48

A las diez y media cruzamos la Puerta del Sol hacia la calle del Carmen y enfilamos la de Tetuán. Acompañaban al comisario ocho hombres, además de Pulgarín, que disimulaban sus uniformes bajo unos tabardos. Me pareció poca gente para enfrentarnos a los satanistas y Jovellanos me dijo que eran una treintena, pero iban en grupos diferentes para no levantar sospechas. Llegamos a Jacometrezo por Tres Cruces y ganamos la calleja de los Leones, que desembocaba en la calle del Desengaño. Caminábamos en silencio, cada cual embebido en sus pensamientos y sus miedos; suponía que Jovellanos había informado a sus hombres acerca de a qué iban a enfrentarse. Apenas se veía gente por las calles y nuestros pasos, sin que nadie se lo propusiera, sonaban acompasados, como si alguien marcara un ritmo. Antes de doblar la esquina de Fuencarral, Jovellanos se detuvo y dio a sus hombres las últimas instrucciones.

—Que todo el mundo compruebe sus armas y la reserva de municiones.

En la oscuridad escuché el crujido de la recia tela de los tabardos. Los hombres comprobaron en silencio sus pistolas y cartucheras. Palpé la pistola que Ignés me había proporcionado para una emergencia; él se había armado con un revólver de seis balas.

—Recordad. No quiero héroes, sino eficacia. —Su voz sonaba baja, pero enérgica. Era una voz de mando—. Que nadie se adelante a mis órdenes, perderíamos la ventaja de la sorpresa. Por último, recordad que se abrirá fuego sólo en caso de necesidad. Nuestra misión no es acabar con ellos, sino entregarlos a la justicia. ¿Alguna pregunta?

Uno de los hombres levantó la mano.

—¿Qué tripa se te ha roto?

—Si nosotros somos el grupo de asalto, ¿qué papel tienen los demás?

—Explícaselo, Pulgarín.

—Ellos ya están en sus puestos. Cuando lleguemos, nos informarán de la situación y nos cubrirán el asalto; también se encargarán de detener a los que traten de huir.

—O sea que nos toca bailar con la más fea.

—Porque sois los mejores —cortó el comisario—. ¿Alguna otra pregunta? —Sus hombres permanecieron en silencio—. Entonces, en marcha y atentos a mis órdenes. La primera es que piséis con cuidado. ¡Parecemos una manada de potros desbocados!

Conforme subíamos la calle de Fuencarral aumentó la tensión: rostros sombríos, mandíbulas apretadas y mirada fija, pendiente de cualquier incidencia. Llegamos a la esquina del Divino Pastor. Nada hacía sospechar que a pocos metros estaban apostados una veintena de hombres, protegidos por la oscuridad, hasta que un bulto se materializó entre las sombras. Se acercó al comisario y hablaron en voz tan baja que, estando cerca, apenas escuché algunas palabras sueltas: «docena», «armados», «embozados» y «vehículos». Conforme pasaban los segundos mi pulso se aceleraba. Hacía más de nueve meses que había iniciado mi relación con aquella historia tenebrosa, cuando acudí en busca de Segismundo Martínez, quien, curiosamente, vivía un poco más abajo de donde nos encontrábamos. Entonces nada sabía de crímenes rituales, de adoradores del diablo, ni de prácticas satánicas. Tampoco tenía la menor idea de que Crisanto Mondéjar estaba involucrado en los manejos de aquella gente, ni de la relación familiar que lo ligaba a don Felipe Clavero. Sí sabía ya que estaba enamorado de la mujer que era mi esposa y que ahora estaría rezando, después de haberle dicho adonde iba. En aquellos nueve meses habían muerto mi padre y la madre de Paloma, había encontrado a Ignés de Vilaplana y me había convertido en un renombrado periodista que, junto al viejo contrabandista, andaba tras la pista de un grupo de malhechores que pretendía asesinar a Prim, quien nos sorprendió a todos asistiendo a mi boda.

Escuché las últimas órdenes de Jovellanos, breves y concisas. Varios hombres tomaron posiciones junto a la puerta del inmueble.

—Son una docena y han traído varios bultos —indicó a los hombres que iban a entrar, agrupados a su alrededor.

—¿Se sabe qué son esos bultos? —preguntó uno de ellos.

