Fue Paul de Gondi quien les reveló su emplazamiento. Uno de sus primos, alumno de retórica, le confesó que había sido encerrado algunas horas cuando estaba en quinto. Era un calabozo situado en el extremo del refectorio, del lado de la calle Saint-Jacques, cuyas paredes estaban pintadas con frescos que representaban las torturas del infierno. Dichos frescos estaban iluminados por linternas y su espectáculo era verdaderamente pavoroso.

El jueves era día de descanso y emplearon la mañana en el trabajo de cámara, que fue limpiada a fondo; luego, cada uno preparó sus deberes en su mesa o en la común. A los primeros que terminaron se les autorizó a que fuesen a buscar un libro a la biblioteca.

—Por la tarde os llevarán de paseo hasta un prado de las afueras —les comunicó luego el padre Galliffet mientras los guiaba al refectorio—. Podréis jugar en el bosque cuanto queráis.

En efecto, después de comer, los sacerdotes los reunieron en grupos de veinte. Cada grupo iba acompañado de un vigilante: el de Louis era el padre Galliffet. Salieron del colegio para subir la calle Saint-Jacques hasta la puerta de la ciudad, que estaba muy cerca. Al otro lado se extendían los suburbios.

En la calle, los vendedores ambulantes y aguadores eran tan numerosos que provocaban serias molestias obstruyendo la circulación de carros y carretas. Montaban un barullo espantoso con sus gritos y sus canciones destinadas a atraer a los clientes.

Apenas hubieron salido del colegio, los niños tuvieron que ponerse en fila para poder deslizarse entre carretillas y mulas. Un vendedor de cintas que empujaba su carro lleno de mercancía en medio de la calzada, vociferando: «¡No compréis mis cintas, son demasiado caras! ¡No quiero vendéroslas!», provocó un increíble apiñamiento de señoras empeñadas todas en comprar las ruinosas trencillas.

Las mujeres atascaron rápidamente la calle. Más lejos, otro buhonero, que ofrecía varas de junco gritando: «¡Sacudid a vuestras mujeres y vuestra ropa por un cuarto!», tenía mucho menos éxito.

Pasada la calle Estienne des Grès, se abría una plazoleta ante la vieja puerta medieval de barbacana a la que todavía estaban adosadas porciones de murallas arruinadas y torres derrumbadas en las que se habían instalado los pordioseros. En esta plaza se alzaba el poste del tormento que se utilizaba los domingos para desmembrar a los desertores detenidos por los prebostes de los mariscales. Los niños se detuvieron allí un instante mientras el padre Galliffet les explicaba el uso de la horca en lo alto de la cual se elevaba al supliciado.

—El ejecutor de la alta justicia le ata los pies y las manos a la espalda —explicó el jesuita santiguándose—, luego lo eleva a veinticinco pies del suelo antes de dejarlo caer, cosa que hace varias veces, hasta que el miserable tenga todos los miembros rotos y Dios decida acordarse de él. Este suplicio ahora sólo se aplica a los desertores —prosiguió con un tono de disgusto—, pero durante las guerras de la Liga se infligía sobre todo a los herejes protestantes.

Los niños comentaron a carcajadas los efectos del suplicio, lamentando que no hubiese espectáculo ese día. La Divina Providencia los escuchó, pues justo en ese momento se oyeron tambores y trompas.

De un antiguo juego de pelota adosado a la muralla salió un desfile de comediantes acompañados de algunos músicos. Era la compañía de tres antiguos panaderos que se hacían llamar Gaultier-Garguille, Gros-Guillaume y Turlupin, como les explicó a Louis y a Gaston uno de los alumnos al que sus padres lo habían llevado a ver el espectáculo.

Gaultier-Garguille, disfrazado de viejo con toga de maestro de la Sorbona y birrete negro con antiparras, se acercó a los niños con gran despliegue de muecas y se puso bruscamente a contorsionarse como una marioneta bajo los gritos y los hurras de la multitud que se había congregado a las primeras notas de la música.

