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La mula negra y la carreta de dos ruedas tirada por un fogoso caballo se detuvieron ante el gran porche sobre el cual estaba grabada la inscripción: Collegium Societatis Jesu.

El muchacho de once años y medio, que durante todo el trayecto se había apoyado en el voluminoso baúl que contenía su equipaje, se enderezó, lleno tanto de temor como de curiosidad. Su padre, el notario Pierre Fronsac, ya había bajado de la mula. Claude Richepin, el criado que llevaba el caballo, echó pie a tierra a su vez, así como el señor de Charreton, el abuelo del chico, que iba sentado en el pescante de la pequeña carreta.

La calle Saint-Jacques no era muy ancha, pero delante del colegio de Clermont el porche de entrada dejaba un espacio suficiente para que el vehículo pudiese permanecer algún tiempo sin entorpecer demasiado la circulación.

Era el final de la tarde[2] del lunes 30 de septiembre de 1624. El señor Fronsac había elegido esta hora para no perder demasiado tiempo. En efecto, la mayor parte de los internos del colegio llegaban por la mañana, lo que provocaba siempre gigantescos atascos en la calle.

El notario ató su mula a una gruesa anilla herrumbrosa en el interior del porche que se abría entre casas medianeras. Dos azacanes que esperaban enfrente del colegio se acercaban ya, con el sombrero arrugado en la mano y los ojos respetuosamente bajos. Los mozos de cuerda esperaban cada día a que algunos pequeños señores llegasen al colegio para proponerles llevar sus baúles a las habitaciones.

El niño saltó a su vez por encima de los adrales de la carreta, con los ojos clavados en los rótulos multicolores que danzaban al compás de la música quejumbrosa de sus cadenas. Era la segunda vez que venía a Clermont. En la primera ocasión, ocho días antes, había venido a ver al rector para solicitar su admisión. También su padre y su abuelo lo acompañaban.

Habían sido recibidos en un pequeño y oscuro gabinete, panelado a media altura, en el primer piso del edificio central. El padre Jean Filleau, el rector del colegio, era un hombre de aspecto severo y distante pero de sonrisa dulce. Iba vestido con una sotana de tela negra con cuello cuadrado blanco. Se había levantado con cortesía para recibirlos cuando su secretario, un joven sacerdote, los había hecho entrar en su gabinete de trabajo y los había presentado.

El secretario tenía en la mano un expediente que depositó en la mesa del rector, quien hizo sentar a sus visitantes en los dos sillones tapizados de cuero. El niño permaneció de pie. El rector se sentó a su vez y abrió el expediente, que leyó rápidamente.

—He recibido su carta, señor Fronsac —dijo dirigiéndose al notario después de haber saludado con deferencia al señor Charreton, pues no ignoraba que el abuelo del niño era procurador en la Cámara de Cuentas—. Sabéis que, para sexto, sólo aceptamos internos a partir de los doce años.

—Lo sé, padre, pero mi hijo Louis habla perfectamente latín y sabe contar muy bien. Perdería un año quedándose en la escuela primaria, y sé que también hacéis excepciones.

—¿Por qué no meterlo aquí externo? —propuso el rector.

—Sería muy complicado para nosotros venir a traerlo y a buscarlo. Vivimos en la calle de los Quatre-Fils, y sabéis cuan difícil es atravesar el Sena. Además, el internado le vendrá muy bien, pues Louis es un tanto soñador para mi gusto.

El rector suspiró para enmascarar su desacuerdo e hizo un gesto vago con la mano. Estaba harto de estos padres que querían que sus hijos creciesen rápidamente. Pero el señor Charreton, procurador influyente, también le había escrito al respecto; no le quedaba más remedio que darse por vencido si quería evitar otras presiones más enojosas.

—De acuerdo, si es vuestro deseo… Uno de nuestros profesores va a examinarlo para verificar sus conocimientos de latín. Os supongo al tanto de que en el recinto del colegio no se habla más que en latín.

—Desde luego, padre.

—No dudo en absoluto del resultado. Vuestro hijo tiene un aspecto particularmente despierto —dijo, sonriendo brevemente—. Durante la prueba, os enseñaré la casa. Vayamos ahora a lo práctico: vuestro hijo necesita un equipo completo, pues la colada no se hace más que una vez al año. Aquí tenéis la lista —añadió, tendiéndole una hoja manuscrita.

»En caso necesario, debe añadir una toga larga de color negro que llevará sobre su ropa, así como el birrete de los internos. Los alumnos de Clermont llevan el pelo cortado en corona, salvo los futuros sacerdotes, que son tonsurados. Luego su hijo deberá cortárselo.

»Los internos se alojan en dormitorios de entre diez y veinte alumnos, los cubicula, bajo la vigilancia de un prefecto de cámara, el cubiculario. Desgraciadamente, ya no tenemos plazas, así que este año nos hemos visto obligados a dejar libres algunos espacios suplementarios en el primer nivel de los desvanes para acondicionar nuevas habitaciones, más pequeñas que los dormitorios habituales. Su hijo estará, pues, en una pieza con sólo otros ocho compañeros, pero, como es una sala que no puede ser calentada, vuestros gastos de calefacción serán algo menores que los de los otros internos. A cambio, deberéis tener previstas camisas de lana bien gruesa.

»Os he preparado en esta hoja los costos de la pensión. Pagaderos en cuatro plazos anuales. La pensión de vuestro hijo será de doscientas libras. Respecto a la iluminación, los gastos de luz son quince cuartos al mes. Y ahora, muchacho, unas palabras sobre nuestra casa…

Se dirigió a Louis con una sonrisa que pretendía ser amistosa.

—El colegio está dirigido por los jesuitas, ya lo sabes. Nuestra sociedad fue fundada por el padre Ignacio de Loyola, para ser útil a las almas y obedecer al Santo Padre.

Con un dedo, señaló los dos retratos en la pared de la derecha por encima del entablado: uno representaba a un hombre de mirada profunda con el cráneo despoblado más que tonsurado. Llevaba una barba en collar que se juntaba con su mostacho. El segundo era el papa Urbano VIII. Las dos figuras miraban a los dos reyes de Francia representados en sendas pinturas en la pared de enfrente. Louis tuvo la extraña sensación de que los cuatro hombres se desafiaban con la mirada. De un lado, el padre y el hijo, reyes de Francia ferozmente independientes de Roma, y, enfrente, los representantes de la Iglesia que afirmaban la supremacía absoluta de lo espiritual sobre lo temporal.