—No, y tampoco sabemos si están armados.

—¿Cuándo ha llegado el último? —preguntó otro.

—Hace más de media hora. Son las doce y veinticinco, si la información es cierta ya estarán en plena faena. Así que no debemos perder un minuto. Pulgarín, que todo el mundo esté preparado.

—Sí, señor.

—Usted y su amigo aguarden allí. —Me señaló un lugar al otro lado de la calle—. No se moverán hasta que todo haya pasado. ¿Tengo su palabra?

Asentí con desgana. Me hubiera gustado entrar y ver lo que ocurría en el interior de aquella casa de aspecto abandonado.

El comisario sacó su revolver y ordenó entrar. Nunca pensé que los agentes fueran tan disciplinados. Sus hombres arremetieron contra la puerta, que cedió al primer empellón, y se perdieron en el interior. Vi entonces cómo otros agentes se movían y tomaban posiciones. Conforme se alejaba el eco de sus pisadas se hizo el silencio y cuando se oyeron gritos lejanos y apagados aumentó la tensión. Luego se escuchó un disparo seco, seguido de un tiroteo tan intenso que indicaba que dentro estaba produciéndose una escabechina. Finalmente, sonaron varios tiros sueltos y después un silencio angustioso, preocupante.

—¿Entramos? —preguntó una voz a mi derecha.

—¡Ni hablar! ¡Que nadie se mueva!

A la tensión había dado paso el nerviosismo.

—Los de dentro pueden necesitar ayuda —insistió la voz.

—Las órdenes son las órdenes. Si nadie ha aparecido, significa que todo marcha bien —replicó quien mandaba a los agentes que no habían entrado.

Aguardamos, atenazados por la incertidumbre, sin tener la menor idea de lo que ocurría en el interior. Al cabo de varios minutos una sombra envuelta en el débil resplandor de un cirio apareció en la puerta. Era Pulgarín.

—¡Vázquez, entra con los tuyos y ayuda a los que están dentro!

—¿Todo bien?

—Todo bien, aunque con más problemas de los previstos.

Me acerqué a Pulgarín con Ignés pegado a mis talones.

—¿Podemos entrar?

Alzó la vela para vernos mejor.

—Si quieren, pueden hacerlo, pero no se lo recomiendo. Hay una carnicería.

Avanzamos, casi a tientas, por un pasillo largo y lóbrego que olía a humedad, orientándonos por una tenue luz que provenía del fondo. Conforme nos acercábamos se escuchaba un revoltijo de órdenes, gritos y lamentos. El resplandor salía por un portón que se abría a la derecha. Al entrar me recibió una tufarada donde se mezclaba el aroma del incienso con un intenso olor a pólvora y muerte, acompañado de un coro de lamentos e imprecaciones. Era un salón donde reinaba el mayor desorden y en el ambiente flotaba el humo de las velas y de los disparos. La atmósfera era densa, casi irrespirable. Noté cómo el humo se agarraba a mi garganta y me escocían los ojos. En medio de la confusión, los agentes atendían a los heridos o comprobaban si los muertos lo estaban realmente. Me impresionó un cadáver retorcido sobre un sillón.

Las paredes estaban cubiertas con grandes paños negros que bajaban del techo al suelo, como los que habíamos visto en el sótano. Las numerosas velas, todas negras y colocadas en diferentes sitios, proporcionaban una iluminación tétrica y creaban un ambiente fantasmal. En el centro, sobre una larga mesa cubierta por un tapete negro, ardían dos enormes candelabros y en el suelo había varios charcos de sangre. Miré a Ignés, tenía los ojos muy abiertos y la boca apretada. En un rincón, controlados por dos policías que les apuntaban con sus armas, había un grupo de satanistas vestidos con unos amplios ropones negros; todos se agitaban rítmicamente como si los controlara una fuerza invisible, y varios tenían el rostro velado por las capuchas que cubrían sus cabezas. Había una mujer con la mirada perdida y el ropón entreabierto, mostrando uno de sus senos. Unos gemidos llamaron mi atención y vi a un agente que atendía a un joven encogido y semidesnudo.

—¡Manolito!

—¿Conoces al muchacho? —me preguntó Ignés.

—Es el botones del periódico. ¿No lo recuerdas?

