Don Felipe se había empleado a fondo para convencerme de que, a pesar de la participación de Crisanto en algunos de los rituales satánicos, aquel descarriado no había participado en la misa negra. Se alegró de saber que yo hacía tiempo que lo había exculpado porque, cotejando fechas, supe que esa noche estuvo en casa de doña Rosario. Aterido de frío, lo vi alejarse hacia la cuesta de Santo Domingo con paso cansino. Lo que acababa de revelarme era crucial para detener a los integrantes de la secta y también era urgente advertir a Jovellanos para que actuase en consecuencia. Regresé al café de los Ángeles para encontrarme que Ignés había desaparecido, los minutos de ausencia se habían prolongado más de una hora. Iba a marcharme cuando el camarero se me acercó.
—Su amigo ha dejado recado de que, cuando volviera, lo esperase.
—¿No ha dicho adónde iba?
—Sólo que esperase. ¿Va a tomar algo?
—Sí, una copa de aguardiente. —Necesitaba calentarme.
Me senté, preguntándome adónde demonios podía haber ido Ignés. Mientras aguardaba dando sorbitos a mi aguardiente —el camarero trajo con la copa mi ejemplar de El Combate—, vi por la ventana a los hombres de Jovellanos rondando la calle; ellos podían llevarnos hasta su jefe porque era urgente informarlo de lo que acababa de saber. La espera se prolongó y acabó por afectarme, cada minuto que pasaba estaba más nervioso. ¡Teníamos tanto que hacer que no podía permitirme estar allí sentado! Además de todo lo relacionado con la secta satánica, había que hacer lo posible para evitar el atentado del día veintisiete. Miré El Combate y saqué la lista de sospechosos confeccionada por Ignés. El primero era el diputado republicano, cuyos ataques a Prim eran, más que denuestos políticos, graves insultos y peligrosas amenazas. Yo era un decidido partidario de la libertad de imprenta, me negaba a considerar que las opiniones pudieran constituir un delito, porque el derecho a opinar era clave en un sistema de libertades. Sin embargo, ahora, algunos aprovechaban la libertad que proporcionaba el nuevo texto constitucional para insultar sin medida ni tasa. Dieron las dos y estaba a punto de marcharme cuando Ignés apareció. Venía con el rostro encendido, a pesar del frío que hacía.
—¿Se puede saber dónde te has metido? ¡Son más de las dos!
Ignés no contestó. Necesitaba recuperar el resuello. Se quitó la barretina y se pasó un pañuelo por la frente para empapar el sudor. Me arrepentí por haberle preguntado de aquel modo, afectado por mis nervios, y murmuré una disculpa.
—¿Quieres tomar algo?
Tardó en responderme, sus pulmones necesitaban aire.
—Agua, por favor.
Se la pedí al camarero y aguardé, conteniendo mi curiosidad.
—¡Vengo del Mesón de Pedro! —exclamó cuando recuperó el resuello.
—¿A qué has ido?
—A preguntar al dueño si conocía a los individuos que anoche estaban allí.
Ignés resoplaba y daba sorbos a la jarrilla del agua. Me sentí culpable. Había tenido una idea excelente.
—¿Cómo se lo has planteado?
—Como si hubiéramos perdido una bolsa con dinero, por si la habían encontrado. El muy granuja ha soltado una risotada y me ha dicho que, si esa gente la ha encontrado, ya se la habrían bebido. Le pregunté si los conocía y ¿sabes qué me ha respondido?
—¿Qué?
—¡Que son la pandilla de Paúl y Angulo! —Resopló y dio otro trago al agua—. Pero eso no ha sido lo mejor. Iba a marcharme cuando han entrado cuatro sujetos y el mesonero los ha llamado. ¡Dos de ellos estaban anoche allí!
—¿Has averiguado algo más?
—Poco, pero con sustancia.
—¡Cuenta!
Ya estaba más sosegado y en su boca se dibujó una sonrisilla.
—¿No tenías tanta prisa?
No respondí, pero Ignés se apiadó de mí.