Pese a su edad, apenas doce años, Louis conocía bien la historia de Francia. Su mirada vagó por la pieza de sobria decoración. Aparte de los retratos y la mesa, en la que se encontraban algunas plumas de oca, dos tinteros de plata y un cortaplumas, no había sino asientos, un armario enrejado y bajo la ventana una voluminosa caja de caudales empotrada en la pared. «Quizá guardasen en él el dinero de las pensiones de los alumnos», pensó el niño.

Pero el rector proseguía y la imaginación de Louis dejó de volar.

—Aquí, ser útil a las almas significa educar a los hombres. En la actualidad, nuestra orden está dirigida por el prepósito general Mutio Vitelleschi, que tiene bajo sus órdenes a los provinciales. Hay cinco provinciales en Francia, y el de París vive en nuestra casa profesa de la calle Saint-Antoine. En tanto que rector y director de este colegio, estoy a sus órdenes. Yo vivo aquí, y como en el refectorio con los alumnos y los profesores. No dudes en buscarme en caso de hallarte en un problema grave.

Se calló un instante como para insistir en lo que iba a decir.

—Nuestra fuerza reside en la obediencia ciega. Aquí todos y cada uno deben obedecer sin pensar las órdenes de su superior. Pero la obediencia no es nada sin el esfuerzo, el único que puede procurarnos la salvación eterna. Espero de ti obediencia y esfuerzo.

»Al lado de los internos como tú, que viven en un dormitorio, están los que se alojan en apartamentos privados. Pagan una pensión elevada, y son gentes de calidad que disponen de criados y preceptores. Habrás de mostrar respeto y deferencia hacia ellos. Durante el día, te encontrarás con los externos. No está recomendado mantener relaciones con ellos, pues tienen tendencia a distraer a los internos. Evita, pues, acercarte a ellos y hablarles. También tenemos becarios pobres en esta casa. Los reconocerás por su toga gris. En la mesa, su menú es más frugal que el de los demás internos, a fin de que tomen conciencia plena de su estado de pobreza, puesto que Dios así lo ha decidido. Se preparan para convertirse en sacerdotes. Entre tus futuros compañeros muchos son también los que se convertirán en servidores de Dios. Algunos son ya abades tonsurados.

»Hallarás también numerosos sacerdotes que viven en Clermont, como llamamos afectuosamente a nuestro establecimiento. Muchos no son franceses, pues nuestra sociedad está extendida por el mundo entero. Has de saber que en este lugar coexisten tres colegios. El de los sacerdotes, el de los estudios y el de los internos. El colegio de los estudios está dirigido por el padre Louis Cellot, que se ocupa de los externos, de los profesores, de la enseñanza y de la disciplina en las clases. Durante el curso todos los alumnos están bajo su autoridad.

»El colegio de los internos está dirigido por el padre Ambroise. La disciplina en las habitaciones, así como en los recreos, la capilla o el refectorio, depende de él. Dispone para ayudarlo de prefectos de cámara, de refectorio, de recreo y de capilla. Les obedecerás sin discutir. El padre Ambroise también vela por que los niños digan sus oraciones y se confiesen regularmente. Es él, junto con el padre Louis Cellot, quien te examinará dentro de un momento, pues son ellos quienes deciden la admisión de los internos.

»En cuanto al colegio de los sacerdotes, se ocupa de los religiosos que viven y trabajan aquí, o que son simples visitadores de paso. Pero su ministro, a quien nosotros llamamos el síndico, se encarga también de la intendencia de la casa, de la alimentación, de la iluminación, de la calefacción, de la limpieza y de la salud.

»Pasemos ahora al capítulo de la disciplina. Es justa y es severa. Observarás una obediencia total hacia profesores y maestros, a los que nosotros llamamos regentes, pero también hacia los prefectos, y desde luego hacia todos los miembros de nuestra orden. La sumisión a toda prueba, perinde ac cadaver[3], es nuestra primera regla, no lo olvides nunca. Algunos alumnos de más edad que tú están también encargados de la disciplina y de denunciar a los alumnos que cometan faltas. Son los vigías. En general, no son conocidos por los internos, pero si uno de ellos se presenta a ti como tal, le deberás obediencia. No debes olvidarlo nunca: respeto y sumisión hacia los superiores son los principios de nuestra vida común. Cualquier falta da lugar a severos castigos que pueden ir desde el látigo hasta la expulsión definitiva.

Apartó las manos como para atenuar un poco su amenaza. Louis bajó la cabeza y los ojos en señal de docilidad.

El rector se levantó de su asiento.

—Voy a llevarte con el padre Cellot, el prefecto de estudios. Todavía unas palabras más sobre el empleo del tiempo. Sigue de cerca la máxima que estoy seguro de que conoces:

Levantarse a las seis, almorzar a las diez,

cenar a las seis, acostarse a las diez,

hacen vivir al hombre diez veces diez.

»Para nosotros, la hora de levantarse es entre cuatro y cinco, siguiendo las estaciones. Al despertar, con los otros internos de tu habitación, estudiarás las Sagradas Escrituras, y luego limpiarás el cuarto. A continuación tomaréis todos juntos un desayuno antes de un breve recreo durante el cual llegan los externos. Siguen dos horas de clase antes de la misa. El almuerzo se toma hacia las once. Hay un nuevo recreo mientras se espera la llegada de los externos para las dos horas de clase de la tarde. Después, llega el momento del trabajo en la cámara o en la biblioteca hasta la cena. Finalmente, hay un último recreo antes de las oraciones y de nuevo el trabajo personal bajo la vigilancia del prefecto de cámara. El domingo, los horarios son ligeramente distintos, pues hay que añadir la clase de catecismo y una larga misa. El jueves y los días festivos son días de descanso y paseo. Señor Fronsac, ¿deseáis que vuestro hijo vuelva a casa los días festivos?

—Sí, su madre os lo agradecerá.

—Muy bien. ¿Vendrá alguien a buscarlo?

—Desde luego, padre.

Llevaron a Louis ante el prefecto de estudios. El padre Cellot lo examinó largamente en latín y luego le mandó hacer algunos cálculos con fichas. Louis resolvió fácilmente aquellos ejercicios y se reunió con su padre y su abuelo, que se hallaban en el patio cuadrado en compañía del secretario del rector, dedicado a enseñarles el lugar. Era un patio muy oscuro, rodeado de altos cuerpos de edificios en tres de sus flancos y, en el último lado, por la parte trasera de las casas de la calle Saint-Jacques.

—¡Era fácil! —les gritó muy contento tan pronto los vio.

Ambos parecían orgullosos de él y el chico estaba alborozado por ello. Se juró en su fuero interno ser siempre digno de ese honor.