Me espantó ver la sangre que cubría su torso desnudo. El agente me susurró:

—No tiene ninguna herida, pero está como ido.

—¿Y esa sangre?

—No es suya.

Suspiré aliviado.

—¿Me deja con él?

—Desde luego. No para de repetir una y otra vez: «La culpa de todo la tiene él».

No podía imaginar la razón de su presencia en aquel lugar.

—¿Te encuentras bien?

Me respondió con la muletilla:

—La culpa de todo la tiene él.

—¿Estás herido?

Negó con la cabeza, pero no supe si era una respuesta o una convulsión.

—¿Tienes frío?

—La culpa de todo la tiene él.

Se abrazaba con fuerza a sus piernas flexionadas, hecho un ovillo. Vi que tenía rozaduras en las muñecas, significaba que lo tenían atado y que no estaba allí por propia voluntad. Con delicadeza tomé su barbilla y alcé su rostro. Me miró y vi en sus ojos una expresión de ausencia. Ignés murmuró a mi oído:

—Está drogado.

Me acerqué a Jovellanos, que no paraba de dar órdenes. Sostenía su pistola en la mano y mascaba tabaco como si fuera un rumiante.

—Su información era correcta, Besora. Pero ha sido más duro de lo que esperábamos. Hemos tenido que reducirlos a tiro limpio. Son unos fanáticos.

—Debería ordenar que saquen al muchacho de este antro.

—¡Vestidlo y sacadlo! —ordenó el comisario.

—¿Cómo lo encontraron cuando irrumpieron?

—Desnudo sobre la mesa y uno de esos individuos derramando sangre de una copa sobre su cuerpo. También había tendida una mujer completamente desnuda. Creo que al muchacho iban a sacrificarlo.

Sentí un escalofrío. ¿Cómo era posible que Manolito hubiera ido a parar allí?

—¿Hay muchos muertos? —pregunté.

—Varios de ellos, también uno de mis hombres está malherido.

En aquel momento una voz sonó a mi espalda y vi que Jovellanos arrugaba el entrecejo. Me volví y me quedé tan sorprendido como el comisario.

—¡Don Felipe! —exclamé incrédulo al verlo allí como si fuera una aparición.

—¿Se puede saber qué demonios hace aquí este señor? —Jovellanos no se molestó en disimular su malhumor, ni dejó de mascar el tabaco.

—Lo lamento —se excusó el policía—. Este caballero ha insistido en hablar con usted y con el señor Besora. Dice que se trata de un asunto de la máxima gravedad.

—¡Máxima gravedad es esto! —gritó el comisario, irritado—. ¿Cómo ha sabido dónde estábamos?

La voz de don Felipe sonó rotunda:

—Si usted está aquí es gracias a la información que facilité al señor Besora.

Jovellanos me interrogó con la mirada. Miré a don Felipe y percibí un destello de asentimiento en las pupilas.

—Este caballero fue quien me dio la información que le he proporcionado.

El comisario soltó un bufido.

—¡Se hará cargo de que no pueda atenderlo en este momento!

—Lo que vengo a comunicarle es prioritario.

—¡Es que no se da cuenta! —exclamó Jovellanos malhumorado—. ¡Ni siquiera sé cuántos de estos canallas están muertos o heridos! ¡Tenemos que tomarles la filiación y proceder a su detención, registrar el local y preparar un informe! ¿Sabe quién me ha encomendado el caso? ¿Lo sabe? —Me miró de nuevo y exclamó—: ¡Besora, dígale a este señor por dónde vienen los tiros en este asunto!

Cualquiera que fuese la razón por la que estaba allí mi director, que lanzaba furtivas miradas hacia el rincón donde estaban los satanistas, no había aparecido en el mejor momento. Ante mi silencio el comisario insistió:

—¡Besora, hágame el favor de decírselo!

—Fue el general Prim quien dio instrucciones para esclarecer esto, después de que publicáramos la crónica sobre lo ocurrido en la calle Carretas.

—¿Ha oído usted? ¡El mismísimo Prim! —insistió Jovellanos apuntando al techo con el índice extendido—. ¡Comprenderá que no pueda atenderlo!

Don Felipe no se alteró.