Gros-Guillaume, que parecía un tonel cubierto de harina, intervino sosteniendo su abultado vientre y empezó a enumerar un montón de sentencias latinas que regocijaron a pequeños y mayores e incluso hicieron reír al padre Galliffet, mientras que Turlupin, tan pelirrojo como Gaston, desempeñaba el papel de un criado manilargo y simulaba robar a sus compañeros[10] delante de los incautos, que aplaudían sin darse cuenta de que los verdaderos ladrones estaban precisamente vaciando sus bolsillos.

Cuando el populacho fue suficientemente numeroso, los tres comediantes anunciaron su espectáculo y se pusieron a cantar canciones lascivas. Galliffet, horrorizado, mandó caminar a sus alumnos hacia la puerta, pese a la oposición de los niños, que querían quedarse a escuchar las coplillas. Esas canciones, les explicó el sacerdote, no podían suscitar en ellos más que malos pensamientos.

Bajo la mirada divertida del jefe de la policía de barrio, que estaba de servicio verificando los pasaportes en compañía de los agentes del fielato, los niños pasaron la vieja grada y el puente fijo de la barbacana, girándose varias veces para ver a Gros-Guillaume haciendo sus payasadas y oír las últimas coplillas:

Yo me fui a Bagnolet,

donde un gran mulo encontré,

yo me fui algo más lejos,

por un brazado de heno,

¡para Madelon, la del gentil cuerpo!,

¡para Madelon, a la que tanto quiero!

Pasados los antiguos fosos y hasta después del Val de Grâce, los arrabales no eran sino praderas, abadías, vastas granjas, castillos o posadas. No lejos del Bièvre, los jesuitas disponían de una alquería con grandes praderas, así como de un bosquete amurallado. Fue allí a donde llevaron a los internos y donde se quedarían toda la tarde, libres para correr y jugar bajo la bonachona vigilancia de sus prefectos.

Varios alumnos que conocían el lugar, pues habían ido allí el año anterior, se habían acordado de llevar pelotas. Algunos jugaban a la pelota después de haber tendido una cuerda entre dos árboles; otros arrojaban piedras a unos bolos improvisados con trozos de maderas plantados en el suelo.

Louis y Gaston se dieron una vuelta entre los corrillos de jugadores, sin tratar de participar. Les propusieron unirse a una lucha pero rehusaron y, finalmente, se instalaron en un tocón a mirar a algunos estudiantes de sexto agrupados en dos regimientos, armados de ramas, que desfilaban marcialmente, prestos a enfrentarse. Paul de Gondi comandaba una de las tropas con la autoridad de un general confirmado.

Louis había llevado el resto de sus bombones, pues temía que los encontrasen en su baúl, y los repartió con su nuevo amigo. Aprovechó la ocasión para abordar con él el tema que le preocupaba.

—El día de mi llegada ¿no oíste nada por la noche?

—No, salvo al vigilante que hacía su ronda. Creo que me desperté cuando él entró en el cuarto.

Louis no dijo nada durante un momento para continuar luego:

—Pues yo oí hablar bajo mi lecho.

—¿Bajo tu lecho? ¡Estarías soñando! —se burló Gaston mordiendo su golosina.

—Es posible —sonrió Louis, que no estaba muy seguro de ello, teniendo en cuenta que no había oído nada las noches siguientes.

Se quedaron de nuevo silenciosos mirando desfilar a los ejércitos de sexto; luego Louis preguntó a su camarada:

—¿Por qué quieres ser sacerdote?

—¡Jamás seré sacerdote! —exclamó Gaston.

—¿Entonces por qué lo dijo el prefecto?

—Es cosa de mi tío, que quiere que tome las órdenes. Él es prior.

—Es difícil oponerse a los padres —observó Louis, filósofo—. Mi padre es notario y yo seré notario. Pero habría preferido ser caballero de la Tabla Redonda.

—¿Caballero? —se asombró Gaston.

—Sí, como Lanzarote.

—¡Pero tú no eres noble!

—Mi abuelo tampoco lo era. Sin embargo, luchó contra los Dieciséis, por nuestro rey Enrique.