Su abuelo materno lo tomó en sus brazos riendo y le dio unas vueltas, mientras que su padre parecía algo inquieto por dejar a su hijo en aquel triste internado. Es cierto que los dos hombres tenían caracteres tan dispares que veían el mismo mundo como dos universos diferentes. El señor Fronsac estaba perpetuamente inquieto y atemorizado, mientras que el señor Charreton, despreocupado, desbordaba audacia. Había vivido toda clase de aventuras que le habían forjado el carácter, cuando, a los veinte años, se había alistado junto a Enrique el Grande contra la tiranía de los Dieciséis y del duque de Mayenne[4].

El señor Charreton dejó a su nieto en el suelo.

—El señor abad nos ha llevado a visitar las aulas —explicó a Louis, señalando al joven secretario.

El jesuita sonrió y mostró a Louis una puerta frente al porche que comunicaba la calle Saint-Jacques y el patio.

—Ésa es la clase de los de sexto, muchacho. Al lado se encuentran los refectorios.

Señaló la fachada sobre la cual se abría la gran escalera. En lo más alto, en la cima de una especie de torre, Louis vio un cuadrante solar.

—Por aquí están las clases de quinto y de cuarto —prosiguió—. Las aulas de segundo y de retórica están instaladas en las dos casas de la calle Saint-Jacques, que compramos el año pasado (señaló entonces dos puertas a un lado y otro del porche de entrada). Están también las clases de noveno, octavo y séptimo, pero cuentan con muy pocos alumnos, pues no queremos internos demasiado jóvenes. Están situadas en el primer piso. Entre nosotros les llamamos los Abecedarios.

Sin dejar de hablar, los acompañaba hacia la salida. En el último momento, les señaló una gran puerta de doble batiente a su izquierda, coronada por un crucifijo de piedra.

—Ahí se encuentra la gran capilla. También se puede acceder a ella por la calle los días de gran ceremonia.

La visita había terminado.

Muy lejos, hasta perderse de vista, decenas de rótulos de todos los colores y formas se balanceaban graciosamente en la brisa matinal. Algunos señalaban un comercio o una hostería otros simplemente una casa burguesa.

Echando pie a tierra, la mirada de Louis fue atraída por el más próximo, situado a unos cuantos pasos del porche del colegio, sobre el cual estaba escrito: La Geste de saint-Michel. Era un gran panel de madera esculpida que representaba al santo abatiendo a un demonio chorreante de sangre. Mirándolo, el niño se sintió capaz, también él, de vencer a un monstruo semejante.

Su abuelo se acercó. Había observado la mirada brillante de Louis.

—Ése es mucho más bonito —dijo, señalando el escudo de la Gallée d’or.

Era el rótulo de la casa de un cambista de oro que representaba un galeón navegando en medio de la marejada.

—¿Tú te embarcaste en un navío, abuelo?

—Varias veces.

—¡Tienes que contármelo!

—Por supuesto. Pero no ahora; apresúrate, que tu padre ya está en la portería.

Uno de los mozos de cuerda esperaba con el pesado baúl a cuestas. Pasaron juntos bajo el porche. «¡Así que era aquí donde iba a estar encerrado durante seis años como mínimo!», pensó Louis, con la garganta seca. No saldría más que para seguir los cursos de la universidad y convertirse en notario como su padre. ¿Eso significaba que jamás conocería la vida de aventura que había llevado su abuelo?

—No será tan terrible, Louis —trató de tranquilizarlo el señor Charreton, adivinando los recelos y temores de su nieto—. No olvides que vendremos a buscarte para San Dionisio[5].

Cuando Louis y su abuelo entraron en la portería, una pequeña pieza a la izquierda del porche, frente al patio, el portero explicaba al señor Fronsac que no podía acompañar a su hijo hasta su cuarto. Uno de los vigilantes se encargaría de ello. Sólo el mozo de cuerda estaba autorizado a entrar con el baúl.

El niño abrazó a su padre y a su abuelo conteniendo con dificultad las lágrimas. Notó que su padre le deslizaba algo en la mano, y luego se fueron. Ya era un interno.

El vigilante, un clérigo tonsurado de mirada torva y ojos ligeramente rasgados en tomo a una nariz achatada, olía mal.

—¡Seguidme! —ordenó secamente al portabultos y al chico.

Louis obedeció con un sentimiento de curiosidad e inquietud. Atravesaron el patio para tomar la gran escalera situada en medio del cuerpo de edificios de la izquierda. Dos tramos de peldaños separados por un pequeño rellano se sucedían entre cada piso. Subieron hasta el segundo. El palanquín cerraba la marcha jadeando bajo el peso del baúl. En el segundo piso, una escalera más estrecha que la anterior subía a los vastos desvanes. En su primera visita, Louis había observado las tres filas de ventanas en el alto tejado. Había, pues, tres niveles de habitaciones a partir de aquí. ¿Cuál sería la suya? Ojalá no estuviese en lo más alto, donde hacía más frío en invierno y más calor en verano, se inquietó.

La escalera desembocó en un pasillo oscuro donde unas cuantas candelas se consumían en linternas de hierro. Se oía un ruido difuso. Otra escalera, todavía más empinada, subía más alto. Las baldosas de terracota que recubrían el suelo de los dos primeros pisos habían dado paso a un suelo de pino mal desbastado.

Sin una palabra, su guía los condujo al extremo del corredor y llamó a la última puerta antes de abrirla.

Entraron en una especie de largo dormitorio común abuhardillado, iluminado por tres ventanas que sobresalían del tejado. Había cuatro lechos a un lado y cuatro enfrente. No eran más que bastidores de tablones extremadamente estrechos sobre los cuales habían tendido cinchas de cuero. Cada uno estaba separado del siguiente por una cortina colgada de una barra. Las cortinas estaban retiradas y atadas, por lo que se abarcaba toda la extensión del cubicula.

Louis avanzó con curiosidad. Entre cada lecho había una minúscula mesa de pino y un escabel de tres pies, así como un cofre o un baúl. Por encima de la mesa, en la pared o en el techo en pendiente, había pegada una imagen santa. Cuando las cortinas estaban echadas, cada cual podía gozar de una cierta intimidad.

Había en la pieza siete muchachos aproximadamente de su edad, así como un sacerdote de sotana. Este último, de unos sesenta años, calvo, lo miró atentamente entrecerrando los ojos como hacen los miopes. Se hallaba cerca de un interno que había desplegado su equipo sobre el lecho. Sin duda, verificaba que estuviese completo. Tres niños estaban a su mesa de trabajo, donde escribían o leían; otros tres estaban sentados en el jergón de un lecho y hablaban a media voz.

—Padre, aquí tiene a su último interno —declaró el guía—. Supongo que le tocará aquí.

