La víspera de Nochebuena se vivió en el palacio de la Carrera de San Jerónimo una sesión tranquila al no asistir los diputados republicanos ni los montpensieristas, que se habían retraído, como se decía en el argot político, para mostrar su rechazo a lo que denominaban intolerancia gubernamental. Era una sesión matutina y acabó pronto, porque la oposición se hacía ahora desde los periódicos que motejaban a Prim con los calificativos más duros. Los redactores de La Política, uno de los periódicos más fieles a Montpensier, se habían puesto casi a la altura de El Combate. En un artículo se le denominaba repulsivo personaje y hombre funesto. Se me había quedado grabada una frase durísima en la que se decía: «Combatidle, derrotadle, acosadle, mostradlo en toda la absoluta desnudez de su desprestigio, y de su verdadera impotencia, al rey que ha de venir». Aquellas líneas destilaban tanto odio que no podía resultar extraño que quien pagaba para que se publicaran, pagara también a delincuentes dispuestos a segar su vida.
Sin embargo, yo había sido testigo de cómo la gente lo aclamaba en la calle y del prestigio de que gozaba entre el pueblo. La política discurría por unos vericuetos muy distintos a la senda por la que transitaba la gente que veía en Prim a un héroe que, además, era fiel a sus principios y honrado en sus actuaciones. Nadie podía decir que se había enriquecido en el ejercicio de sus funciones públicas.
Abandoné el Congreso con el ánimo contrito, no tanto por lo que allí había ocurrido como por lo que había escrito en los papeles. Tal vez influía en mi tristeza que el día era lluvioso y frío. Recordé que Paloma me había encargado comprar los turrones; ella, tía Ernestina y Micaela se afanaban en los preparativos para la cena de Nochebuena, en la que tomaríamos, aparte de las entradas, ensalada de lombarda y besugo. Entré en casa Mira y compré los turrones en dos paquetes porque quería llevarle unas golosinas a Virtudes y a su madre. Salí con la compra hecha y me protegí de la lluvia como mejor pude. Tenía que dar un rodeo para pasarme por la calle del Desengaño y también para ver a Ignés.
Al pasar ante el Hospital del Buen Suceso vi una larga cola de gente que aguardaba para recibir lotes de comida con los que celebrar la cena de Nochebuena. Damas de la buena sociedad hacían entrega de las viandas y en la puerta un coro de niños cantaba villancicos, dirigidos por un clérigo que vestía una sotana encarnada y un blanco roquete rematado con encajes; a lo largo de la fila varios agentes de la autoridad mantenían el orden. Una de las mujeres se quedó mirándome; estaba empapada, como todos los que aguardaban en la cola, salvo los pocos que se cobijaban bajo un paraguas.
Seguí andando calle arriba con el sonsonete del villancico a mi espalda. Ya en la Puerta del Sol me topé con un grupo de mochileros que entonaban cánticos acompañados de instrumentos confeccionados con cañas, vejigas de conejo y madera. Aludían a la festividad religiosa, pero sus letras tenían carácter burlesco y satírico. El que me pidió el aguinaldo con un platillo olía a aguardiente. Le di unas monedas, que me agradeció con una reverencia barroca. En ese momento identifiqué a la mujer que estaba en la cola del hospital: era Clara Gómez. Siguiendo un impulso, volví sobre mis pasos y la vi casi en el mismo sitio, la cola apenas había avanzado un par de metros. A aquel ritmo necesitaría mucho rato para llegar a su objetivo.
—¿Te acuerdas de mí?
Asintió con la cabeza.
—Usted me dio un duro de plata.
Tenía el pelo recogido en un moño del que habían escapado algunos mechones que la lluvia había pegado a su frente. No parecía importarle que su raído mantón de cabos estuviera tan empapado que en lugar de protegerla fuera un estorbo.
—¡Vente conmigo! —Fue casi una orden, pero ella no se movió—. Por favor —añadí con más suavidad.
—Llevo más de una hora esperando.
Miré la cola.
—Acompáñame, no te arrepentirás.
—No puedo, he venido a por comida. Esto no ocurre todos los días.
—Por favor, Clara.
Me di cuenta de que recordar su nombre la sorprendió.
—¿Adónde vamos?
—A por comida.
Trató de calibrar el valor de mi promesa.
—Mi hermano me ha dicho que escribió usted sobre la muerte de mi niño y que hace unos días fue usted con un policía a hablar con él.
—Estamos tratando de descubrir a los asesinos.
—¿No me miente?