—Esos tíos estaban como cubas, Fernandito. Todavía no se han acostado. Los he invitado y uno de ellos ha largado. Se llama Huertas y su amigo, que no se tenía en pie de la borrachera, Montesinos. Están en Madrid para hacer un trabajo sonado y entonces me mostró un trabuquillo; seguí preguntándole, pero se dio cuenta de que se había ido del pico y ya no pude sacarle más.
Consulté mi reloj. Iban a dar las dos y media. No podía entretenerme, era la hora de la comida de Navidad. Me despedí con cierta pena. Estaba seguro de que mi amigo comería solo. Quedamos en vernos a las cinco y media allí mismo. Apenas puse un pie en la calle cuando volví. Ignés iba a pedir algo al camarero.
—¿Qué se te ha olvidado?
—¿Adónde vas a almorzar?
—¿Después del atracón de anoche? —Un destello de nostalgia brilló en sus ojos.
—Vámonos para casa.
Se quedó inmóvil y tuve que repetírselo. Casi se le saltaron las lágrimas.
Después del almuerzo, Ignés y yo nos encerramos en lo que fue mi alcoba y donde ahora había instalado un pequeño gabinete. Le expliqué lo que don Felipe Clavero me había contado. Mi amigo se interesó en conocer por qué estaba en poder de Crisanto la cartulina de contraseña de La Internacional.
—Cuando en primavera los satanistas abandonaron el palacete, dejaron de pagar la renta y se secó la única fuente de ingresos que tenía. Hasta ese momento, la mitad había ido a sus bolsillos y eso le había permitido seguir tirando. Según don Felipe, los satanistas lo engatusaron y recibió una dádiva por poner su nombre en el contrato de arrendamiento del sótano de doña Patrocinio, pero eso le duró poco. Asegura que no pertenece a la secta. Al quedarse sin los ingresos de la renta del palacete fue cuando entró en contacto con José López, a quien le pareció interesante contar con un tipo como Crisanto, que presumía del título de su padrastro y alardeaba de familia. López, que debe de ser un sujeto de cuidado, pensó que podía serle útil para relacionarse con el entorno de Montpensier. Con el señuelo de que había mucho dinero de por medio, lo convenció para que viajara a Bayona.
—¡No me digas!
—Crisanto es un engreído con ínfulas, cuya única pretensión en la vida es disponer de dinero para satisfacer sus caprichos. El carlista al que se refería el hospedero de Bayona era Crisanto. Por eso tenía la cartulina.
—Entonces, ¿está implicado en la trama?
—Don Felipe dice que no. Por lo visto, se asustó al saber que el objetivo de López era asesinar a Prim. Por eso desapareció a finales de agosto y ha estado oculto estos meses. Cuando ha descubierto lo de la misa negra y el asesinato del chiquillo, no ha podido aguantar más y ha acudido en busca de su padre.
Ignés encendió un puro y me preguntó por los satanistas.
—Explícame eso de que van a reunirse esta noche.
—Van a hacerlo, pero en otro sitio.
—Eso significa que han recibido un chivatazo.
—No. Según me ha dicho don Felipe, Juárez logró dar con el paradero del conde de Casalabrada, que sí está ligado a la secta, y empezó a extorsionarlo. Casalabrada lo atrajo al palacete de la calle Carretas y lo eliminaron. Que un policía anduviera tras ellos ha levantado sus suspicacias y han decidido largarse del sótano. Aprovecharon la Nochebuena para sacar sus trastos.
—¿Cuándo van a celebrar esa misa negra?
—Esta noche, en una casona al final de la calle Fuencarral. Por eso no podemos perder un instante. Tenemos que avisar a Jovellanos.
Me despedí de Paloma con un beso cálido y suave, y nos fuimos a ver a los que vigilaban el sótano, para tratar de localizar al comisario. Era probable que se negasen a facilitarnos información, pero había que intentarlo; si los satanistas iban a celebrar a su manera la Navidad, teníamos pocas horas de margen. En la calle de los Caños sólo había un agente, pero la suerte quiso que fuera Pulgarín, el policía que acompañaba al comisario cuando me visitaron. Estaba aterido de frío y con las manos en los bolsillos. Le deseé una feliz Navidad y le ofrecí mi mano que estrechó con fuerza. Tenía los dedos congelados.
