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La mañana del 27 transcurrió sin incidentes y por la tarde decidí asistir a la que sería la última sesión de aquellas Cortes. Entré en el Congreso de los Diputados por la puerta de la calle de Floridablanca y no necesité mostrar mi acreditación. Me sacudía los copos de nieve que adornaban mi capa cuando vi a don Felipe en un corrillo del vestíbulo.

—¿Ocurre algo? —le pregunté.

—¿Sabe si el señor Muñiz acompaña al presidente cuando viene al Congreso?

—Habitualmente sí. ¿Ha ocurrido algo?

—Han detenido sólo a uno de los individuos. ¡Los demás campan a sus anchas!

—¿Cómo lo sabe? —Me arrepentí de mi torpeza.

—No sea indiscreto.

Un ruido en la puerta anunció movimiento. Prim descendía de su coche acompañado por Muñiz y sus dos ayudantes. Los dos coroneles, a pesar de las advertencias, iban desarmados. Varios diputados se aproximaron a Prim y el general avanzó rodeado por un enjambre. Nos acercamos a Muñiz al tiempo que el presidente se iba hacia el hemiciclo.

—¡Menos mal que está usted aquí! —exclamó don Felipe.

—¿Por qué lo dice?

—Porque todos los de la lista, salvo uno, andan sueltos.

El semblante de Muñiz se ensombreció.

—¡No es posible!

—Lo es, don Ricardo. ¡Tiene que advertir al presidente!

—¡Aguarden un momento!

Lo alcanzó en la misma puerta del salón de sesiones. Hizo un aparte con él y después de cruzar unas frases vimos cómo el general soltaba una carcajada. Muñiz regresó con cara de circunstancias.

—¡Su Excelencia es incorregible! Dice que todo eso son paparruchas y bobadas. Sólo piensa en el viaje de mañana a Cartagena para recibir al nuevo rey. Me ha ordenado que me vaya a palacio para ultimar los detalles.

Don Felipe se marchó cariacontecido y yo me dirigí a la tribuna de la prensa. Me acomodé y observé a Prim, estaba sonriente y relajado; consciente de que culminaba su gran proyecto de traer a España una nueva dinastía y que los Borbones y sus turbios manejos eran historia. Alzó la mirada y me saludó con un movimiento de cabeza, luego llamó a un ujier y le dijo algo antes de que el presidente de la cámara anunciara el comienzo de la sesión. El único asunto en el orden del día era el presupuesto de la Casa Real. Había ya comenzado el debate cuando el ujier se acercó hasta mí.

—Su Excelencia me ha dicho que quiere verlo cuando acabe la sesión.

—Muchas gracias.

Muchos escaños estaban vacíos. Posiblemente la fecha, dos días después de la Navidad, y el carácter de la sesión, considerada un trámite, influían en las ausencias porque los republicanos y montpensieristas habían vuelto al Congreso. Paúl y Angulo era uno de los ausentes. El debate fue más duro de lo esperado y el diputado republicano Pi i Margall cargó la mano, poniendo de manifiesto, una vez más, que los debates se habían convertido en un espectáculo bochornoso donde apenas se confrontaban ideas y abundaban las descalificaciones y los insultos. Poco antes de las seis, el presidente anunció que se iba a proceder a la votación. No hubo sorpresas y la asignación para los gastos de la Casa Real quedó aprobada por una amplísima mayoría.

Abandoné rápidamente el salón de plenos para esperar en la puerta de Floridablanca la salida de Prim, preguntándome qué podía querer. Otra vez el vestíbulo estaba muy concurrido: diputados que se despedían, algunos se deseaban ventura para el año que se aproximaba y otros aguardaban a causa de la nevada que caía sobre la Villa y Corte. Entre mis colegas había escuchado comentarios de que los republicanos preparaban una asonada para el momento en que Amadeo I pisase suelo español. Por lo pronto, los augurios que anunciaban un pronunciamiento en algunos de los cuarteles madrileños a favor del duque de Montpensier se habían desvanecido. Prim controlaba las salas de banderas y en los cuartos de oficiales había calma.

Al aparecer en el vestíbulo se le acercó don Miguel Morayta y hablaron un momento. El general negó con la cabeza, pero el diputado republicano insistió y Prim, poniéndole la mano en el hombro, le hizo algún comentario. Apenas se separaron lo abordó otro diputado, cuyo nombre no conocía, pero que también se sentaba en la bancada republicana. Aproveché para acercarme a saludar al catedrático.

