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Eran cerca de las tres de la madrugada cuando entramos en el despacho del comisario. Era poco más que un cuchitril. Los dos quinqués que encendió mostraron un panorama de desorden. Un testero lo ocupaba un armario rebosante de legajos desordenados y un par de sillas servían de soporte a unos inestables rimeros de papeles, que también invadían un sofá raído. Jovellanos farfulló una excusa y nos acomodamos como pudimos: Ignés y yo apartamos los papeles del desvencijado sofá y don Felipe hizo lo propio con una de las sillas, mientras el comisario ocupaba su sillón al otro lado de la mesa. No nos quitamos las capas ni Jovellanos su tabardo.

—Vayamos al grano. —El comisario sacó el papel que tanto me había intrigado—. Me ha dicho usted que la fuente es de toda garantía, pero necesito una explicación.

—Para eso estoy aquí. Para dársela.

Don Felipe desgranó con detalle elementos de la trama que Ignés y yo conocíamos y respondió a todas las preguntas del comisario quien, conforme conocía los entresijos de aquel tinglado, parecía más nervioso. Cuando don Felipe terminó eran casi las cinco. Jovellanos dejó escapar un suspiro. No necesité más para comprender que no intervendría sin una orden de arriba. Había acudido a mí cuando tuvo información sobre la trama del atentado porque como mucha gente, después de mi boda, estaba convencido de que Prim y yo éramos amigos. Él no tomó ninguna iniciativa.

—¿Se imagina la que puede formarse si actuamos contra Paúl y Angulo?

Ignés me miró porque era el mismo nombre que él había colocado en el primer lugar. ¿Cómo habría conseguido don Felipe aquella lista? ¿Qué otros nombres habría?

—¿Y si asesinaran al presidente del Gobierno? —replicó don Felipe, echando por la boca el humo del puro que acababa de encender.

—Necesito un aval. Comprenderán que no puedo ir al gobernador con un papel y decirle, sin más: estos individuos traman asesinar al presidente del Gobierno.

Sus palabras me sonaron a excusa.

—Tienen pensado hacerlo mañana —indicó don Felipe.

—Eso coincide con lo que me dijo el comisario que vino de Zaragoza.

Don Felipe arqueó las cejas.

—¿A qué se refiere?

Jovellanos le explicó con desgana lo que le había revelado un colega sobre el tren de Aranjuez y la asonada militar prevista para el día 27.

—¿El ejército proclamaría a Montpensier? ¡Eso no es posible, Prim lo tiene controlado!

Con un gesto, el comisario dio a entender que estaba de acuerdo. Pero yo sabía ya que Jovellanos no se sentía a gusto en aquel terreno donde se mezclaba el ejército y la política. No podía reprochárselo. El asunto despertaba inquietud no sólo por el objetivo de los asesinos, sino por la calidad de los sospechosos. Comprendía que evitase actuar sin instrucciones de la superioridad.

—Mire, señor… señor…

—Clavero.

—Mire, señor Clavero. Lo que usted está haciendo es digno de alabanza. Pero tiene que comprender mi situación. A pesar de que no he cerrado el caso que me ha sido asignado, estoy dispuesto a intervenir en este asunto, pero no lo haré si no tengo órdenes precisas y concretas. En estas circunstancias, ¿qué quieren que haga?

—Que proceda a la detención de las personas que están en esa lista. —Don Felipe lo dijo como si dictase una sentencia inapelable.

—¡No puedo hacerlo sin instrucciones de mis superiores!

—Puede explicar sin problemas una detención preventiva.

—¿Detener preventivamente a un diputado a Cortes? ¡Usted ha perdido el juicio! —exclamó, poniéndose de pie—. Lo siento. El general Prim goza de mis simpatías, pero…

—No se trata de simpatías, comisario —lo interrumpió don Felipe—. Lo que está en juego es mucho más importante. ¡Estamos ante una trama para asesinar al presidente del Gobierno!

—Si no recibo una orden expresa, no tomaré ninguna iniciativa. No tengo atribuciones para emprender una investigación por mi cuenta y menos en un asunto de tanta trascendencia. Además, ustedes son testigos excepcionales de la situación en que me encuentro. Siete muertos, entre ellos uno de mis hombres. Dos crímenes por resolver y media docena de detenidos. No sé cómo me he dejado convencer para venir con ustedes.