—No, y tampoco cuando te digo que vamos a por comida.
La gente que estaba cerca nos miraba en silencio. Uno de los guardias, que se protegía de la lluvia con un capote cerrado al cuello, se acercó.
—¿Algún problema, señor?
—Ninguno.
—Voy con usted —dijo Clara.
Apenas nos habíamos separado de la cola cuando me preguntó:
—¿Adónde vamos?
—Tú, sígueme.
Los mochileros cantaban ahora en la puerta de la librería de Fernando Fe; el que me había pedido el aguinaldo me miró extrañado al verme en compañía de Clara. Se llevó la mano a la visera de su gorra a modo de saludo. Cruzamos la Puerta del Sol y enfilamos la calle Mayor hasta un establecimiento de alimentación, próximo a la pastelería de doña Rosa, cuyo escaparate era una tentación. Al entrar el dueño se quedó mirando a la hermana de Pedro Gómez y puso cara de pocos amigos. Clara no tenía aspecto de criada de una casa bien, no llevaba cofia, ni un delantal listado con mucha lacería. Estaba sucia, desgreñada y mojada.
—¿Tiene reparto a domicilio?
—Por supuesto, señor —respondió casi ofendido.
—En ese caso, descuelgue aquel cesto —señalé con el paraguas uno grande de mimbre pelada, de los de asa y tapas, colgado de un gancho en el techo.
A un gesto del dueño un dependiente lo bajó, ayudándose con una pértiga rematada en un pequeño garfio.
—Vamos a ver. Ponga ese jamón y también aquel queso.
El dependiente iba a cumplimentar mi encargo, pero otro gesto del tendero lo detuvo.
—Tú, sigue colocando las mermeladas, yo atiendo al señor.
Mientras las clientas cuchicheaban en voz baja, fui llenando el cesto —el tendero anotaba en un papel de estraza el precio de cada artículo— hasta que estuvo tan colmado que las tapas no podían cerrarse. Pagué treinta y nueve pesetas con cincuenta céntimos.
—¿Adónde hay que llevar la cesta, señor? —preguntó solícito el tendero.
—Adonde diga esta mujer.
Extrañado, se atusó las guías de su bigote e indicó a uno de los dependientes:
—Acompáñala.
Apunté con el paraguas al pecho del muchacho y le dije muy serio:
—La cesta la llevas tú y no quiero extravíos, ¿entendido?
—Sí, señor.
—Toma. Esto es para ti. —Le di los cincuenta céntimos del cambio.
—Muchas gracias, señor.
Miré a Clara.
—Andando.
La mujer no se movió. La clientela guardaba ahora un silencio casi solemne.
—¿Todo eso es para mí? —preguntó entre incrédula y temerosa—. ¿No me está engañando?
—No. Todo eso es tuyo y también esto.
Le entregué los turrones, que cogió con las manos temblando. Me miró a los ojos y sonrió, haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas, pero no lloró. Clara era una mujer dura. Escoltada por el dependiente, se marchó sin decir nada. Tampoco hacía falta. Me quedé mirando cómo se perdía al otro lado de la puerta. Saludé al comerciante, llevándome la empuñadura del paraguas al ala de mi chistera, que acababa de colocarme. Antes de salir, escuché decir a una de las clientas.
—¡Lo que hay que ver hoy en día!
Desanduve el camino hasta casa Mira y compré otra vez los turrones. Había dejado de llover y en la puerta del Hospital del Buen Suceso los niños seguían cantando villancicos y la cola no disminuía. Di un rodeo por la calle de Alcalá y enfilé hacia Caballero de Gracia, donde me crucé con dos mujeres que aprovechaban la clara para llevar unos lebrillos rebosantes de masa de dulce y cocerlos en un horno cercano.
Marcela se alegró mucho de verme. Después de mi boda no había aparecido por allí, aunque mantenía el arrendamiento, pendiente de la decisión de tía Ernestina. Yo le insistía en que viviera con Paloma y conmigo y allí estaba instalada, pero decía que era provisional, no descartaba quedarse con el alquiler de mi piso de soltero. Le di su paquete de turrones y me zampó dos besos. De su dolor de cadera no quedaba ni el recuerdo. Me despedí deseándole feliz Navidad a ella y a Virtudes.
Callejeé hasta la fonda de Ignés y me lo encontré a punto de almorzarse unas sopas de ajo con un huevo estrellado que él bautizaba con un chorrito de vino tinto. Decía que el tinto —lo traían en barricas de roble en lugar de pellejos de un pueblecito de La Rioja llamado Cenicero— y las sopas eran lo mejor del establecimiento.
