Ignés apareció por casa una hora antes y Micaela lo recibió con cara de pocos amigos. Presentarse con tanta anticipación era de mal gusto, murmuró a tía Ernestina en la cocina. Yo estaba apoltronado leyendo La Fontana de Oro —Galdós había trazado con buen pulso el ambiente político de la España de Fernando VII durante los tres años de gobierno constitucional, sobre todo las diferencias que separaban a los liberales— y fumándome una cachimba.
Ignés traía un voluminoso paquete que despertó mi curiosidad. Dejé la lectura y protesté mirando el paquete.
—No tenías que haber traído nada.
—No es para ti. Es para Paloma.
—¡Ah!
Como estaba terminando de acicalarse, mi curiosidad tuvo que aguardar hasta que ella apareció, avisada por Micaela. Conocer lo que nos traía Ignés había despertado más de una curiosidad. Paloma entró en el salón como una diosa. Llevaba el pelo recogido con horquillas de plata, rematadas en perlas pequeñitas; un mechón, provocativo, ondulaba sobre su frente y se perdía detrás de una oreja. Vestía un traje de tafetán gris —antes de casarnos le pedí que fuera suavizando el luto— que realzaba su belleza. Sentí deseos de encerrarme con ella en nuestro dormitorio y rendir culto a Venus. Rotas las inhibiciones de nuestros escarceos prematrimoniales, se mostraba como una amante pasional y hasta fogosa.
—Feliz Nochebuena, Ignés —saludó a mi amigo, que se había levantado al verla entrar, ofreciéndole la mano.
—Feliz Nochebuena, Paloma. —Cogió el paquete y se lo entregó como si fuera la ofrenda de un devoto a la divinidad que rinde culto.
—¿Para mí?
Los delicados dedos de Paloma se enfrentaron a los nudos de yute en medio de una creciente expectación a la que se habían sumado tía Ernestina y Micaela. Paloma deshizo el último nudo y abrió el recio papel de la envoltura. Entre virutas de madera había pequeños envoltorios de papel de seda. Pensé en una cristalería, pero lo desdecían las formas de los paquetillos. Cuando abrió el primero a todos se nos escapó una expresión de admiración. ¡Eran figuritas para montar un pesebre!
—¡Un belén! —exclamó Paloma emocionada, mostrando un pastor de barro, primorosamente pintado—. ¡Desde niña he soñado con uno!
Echó los brazos al cuello de Ignés, olvidándose de tabúes sociales, y lo besó en las mejillas. El viejo contrabandista rebosaba felicidad.
Entre todos, con mucho cuidado, fuimos sacándolas una a una y colocándolas sobre una mesa. Eran más de treinta. Además del misterio, estaban los pastores con su ángel anunciador y algunas ovejas, los Reyes Magos en sus cabalgaduras —el negro montaba un camello— con sus pajes, Herodes y dos soldados romanos, un labriego con su yunta de bueyes, una mujer con su cántaro sacando agua de un pozo, un pescador, una lavandera… Estaban modeladas con primor y pintadas con mucho detalle.
—¿Dónde las has comprado? —le pregunté.
—En los soportales de la plaza Mayor. Por estas fechas, se instalan allí algunos vendedores que también comercian con zambombas, panderos y rabeles.
—¿Lo montamos encima de la cómoda? —propuso Paloma con la ilusión de un niño brillando en sus ojos.
—¡Vamos! —respondí de inmediato.
—¡En esta casa se ha perdido el juicio! —protestó Micaela, enemiga de alterar el orden hogareño. En esta ocasión, sin embargo, protestó con la boca chica.
Mientras sacaban unas piezas de lienzo llegó don Modesto. Traía dos botellas de vino para acompañar la cena. Se sumó a la instalación del belén y se dio no poca maña para improvisar un portal con unos libros, dos macetas pequeñas de helechos y las virutas del envoltorio. Compusimos un paisaje navideño en el que fuimos colocando las figuras. ¡Qué lejos se me quedaban en aquel momento los satanistas, las tensiones de la vida política y las amenazas que se cernían sobre nuestro ilustre paisano!
Mi esposa demostró ser una excelente anfitriona y la cena discurrió entre plácidas conversaciones y las delicias gastronómicas elaboradas por tía Ernestina, que se había encargado de las entradas, y de la habilidad de Micaela para limpiar el magnífico besugo que constituyó el plato principal. Ni una sola raspa, toda una proeza en un pescado tan espinoso. Paloma y yo rebosábamos satisfacción. Era nuestro hogar y nuestra primera Nochebuena. Los turrones de casa Mira fueron elogiados por todos y entre comentarios, unas copitas de licor y el humo de los habanos de don Modesto y de Ignés, y el de mi cachimba se acercó la hora de la misa del Gallo. Ignés y yo no tuvimos inconveniente en sumarnos a los demás e ir a San Ginés. Mucha gente acudía a aquella misa de medianoche con la que se celebraba el comienzo de la Navidad. En el atrio unos mochileros cantaban villancicos, buscando un aguinaldo.
La iglesia estaba abarrotada. Don Gaspar se puso pesado con el sermón y se extendió en largas consideraciones sobre la festividad. Ignés y yo, que estábamos cerca del cancel, nos salimos al atrio. Allí, los mochileros, que aliviaban el frío con mucha conversación, frotándose las manos y pasándose una botella de aguardiente, aguardaban para redondear los aguinaldos a la salida de misa. El frío era tan intenso que en un par de minutos estábamos congelados.
