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Si el día que me casé era un hombre feliz pero agobiado, cuatro días más tarde, cuando regresamos a Madrid, era un hombre feliz y sosegado. Paloma era el centro de mi vida y en Aranjuez habíamos dado rienda suelta a nuestra pasión, tantas veces contenida durante los meses anteriores. Fueron unos días inolvidables, paseando por sus parques, visitando sus monumentos cargados de historia, pasando muchas horas en el lecho y hablando sin parar de la vida que teníamos por delante.

Cuando el lunes por la tarde llegamos a Atocha, Madrid nos recibió con un frío inmisericorde. Un mozo se hizo cargo de nuestro equipaje, mucho mayor que el que llevábamos cuando partimos. Paloma había hecho compras y traíamos algunos regalos. Tomamos uno de los coches alineados ante la fachada del Hospital General y, entre el mozo y el cochero, colocaron maletas y paquetes bajo la atenta mirada de Paloma que no paraba de recomendarles cuidado. Recorrimos el paseo del Prado hasta la fuente de Neptuno con los faroleros haciendo su trabajo para paliar las sombras de la noche que se echaban encima. Consulté mi flamante reloj de bolsillo —una joya labrada en oro y esmaltes, regalo de boda de mi tío Fernando y que había pertenecido a mi abuelo— para comprobar que eran poco más de las cinco y media. Eran los días más cortos del año y unos negros nubarrones ocultaban la escasa luz que quedaba. Cuando subíamos por la Carrera de San Jerónimo comenzó a nevar.

Llegamos a nuestro domicilio y el cochero, después de recibir una generosa propina, dejó el equipaje en el rellano de la escalera, donde aparecieron tía Ernestina y Micaela, que aguardaban ansiosas nuestro regreso. Mi tía se había instalado provisionalmente en la calle Arenal. Yo le había ofrecido la posibilidad de hacerlo allí con carácter definitivo, pero ella barajaba otra opción: quedarse con mi arriendo y establecerse en la calle del Desengaño.

Aproveché que Paloma les entregaba sus regalos, les contaba lo bonito que era Aranjuez y lo bien que lo habíamos pasado, para echar un vistazo a los ejemplares de El Combate que había encargado comprar a tía Ernestina porque, como sospechaba, el periódico republicano tenía una difusión muy limitada fuera de Madrid y, desde luego, en el Real Sitio no se encontraba por ninguna parte. Seguía en su línea de rechazo a la política gubernamental y sobre todo lanzar los más duros dicterios contra Prim. En uno de los números se señalaba que habían tenido otra refriega con los de la Partida de la Porra en la propia redacción del periódico.

Nos acostamos tarde porque Paloma no paraba de contar y contar, como si Aranjuez fuera París o San Petersburgo. Una vez en nuestro dormitorio vivimos una apasionada noche de amor, después de los encuentros mantenidos en aquel lecho, reprimiendo nuestros más íntimos deseos. Despertamos tarde y nos quedamos en la cama otro par de horas; cuando nos levantamos era casi mediodía. Tía Ernestina y Micaela fueron muy discretas. Se referían a la felicidad de nuestros rostros, añadiendo, con cierta malicia: «a pesar de que se os ve cansinos». Mientras las tres preparaban el almuerzo y deshacían el equipaje que había quedado pendiente la víspera, me fui a ver a Ignés. Paloma me colocó la bufanda sobre las solapas del abrigo y me despidió con un suave beso en los labios.

La nevada de la noche anterior había dado paso a un cielo limpio, pero el frío era estepario. Me acerqué a la Puerta del Sol para comprar un ejemplar de El Combate a uno de los muchachos que voceaban periódicos. Me repugnaba contribuir con mi dinero, pero necesitaba saber por dónde iban los desvaríos impresos de Paúl y Angulo. Mis ojos se fueron directos al artículo de fondo, titulado pomposamente: «Declaración». Lo que leí me dejó más helado que la baja temperatura ambiental: «Queremos, pues, la revolución violenta para arrancar por la fuerza el poder de manos de los gobernantes». ¡Aquello era incitar sin tapujos a la sedición! Se refería a la violencia como procedimiento natural, en una expresión que delataba la brutalidad de sus planteamientos. Seguí leyendo y poco más abajo me encontré con otra perla: «Lo repetimos con insistencia, trataremos de escarmentar a los miserables que juegan con el bien público». ¿A qué clase de escarmiento se refería? Mi felicidad de hombre recién casado por amor se transformó en desasosiego. Más abajo, en la misma página, había un artículo dedicado a don Nicolás María Rivero, el anterior presidente de las Cortes. Se le insultaba tildándole de tirano y cobarde, y hasta de borracho y malandrín, al decirse textualmente que «vendió a la República española por un cuartillo de vino». Se le ofendía llamándolo gitano, regateador político, desvergonzado y cínico.

Arrojé el periódico a una papelera. Era el mejor lugar para la basura. Llegué a la fonda con un humor de perros y me dijeron que Ignés estaba en el café de los Ángeles. Allí lo encontré, sentado ante una jarrilla de arganda. Se sobresaltó al escuchar su nombre. Me sorprendió, porque era hombre templado por la vida y de muchas hechuras.