Gaston lo miró con una mezcla de interés y de sorpresa antes de explicar:

—Mi padre también estaba al servicio del rey. Era teniente en la compañía del preboste general de los mariscales de Rouen. Apenas pude conocerlo, pues estaba siempre de cabalgada en la bailía de Vernon. Tampoco conocí a mis abuelos. Sólo sé que los Tilly vienen de Philippe de Harcourt, quien a su vez desciende de Enguerrando de Harcourt, compañero de Guillermo el Conquistador. Nuestra familia es una de las más antiguas de Francia, y la honraré sin necesidad de convertirme en hombre de Iglesia.

Un grupo de tres chicos mayores se les acercó. Uno de ellos estaba tonsurado como un abad; otro era tan alto y robusto como un adulto. Con seguridad tenía más de dieciséis años. El tercero, de aspecto más condescendiente que distinguido, caminaba en cabeza dando golpecitos con un junco a las briznas de hierba. El tonsurado los miró un instante con un desprecio malévolo que hizo estremecer a Louis e indignó a Gaston.

—¿Estáis en sexto? —preguntó con tono arrogante.

—Sí —confirmó secamente Gaston.

—¿Eres Tilly?

—Me llamo Gaston de Tilly.

—Nosotros estamos en cuarto —dijo el tonsurado haciendo caso omiso de la hostilidad de su interlocutor—. Él es el señor Adhémar de Rouville —dijo, señalando al joven del junco—, y él, el señor Thémines de Lauzières. En cuanto a mí, soy abad y me llamo Nicolas Sillery. El señor de Rouville es el jefe de la cofradía del Cuarto. Es una asociación que agrupa a los internos de sexto y de quinto del colegio. Fue creada por el señor de Rouville para defenderos.

—¿Defendernos de qué? —preguntó Louis.

—De molestias.

—¡Nosotros no tenemos molestias! —intervino Gaston encogiéndose de hombros.

—Podríais tenerlas. Entonces es cuando intervenimos nosotros junto a los prefectos y nos escuchan.

—¿Quiénes son esos cuartos? —preguntó Louis.

—Son los internos. Forman el cuarto estado de Clermont después de los padres jesuitas, los maestros y los vigilantes.

—¿Qué hay que hacer para ser miembro?

—Hay que pagar una cuota cada mes —respondió el abad tonsurado—. Yo soy el recaudador y el tesorero.

—¡Qué lástima!, porque yo no tengo dinero —exclamó Gaston apartando las manos.

—Son dos cuartos —prosiguió el tonsurado como si no hubiese entendido.

—¿Dos cuartos al mes? —se escandalizó Louis.

—Es poco para estar bien protegido —aseguró el más alto con voz rota.

Durante este diálogo, el maese de la cofradía los miraba como si fuesen el último mono. Esa actitud condescendiente, añadida al tono del abad, encolerizó a Gaston.

—¡No nos da la gana de formar parte de vuestra cofradía! —contestó con brusquedad.

—Os equivocáis, señor de Tilly —intervino Rouville con voz dulzona.

—¿Qué hacéis con ese dinero, señores? —preguntó cortésmente Louis para no molestarlo.

—¡Eso no os importa! ¡Os aconsejo pagar; si no, tendréis molestias! —gritó Thémines alzando el tono de voz.

—¿Qué clase de molestias? —preguntó Gaston apretando bruscamente los puños.

—Será desagradable —dijo el tonsurado burlándose.

—¿Me estáis amenazando, señor abad? —preguntó Gaston levantándose.

Louis lo retuvo por un brazo, pero el tonsurado, asustado, reculó un paso.

—¡Dejémosles! —exclamó Rouville con tono fatigado—. Estos dos idiotas aprenderán antes o después.

Los tres chicos se alejaron.

—¡Dos cuartos al mes! —repitió Louis—. Somos casi ciento cincuenta en sexto, ¡unas siete libras en total!

—Yo no tengo dinero, así que, por mí, pueden pedírselo al maestro armero.

—¿Qué clase de molestias podrían ocurrimos? —preguntó Louis, ligeramente inquieto.

—Ninguna que pueda preocuparme —decidió Gaston encogiéndose de hombros—. Yo ya he conocido todas las desgracias del mundo.

