El cochero cruzó el portón ante un incrédulo centinela y llegó al patio sin detenerse. Varios soldados salieron del cuerpo de guardia, con los fusiles en la mano, alertados por los disparos. Prim bajó del vehículo por su propio pie, ayudado por los dos coroneles, y yo, muy nervioso, los seguí a pocos pasos. Entramos en el lujoso vestíbulo del palacio, donde en pocos segundos se formó un gran revuelo. Vi fugazmente a doña Francisca que corría hacia su marido, tapándose la boca con las manos. El general subió la escalinata, apoyándose en la balaustrada. Dudé si seguirlo y decidí que podía ser más útil cerca del herido. La alcoba era enorme, mayor que el piso de la calle del Desengaño. Habían acudido su ayuda de cámara y varios criados y sirvientas. Se pedía agua, que se avisara al doctor Losada, que se trajeran vendas y un desinfectante. En un instante el palacio era un hervidero donde doña Francisca, que se había recobrado del sobresalto inicial, trató de poner orden en el torbellino desatado. Vi a dos doncellas correr a cumplir algún cometido con los ojos arrasados por las lágrimas.
Para quitarle al general la levita fue necesario cortarle las mangas. Tenía la camisa ensangrentada y se apretaba el hombro izquierdo con la mano herida. Ahora su semblante era cerúleo, pero se mantenía sereno, con un ánimo que había convertido su valor en algo legendario. Preguntó a González Nandín:
—¿Tienes la mano herida?
—Nada de importancia, mi general, un taco de trabuco incrustado.
Entonces me vio.
—Fernando, ¿qué haces ahí? —Me emocionó escuchar mi nombre de pila en sus labios. Siempre me había llamado por el apellido, salvo cuando en la puerta de San Ginés esperábamos la llegada de Paloma el día de mi boda.
—Excelencia… —balbuceé turbado.
—Me temo que tendremos que posponer el almuerzo. —Miró a su mujer y le dijo—: Lo siento, querida, pero…
Doña Francisca cortó la camisa con unas tijeras y antes de que terminara, unas doncellas habían traído una jofaina con agua hervida y una bandeja con vendas. La sangre que empapaba el pecho del general procedía de la herida del hombro. A simple vista no parecía tener dañado ningún órgano vital, aunque había perdido mucha sangre. Poco después llegó el doctor Losada, acompañado por otro médico. Observaron las heridas detenidamente e intercambiaron opiniones en voz baja, utilizando el enrevesado lenguaje que les es propio. Siempre he pensado que lo hacen para darse tono con los pacientes y sus familias, y situarse en un plano de superioridad. Conozco algunos papanatas, entre ellos varios de la tertulia de las Columnas, que sostienen que el uso de palabras poco comunes y expresiones complejas dan valor erudito a sus disertaciones.
Me sorprendió que decidieran no extraer las balas y se limitaran a limpiar las heridas y colocarles unos apósitos. Eran cinco: tres en el hombro izquierdo, una en el codo y otra en la mano derecha. Las primeras eran las de mayor consideración, y, si bien los médicos se mostraron reservados, descartaron que la vida de Su Excelencia corriera peligro. Prim permaneció consciente y hasta bromeó con los médicos antes de sumirse en un sopor producido por el láudano que le suministraron. El destino quiso que fuera mudo testigo de aquel excepcional acontecimiento.
—¿Cómo lo encuentra, doctor? —preguntó doña Francisca a Losada.
—Señora, no hay motivos para alarmarse. Lo peor ha sido la pérdida de sangre. Deberá permanecer en el lecho y no moverse. La tranquilidad y el reposo son nuestras mejores armas. Las heridas son importantes y no hay orificio de salida. Tiene dos fracturas, pero no está afectado ningún órgano vital.