—Don Miguel, ¿se acuerda de mí?

—¡Por supuesto, Besora, es usted una celebridad! Además, ignoraba que su amistad con Prim fuera tan estrecha.

La presencia del general en la boda me había adjudicado una intimidad que no respondía a la realidad.

—No es para tanto, don Miguel.

—¿Espera a alguien?

—Al presidente. Desea hablar conmigo.

Morayta se acarició las guías de sus largos mostachos.

—¿Por qué no lo convence para que me acompañe a una cena? Dígale que se venga conmigo al restaurante del Cuatro Naciones. Los masones celebramos la festividad de San Juan de Invierno.

Tuve la sensación de que don Miguel me estaba mandando un mensaje que iba mucho más allá de la asistencia de Prim a una comida de confraternización masónica.

—¿Me lo dice por alguna razón?

—Porque van a meterle un balazo entre ceja y ceja.

Sentí un escalofrío y miré al presidente que, del brazo del diputado que lo había abordado después de Morayta, se acercó hasta un corrillo que estaba a dos metros de nosotros y exclamó:

—¡Si supieran lo que este republicano acaba de decirme!

—¿Algún chiste? —preguntó uno de los presentes.

—¡Exactamente! ¡Un chiste!

Al diputado no le hizo gracia el comentario.

—Más bien una advertencia —puntualizó muy serio.

Prim me vio y me hizo un gesto para que lo siguiera. Al llegar al zaguanete que daba a la calle, donde la nevada arreciaba, lo detuvo otro diputado. Fuera la noche había caído y apenas se veía gente. En la portería dos ujieres charlaban animadamente con un oficial de carabineros y otro individuo que, al ver a Prim, se marchó rápidamente. Me asomé a la portería y pregunté:

—¿Quién es ese que acaba de irse?

—Se llama Montesinos.

Aquel nombre me resultaba familiar, pero no sabía ubicarlo. ¡Habían ocurrido tantas cosas en las últimas cuarenta y ocho horas!

—¿Qué hacía?

—Nada, charlaba.

Salí de la portería, tratando de recordar dónde había escuchado aquel nombre y vi que Prim continuaba charlando junto a la puerta. El general gesticulaba y reía; estrechó la mano del diputado y subió al carruaje, que ya estaba aparcado a la entrada. Parecía haberse olvidado de mi presencia y consideré una imprudencia recordarle que estaba allí. Después de acomodarse en el asiento, tenía por costumbre hacerlo en el de la derecha, alzó la vista y me vio. Me hizo una señal para que me acercase, pero en ese momento apareció Sagasta. El ministro cruzó por delante de mí a toda prisa y Prim, al verlo, lo invitó a subir al carruaje, desplazándose hacia la izquierda y cediéndole el asiento. El ujier que había respondido a mis preguntas me invitó a entrar a la portería y calentarme en el braserillo de picón que tenían bajo la mesa. Se lo agradecí, pero rechacé su ofrecimiento: en cualquier momento Sagasta podía bajar del vehículo.

El ministro no descendió del carruaje hasta pasados diez minutos; entonces traté de hacerme visible y Prim me invitó a subir. González Nandín había ocupado el asiento dejado por Sagasta, mientras que Moya y yo nos sentábamos enfrente, junto a las portezuelas. El cochero arreó los caballos y enfilamos la calle de Floridablanca en dirección a la del Sordo. Era un recorrido habitual que Prim raramente alteraba. Parecía relajado y contento. Había luchado contra viento y marea, después de destronar a Isabel II, para que ni se proclamara la república ni se hiciera con el trono nadie relacionado con la familia destronada.

—¿Cómo está Paloma?

—Feliz, excelencia.

—¿Todo marcha bien?

—Todo bien, excelencia, muchas gracias.

Me sentí empequeñecido ante aquel hombre que, por encima de los graves asuntos de Estado que pesaban sobre sus hombros, mantenía una humanidad que quedaba muy lejos del engolamiento que se apoderaba de quienes alcanzaban la cumbre del poder.

—Vamos a ponerle fecha a la comida. Se lo dije a Paquita y ya me ha preguntado varias veces. También tenemos que decírselo a Ignés.