Durante el recreo de la tarde, Louis interrogó a sus compañeros de dormitorio para saber si habían recibido la visita de Rouville y sus amigos.

En efecto, así había sido, y todos habían pagado o prometido hacerlo, incluso el hijo del cerrajero, a pesar de que no era rico. Louis manifestó su asombro a Jacques Hérisson, mientras Gaston estaba confesándose. Le explicó además que el señor de Tilly y él se habían negado, y que Rouville se había ido sin insistir.

—Habéis tenido suerte —se asombró Hérisson, visiblemente aterrorizado—. Cuando vinieron, estábamos todos juntos jugando a los bolos. Jehan Le Pontonnier les replicó que no tenía dinero. Entonces, el mayor de la banda lo abofeteó con tal violencia que Jehan se cayó al suelo. Se levantó y se arrojó sobre él, pero el otro se le echó encima. A continuación, agarrado por ese bruto y por un compinche de Rouville llegado de refuerzo, el jefe de la cofradía del Cuarto, a su vez, abofeteó varias veces al pobre Jehan antes de decirnos: «Esto es lo que les pasa a los que se nos enfrentan», y dirigiéndose a Jehan, añadió: «Tú, de castigo, tendrás que darme cuatro cuartos la semana que viene». Luego lo soltaron y todos aceptamos pagar.

«Sin duda —pensó Louis con horror—, él había escapado a una suerte idéntica porque estaba con Gaston, cuyo físico había impresionado a la banda».

Por la noche se saltaron el recreo y trabajaron hasta muy tarde en la biblioteca a fin de terminar los deberes que tenían que entregar el sábado. Lo mismo ocurrió el viernes, y hasta el recreo de la noche Louis no contó a Gaston el incidente entre los miembros de la cofradía y Jehan Le Pontonnier.

—Seguro que tuvieron miedo de ti —concluyó.

—¿Miedo? Ya me extrañaría —ironizó Gaston—. ¿Qué podría hacer yo contra Thémines de Lauzières, que es dos veces más robusto que yo? Por otra parte, si atacaron a Jehan, que es capaz de matar a un buey, o eso dice, yo no he debido de asustarlos mucho…

Reflexionó un instante antes de añadir:

—Rouville conocía mi nombre. Será más bien porque soy noble y procedo de una vieja familia por lo que no se atrevió a utilizar la violencia. Tuvo miedo a que se le echasen encima los otros gentileshombres.

Preguntándose todavía si había hecho bien al negarse a pagar, Louis se sintió más tranquilo con esta explicación. Si permanecía con su amigo, no correría peligro.

—Habrá que estar atentos —advirtió sin embargo Gaston.

—¿Crees que la tomarán con nosotros?

—Quizá. Pero siendo dos, podremos defendernos.

—¿Y si pagamos? —propuso Louis pensando en las bofetadas que había recibido el hijo del carnicero, un chico capaz de matar un buey.

Su amigo hizo una mueca de rechazo.

—¡No! Ya te lo he dicho. Mi padre era preboste. Desde donde esté, se avergonzaría de mí si cediese ante esos mamposteros[11]. Él los habría llevado a la picota y los habría hecho fustigar para castigarlos.

—Adhémar de Rouville y Thémines de Lauzières son nobles, y no se lleva a los nobles a la picota —observó Louis, no muy tranquilo—. ¿Y si hablase con mi abuelo? Y tú con tu familia.

—Yo no tengo familia —replicó Gaston sacudiendo la cabeza—. Tenía cuatro años cuando murieron mis padres. Los padres de mi madre hacía tiempo que habían muerto de viruela. Mi abuelo paterno se murió en la guerra, y mi abuela, de tristeza.

Reflexionó un instante antes de preguntar:

—¿Qué podría hacer tu abuelo?

—Es procurador en la Cámara de Cuentas. Podría venir a ver al padre Filleau y explicarle que nos amenazan.

—El rector jamás lo creerá, o le contestará que tenemos que arreglárnoslas.

Se quedaron silenciosos.

—¿Tu padre también murió en combate? —preguntó finalmente Louis.