—¡Acompáñame, Fernandito! ¡Tómate unas sopas, resucitan a un muerto!
—Te lo agradezco, pero Paloma me espera para comer.
—¡Tómate, entonces, un vaso de vino!
Acepté por no rechazarle dos ofrecimientos seguidos.
—Paloma y yo queremos que mañana cenes con nosotros. Es Nochebuena.
—No quiero ser un incordio. Son días de familia.
—Por eso, precisamente. Vendréis don Modesto y tú que sois como de la familia.
Agachó la cabeza para ocultar las lágrimas que habían asomado a sus ojos y sorbió una cucharada de sopa. Yo sabía que no tenía familia en Reus y que en Madrid era un lobo solitario. Las dos veces que le había preguntado por qué estaba en la capital me respondió con evasivas.
—¿Han averiguado algo del asesinato de Juárez?
Le había contado lo del hallazgo de su cadáver y los detalles que Jovellanos me había dado. Era lo menos que podía hacer, estando tan implicado en todo lo relacionado con los satanistas.
—No he vuelto a ver al comisario.
—Esa muerte es muy extraña. —Sorbió una cucharada de sopa y añadió—: ¿Sabes que he confeccionado una lista?
—¿Una lista? ¿De sospechosos de la muerte de Juárez?
—No, hombre; de la gente que quiere matar al general.
—¿La tienes ahí?
Tomó otra cucharada antes de entregarme un papel doblado. Lo leí mientras él daba cuenta del contenido de la escudilla.
—¿Cómo te las has ingeniado para tener algunos de estos nombres?
Ignés se limpió la boca con el dorso de la mano y sonrió.
—Como mis negocios me dejan tiempo libre, he investigado por mi cuenta.
—¿Te importaría contármelo con detalle?
Su sonrisa se amplió.
—Paloma te espera para almorzar. La comida va a enfriarse si te retrasas.
Alzó la mano y un mozo retiró el cuenco y le trajo dos naranjas. Ignés sacó su navaja y con unos cortes precisos comenzó a pelar la primera con una parsimonia digna del mejor empeño.
—No me gusta que se rompa la piel, ¿sabes? Me fastidia que el zumo me llegue a los dedos.
—¿Te ha molestado que rechace tu invitación a las sopas?
—Lo que me ha molestado es que tus prisas hayan desaparecido.
El viejo contrabandista estaba sentimental. Tenía la sensibilidad a flor de piel.
—Vamos, Ignés. No te lo tomes así.
Soltó la navaja y la naranja, ya casi pelada, y dejó escapar un suspiro.
—Es la puñetera Navidad, Fernandito. Me trae recuerdos de otro tiempo, cuando era niño. Me estoy haciendo viejo. En casa, mi madre y yo montábamos un pesebre pequeñito en una mesa que subíamos de la cava, la misma que se utilizaba para la matanza. Era de castaño, muy recia. Cada año configurábamos un paisaje diferente. Las figuras eran de madera, mi padre las había tallado con su navaja. San José, la Virgen, la mula, el buey, varios pastores, los Reyes Magos… todas menos el Niño, que era de barro y lo había comprado en Olot. Herodes, sentado en su trono, era como un taco macizo. ¡Tenía una cara horrible! No sé si a mi padre le salió así o intentó darle aspecto de malvado. Era muy hábil con la navaja. Unos días antes de montarlo, íbamos al campo a coger musgo y ramitas de tomillo, y a por serrín a la carpintería del maestro Pericot, que tenía un genio del diablo. Formábamos el pesebre con cortezas de corcho. Mientras vivió mi madre, siempre pasé la Navidad en Reus y monté el pesebre hasta que ella murió. Los últimos años, como estaba inválida, me veía hacerlo desde su silla y me sonreía. No sé adónde habrá ido a parar el cajón con las figuras. De niño me parecía que cobraban vida cuando las colocábamos. —Otra vez las lágrimas aparecieron en sus ojos. Apuró el vaso de vino y terminó de pelar la naranja—. ¿Qué quieres saber de esos nombres? —me preguntó por fin.
—Todo lo que me puedas contar.
Lo hizo exhaustivamente. Cuando salí de la fonda, llovía de nuevo sobre Madrid. Si la temperatura bajaba un poco, nevaría. Iba angustiado. La lista y la información que Ignés me había dado no dejaban margen para la duda y lo que más me preocupaba era la pasividad de las autoridades.