Estábamos en la sobremesa de la cena cuando llamaron a la puerta con una insistencia insolente. Sin ocultar su malhumor, Micaela repetía por el pasillo:
—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Qué formas!
Escuché la voz de Ignés. En el reloj de pared estaban a punto de dar las nueve y media. Salí a recibirlo y me encontré con que Micaela se había tragado la regañina y lo miraba en silencio. Al verme se abrazó a mi cuello y no pudo contener las lágrimas. Supe que los rumores que aquella tarde habían circulado por Madrid respondían a la verdad. Micaela se alejó sin hacer ruido y nosotros permanecimos abrazados un buen rato, con Ignés sollozando sobre mi hombro hasta que sacó un pañuelo y se secó las lágrimas. En su rostro había algo más que dolor; era rabia contenida por no haber podido abortar la conspiración contra el general. Ignés le debía la vida a Prim quien, a diferencia de otros generales, entraba en combate junto a sus tropas empuñando el sable. Había acabado con un moro que estaba a punto de degollarlo, además de salvarlo en una refriega con los carlistas, y él tuvo ocasión de devolverle el favor en la memorable jornada de los Castillejos. Los unía un pacto de sangre, mucho más fuerte que la admiración de Ignés por el general y del respeto de Prim hacia aquel hombre sencillo de gran corazón.
En la puerta del comedor, silenciosas e inmóviles, estaban Paloma y tía Ernestina. Comprendieron que la visita de Ignés confirmaba los peores augurios.
—¡Esos matasanos lo han rematado, Fernandito!
—Cuéntame lo ocurrido —le dije tirando de él hacia el salón.
Tía Ernestina rompió a llorar y Paloma se abrazó a ella sollozando. Nos acomodamos como mejor pudimos e Ignés nos explicó que las heridas se habían infectado y todo se había complicado, al parecer por celos y rivalidades profesionales.
—Hasta ayer los médicos no se decidieron a extraerle los proyectiles. ¿Te lo puedes creer, Fernandito? ¡Ha estado casi dos días con el plomo en el cuerpo!
—¿Eso le ha provocado la muerte?
Ignés se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! Esta mañana estaba mucho peor. Tenía fiebre y deliraba.
—¿Lo has visto?
—Sí, doña Francisca me ha dejado entrar un momento. A primera hora de la tarde ordenó que se avisara al doctor Sánchez Toca quien, según me ha comentado Muñiz, al ver el estado en que estaba ha exclamado: «Señora, me trae usted a ver un cadáver». Por lo visto, si las heridas se hubieran tratado de otra forma, no estaría muerto. Lo que iniciaron los asesinos, lo han acabado esos incompetentes. —Ignés hizo un gesto de impotencia y añadió—: Creo que las Cortes van a reunirse.
—¿A estas horas?
—Sí.
No lo dudé. Invité a Ignés a venir al palacio de la Carrera de San Jerónimo. Cuando entramos en el hemiciclo —logré que dejaran a mi amigo subir a la tribuna de prensa— se leía una proposición en medio de un silencio impresionante:
«Pedimos a la Asamblea que se sirva declarar que ha sido sentida con el mayor dolor la horrible muerte del general Prim, declarándole benemérito de la patria. El general Prim vivirá eternamente para los buenos patricios, y su ilustre y desdichada familia y descendientes disfrutarán de todas las preeminencias, honores y posición social, como si viviera el noble marqués de los Castillejos. La patria está de luto. El nombre del general Prim se escribirá en una de las lápidas del salón de sesiones del Congreso. Su viuda y sus hijos quedan bajo la protección nacional. Las Cortes soberanas declaran que tienen la más completa confianza en el gobierno de Su Alteza, y le ofrecen todo su apoyo, para salvar el orden, la libertad y las instituciones».
La lectura de esto último fue acogida con murmullos. Los carlistas, los republicanos y los partidarios de Montpensier rechazaron dar su apoyo al gobierno de Amadeo de Saboya, aunque mostraron su conformidad con todo lo anterior. Busqué inútilmente entre los escaños republicanos a Paúl y Angulo. Antes de irme supe que el rey había llegado al puerto de Cartagena a bordo de la fragata Numancia. Lo había recibido el almirante Topete, en nombre del presidente del Gobierno.
El último día de 1870 Madrid se despertó conmocionado con la noticia de la muerte de Prim. El impacto del atentado lo habían amortiguado los primeros partes médicos, al señalar que las heridas no eran mortales, pero cuando se supo que los asesinos habían logrado su propósito, Madrid se vistió de luto. Los cafés y las chocolaterías estaban casi vacíos y muy poca gente circulaba por las calles. En el ambiente flotaba el miedo a una revolución.