Sin esperar respuesta, hizo signos al mozo de cuerda para que posase el cofre cerca de un lecho vacío, frente a la puerta de entrada. Era el único lugar donde no había ni cofre ni baúl.

—Tú debes de ser Louis Fronsac —supuso el prefecto acercándose, con rostro desabrido—. Acabo con el señor Thibert y paso a examinar tu equipo. Vacía tu baúl y esparce todo el contenido encima —añadió tendiendo el dedo hacia el lecho.

—Sí, padre —obedeció Louis.

Sacó del bolsillo de su toga oscura la llave del cofre que su padre le había deslizado con una moneda de un ochavo[6] y se puso a abrirlo.

Sintió una mirada posarse sobre él y levantó la cabeza. Su vecino lo observaba. Más bajo que él, y particularmente achaparrado, tenía un rostro cuadrado que mostraba un aire huraño, una especie de cólera contenida. No fueron ni su físico ni su expresión desagradable los que pusieron incómodo a Louis, sino las cejas pelirrojas y la corona de cabellos tonsurada del mismo color de fuego que sobresalía del birrete negro. ¡Jamás había visto un pelirrojo semejante!

—¿Qué miras? —preguntó huraño el chico.

—Yo… perdonad…

Louis bajó los ojos y empezó a vaciar su baúl, pensando en la mala suerte de tener un vecino tan desagradable.

Amontonó cuidadosamente sus camisas, sus calzas, sus toallas y sus escarpines. Sacó también la manta que su madre había puesto con los dos pares de sábanas. Había ya dos mantas posadas en el lecho, pero como el dormitorio carecía de calefacción, las noches serían glaciales. Probó el jergón. Era recio, de crin, mucho más duro que el colchón de lana que tenía en casa.

Varias veces alzó Louis los ojos hacia el jesuita calvo que seguía comprobando el equipo del tal Thibert. Mantenía una expresión ceñuda, acentuada por unos pliegues profundos alrededor de la boca. «No sería un vigilante cómodo», pensó el niño.

Casi había terminado, cuando los tres chicos que hablaban entre sí se acercaron a él.

—No has tenido suerte con el sitio, pero eras el último —dijo el más alto, apartando los brazos en señal de evidencia—. Yo me llamo Guillaume de Espoisses; mi padre es consejero en el Parlamento de Dijon.

—Yo soy Louis Fronsac; mi padre es notario en la calle de los Quatre-Fils —sonrió Louis.

—Jean Clary. El mío es médico, vivimos en la calle Gaillon —anunció el segundo en latín.

Sus cabellos, muy cortos y rubios como el trigo bajo el birrete negro, ponían de relieve un rostro pálido y delicado de expresión seria y distante.

—Charles Chazelles; mi padre es recaudador de impuestos —declaró el tercero, en tono despreocupado (tenía un rostro rubicundo, acentuado por unos labios carnosos). Yo llegué justo antes que tú.

—¿Este sitio no es bueno? —se inquietó Louis señalando su lecho.

—Es a ti al primero que ven cuando se abre la puerta —replicó Chazelles encogiéndose de hombros—. Si haces algo prohibido, puedes estar seguro de que serás castigado.

—¿Por qué iba a hacer nada prohibido?

—Señores, ¡que no vuelva a oírles hablar en francés! Aquí sólo está permitido hacerlo en latín. La próxima vez les doy un texto de Cicerón para traducir.

Quien así se expresaba era el sacerdote, que se acercaba sin disimular su contrariedad.

—Muchacho —prosiguió en latín—, yo soy el padre Galliffet, prefecto de esta cámara. Voy a examinar tu equipo y a resumirte las principales reglas de vida aquí. Pero te recuerdo que la primera es utilizar la lengua latina.

Se inclinó sobre el lecho y se puso a contar a media voz las ropas que Louis había sacado.

—Veamos, doce camisas, está bien. Cambiarás de camisa cada mes. Lo mismo para los cuellos y manguitos, así como escarpines y cofias de noche. Hay doce servilletas, guantes, una chaqueta, medias de lana y de algodón, negras, blancas y grises, jarreteras. ¿Dónde están los zapatos?

—Todavía en el baúl, los saco enseguida, padre.

—Dos pares de sábanas de tela… —continuó el prefecto examinando las pilas depositadas en el lecho—. Esto me parece completo. ¿Qué más hay en tu baúl, muchacho?

—Una pequeña escribanía, padre. Hojas de papel, pergamino, plumas, un cortaplumas y un tintero de vidrio con tapón de hierro.

—Perfecto. Dejarás todo esto en la mesa, y, si quieres papel, podrás comprárselo al portero. Te daré un frasco de agua bendita para conservar piadosamente cerca de tu lecho. Yo no duermo en esta cámara, sino al otro lado del pasillo. En mi ausencia, el señor de Tilly es el síndico de los internos de este dormitorio. —Señaló al pelirrojo—. Tanto tú como tus compañeros debéis obedecerle. El señor de Tilly es noble, ha elegido el sacerdocio. Su padre era preboste y oficial del rey, y, por tanto, es el indicado para mandaros. Está prohibido tener objeto alguno bajo llave. La habitación es regularmente registrada y tu baúl debe permanecer abierto. También está prohibido comer en ella. Tienes una bacinilla bajo el lecho. Por la mañana, si está sucia, la bajarás a las letrinas, en el patio, para vaciarla y lavarla. Tus compañeros de cuarto te enseñarán.

El padre jesuita se giró entonces hacia los otros niños.

—Esta habitación es a la vez dormitorio y sala de estudio —dijo—. Cada uno hace su trabajo en su mesa y bajo mi vigilancia. Allí están —señaló el extremo de la cámara, donde se encontraba un estrado con un pupitre que sin duda le estaba destinado— la mesa grande y los bancos, para cuando tengáis que trabajar juntos. Tendréis otro compañero en las horas de estudio, el señor Paul de Gondi, que se aloja en un apartamento al lado del vuestro. El señor de Gondi es un joven considerable, cuyo padre es general de galeras; dispone, pues, de un criado. Su abuelo, el duque de Retz, era mariscal de Francia. Paul de Gondi es ya abad de Buzay, y será con certeza el próximo arzobispo de París cuando su tío[7] se retire. Todos le debéis respeto, aunque sea más joven que vosotros.