—Necesito saber dónde está el comisario.
Pulgarín me miró dubitativo.
—Supongo que será muy importante.
—Tanto como para que en Navidad y con este frío estemos en la calle.
La alusión a la temperatura debió de ser determinante.
—Vive en la calle de Cuchilleros, su casa es la que está al lado de la taberna de Botín. Espero que esto no me cueste un disgusto.
—Guarde cuidado. Será un tanto en su carrera.
Enfilamos la calle de los Caños hasta la de la Fuente y tomamos por San Felipe para salir a Arenal. No había un alma en la calle. Por el callejón del Siete de Julio ganamos la plaza Mayor que estaba algo más concurrida. El frío cortaba la piel. Dejamos atrás el Arco de Cuchilleros y bajamos la escalinata que daba a la calle donde vivía Jovellanos. La casa tenía la fachada estrecha y la puerta era de una sola hoja. Golpeé tres veces con el llamador —una tosca mano de bronce renegrido que apretaba una bola— y aguardamos a que alguien respondiese. Hacía tanto frío que Ignés no paraba de patear el suelo. Estaba a punto de llamar de nuevo, cuando una vocecilla infantil preguntó desde el interior:
—¿Quién es?
—Soy Fernando Besora. ¿Vive aquí el comisario Jovellanos?
—Sí.
—¿Puedes avisarle?
Un minuto después, que nos pareció una eternidad, escuchamos cómo descorrían un cerrojo y apareció una mujer, vestida de forma sencilla, pero elegante.
—¿Qué desean ustedes?
Me quité la chistera e Ignés se despojó de su barretina. Lo mejor era empezar presentando mis excusas.
—Perdone, señora, que molestemos un día como éste, pero es una urgencia.
—Eso dicen todos.
—Le aseguro que lo es, señora. Mi nombre es Besora. Soy redactor de La Iberia.
Pude haberme ahorrado esto último. El gesto que hizo me indicó que los periodistas no gozábamos de sus simpatías.
—¿Quién llama? —preguntó una voz desde el interior.
Era Jovellanos. Vestía un batín de paño gris y calzaba pantuflas, trataba de ordenarse el cabello con las manos. Al identificarme, exclamó:
—¡Besora! ¿Qué lo trae por aquí?
—Disculpe, comisario, pero se trata de una urgencia.
Miró por encima de mi hombro para identificar a Ignés y nos invitó a entrar.
—Perdonen que los reciba de esta guisa. No esperaba visita.
Nos condujo hasta una salita sumida en la penumbra y nos ofreció rosoli. Su esposa trajo la bebida en un búcaro y lo dejó sobre la mesa para que nos sirviéramos. Conforme avanzaba en mi explicación, crecía el interés del comisario. Cuando terminé di un largo trago a mi rosoli.
—¿Cómo ha sabido todo eso?
—No puedo revelar la fuente. Ya sabe… el código de los periodistas.
Apuró su rosoli y llenó de nuevo las copas. El calorcillo del licor producía efectos beneficiosos.
—¿Quien se lo ha dicho merece su confianza?
—Esa persona goza de todo mi crédito.
—¿Dónde ha dicho que piensan celebrar la reunión?
—En una casona al final de Fuencarral, entre las calles Divino Pastor y Peninsular. Desconozco la zona.
—Yo la conozco: enfrente hay un descampado y algunas construcciones a medio levantar. ¿Está seguro de que la reunión se celebra hoy?
—Llegarán poco antes de las doce. Su rito debe iniciarse con la medianoche.
—Si queremos detener a esa gentuza, disponemos de poco tiempo. —Consultó su reloj—. Espero que esto no sea un fiasco. ¡En esta fecha y con este frío!
—No se arrepentirá. Una cosa más: a mi amigo y a mí nos gustaría estar allí.
Jovellanos se negó, yo insistí y otra vez se negó:
—El riesgo es muy alto. Se trata de fanáticos, gente muy peligrosa.
—Asumo la responsabilidad.
—Está bien, con la condición de que aguarden fuera a que todo se resuelva.
—De acuerdo.
—En ese caso a las diez en Gobernación.