Su muerte dio lugar a grandes manifestaciones de hipocresía. Muchos de los que deseaban su fin hacían ahora declaraciones de dolor; quienes lo habían vituperado y atacado sin piedad se deshacían en elogios hacia su persona, transformando sus defectos en virtudes. Serrano fue uno de ellos. En mi hogar vivimos un fin de año triste. Durante la cena —no hubo forma de convencer a Ignés para que nos acompañara— recordamos que el destino nos había privado de una comida con Prim y su esposa. Me acosté apesadumbrado, sumido en negros presagios y dolorosas sensaciones.
El año nuevo se estrenó con un día gris y frío. El túmulo funerario del presidente del Gobierno se había instalado en la basílica de Atocha. Paloma, tía Ernestina, Micaela y yo fuimos al templo, como miles y miles de madrileños, para dar el último adiós a quien había sido el principal artífice de la Gloriosa y durante dos años el hombre fuerte de la política española. Ante su cadáver se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas resbalaron por mis mejillas. En varias capillas de la basílica se celebraban misas por el eterno descanso de su alma. Paloma, mi tía y Micaela se incorporaron a una que acababa de comenzar y yo me quedé observando el heterogéneo mundo que desfilaba ante el féretro: hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, menestrales, jornaleros, tenderos, rentistas y algunos militares, aunque las tropas estaban acuarteladas. Los soldados saludaban militarmente, sus taconazos resonaban bajo las bóvedas, y los civiles inclinaban la cabeza o se santiguaban, algunos hincaban una rodilla en el suelo. Me pregunté si Prim habría confesado antes de morir. No tuvo buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica; en casi todo, sostenía puntos de vista muy diferentes a los del clero, entre cuyas filas se encontraban aún partidarios del poder absoluto del monarca y añoraban, como un paraíso perdido, el tiempo en que la Iglesia fue el principal poder económico del Estado. Se mostró partidario del Estado aconfesional, lo que irritaba profundamente a los clérigos que deseaban una España oficialmente católica.
Me retiré al fondo de la nave y junto a una columna, sumida en la penumbra, vislumbré una silueta familiar. Era Ignés. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, la barretina en una mano y la mirada fija en el suelo. Al sentir mi proximidad alzó la cabeza y comprobé que sus ojos estaban enrojecidos. El viejo contrabandista escondía un alma mucho más sensible de lo que se adivinaba bajo su apariencia de hombre duro.
—¿Cómo estás?
Se encogió de hombros y adiviné que llevaba allí muchas horas de pie, quieto.
—¿Nos vamos?
Me miró desconcertado. Al tomarlo por el brazo me preguntó:
—¿Adónde?
—A desayunar.
Me acerqué a las mujeres y les dije que me marchaba con Ignés. En la calle la cola era larguísima. El cielo estaba encapotado y el viento anunciaba lluvia.
—¿Por qué no andamos un poco? —me propuso Ignés—. Necesito caminar.
Subimos por Atocha hasta la plazuela de Matute y enfilamos la calle de las Huertas hasta llegar a la plazuela del Ángel y por Carretas a la Puerta del Sol. Nos fuimos al café de las Columnas y, al vernos, el camarero se acercó solícito.
—Don Fernando, hace un momento un hombre ha venido preguntando por usted. Me ha dicho que tiene una información que puede interesarle. No ha querido soltar prenda, pero ha dejado esto. —Me dio una nota arrugada donde había un nombre y una dirección.
—¿Se llama Ufano este individuo?
—Sí, señor; viene de vez en cuando a tomar café. Ha dicho que normalmente está en la barbería, salvo que tenga que salir para atender a algún cliente.
Le agradecí la información y decidí que primero nos tomaríamos un chocolate bien caliente. Apenas logré arrancar a Ignés algunos monosílabos en respuesta a mis preguntas. Estaba anonadado. Yo no paraba de preguntarme qué querría decirme el tal Ufano. En ocasiones había recibido confidencias, pero la mayor parte de las veces se trataba de gente que deseaba airear un asunto de su particular interés.
—¿Me acompañas a ver a ese barbero? La dirección que ha dejado no queda lejos.
Su respuesta fue ponerse de pie.
En la calle había empezado a nevar de forma suave. Llegamos a la barbería del tal Ufano, que despedía a su único cliente.
—Soy Fernando Besora. Me han dicho que desea verme.
Miró a Ignés y preguntó quién era, sin dejar de mirar la barretina.
—Un amigo de toda confianza.
Ufano se asomó a la calle para asegurarse de que no había nada extraño y, sin decir palabra, cerró la puerta de la barbería, dejándola sumida en una penumbra apenas rota por la luz que entraba por una ventana de cristales esmerilados. Estaba nervioso.
—Este señor, ¿también… también conocía a Prim?
—¿Por qué lo pregunta?
—Porque… —el barbero se acarició el mentón— porque lo que voy a contarle…
Estaba tan dubitativo y temeroso que decidí animarlo.