Don Felipe se puso de pie e Ignés y yo también nos levantamos. A través de la ventana sólo se veía oscuridad. Las explicaciones y la presión ejercida en aquel encierro no habían servido para gran cosa. Jovellanos era un buen policía, pero acababa de dejar claro que no actuaría sin recibir órdenes de la superioridad. No había vacilado en abandonar su hogar la tarde de Navidad, había mostrado competencia y capacidad para detener a los satanistas, pero intervenía porque tenía instrucciones para hacerlo.

Faltaban un par de horas para que amaneciera cuando abandonamos el despacho. A la salida nos encontramos a Vázquez con un cartapacio bajo el brazo. Sería el informe que el comisario quería sobre su mesa. Había sido diligente.

—¿Sabe adónde han llevado al muchacho?

—Al Hospital del Niño Jesús. Ahora descansa, pero me temo que el mal trago no va a olvidarlo fácilmente.

En la calle no hacía mucho más frío que en el despacho del comisario. Tenía el cuerpo entumecido y lastrado por el cansancio y la tensión, pero no podía dejar de hacer algo muy importante y tenía que ser antes de que amaneciera. A pesar de ello acepté la propuesta de don Felipe de ir al café del Carmen a tomar un chocolate con churros. Mientras desayunábamos le pregunté por qué se había presentado en la calle Fuencarral.

—Podría haber entregado usted la lista de implicados en otras instancias.

—Desde luego, pero entonces no habría tenido el placer de ver detenidos a esa caterva de asesinos.

Di un sorbo a mi chocolate y le hice otra pregunta:

—¿Qué nombres hay en la lista que le ha dado al comisario?

Sacó del bolsillo de su chaleco un papel y me lo entregó. Leí los nombres con ansiedad. Allí estaban, además de Paúl y Angulo, José López, Huertas, Ángel Guerrero… Me quedé impresionado. ¿Cómo era posible que tuviera todos aquellos nombres? Le conté lo que Ignés y yo habíamos averiguado en el mesón de la calle Arenal y lo inquietos que estábamos.

Fue entonces cuando mi amigo propuso ir a ver a don Ricardo Muñiz y don Felipe dijo que nos acompañaría. Era demasiado temprano y había que esperar hasta una hora prudencial. Nos despedimos y quedamos en vernos a las diez en la puerta del palacio de Buenavista. En lugar de marcharme para casa, enfilé a toda prisa la Carrera de San Jerónimo. Cuando llegué al paseo del Prado las piernas me pesaban como si fueran de plomo; deambulé por la zona hasta que encontré a Pedro Gómez.

—¡Don Fernando, vaya sorpresa!

—He venido a decirle que los asesinos de su sobrino están detenidos.

Se quedó mirándome fijamente.

—¿Es verdad?

—Bueno, no del todo. La mitad está muerta y la otra mitad detenida.

—¿He venido a estas horas sólo para decírmelo?

—¿Le parece poco?

El hombre se abrazó a mí. Le expliqué cómo habían ocurrido las cosas y se deshizo en manifestaciones de gratitud. Había amanecido cuando volví a desandar el camino hacia la Puerta del Sol. El cansancio había desaparecido de mi cuerpo y cuando llegué a mi casa para contar a las mujeres la larga noche de aquel 26 de diciembre, era un hombre reconfortado, pero no podía sacudirme la angustia de la amenaza que pesaba sobre la vida de Prim.

La presencia de don Felipe había alterado a Muñiz. No había más que ver cómo se agitaba en sus manos una copia de la lista facilitada al comisario. Consciente de que las fuentes se silenciaban, quiso saber, lo mismo que Jovellanos, si la información era fiable. Don Felipe respondió afirmativamente y añadió:

—En mi opinión se debería proceder a la detención de esos sujetos.

—La detención de Paúl y Angulo crearía numerosas complicaciones.

—¿Después de haber escrito que deja la pluma por el fusil? —preguntó Ignés.

—Hay libertad de imprenta y se ampara en ella.

—¿Incluso cuando hace un llamamiento al asesinato?

—Incluso en ese caso. Para detener a un diputado, salvo que sea sorprendido in fraganti, se necesita la autorización de las Cortes. Es un trámite muy complicado.

—Podría detenerse a los demás y a él someterlo a una estrecha vigilancia —propuso don Felipe—. Sé que se aloja en un hotel de la Puerta del Sol.

—Está bien. Hablaré con Rojo Arias.

Ignés, antes de abandonar el despacho, le dijo a Muñiz:

—El asunto aprieta. No lo deje para más tarde, que es mucho lo que hay en juego.

—No se preocupe. Antes de mediodía la lista estará en la mesa del gobernador.