—Precisamente, lo que me ha traído hasta aquí es la vida de Prim. Tengo en mi poder pruebas fehacientes de que van a atentar contra él.

Jovellanos negó con la cabeza.

—Eso no es una novedad. Hace días se rumoreó que trataban de asesinarlo, colocando una bomba en el tren que lo traía de Aranjuez, y sé que puede haber una asonada militar un día… —Jovellanos enmudeció, quizá recordó que su colega de Zaragoza se había referido al 27 como la fecha prevista para asesinar a Prim, pero lo que tenía por delante era muy gordo—. Además, ese asunto es de tanta envergadura que queda fuera de mis atribuciones. ¡Márchense y déjenme en paz! ¡Bastante tengo ya como para meterme en libros de caballerías! ¡Acudan al gobernador civil o al sursuncorda!

—¿No le gustaría tener la lista de los implicados en la trama?

Ignés me miró pensando que yo se la había facilitado a mi director. Pero don Felipe se refería a otra lista, tal vez se la había proporcionado Crisanto, si bien por la mañana no había aludido a ella. Me pregunté si coincidiría mucho con la de Ignés.

—¿Cómo la ha conseguido? —preguntó incrédulo Jovellanos.

—Eso no puedo decírselo, pero le aseguro que es de toda garantía.

—¿Le importaría enseñármela?

Don Felipe entregó al comisario un papel pulcramente doblado. Habría dado cualquier cosa por ver los nombres que allí estaban escritos.

—¿Está usted seguro del primer nombre?

—Seguro, y si está el primero es porque se trata del máximo responsable.

Jovellanos me miraba, miraba el papel y miraba a su alrededor. Calibraba la situación. Le había oído decir que la trama para asesinar a Prim era algo tan gordo que nadie se lo tomaba como propio y todos pensaban que estaba en otras manos, él mismo había dicho que no era asunto de su incumbencia. Vi que se guardaba el papel y gritaba:

—Vázquez, ¿está por ahí?

—Aquí, comisario.

—¿Sabemos ya cuántos son los muertos?

—Siete, señor.

—¿Siete?

—Sí, señor. Ferrero es uno de ellos.

Jovellanos cerró los ojos.

—¡Maldita sea! —gritó al tiempo que golpeaba en la mesa con la culata de la pistola y escupía el bolo de tabaco—. ¿Estaba casado?

—No, señor.

—Algo es algo.

—También hay un herido entre los nuestros, pero de poca consideración, y otros dos entre los satanistas.

—Que los atiendan. ¡Aunque a ésos podían darle por el culo! ¡Menuda canalla!

Se llevó a la boca otro trozo de tabaco de mascar, antes de ordenarle:

—Hágase cargo de todo. Yo me marcho con estos señores. Lo antes posible, quiero encima de mi mesa un informe detallado y la filiación de todos esos.

—Sí, señor.

Antes de marcharnos vi cómo esposaban a los satanistas y les quitaban la capucha. Al identificar a uno de ellos contuve la respiración.

—Don Felipe, ¿ha visto usted quién está ahí?

—¡Carmona Roland! —exclamó mi director y, señalando al que estaba a su lado, me dijo—: Aquél es el conde de Casalabrada.

Salir al exterior fue un alivio y el frío de la noche, un bálsamo. Se habían concentrado algunos curiosos que la policía mantenía a raya. Jovellanos impartió varias instrucciones y habló algo con Pulgarín, antes de subirnos en el vehículo que había traído a don Felipe. Fue entonces cuando dije al comisario que don Felipe era el director de La Iberia. Fuimos directamente a su comisaría.

Arrebujado en el asiento, recordé el día que Manolito me confesó haberme dado la dirección de don Felipe por indicación de Carmona Roland; sospeché que la causa eran la envidia y los celos profesionales, pero no encontraba encaje para la frase que dejaron caer en mi oído, mientras me golpeaban. Ahora, descubierta su vinculación a la secta satánica, cobraban sentido aquellas palabras. Carmona Roland se había enterado de que investigaba sobre lo ocurrido en la calle Carretas; probablemente había robado el primer borrador que entregué a don Felipe y que ya no volví a ver. Con la paliza me daba un escarmiento y me mandaba una advertencia para que dejase de husmear. También tenía una explicación para la presencia de Manolito en aquella casona.