Ignés hablaba con el dueño de la fonda y al verme arrugó la frente.
—¿Ocurre algo?
—Tenemos que hablar.
Se despidió del posadero y nos fuimos al café de los Ángeles, que para nosotros era ya una especie de cuartel general. Pidió aguardiente y yo no quise nada.
—El aguardiente en ayunas hace buen estómago y después de anoche…
—Lo tengo un poco pesado.
—Razón de más, pero vayamos al grano: ¿qué tienes que decirme?
Le mostré el ejemplar de El Combate y le dije que dejaba de publicarse.
—¡Esto es una gran noticia! ¡Menos basura en la calle!
—Según se mire. Lee estos párrafos.
Lo hizo detenidamente.
—¿Te refieres a esto de cambiar la pluma por el fusil? ¡Bah! Palabrería. Algo tendrán que decir para despedirse. El gabacho se habrá hartado de darles dinero.
—Me temo que hay algo más que palabras. ¿Recuerdas lo que decía el sujeto de anoche?
—Más o menos. Vino a decir que su tarea no estaba concluida.
—Dijo exactamente: «… Será el último día, pero eso no significa que nuestra tarea haya concluido. Nos dedicaremos en cuerpo y alma a conseguir nuestro objetivo».
Ignés se quedó absorto, mirando al techo, ni se dio cuenta de que habían traído su aguardiente. Respeté su silencio y dejé que rumiara aquellas palabras.
—¿Tú crees que con eso de «mañana será el último día», se refería a esta mierda?
—Eso es lo que creo. Que hoy se termine El Combate me alegra tanto como a ti, lo que me preocupa es lo que aquel individuo dijo a continuación sobre que su tarea no había concluido y que se dedicarían en cuerpo y alma a conseguir su objetivo. ¡Para eso han decidido cambiar la pluma por el fusil! ¡Más claro, el agua, Ignés!
—¿Crees que hablaba de atentar contra el general?
—Sin duda, pero hay algo que no encaja. ¿Recuerdas que dijo: «… el día señalado es pasado mañana»?
—Sí, ¿qué pasa?
—Que se refería al día veintiséis y Jovellanos dijo que, según el malhechor que trajeron de Zaragoza, si fallaba la bomba en el tren de Aranjuez, el día veintisiete habría una asonada militar que proclamaría a Montpensier. El aviso sería el asesinato de Prim.
—¿Seguro que dijo el veintisiete?
—Tú estabas delante.
Ignés dejó escapar un suspiro.
—Mi memoria ya no es lo que era. Pero no nos andemos por las ramas. Si ese individuo habló del día veintisiete, mañana es veintiséis.
—Por eso te he dicho que algo no encaja.
Ignés se acarició el mentón antes de comentar:
—Anoche vi algo raro: en casa de doña Patrocinio había movimiento.
—¿Por qué te extrañas?
—Porque Afrodisia, con quien estuve el veintitrés, me dijo que la patrona había decidido que el veinticuatro no se trabajaba después de mediodía. Celebrarían juntas la Nochebuena. Eso significaba que anoche no hubo clientes, por eso me llamó la atención ver cierto movimiento. Me acerqué como si paseara los efectos de una borrachera y comprobé que había varios individuos. ¡Estaban llevándose las cosas del sótano!
—¿Y los hombres de Jovellanos? Tiene el sótano vigilado.
—Anoche no había vigilancia —aseguró Ignés.
—¿Cómo lo sabes?
—Ésos son los hombres de Jovellanos —señaló por la ventana a dos individuos que charlaban en la acera—. No dispone de mucho personal, ya los he visto varias veces.
—¿Piensas que esa gente está desalojándolo?
—No lo sé. Podría ser que alguien les haya dado un chivatazo. —De repente soltó una exclamación que me sobresaltó—: ¡Un momento! ¿Qué dijo el del mesón?
—¿A qué te refieres?
—A eso del veintiséis…
—Dijo, exactamente: «… el día señalado es pasado mañana».
—¡Fernandito, no se estaba refiriendo al veintiséis, sino al veintisiete! Las misas del Gallo comienzan a partir de la medianoche. En realidad, se celebran el día de Navidad. ¡Cuando nosotros estábamos en el mesón era ya veinticinco de diciembre!
—¡Por eso consultaba el reloj! ¡Ignés, eres un genio!
—Deja de decir tonterías y explícame qué es eso de que consultó el reloj.
—Cuando ese individuo dijo «el día señalado es pasado mañana» estaba consultando su reloj. Se aseguraba de que ya era veinticinco. Supongo que, como llevarían un buen rato comiendo y bebiendo, no sabía si había pasado la medianoche. Al comprobar la hora, dijo pasado mañana y, efectivamente, se refería al veintisiete. ¡Ahora todo cobra sentido!
—¡Esos tíos son los que intentarán asesinar al general pasado mañana!
Miré por la ventana y me quedé asombrado al ver que don Felipe Clavero venía derecho hacia el café. Vestía de forma desaliñada, como si, tras una noche agitada, no se hubiera mudado de ropa. Desde la puerta paseó la mirada hasta que me encontró.
—Besora, tenemos que hablar —me espetó, sin molestarse en dar los buenos días.
—Feliz Navidad, don Felipe. ¿Le apetece tomar algo?
—Gracias. —Pidió excusas a Ignés después de saludarlo—: ¿Nos disculpa? Serán sólo unos minutos.
—Faltaría más.