»Veamos cómo se desarrollará la jornada de estudio de mañana, así como las siguientes: seréis despertados a las cuatro. Cada uno debe lavarse cuidadosamente en las jofainas que se encuentran en ese trinchero. Iréis por turno a buscar agua con esos cántaros a las barricas que hay al lado del pozo y volveréis a bajar el agua sucia para vaciarla en las letrinas, junto con vuestras bacinillas si las habéis utilizado. Mucho ojo porque verificaré el estado de las manos. A continuación, habrá oraciones y una hora de estudio de las Sagradas Escrituras, y luego, limpieza del dormitorio. Después os llevaré al refectorio para un jentaculum en torno a una sopa caliente. A partir de ese momento y hasta la tarde, dependeréis del prefecto de estudios y de los vigilantes. Nos volveremos a ver al final de la jornada para reunimos aquí y os haré trabajar hasta la cena, que es a las siete. La campana da las horas regularmente. Después del recreo, volveremos aquí y me quedaré con vosotros hasta que acabéis los deberes. Vigilaré también lo que decís en vuestras oraciones. Toda la noche, un guarda nocturno hace rondas para vigilaros. Si os levantáis, si habláis o jugáis, seréis castigados.

Su mirada se paseó por todos los niños hasta detenerse en Louis.

—Tus cabellos son demasiado largos. El tensor[8] te los cortará en corona mañana. Te dejo para que conozcas al resto de tus compañeros mientras yo voy a buscar al padre Amyot, que será vuestro director espiritual y que debe interrogaros.

Se giró de nuevo hacia los otros niños.

—Os preguntará a cada uno por turno mientras los otros trabajan. Allí hay catecismos. Coged uno cada uno y escribidme una página de comentarios sobre el primer capítulo. A mi vuelta, traeré a vuestro vecino, el señor de Gondi, que trabajará con vosotros. Cuando todos os hayáis entrevistado con vuestro director espiritual, y haya sonado la campana, os acompañaré a la capilla para la misa. A continuación, habrá un corto recreo antes de cenar. Los que todavía no lo hayan hecho aprovecharán el tiempo libre para confesarse en la capilla. Hay varios sacerdotes en los confesionarios, pero acostumbraos a dirigiros al padre Amyot. Una vez finalizada la confesión, os entregará un billete de confesión. Debéis estar prestos a mostrarlo en todo momento a cualquier sacerdote que os lo pida.

Los niños se habían acercado para escuchar al padre Galliffet explicar el desarrollo de la jornada. Sólo Gaston de Tilly había permanecido en su lugar con actitud distante. Sin embargo, Louis observó que los ojos vivos del pelirrojo no se perdían nada de lo que pasaba en la pieza.

En vista de que ninguno de los niños solicitaba ninguna aclaración, el prefecto dejó la cámara no sin antes recordar que en su ausencia el señor de Tilly estaba encargado de la disciplina.

Después de su partida, Louis volvió a ordenar su equipo en el baúl, experimentando una sorda inquietud. Antes de dejar su casa, su madre le había dado un saquito de bombones que había deslizado en un zapato. ¿Qué pasaría si lo descubrían, puesto que estaba prohibido comer en el cubicula?

Uno de los dos internos a los que todavía no conocía se le acercó entonces. Era gordo y mucho más alto que Louis. Su rostro rubicundo y granujiento mostraba varios dientes rotos en medio de una perpetua sonrisa.

—Yo soy Jehan Le Pontonnier —dijo en francés, arqueando la espalda—. Tengo trece años y mi padre es maestro carnicero en la gran carnicería de la Puerta de París, donde lo sucederé. ¡Ya sé matar un buey!

—¿Tu padre es el que mata a los animales? —preguntó en latín Clary, el hijo del médico, con una mezcla de desprecio y curiosidad.

—¡Pues claro que no! Pero sabe hacerlo y me ha enseñado. Se hace así…

Remedó con sus puños el golpe que los carniceros practicaban en el cráneo de los animales, intentando alcanzar la cabeza de Clary, que retrocedió aterrorizado. Jehan Le Pontonnier estalló en carcajadas.

—Mi padre no corta la carne —prosiguió con despreocupación—. Tenemos criados para eso; él no hace más que vigilar el trabajo. Tiene tres despachos en la gran carnicería y vende cada semana unas doscientas libras parisinas de buena carne.

—El mío es pañero —dijo el tal Thibert—, y me horrorizaría trabajar como un verdugo cortando carnes.

—Pues nosotros tenemos cuatro casas de campo cerca de París, todas bien llenas de muebles —le replicó Jehan Le Pontonnier golpeándole amigablemente la espalda, con tal vigor que el hijo del pañero se desplomó sobre la cama de Louis.

Decididamente, a Jehan Le Pontonnier le gustaba golpear a los demás, observó Louis, que se prometió prestar atención y no quedar demasiado cerca de él.

El último niño no había intervenido. Se limitaba a mirarlos en silencio. Louis observó por el rabillo del ojo que, si el hijo del pañero estaba vestido con buena tela de lana, éste sólo llevaba ropa de droguete, un tejido tosco de bajo precio. Tenía un rostro demacrado, cubierto de pecas, y ojos negros profundamente hundidos.

—¿Y tú, qué? ¿Qué hace tu padre? —le preguntó.

—Es cerrajero —respondió simplemente el niño.

Se quedó silencioso un momento antes de añadir:

—Me llamo Jacques Hérisson.

—Espero que nos llevemos bien —se congració con él Louis—. Creo que ahora deberíamos hacer los deberes.

Los otros asintieron y cada cual se dirigió hacia el estrado donde se encontraba el pupitre del padre Galliffet para coger un catecismo. Sólo el pelirrojo se quedó a leer un libro en su mesa, como si aquello no le interesase. Louis tomó dos de los libros piadosos y le llevó uno.

—¿Qué lees? —le preguntó, dándole la obra.

Commentarii De Bello Gallico —respondió Tilly, mostrándole la guarda del libro.

La obra era muy bella, encuadernada en piel marrón.

—¿Es tuya? —preguntó Louis con envidia.

—No. Yo llegué aquí el primero, y como estaba solo en el cuarto, el padre Galliffet me autorizó a cogerlo en la biblioteca.

—¿Hay una biblioteca?

—Evidentemente —replicó Tilly encogiéndose de hombros—. Si quieres leer, tienes derecho a una obra por semana, pero sólo puede ser un libro relacionado con los estudios.

—Y para un futuro sacerdote, ¿el conocimiento de la guerra de los galos forma parte de sus estudios? —dijo Louis intentando bromear.

—¡Jamás seré sacerdote! —replicó Tilly secamente—. Yo voy a ser soldado.

Sorprendido por la salida, Louis enmudeció y se instaló en su mesa.

El joven pelirrojo abrió el catecismo y empezó a recorrerlo distraídamente. La pregunta del hijo del notario, demasiado curioso, acababa de reavivar sus tormentos.