No podía creérmelo. Estaba a dos palmos del artífice del cambio de dinastía, en la intimidad del pequeño receptáculo del carruaje, siendo invitado a un almuerzo en palacio. Me parecía asombroso que recordara la invitación. En ese momento comprendí por qué en la guerra de África sus hombres lo habían seguido ciegamente en los Castillejos. Prim no era un héroe para sus soldados porque los condujera a la victoria, sino porque los trataba como a personas.

—Para nosotros es un honor inmerecido, excelencia.

—Deja de decir bobadas. Mi esposa está deseando conocer a la tuya. Vamos a ver, mañana salgo para Cartagena, el rey llega con el nuevo año. Estaremos de regreso el día dos. ¿Podríamos almorzar el tres?

—Mi general, ese día hay recepción en palacio —señaló Moya—. Y el cuatro está ocupado.

—El seis es la fiesta de los Reyes Magos. ¿Podría ser la víspera?

—Creo que sí, mi general.

—En ese caso, confírmalo. ¿A Paloma y a ti os viene bien?

—Por supuesto, excelencia.

De repente el carruaje hizo un extraño. Chirriaron las ruedas y crujió la madera. El frenazo que vino a continuación hizo que Moya y yo casi nos echáramos encima de Prim y su otro ayudante; luego la sacudida fue a la inversa.

—¡Qué coño pasa! —exclamó el general.

González Nandín, que al abalanzarse hacia delante se había quedado frente a la ventanilla, gritó:

—Mi general, ¡cuidado!

Por la derecha, protegido por las sombras, se acercaba un sujeto achaparrado que sacaba con dificultad un trabuco oculto bajo su capa. No pude verle el rostro al encarar su arma. El estrépito del trabucazo hizo añicos el cristal de la ventanilla. Me sobrecogió el silencio que siguió. Miré a Prim, parecía ileso, quien tenía la mano ensangrentada era González Nandín. Pensé que la baraka de que presumía había vuelto a salvarle la vida. La presencia de Sagasta en el carruaje había hecho que no ocupara su asiento habitual. Escuché cómo restallaba el látigo del cochero que gritaba a los caballos, soltando maldiciones, pero por alguna razón el vehículo no se movía. Transcurrieron unos segundos interminables hasta que oí, otra vez por la derecha, una voz bronca y desagradable. ¡La misma que escuché en Nochebuena!

—¡Fuego, puñeta, fuego!

Sus palabras llegaron a mis oídos como un eco lejano, a pesar de que sonaban a poco más de dos metros en medio del espeso silencio que siguió al estampido del disparo. Vi a través de la ventanilla destrozada y de los copos de nieve que caían mansamente a varios individuos que emergían entre las sombras y descargaban media docena de bocas de fuego sobre el interior del carruaje.

—¡Ahora vosotros! —ordenó la voz.

Desde la izquierda cayó otra granizada de disparos sobre Prim y González Nandín, Moya y yo quedábamos más a resguardo. Vi que Su Excelencia se llevaba una mano al hombro y tenía la pechera de su camisa empapada de sangre. Sus ayudantes, desarmados como estaban, no podían repeler el ataque. Un fuerte tirón indicó que el cochero lograba por fin poner el vehículo en marcha. Al movernos, identifiqué un edificio, estábamos en la calle del Turco, muy cerca del cruce con Alcalá; también comprendí lo que nos había detenido: dos coches estratégicamente situados habían impedido el paso durante unos segundos cruciales. Los asesinos lo tenían todo previsto: el paso cortado y dos nutridos grupos de hombres armados a ambos lados de una calle solitaria. La nevada se había convertido para ellos en un aliado ocasional y valioso.

El cochero fustigaba con energía a los caballos. Al cruzar Alcalá vi estacionada una carretela, con dos hombres en el pescante, que dificultaba el paso, pero el cochero la esquivó con agilidad montándose en la acera. En la esquina una castañera horrorizada miró cómo el carruaje pasaba a toda velocidad. González Nandín, desentendiéndose de su herida, había sacado su pañuelo y trataba de contener la hemorragia de Prim, y Moya, con medio cuerpo fuera del vehículo, gritaba al cochero que fuera más deprisa. Yo estaba paralizado y miraba a Prim: tenía el semblante muy pálido y la mirada serena.