Las palabras del médico fueron un alivio. Los asesinos no habían logrado su objetivo y, aunque el general no podría acudir a Cartagena a recibir al nuevo soberano, tendría la satisfacción de hacerlo en Madrid. El doctor ordenó despejar el dormitorio en el momento oportuno: empezaba a llegar a palacio un rosario de personalidades para interesarse por lo ocurrido. Uno de los primeros fue el almirante Juan Bautista Topete, ministro de su gobierno y compañero de primera hora en la sublevación de Cádiz. Su amistad con el general se mantenía por encima de sus diferencias políticas, ya que el marino era partidario de coronar a Montpensier. Sus muestras de dolor y preocupación eran sinceras. Topete era un caballero. Poco después apareció el regente; Serrano iba muy compuesto, como si acudiera a un baile de gala. Su rostro era una máscara y percibí la distancia con que lo trataba la esposa del general. Su visita fue muy rápida. Al poco, llegó el gobernador civil; lo vi muy nervioso y tenía motivos para estarlo. Su incompetencia había permitido a los asesinos actuar con la mayor impunidad. Ni había procedido a la detención de los sospechosos, cuando tenía todos los ases en sus manos, ni se había molestado en poner una mínima protección en el itinerario. Con unos cuantos agentes habría evitado el ataque.
Eran cerca de las diez cuando abandoné el palacio de Buenavista. Continuaba nevando sobre Madrid. La ciudad me pareció triste, pero quien estaba triste era yo. Triste por la violencia que presidía la política española. Triste porque unos desalmados pudieran atentar tan fácilmente contra la vida del presidente del Gobierno. Triste por la incompetencia de quienes tenían como misión evitar acciones como la que acababa de perpetrarse. Triste porque se había puesto en evidencia que los enemigos de Prim, que lo eran también de don Amadeo, no iban a cejar en el empeño de acabar con su obra. La única alegría en medio de la desesperanza que abrumaba mi ánimo era que sus heridas no parecían graves, a pesar de la granizada de disparos que había caído sobre él. Era cierto lo que decía Ignés: Prim tenía baraka.
Subí por Alcalá hasta la Puerta del Sol. Los cafés estaban casi vacíos, pero supuse que la noticia había empezado a difundirse, que ya circularían los primeros rumores y que habría comentarios para todos los gustos. Algunos parlanchines afirmarían que Prim era cadáver y otros darían numerosos detalles acerca del ataque, a pesar de no haber testigos, salvo la horrorizada castañera de la esquina. En la calle del Turco no había un alma, al margen de quienes nos habíamos visto implicados en el intento de magnicidio. ¡Magnicidio! La palabra había llegado a mi mente como suelen llegar estas cosas, sin que te lo propongas. Ése era el título del artículo: «Intento de magnicidio en Madrid». Tenía por delante una larga noche. La redacción estaría hirviendo y cuando don Felipe supiera que había sido testigo presencial de lo ocurrido… Maldita la gana que tenía de ponerme a escribir, pero lo que tenía en mis manos era oro molido. A pesar de que estaba obligado a marchar directamente a La Iberia, lo primero era buscar a Ignés. Probablemente lo encontraría en la fonda. La noche no estaba para muchos escarceos.
Aceleré el paso, como si temiera que las palabras se escapasen de mi cabeza. Poco a poco, el impacto emocional de lo vivido dejaba un resquicio al periodista que llevaba dentro. Enfilé la calle Arenal, quería poner a las mujeres de mi casa al corriente de lo ocurrido. Allí mi presencia se prolongó más de lo esperado al tener que explicárselo, aunque sin entrar en detalles. Tía Ernestina lloró desconsoladamente y también las lágrimas resbalaron por las mejillas de Paloma, que escuchó angustiada que yo iba en el carruaje. No sé cuántas veces me preguntó si me había ocurrido algo, a pesar de que estaba ante ella. La menos afectada era Micaela, aunque era devota del general, sobre todo desde que asistió a nuestra boda. Antes de marcharme, mi tía, con los ojos enrojecidos, me preguntó:
—¿Qué va a ocurrir?
—Nada extraordinario. Esos canallas no se han salido con la suya.
En la fonda me dijeron que Ignés no estaba.
—Tal vez, si se acerca al burdel de doña Patrocinio…
Miré en el café de los Ángeles antes de subir al prostíbulo. Avanzar por el largo y oscuro pasillo que también conducía al sótano me hizo revivir algunas imágenes de la calle Fuencarral. En la primera planta, según me había explicado Ignés, prestaban servicio las prostitutas de más tronío. Afrodisia, naturalmente, era una de ellas. Tras llamar, aguardé unos segundos hasta que por la mirilla un ojo ribeteado de negro escrutó mi rostro.
—¿Qué desea?
—Busco a un amigo. Es urgente.
—¿Es usted policía?