En la acera de enfrente, unas casas más arriba, estaba el Mesón de Pedro y el farol que alumbraba sobre su dintel indicaba que estaba abierto. No tuve que repetirle a Ignés que podíamos aprovechar para tomar una copita. Allí reinaba un ambiente festivo. El mostrador rebosaba de gente acodada y las mesas estaban todas ocupadas, salvo una que había junto al grupo más bullangero. Aquello era la antítesis de San Ginés. Era la España laica, la que había perseguido a los curas y los frailes, había aplaudido la desamortización y el cierre de los conventos; la que rechazaba la confesionalidad del Estado y pedía libertad de cultos, aunque ellos no practicasen ninguno. Nos acomodamos en la mesa, a la misa le quedaba para rato. Al pasar junto a los gritones vi que el centro de atención era un personaje con aire siniestro. Parecía el jefe de una partida de malhechores rodeado por los suyos.
Mientras aguardábamos a que nos atendieran, uno de los reunidos aludió a algo de El Combate. Sorprendidos, pusimos atención a lo que decía aquella gente. Era un grupo variopinto, unos tenían aire rústico y aspecto tabernario, casi patibulario, y otros ofrecían un perfil más urbano. Los restos de las escudillas sobre las mesas indicaban que habían cenado chuletas, costillas y otra carne de hueso. Hablaban con vehemencia de la situación política y soltaban algunos exabruptos. Como si fuera un oráculo, cuando el sujeto que había llamado mi atención hablaba todos los demás callaban y atendían a sus palabras. Lo observé con disimulo: tenía el pelo negro y unas cejas espesas que daban a su rostro un aspecto brutal.
El camarero, desbordado por la numerosa parroquia, tardó en atendernos, pero no nos importó, lo peor fue que cuando llegó, lo hizo en un momento inoportuno, justo cuando aquel individuo iniciaba una de sus peroratas.
—¿Qué va a ser, caballeros?
—Aguardiente, dos copas —pidió Ignés.
—Se acabaron las contemplaciones. —Su voz me resultaba familiar, pero no lograba ubicarla. Era ronca, con un acento característico—. Ha llegado la hora de pasar a la acción porque… —Perdí las siguientes palabras. En otra mesa proponían un brindis y el local se llenó de gritos y exclamaciones. El camarero trajo las copas e Ignés se adelantó a pagar—… Será el último día, pero eso no significa que nuestra tarea haya concluido. Nos dedicaremos en cuerpo y alma a nuestro objetivo.
No lograba identificar la voz. Resultaba llamativo que un individuo tan zafio hilvanase aquel discurso. Vestía una peluda zamarra de piel de jabalí.
—La misa estará terminando, es mejor que nos marchemos.
—Aguarda un momento.
Agucé el oído para intentar escuchar algo más, pero el ruido lo hacía muy difícil. Vi que el sujeto consultaba su reloj y cogí algunas palabras sueltas como «el día señalado es pasado mañana» y órdenes a los reunidos. Apuramos nuestras copas y abandonamos el mesón. Al salir nuestras miradas se cruzaron, observé que entrecerraba los ojos para ver mejor. En la calle nos recibió una bofetada de frío polar, pero apenas me percaté. En mi cabeza resonaba aquella voz que no identificaba.
Ignés no se había equivocado. En San Ginés los fieles salían ya de la parroquia y los mochileros iniciaron un villancico que hablaba de la huida a Egipto de la Sagrada Familia, perseguida por los esbirros de Herodes. La cadencia del canto me recordó al soniquete de los romances de ciego. Aparecieron Paloma y los demás, nos deseamos felices Navidades con algunos vecinos y mi esposa me pidió que diera un aguinaldo a los mochileros. Ya fuera del atrio nos despedimos de Ignés y de don Modesto. Regresé a mi hogar, acompañado por las tres mujeres que había en mi casa.
En la intimidad de nuestra alcoba, Paloma y yo dimos rienda suelta a nuestros sentimientos y gozamos de nuestro amor apasionadamente. Su piel, blanca y delicada, era un regalo para los sentidos; sus pechos, ni grandes ni pequeños, una delicia. Nos quedamos abrazados sumidos en el agradable duermevela que sigue al coito. Estaba en ese placentero estado en que el sueño no acaba de ganar la partida a la vigilia cuando, de repente, algo me sobresaltó. Paloma se removió inquieta, dio media vuelta y se acurrucó, vencida por el sueño. Estuve dando vueltas en la cama más de una hora con aquella voz metida en la cabeza y recordando algunas de las palabras y frases sueltas hasta quedarme dormido con la frustración de no ser capaz de identificarla.
La mañana de Navidad amaneció tranquila. Sentía los efectos de la opípara cena de Nochebuena y mi desayuno se limitó a un café. En la calle un sol luminoso resplandecía en el cielo de Madrid y mitigaba algo del frío imperante. Al llegar a la Puerta del Sol escuché las campanadas de las doce y a los vendedores de periódicos vocear su mercancía a la búsqueda de compradores, atraídos por el anuncio de noticias extraordinarias.
—¡El Combate, último día de El Combate!
Creí haber escuchado mal. Me acerqué al muchacho que, junto a un montón de periódicos, con su deteriorada gorra calada hasta las cejas y una mano metida en el bolsillo, agitaba con la otra un ejemplar del diario republicano.
—¿Has dicho último día?
—Sí, señor. El Combate deja de salir. Hoy es el último día. ¿Lo quiere, señor?
Pagué un real para comprobar la noticia. El Combate no tenía dos meses de vida. Leí los motivos de su corta vida. Afirmaban que, simplemente, cambiaban la pluma por el fusil. A mi mente acudieron unas palabras de la víspera: «… Mañana será el último día, pero eso no significa que nuestra tarea haya concluido. Nos dedicaremos en cuerpo y alma a nuestro objetivo». ¡Quien las pronunciaba se refería al periódico que yo sostenía en mis manos!