La expresión de don Felipe no anunciaba nada bueno. Las arrugas de su rostro eran más profundas, tenía los ojos enrojecidos y su cuerpo transpiraba cansancio por todos los poros. Sin duda, la Nochebuena había sido para él una mala noche.
—¿Le importa que demos un paseo? Hace frío, pero…
—Sin problemas, don Felipe.
Recogí mi chistera y mi bastón, y me puse los guantes.
—Ahora vuelvo.
—Le prometo que será un minuto —insistió mi director.
—Los que necesiten, yo no tengo gran cosa que hacer.
Era una cortesía de Ignés. En realidad, después de lo que acabábamos de descubrir, teníamos mucho que hacer y disponíamos de poco tiempo. Salí del café intrigado por la presencia de don Felipe. Que me buscara personalmente la mañana de Navidad significaba que había ocurrido algo muy grave. Con el bastón me indicó que caminásemos hacia la cuesta de Santo Domingo.
—Lo veo cansado y preocupado.
—Tiene razón en ambas cosas. Estoy cansado y, sobre todo, preocupado, muy preocupado. Ayer por la tarde recibí una inesperada visita. —Me soltó, sin más preámbulos—. Al principio pensé que su presencia estaba relacionada con estas fechas. Para muchas familias resultan entrañables, para mí hace mucho tiempo que no lo son. Quien apareció por mi casa era mi hijo. ¡Imagínese cómo estaría para acudir a mí!
—¿Crisanto? ¿Qué quería?
Mi pregunta era una impertinencia, pero no había podido controlarme.
—Que lo ayudase.
Caminamos un trecho en silencio. No estaba dispuesto a repetir mi error. Era don Felipe quien debía marcar los tiempos de la conversación. Encendió un cigarro, utilizando la lumbre del que tenía casi consumido. Jamás lo había visto hacer una cosa así; encenderlos para él era poco menos que un rito.
—Está asustado; más aún, aterrorizado. Se encuentra perdido y sin recursos, lo que en su caso es un serio problema. Mientras vivió su madre nada le faltó. Luego, con su herencia dilapidada, las dificultades lo llevaron a arrendar el palacete y, como usted me contó, a instalarse en una casa de huéspedes con unas credenciales que no eran del todo ciertas. —Era una forma suave de señalar que había mentido como un bellaco sobre sus estudios de Derecho y sobre la realidad de su familia—. Con la mitad de la renta del inmueble tiró algún tiempo, hasta que, después de lo ocurrido en marzo, los satanistas abandonaron el lugar y se acabaron los ingresos, aunque le dieron una dádiva por poner su nombre en un nuevo contrato de arrendamiento. Está con el agua al cuello. Ésa es la razón por la que, hace unos meses, desapareció de la casa donde se alojaba.
—¿Qué ha hecho desde entonces?
—Malvivir. Ha acudido a mí por su grave situación económica y porque el miedo lo atenaza.
—¿Por qué está tan asustado? —Si bien yo conocía las razones de su miedo, me pareció que ahora la pregunta era pertinente.
—Está amenazado por los satanistas. Según me ha contado, ignoraba el destino que los arrendadores iban a darle a la casa. Sin embargo, entró en contacto con ellos y poco a poco fue cayendo en sus redes. Participó en algunas de sus reuniones e incluso le entregaron un pentáculo, que es el distintivo de la secta, pero afirma que no pertenece formalmente a ella. Al parecer, hay una especie de bautismo iniciático que Crisanto no ha recibido. Me ha jurado que no estaba en la calle Carretas la noche del siete de marzo. Se horrorizó cuando salió a la luz, gracias a su artículo, que los satanistas habían celebrado una misa negra y asesinado a un niño.
Miré a don Felipe de reojo, estaba avejentado, como si de repente le hubiera caído un montón de años encima. Su imagen nada tenía que ver con la del director que, desde la Pecera, dirigía con mano de hierro La Iberia. Sentí lástima por aquel hombre que, en otros momentos, me había parecido una roca contra la que se estrellaban los duros embates de la vida. Lo que no acababa de comprender era por qué había acudido a mí. Quizá había influido el haberme hecho partícipe de su historia, que no debía conocer mucha gente. Sus palabras me sacaron de dudas.
—Me ha facilitado información sobre los satanistas.
—¿Qué le ha dicho? —Otra vez me había precipitado.
Don Felipe me miró con sus ojos bañados por la tristeza.
—Primero ha de prometer que mi hijo quedará al margen de lo que voy a contarle.
Me detuve un momento. Yo sentía un profundo respeto por aquel hombre que ahora me parecía vencido por la vida. Pero lo que me pedía me parecía fuera de lugar.
—¿Quiere que le haga una promesa sobre algo que desconozco?
Don Felipe dejó escapar un suspiro.
—Tiene usted razón, Besora. Pero si alguna vez tiene un hijo, comprenderá por qué se cometen ciertas estupideces.
Crisanto Mondéjar no era un modelo de hijo. Rechazaba a su padre, lo culpaba de lo que consideraba sus males y lo había ignorado, según la propia confesión de don Felipe. Ahora, el muy bellaco, no había tenido empacho en acudir a él cuando las dificultades estaban a punto de engullirlo. La figura de don Felipe se agigantó a mis ojos y la de Crisanto —en el mejor caso un pisaverde parlanchín— se empequeñecía. Si estaba dispuesto a asumir algún compromiso, después de escuchar lo que don Felipe tuviera que decirme, sería por el respeto que se merecía mi director, quien además había actuado como mi mentor para auparme a la posición que ocupaba en el periódico.
—Escúcheme con atención.