—No. Busco a Ignés de Vilaplana.
—¿El catalán?
—Sí, sí, señora.
Al abrirse la puerta me encontré con un pequeño recibidor entelado en rojo, alumbrado por dos quinqués y decorado con unas láminas eróticas, enmarcadas con lujo. Supuse que ante mí estaba doña Patrocinio. Era una cuarentona de formas orondas, bien conservada. Vestía una bata de seda con motivos chinescos, anudada de tal forma que dejaba ver una porción generosa de sus voluminosos y caídos pechos. Me dedicó una sonrisa ladina, calibrando a un potencial cliente. Quizá pensó que mi interés por Ignés era una forma elegante de abordar el deseo de contratar los servicios de alguna de sus pupilas.
—Su amigo ya se ha marchado.
—¿Hace mucho?
—Unos veinte minutos.
—Supongo que no sabe adónde ha ido.
—Tal vez pueda ayudarle. ¿Me acompaña?
Temí que fuera una argucia y que la situación se complicara. Al verme dudar, doña Patrocinio, cuya experiencia en aquellas situaciones no necesitaba de mayores explicaciones, se dio cuenta enseguida.
—Pase, caballero. No va a ocurrirle nada malo.
Me sentí ridículo. La dueña del burdel me condujo hasta una salita amueblada con dudoso gusto. Era pequeña y estaba alumbrada por una lamparilla con una pantalla roja que daba esa tonalidad al ambiente. Había dos sillones y el mueble principal era una chaise longue.
—Póngase cómodo, vuelvo enseguida.
Decidí aguardar de pie. Estaba claro que por allí desfilaban las mujeres para que los clientes eligieran con cierta intimidad. Supuse que era una de las razones por las que tenía fama de ser uno de los burdeles más selectos de Madrid. Mi espera se prolongaba ya más de lo razonable y empecé a escamarme, pensando que era víctima de las artes de la madame. Iba a protestar cuando doña Patrocinio apareció con una mujer en el esplendor de la madurez.
—Caballero, ésta es Afrodisia.
Incliné la cabeza con galantería. No tenía por qué prescindir de cortesías, aunque aquello fuera un burdel. Vestía una bata ceñida al cuerpo que dejaba percibir unos pechos voluminosos y turgentes. Comprendí la pasión con que Ignés se refería a ellos.
—Lo siento, pero no es mi intención…
—Caballero, Afrodisia no ha venido para lo que usted está pensando.
Mi torpeza me había hecho cometer un error imperdonable.
—Disculpe, pero es que…
—Está disculpado. Su amigo el catalán…
—Ignés —matizó Afrodisia.
—Su amigo Ignés ha estado con ella, antes de marcharse.
—Tengo necesidad urgente de verle, señorita. —Extrañada por el tratamiento, me dedicó una sonrisa—. ¿Sabría decirme adónde ha ido?
—Lamento no serle de utilidad.
No deseaba perder un instante. Aquella noche el tiempo era oro, más allá de metáforas. Don Felipe ya habría preguntado varias veces por mí y se lo estarían llevando los demonios.
—Les agradezco que me hayan atendido, pero tengo que marcharme.
—¿Sabe usted que han asesinado a Prim? —me preguntó Afrodisia.
—¿Cómo dice?
—Ignés se puso muy nervioso al enterarse de que lo habían asesinado.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Se lo dije yo.
—¿Le importaría explicármelo? Ustedes… ustedes estaban…
—Follando —puntualizó doña Patrocinio.
Noté cómo me ruborizaba.
—Estábamos en la habitación y tuve necesidad de salir a por unas toallas, doña Patrocinio me dijo que un cliente había traído la noticia. Se lo dije a Ignés porque sé que está muy unido a Prim. Su amigo es un ser solitario, cuando viene busca algo más que disfrutar de mis encantos, necesita conversación y compañía.
Sentí simpatía por Afrodisia. Me pareció una mujer comedida para dedicarse a aquel oficio. Normalmente, el ambiente de los burdeles era descarnado y desvergonzado, y el lenguaje soez. Quizá ahí estaba la diferencia en la calidad del establecimiento, si bien la dueña me pareció más desahogada.
—¿Ese cliente dijo que Prim había muerto?
—Que lo habían acribillado a balazos cuando iba a subirse en su coche.