—No, como te dije, era teniente del preboste de los mariscales. Iba a París en coche con mi madre, que era hija de un consejero del Tribunal de Primera Instancia de Chartres. Iban con ellos un cochero y un ayuda de cámara. Los caballos debieron de desbocarse porque el coche volcó. Los encontraron mucho más tarde, destrozados. Ocurrió hace siete años.

Se calló y permaneció un instante mirando a los que se batían con cañas. Volvió a hablar al cabo de un momento.

—Mi tío abuelo, prior de la abadía de Coulombs, se convirtió en mi tutor. Tengo un hermano mayor al que jamás he visto. Es soldado, abanderado, creo, no sé dónde. Mi padre tenía un hermano, mi tío Hercule, que también era soldado. Se vino a vivir a nuestra casa hace dos años. Había perdido un brazo. Yo vivía solo con mi nodriza y su marido en nuestra casona. Había sitio y se instaló allí. Se ha ocupado un poco de mí, enseñándome lo que sabía, es decir, a batirme. Esgrima, sobre todo. También algo de tiro, con arco, pistola y ballesta. Yo quería ser soldado como él, pero mi tutor decidió que fuese sacerdote. Me ha enviado aquí y mi tío Hercule no ha hecho nada para impedírselo.

Jamás había hablado tanto, y Louis advirtió cuánto rencor experimentaba Gaston hacia ese tío que, a sus ojos, lo había abandonado. Se emocionó hasta las lágrimas y decidió que él no lo abandonaría jamás. Por ello debía contarle que iba a volver a casa la semana próxima.

—El miércoles no estaré aquí —dijo.

—¿Por qué?

—Es San Dionisio[12]. Vendrán a buscarme.

—¡Qué suerte! —exclamó Gaston sonriendo tristemente.

El domingo, el catecismo sustituyó a la gramática latina, y luego tuvieron una presentación sobre la manera de ayudar en misa. A continuación se celebró la gran misa dominical a la cual podían asistir las gentes del barrio, por lo que en la iglesia estuvieron más apretados que nunca.

El lunes por la mañana, su profesor de gramática proclamó los resultados de los deberes. Para su sorpresa, Louis fue nombrado decurión, y Paul de Gondi, censor. Su cargo debía durar un mes, hasta el próximo concurso. El futuro arzobispo de París se pavoneó al oír su nombre y, desde el día de su nombramiento, se comportó amistosamente con Jehan Le Pontonnier, al que sin embargo había tratado con acritud y despreciado abiertamente cuando este último era decurión. El caso es que el hijo del carnicero se había convertido en un simple alumno, más bien corto de alcances y particularmente mediocre en latín. Ya no hacía sombra a aquel que procedía de una casa ilustre de Francia y de antigua cuna en Italia, como Paul de Gondi repetía hasta la saciedad.

El martes, víspera de San Dionisio, ya habían ido a buscar a varios internos desde el mediodía. A las cinco, Louis esperaba impaciente en el patio, pensando que tal vez se habían olvidado de él, cuando al fin apareció la alta silueta de su abuelo, ataviado con capa de paño negra y botas de caballero protegidas por gruesas polainas de tela. Se precipitó hacia él.

El señor Charreton lo tomó en sus brazos para abrazarlo.

—¡No te había olvidado, Louis! He avisado al portero de que venía a buscarte.

—Abuelo, quiero presentarte a mi amigo —dijo Louis.

Señaló a Gaston, que, a unos pasos, se mostraba cariacontecido.

El señor Charreton se acercó.

—Me llamo Gaston de Tilly, señor —declaró Gaston con voz clara, inclinándose ligeramente y destocándose—. Mi padre era caballero.

—Mi nombre es Louis Charreton, señor de Tilly. Soy procurador en la Cámara de Cuentas —se presentó a su vez el abuelo con una ligera reverencia, levantando a su vez el sombrero.

Gaston se inclinó de nuevo y luego se despidió de su amigo, esforzándose para que no se le quebrase la voz:

—Hasta mañana, Louis.

A continuación, les volvió la espalda y se alejó para ocultar sus lágrimas. A él nadie iría a buscarlo.