Hacía dos días que estaba allí y no había dejado de llorar cada vez que se encontraba solo. Ahora, con todos sus compañeros, tendría que dominarse. Diciéndose esto, sintió de nuevo brotar sus lágrimas.

¡Solo! Estaba solo, y lo estaría durante años. Pensó en sus padres y enjugó discretamente las lágrimas con la manga.

Ya no era capaz de evocar la imagen de sus padres. Hacía siete años que habían muerto. Siete años que estaba solo, aunque su tío se hubiese ocupado un poco de él, enseñándole sobre todo a pelear.

Apretó los dientes y tomó su pluma, que empezó a cortar rabiosamente antes de ponerse a escribir.

«Seré valiente —se juró—. Para que mis padres, que me observan desde el cielo, estén orgullosos de mí».

Louis iba a empezar a escribir cuando echó una breve ojeada a su vecino. Vio entonces las lágrimas al borde de sus párpados y bajó los ojos para que el pelirrojo no se diese cuenta de su indiscreción.

Su compañero era desgraciado. Mucho más desgraciado que él.

En el dormitorio, trabajaba cada uno en sus comentarios, y, si a veces se oían algunos murmullos, eran las explicaciones que un alumno pedía a su vecino sobre el texto del catecismo.

El padre Galliffet volvió con un hombre bajo y regordete de sotana negra finamente bordada en el cuello. Un niño los seguía. Era bajito, moreno de piel, de nariz chata y con los cabellos rizados formando tonsura. De entrada, parecía más un mulato que un abad. ¿Era aquél el futuro arzobispo de París?

—Señor de Gondi, instalaos en la mesa y coged un catecismo. Haréis un comentario en latín sobre el capítulo primero.

Gondi llevaba una escribanía de ébano y, sin saludar a nadie, se dirigió hacia el fondo del dormitorio.

—¿Alguno de vosotros ha terminado? —preguntó el prefecto.

Nadie respondió. El padre Galliffet se arrimó a Louis, que estaba más cerca de él, para examinar su trabajo. Leyó por encima del hombro lo que había escrito y luego hizo un signo al padre Amyot para que se acercase.

—¡Muy bien! —reconoció el director espiritual tras haber leído el trabajo del niño—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Louis Fronsac, padre.

—Casi has terminado. Empezaré por ti. Sígueme.

Louis lo acompañó a la cámara situada frente a la suya. Era una celda de paredes vacías y blancas que no contenía más que un jergón sobre un lecho de tablas y un taburete. Una simple cruz estaba colgada encima de la cama. Una pequeña estantería soportaba una docena de libros.

Dejando a Louis de pie, el padre Amyot se sentó en el taburete y se puso a interrogarlo sobre su familia, sobre la escuela a la que había asistido, sobre la parroquia Saint-Merry que frecuentaba y sobre sus conocimientos de catecismo. A continuación, le preguntó por su fe en Jesús, su madre la Virgen María y los santos. Después le habló de la mentira, de la obediencia y sobre todo de su salvación. En fin, le describió con todo lujo de detalles —como si los hubiese conocido personalmente— el infierno y los suplicios practicados por los demonios durante toda la eternidad.

Cada semana —precisó para terminar— lo interrogaría acerca de su conducta y sobre todo acerca de los sentimientos y las tentaciones que había experimentado. Nada debería serle disimulado a fin de que, poco a poco, siguiendo los consejos de los padres jesuitas, pudiese convertirse en un buen cristiano y un fiel súbdito del Santo Padre.

Luego lo acompañó a su dormitorio y se fue con Clary, el hijo del médico.

Todos sufrieron el mismo interrogatorio, salvo Gaston de Tilly, que ya había sido preguntado la víspera.

Gondi fue el último en pasar. Había terminado su trabajo, escrito muy rápido y sin dificultad aparente. Louis sorprendió una conversación a media voz entre Galliffet y Amyot. Paul de Gondi hablaba y escribía perfectamente en latín y, para su edad, tenía una mente asombrosamente fina, explicaba Galliffet.

Cuando el último alumno del dormitorio pasó con el padre Amyot, cada niño debió verificar que su toga negra estaba perfectamente limpia para ir a misa. El castigo era muy severo, les explicó el prefecto, si se descubría la menor mancha en la ropa de un interno entrando en la casa del Señor. Les previno también de que estarían muy apretados en la capilla. Había cerca de trescientos internos; también los mayores irían a escuchar la misa a la capilla de los sacerdotes que se hallaba al fondo del patio, cerca de los refectorios.

Salieron en fila de a dos y en silencio, después de haber cogido su servilleta, que dejarían a continuación en el refectorio. Louis se encontró al lado del pelirrojo.

—Sé por dónde se entra en la capilla —le susurró en francés.

—Yo también, estuve allí ayer. Es en el patio, frente a los refectorios.

Louis le sonrió, en señal de aprobación cómplice, pero el pelirrojo permaneció impasible.

Otros grupos de niños se reunieron con ellos en cada uno de los rellanos; luego, en el patio, su prefecto los condujo a la capilla, donde les mandó instalarse en un banco, en una fila a un lado de la pequeña iglesia. La liturgia fue breve pero seguida de largos comentarios de las Escrituras, por supuesto en latín. A Louis empezó a abrírsele el apetito. Se le hizo la boca agua pensando en sus bombones, no sin sentir un escalofrío de inquietud ante la idea de que el prefecto pudiera descubrirlos registrando sus cosas.

Al fin los dejaron libres y se quedaron en el patio mientras otros alumnos iban a confesarse. Hacía frío. Louis pensó que debería haberse puesto una chaqueta caliente bajo su toga. No sabía qué hacer y erró un momento solo observando el lugar, sobre el que se iba extendiendo la oscuridad. Había algunos grupos constituidos, visiblemente por edad y por clase social. Uno de los más nutridos estaba reunido en torno a un joven de dieciocho años cuyas medias y camisa de seda aparecían ostensiblemente bajo su toga de terciopelo negro. Tenía un rostro afable y lucía una cabellera más larga de lo que estaba autorizado. A Louis le habría gustado saber quién era, pero no osó preguntarlo.

Examinó luego el gran pozo, en el centro del patio. Dos gruesas barricas llenas de agua estaban colocadas a una parte y otra, sin duda rellenadas regularmente por algún criado. Tazas de barro desportilladas estaban posadas en una piedra cerca del brocal para que cada cual pudiese saciar su sed.

Los alumnos más antiguos parecían conocer costumbres que él ignoraba todavía. Volvían de la portería con pelotas o con cañas para practicar esgrima. «¿Habría otros juegos?», se preguntó Louis mientras observaba a Jacques Hérisson, que venía de las letrinas. Jacques lo vio a su vez y se dirigió hacia él sonriendo.