—Comprendo. Muchas gracias por todo. No quiero entretenerlas más.
Doña Patrocinio me acompañó hasta la puerta y me invitó a visitar su casa.
—Un caballero como usted será atendido como se merece.
En la redacción reinaba la confusión. Allí estaba Manolito; al verme, agachó la cabeza. Me acerqué y, tomándole la barbilla, alcé su cara y rebusqué en el bolsillo un duro de plata que lancé al aire; lo atrapó al vuelo y me miró emocionado. No fueron necesarias las palabras.
Suardíaz se acercó y me susurró al oído:
—He perdido la cuenta de las veces que ha preguntado por ti.
—¿La imprenta está disponible?
—Dicen que aguardan hasta la una.
—¿Qué hora es?
—Las doce menos diez.
—Tenemos el tiempo justo —resoplé.
—Hay bastante escrito, todo sobre rumores.
—Veremos si sirve.
—¿Por qué lo dices?
—Porque ya he oído rumores que nada tienen que ver con lo ocurrido.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque iba en el carruaje con Prim.
Dejé a Suardíaz boquiabierto y me dirigí a la Pecera. Mi amigo reaccionó y me alcanzó cuando estaba en la puerta.
—¿No estarás de broma?
—Estaba en el Congreso y Prim me dijo que lo acompañara.
Mi amigo soltó un silbido.
—¡Ah! Se me olvidaba. Ha estado aquí tu amigo; el de la barretina.
—¿Ignés?
—Sí. Me ha dicho que te espera en Casa Damián.
—¿Hace mucho?
—Serían las once y media.
Mi llamada en el cristal encontró respuesta inmediata.
—¡Adelante!
Apenas había asomado la cabeza, don Felipe exclamó:
—¡Por fin, Besora! ¿Puede saberse dónde demonios se ha metido?
—He estado con Prim.
El habano crujió entre sus dientes antes de que lo apartase de su boca.
—¿Ha sido testigo de lo ocurrido? —me preguntó temeroso de que le respondiera con una negativa.
—Estaba en su coche, sentado frente a él, cuando han intentado asesinarlo.
—¿Ha dicho intentado?
—Eso he dicho.
—¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que no está muerto?
—Tiene varias heridas, ninguna de gravedad. La suerte le ha acompañado. En estos momentos descansa en su cama.
Don Felipe se llevó el cigarro a la boca, le dio una calada y expulsó un chorro de humo. Se levantó, se asomó a la puerta del despacho y gritó:
—¡Suardíaz, venga inmediatamente!
Mi colega se plantó en la Pecera en un santiamén.
—¡Que vayan a la imprenta y digan que tienen que aguantar una hora más y que se preparen para una tirada tres veces mayor!
—¿Dejo el texto que estoy trabajando?
—Por supuesto.
Suardíaz salió pitando. Don Felipe se volvió hacia mí y me dijo:
—Tiene tres cuartos de hora para contar, sin entrar en detalles, lo ocurrido.
—¿Tres cuartos de hora, don Felipe?
—Ni un minuto más.
—Haré lo que esté en mi mano.
—Aguarde un momento, Besora. Dígame, ¿dónde ha sido el ataque?
—En la calle del Turco.
—¿A qué hora?
—Poco después de las siete.
—¿Quién más acompañaba a Prim?
—Sus dos ayudantes.
—Entonces, ¿sólo está malherido?
—Tiene cinco heridas.
—¿Dónde?
—Don Felipe… que me ha dado tres cuartos de hora.
—Tiene razón, ¡póngase al tajo!
Antes de sentarme, hice una seña a Manolito para que se acercara.
—Necesito que me hagas un recado.
Se le iluminó el semblante.
—Lo que usted diga, don Fernando.
—Ve a Casa Damián. ¿Te acuerdas de mi amigo, cuando estábamos…?
No me dejó terminar.
—¿El que ha venido preguntando por usted?
—Ése.
—¿Qué le digo?
—Que se venga contigo.
Salió como un cohete y yo me puse a escribir como un poseso. En la redacción todo el mundo sabía ya que yo iba con Prim en el momento del atentado. Ignés apareció a los pocos minutos. Cuando le dije que el general no había muerto, que estaba herido, se le saltaron las lágrimas. Mientras redactaba el texto, le hacía algunos comentarios.