—Si estoy aquí es porque usted me ha llamado y este señor es amigo de Prim.
—Verán, se trata de un asunto delicado. Le he dado muchas vueltas, antes de decidirme a ir a buscarlo al café de las Columnas donde lo he visto en las tertulias. También lo he hecho porque sé que es amigo de Prim, lo vi en su boda.
—¿Qué quiere decirme con eso?
Ufano nos miró, tratando de calibrarnos, sobre todo a Ignés.
—Antes de confiarles lo que sé, tienen que jurarme por lo más sagrado que no revelarán mi nombre. No quiero complicaciones.
Me extrañó su actitud. Si no quería complicaciones, ¿por qué me había buscado?
—Cuente con nuestra absoluta discreción.
—¿Seguro? —insistió mirando a Ignés.
—Seguro. ¿De qué se trata? —pregunté a punto de perder la paciencia.
—Es algo… es algo que tiene que ver con el asesinato de Prim.
—¿Cómo dice?
—Verá. No… no estoy seguro. Pero… tampoco estoy tranquilo.
—¿Quiere explicarse?
—Verá, el día de Nochebuena vino un sujeto para que lo acompañase a hacer un trabajo. Dudé porque el tipo tenía mala pinta.
—¿Qué quería?
—Que fuera a cortarle la barba a un señor. Me mostró dos duros de plata y me dijo: «Si vienes, son tuyos». Verá usted, para ganar un duro tengo que estar pelando todo el día. Le pregunté adónde había que ir y me dijo que a la calle Relatores. No queda lejos, así que sin pensármelo más cogí los bártulos, eché la llave y me fui con él. A quien debía afeitar estaba en el número trece. Creo que en esa casa alquilan habitaciones a huéspedes.
—¿Cómo era ese señor?
—Muy desagradable, hasta en la voz.
Ignés y yo intercambiamos una mirada.
—¿Qué aspecto tenía?
—Sólo lo vi sentado, pero puedo asegurarles que era alto. Son muchos años de oficio atendiendo a la gente sentada. Tenía el pelo y las cejas teñidas de negro, pero era pelirrojo. Me llamó la atención que me mirara con los ojos entrecerrados. Llevaba puesta una zamarra de pelo, una prenda basta, que abrochaba hasta el cuello. Se negó a quitársela, lo que dificultó mi trabajo.
—¡Paúl y Angulo! —exclamamos Ignés y yo al unísono.
La descripción de Ufano no dejaba margen para la duda. Se trataba del mismo sujeto que habíamos visto en el Mesón de Pedro. Ahora teníamos la explicación de por qué identificábamos su voz pero resultaba imposible asociarla a su aspecto, lo había modificado para actuar con más libertad. Ahora cobraban sentido sus palabras de aquella noche en el mesón. Era Paúl y Angulo, aludiendo al cierre de El Combate; el periódico saldría por última vez el día de Navidad. Y al afirmar que su tarea no había concluido, se refería, como dejó escrito, a que había llegado el momento de cambiar la pluma por el fusil. ¡Lo que decía a aquellos facinerosos era que iban a empuñar los trabucos para acribillar a Prim!
—¿Por qué cree que ese individuo tiene algo que ver con el atentado? —le pregunté.
—Porque he atado cabos con todo lo que se dice estos días.
—¿Y por qué no ha acudido a la justicia?
En la boca de Ufano se dibujó una sonrisa desdeñosa.
—Si lo hubiera hecho, a estas horas estaría criando malvas. Si esa gente ha sido capaz de atentar contra el mismísimo Prim, imagínense lo que pueden con un pobre barbero.
—Entonces, ¿por qué nos lo cuenta a nosotros?
—Porque ustedes son sus amigos y yo devoto de Prim. ¡Los tenía bien puestos! ¡Le dio a los moros donde había que darles! ¡Echó a ese putón de la Isabelona! ¡Y ha tenido cojones para plantarle cara a todos: a Serrano, a Montpensier y a los republicanos! No me gustaría que quienes lo han asesinado se vayan de rositas.
Antes de despedirnos, observé que sobre una banqueta, en un rincón, se apilaban ejemplares de periódicos. El barbero estaba al día. Le aseguré que no debía de preocuparse por nuestra discreción, agradecí su información y rechazó los cinco duros que le ofrecí.
—¡Lo he hecho por Prim!
Comprobamos que, efectivamente, el administrador de Paúl y Angulo había alquilado una habitación en la calle Relatores. Se lo comunicamos al juez que instruía el sumario, pero no sirvió de mucho al no poder revelar la identidad del testigo que conocía la transformación física de Paúl y Angulo. Ufano nos había pedido discreción y estábamos obligados por nuestra palabra. Se limitó a incorporar nuestras declaraciones al sumario. Ese día, cuando Ignés y yo salimos del juzgado, supimos que jamás se detendría a los culpables.