—¿Tus padres viven en París? —le preguntó Louis cuando se hubo reunido con él.

—No, en Senlis. No volveré a casa hasta Navidad —respondió tristemente el niño—. ¿Y tú?

Para no apenarlo, Louis prefirió no confesarle que volvería a casa cada festivo.

—Todavía no sé…

—¡Pero ahora lo que tengo es hambre! —anunció el hijo del cerrajero con una sonrisa feliz.

—¡Yo también! ¡Vaya!, ahí está mi vecino de cama, el señor de Tilly. Está aquí hace dos días, según me ha dicho. Él podrá decirnos si se come bien en el refectorio.

Se acercaron al pelirrojo, que parecía interesado en una lucha de cañas entre dos alumnos de cuarto.

—Señor de Tilly, ¿la cena de ayer era buena? —le preguntó Louis en latín.

El niño pareció sorprendido de que lo abordasen así.

—No me fijé. Me la comí sin pensar —respondió—. Si queréis saberlo, podéis ir a mirarlo al lado de la puerta del segundo refectorio: ponen allí los menús de cada semana.

A Jacques y a Louis se lo impidió la campana, que sonaba en ese momento invitándolos a cenar. Todos los alumnos se reagruparon por dormitorios delante de los dos refectorios, situados, como la cocina, en la planta baja. Su prefecto de cámara, que estaba aguardándolos, les presentó a un religioso que se aseguraría del buen orden en la mesa. Luego se hizo el silencio y el prefecto de refectorio encargado de la vigilancia general de las dos salas —un sacerdote de rostro ascético y mirada penetrante— les detalló secamente las cuatro reglas que tendrían que observar durante la comida: no hablar, ser limpio, obedecer y orar. Toda infracción a estos mandamientos sería castigada.

Se leerían los Evangelios y los mejores deberes de los internos. Una vez por semana el rector les recordaría el reglamento del colegio y la lista de castigos, añadió.

Había dos refectorios, separados por la escalera principal y que se comunicaban por una galería situada bajo los peldaños. Aquel en el que se encontraban los de sexto era casi tan ancho como largo y contenía una docena de inmensas mesas de roble colocadas en el medio y a lo largo de las paredes. Todas estaban rodeadas de sólidos bancos apoyados sobre pies de carpintería o sobre modillones de hierro fijados a las paredes. En un extremo se encontraba un estrado de cinco pies de ancho que soportaba asimismo una mesa y unos bancos. En un rincón se alzaba un elevado púlpito de lectura, al que se accedía por unos peldaños de madera de roble.

Su vigilante los condujo a una mesa cubierta con un mantel gris donde se sentaron con otros alumnos. Vajilla de terracota, cuchillo y cuchara estaban apilados en la mesa, y todos cogieron sendos servicios antes de colocarse a su antojo. Louis se encontró entre Hérisson y Tilly. Jehan Le Pontonnier se colocó al lado del pelirrojo.

El religioso se instaló en el extremo de la mesa y ellos permanecieron de pie en silencio mientras el rector y los ministros jesuitas que dirigían la casa subían para instalarse en el estrado. Louis reconoció por su rostro redondo y su nariz aguileña al prefecto de estudios, el padre Louis Cellot, que lo había interrogado a su llegada. Se descubrieron todos cuando el rector empezó el benedícite. A continuación, el padre Cellot les leyó el reglamento del colegio y la lista de las sanciones en caso de falta, y luego pudieron sentarse.

Louis era de natural curioso y tomaba nota mentalmente de todo lo que descubría. La sala estaba agradablemente caldeada por dos grandes chimeneas de asador y hornillos de hierro. Cada mesa estaba iluminada por dos gruesas candelas de sebo de buey. Las ventanas que daban al patio apenas proporcionaban luz, puesto que fuera ya estaba oscuro, pero sobre todo porque estaban protegidas por gruesos enrejados. Desde allí podían verse las cocinas, que bullían de actividad y de gente. Todo aquello tenía muy buena pinta, y su estómago protestaba de hambre.

—¿Quiénes son los sacerdotes del estrado? —preguntó Louis a Tilly en voz baja.

—Los procuradores, los profesores y los maestros —respondió el pelirrojo en voz baja.

—¿Qué diferencia hay entre los profesores y los maestros?

—Los profesores son más antiguos y más reputados. Los maestros son más jóvenes, pero les llamamos regentes a todos.

Un criado distribuyó una enorme hogaza de pan en cada mesa y uno de los niños, cercano al vigilante de mesa, fue el encargado de cortar una rebanada para cada uno, mientras otros dos iban a buscar agua al pozo en dos gruesos cántaros. Luego les llevaron la sopa de puerros en un enorme recipiente de cobre y el pinche de cocina vertió una ración directamente en cada plato. El mismo marmitón volvió enseguida con dos frascos de vino, uno para el vigilante y el otro para servir un vaso a cada alumno.

Cuando hubo acabado su sopa y su pan, el hijo del carnicero preguntó en voz baja a su vecino Gaston de Tilly:

—¿Tú vives en un castillo?

—No —dijo el pelirrojo.

—¿Tienes un título? ¿Debemos llamarte señor conde o señor marqués? —preguntó de nuevo Jehan en plan chistoso.

—Mi padre era caballero y señor de Tilly —murmuró Gaston con voz rota—. Mi hermano es el nuevo señor.

—¿Tu padre ha muerto? ¿En la guerra? —preguntó de nuevo el hijo del carnicero.

Tilly no respondió. Bajó los ojos hacia su plato y empezó a rebañarlo cuidadosamente con su pan.

—¿Habéis visto que el señor de Gondi está en aquella mesa de allí? —susurró Louis, que había comprendido que su vecino no quería decir nada más.

Algunas miradas se volvieron hacia una mesa central donde se encontraban los alumnos más afortunados. Éstos eran servidos por criados, que habían hecho traer cestas de comida de un asador cercano. Compartían capones, patés y caza.

Jehan Le Pontonnier giró los ojos y castañeteó los dientes haciéndose el hambriento, lo que despertó la hilaridad de los otros niños y provocó una intervención del prefecto. Jacques Hérisson dio un discreto codazo a Louis y le señaló, con un ademán, otra mesa donde se encontraban unos internos con ropas de tela más gris que negra. Éstos habían comido pan negro y no les habían servido vino. El hijo del cerrajero lo interrogó con la mirada, pero Louis le devolvió la pregunta. ¿Por qué esos internos eran peor tratados que ellos? ¿Serían los becarios de los que había hablado el rector?

Después de la espesa sopa, les sirvieron fruta y bizcochos secos muy duros. Louis observó que a los internos que habían comido pan negro no les daban bizcochos.

La comida terminó con una breve oración; luego el vigilante hizo apilar platos y cubiertos y les mostró la alacena donde deberían dejar su servilleta. Dos niños llevaron los servicios a la cocina y cada conjunto de comensales salió a su vez.

En el patio, Jacques, Gaston y Jehan se quedaron un momento con Louis. Estaba oscuro. Los corrillos se habían formado de nuevo y vieron a Gondi con algunos jóvenes aristócratas. Louis se sentía halagado de que Tilly permaneciese con ellos, y no con los de su casta. Para romper el silencio, le preguntó por curiosidad:

—Había una mesa donde los internos comían pan negro y ningún bizcocho. ¿Son los becarios?

—Sí. No tienen a nadie que pague sus estudios, pues proceden de familias muy pobres, aunque a veces de alcurnia. Los sacerdotes no quieren que olviden jamás su pobreza; por esa razón su ropa es de tela grisácea. Y por eso mismo, en la mesa, reciben raciones más pequeñas que nosotros, o incluso una comida peor. En cambio, tienen derecho a los restos de nuestra comida, a las limosnas y a los objetos encontrados. También son mucho más piadosos que nosotros, y, cuando sean ordenados sacerdotes, irán a evangelizar la Nueva Francia, la China u Oriente.

Empezaba a refrescar, y caminaron para entrar en calor. Cerca de una de las linternas de sebo encendidas en una fachada, dos adolescentes hacían un asalto con cañas. Se acercaron. Tilly parecía embelesado; «claro que era noble —pensó Louis—, y debía de tener afición a la esgrima». Él sería incapaz de utilizar una caña con aquella soltura.

Abandonó a sus amigos para ir a las letrinas situadas enfrente del refectorio. Era una pieza oscura y hedionda, todo a lo largo, con asientos de piedra sobre una grada de piedra. Encontró un asiento libre. Las deyecciones caían en una zanja a la que un criado acudía regularmente a arrojar un balde de agua extraída del pozo. Todo iba a parar luego a una fosa retranqueada que sin duda era vaciada cada día.

La campana sonó mientras Louis se reunía con Jacques Hérisson, Jehan Le Pontonnier y Gaston de Tilly.

Volvieron juntos hacia la escalera, donde se encontraban ya los prefectos de cámara. El suyo verificó que estaban todos allí y se aseguró de que Paul de Gondi estaba también presente, antes de conducirlos a su cuarto exigiendo silencio. A lo largo de los pasillos y en la escalera, las lámparas de aceite instaladas en sus nichos enrejados apenas permitían ver a unos pasos ante ellos, difundiendo una acre humareda. Afortunadamente, también había algunas linternas.

En la habitación, el rector pidió a Jacques Hérisson y a Jehan Le Pontonnier que fuesen a llenar los cántaros de agua al pozo para el día siguiente. Tendrían este cometido por turnos, al final del día o de la mañana.

Esta noche —prosiguió cuando volvieron los dos internos—, como no tenían trabajo, podrían acostarse temprano, pero al día siguiente deberían trabajar en su mesa a la luz de una candela humeante pinchada en una pequeña palmatoria de hierro. La iluminación debía ser economizada, puntualizó. Sólo él tenía la llave del cofre de las velas, y cuando faltasen, trabajarían todos en la mesa grande utilizando una sola vela.

En una semioscuridad, se enfundaron en ropa de mucho abrigo para la noche. Louis observó con alivio que nadie había descubierto sus bombones.

Oyó la campana que señalaba el comienzo de las oraciones y la extinción de los fuegos. Mientras las voces de los niños arrodillados subían al unísono en la penumbra, Ave Maria, gracia plena, Dominus tecum… Louis se dio cuenta de que su vecino apenas articulaba. Prestó un poco más de atención y se fijó en que Gaston de Tilly no recitaba ni el Ave Maria ni el Pater Noster.

Se acostaron y el prefecto, con la linterna en la mano, pasó delante de cada lecho para verificar que todo estaba en orden y que las cortinas estaban echadas entre los lechos. Hecho esto, deseó buenas noches a todos y salió.

En el silencio nocturno se oyeron todavía algunos cuchicheos discretos. Louis aprovechó la oportunidad.

—¿Quieres un bombón? Mi madre me dio un paquete —le dijo a su vecino.

No habiendo obtenido respuesta, Louis se dijo que se había equivocado. Gaston de Tilly era sin duda demasiado orgulloso para aceptar. Sin embargo, al cabo de un largo minuto, le oyó murmurar:

—Sí, muchas gracias.

Louis tendió el brazo entre los paños de la cortina. Su vecino encontró su mano y cogió el bombón. Los comieron en silencio.

Al cabo de un momento, cuando creía a Gaston dormido, Louis oyó estas palabras murmuradas con voz débil:

—Qué suerte tienes. Mi madre ha muerto.

Se hizo el silencio en la habitación. A Louis le habría gustado hablar un poco más con Gaston, pero lo había notado tan desgraciado, que no sabía qué decir. Se giró varias veces en su jergón demasiado fino. Sentía los duros listones de madera bajo su cuerpo y añoró su colchón de lana. Pensó también con inquietud en el frío del invierno. En casa dormía en una pequeña alcoba que daba a la cámara de sus padres, equipada con una chimenea. No sabía lo que era pasar frío.

«¿Cómo se desarrollaría la jornada del día siguiente?», se preguntó. Se sentía a la vez angustiado e impaciente. Varios niños dormían ya y él no lograba conciliar el sueño.

Fue entonces cuando oyó las voces. Los murmullos, mejor dicho.

Se quedó paralizado, tratando de adivinar de dónde venían y qué palabras eran pronunciadas.

No lograba identificar nada. Sin embargo, creyó distinguir varias veces las palabras Caussin y Filleau. ¿Era al rector a quien se dirigían?

Se quedó completamente inmóvil. Las voces procedían del suelo. Del piso. Hubo algunas palabras que sonaron algo más fuerte: Diego Mendoza, luego Thomas, así como Vitelleschi y Cotton.

Vitelleschi era el prepósito general de los jesuitas. ¿Quién hablaba así de él? ¿Y a qué se refería cotón, a una tela de algodón o a un jubón?

Entonces distinguió otras palabras: jamás… matrimonio… reina… Buckingham… ¿Qué quería decir esta última palabra?

Los murmullos debieron de surtir un efecto hipnótico, pues se durmió sin darse cuenta.