—¡Fernandito, coño, que me has asustado!

Se levantó para abrazarme y sentí en sus brazos, todavía recios, una especie de ternura infantil; como un niño que busca refugio en un momento de peligro.

—¿Ocurre algo?

En lugar de contestarme, me preguntó:

—¿Qué tal por Aranjuez?

No le respondí, sabía la respuesta. Era de las pocas personas que conocía lo que para mí significaba Paloma y cuáles eran mis sentimientos. Su pregunta trataba de evitar la mía, tenía que ocurrir algo muy grave. Insistí:

—¿Qué ha pasado?

—Todavía nada, pero me temo que ocurra de un momento a otro. Al general van a darle boleta, Fernandito.

—Eso no es una novedad. Hace semanas que estamos con la mosca detrás de la oreja. ¿Lo dices por algo concreto?

—¡Esos cabrones no lo dejan ni al sol ni a la sombra! Todos lo acosan como fieras, los republicanos, los carlistas, los que quieren que sea rey ese duque francés, ¡que menudo pájaro está hecho! ¿No has leído la prensa estos días? —Me di cuenta entonces de que en una silla había varios periódicos, el que estaba encima era el mismo panfleto que yo había arrojado a la papelera—. ¡Vaya tontería! Claro que no la has leído, tú y Paloma habéis estado haciendo lo que teníais que hacer. ¡Si yo fuera él…!

—¿Si tú fueras quién?

—¡El general, coño, Fernandito! ¡Si yo fuera el general, los mandaba a todos a la mierda! Me iba a Reus y santas pascuas. ¡Que se descuarticen entre ellos!

Me senté después de decirle al camarero que me trajera una copa de aguardiente.

—¡Doble, por favor! —Nada más retirarse, pedí a Ignés—: Cuéntame esos rumores que te inquietan.

—¡Si hubieras leído lo que ha escrito ese canalla! —Señaló El Combate.

—Ya lo he leído.

—¿Y los del duque? ¿Dónde te dejas a los del duque? No paran de difundir rumores sobre una asonada militar en favor de ese gabacho. ¡Lo que yo te digo, Fernandito! ¡Si fuera el general, me marchaba y que se las compongan como puedan!

Di un buen trago a mi aguardiente. Era lo mejor para combatir el frío y también para calentarme las entrañas. No recordaba haber visto a Ignés tan abatido.

—Tranquilízate y cuéntame. ¿Has averiguado algo de la trama?

—Que el guarda del paseo del Prado es un sujeto de cuidado. ¿Recuerdas lo que te dije en vísperas de tu boda?

—Sí, que ibas a seguirlo. Te recomendé que tuvieras mucho cuidado.

Alzó su jarrilla, indicando al camarero que se la llenara, y por primera vez lo vi sobreponerse a la desesperanza y el decaimiento.

—Visita con frecuencia la redacción de El Combate. Los italianos estaban bien informados.

—Entonces también serán ciertas sus advertencias sobre don José María Pastor.

—Sin duda.

—¿Por qué lo dices?

—Porque lo he visto reunirse con ese guarda. También tienes que saber que alguno de los tipos que he visto con Paúl y Angulo merodea por los alrededores del Congreso de los Diputados. Se trata de gente rara.

—¿Gente rara?

—Sí, perdularios que pasan el día empinando el codo y dándole al naipe.

En la puerta del café se recortó la silueta de Jovellanos. El comisario se acercó hasta nosotros. Tenía la respiración agitada y la frente perlada por el sudor.

—¡Menos mal que lo encuentro!

—¿Cómo ha sabido que estaba aquí? —le pregunté poniéndome de pie.

—He sido como un peregrino. He estado en su casa en la calle del Desengaño, la muchacha me ha dado una dirección en la calle Arenal. Allí me han dicho, después de identificarme, que había ido a buscar a un amigo que se aloja en la fonda de la calle de los Caños, donde me han informado de que, posiblemente, estuviera usted aquí.

—Siéntese, por favor. —Le ofrecí la silla de la que Ignés recogió los periódicos y aproveché para presentarlos—. ¿Quiere tomar algo?

—Un poco de agua, por favor. Estoy acalorado.

—¿Por qué me anda buscado de esa forma?

Miró a Ignés.

—Puede hablar tranquilamente, mi amigo está al tanto de todo. En realidad, fue él quien descubrió el sótano.

Pedí el agua al camarero, que se había acercado.

—Verá, Besora, no he venido a hablarle de los satanistas. Sino de un asunto… Cómo le diría… Un asunto más delicado.

—¿Más delicado?

—Algo relacionado con la seguridad de su amigo. Necesito que hablemos a solas.

—¿Mi amigo? ¿A quién se refiere usted?

—Al general Prim. No sabía que le uniera una amistad tan estrecha. Toda la prensa ha recogido que asistió a su boda. ¡Por eso llevo toda la mañana buscándolo!

Otra vez miró a Ignés con desconfianza.

—Hable sin miedo, comisario. Ignés es el mejor amigo de Prim.

—Si usted lo dice… Verá, se trata de un asunto que no es de mi incumbencia, pero de la mayor gravedad. Ha llegado a mis oídos que la trama para asesinarlo está preparada para mañana.

Ignés y yo intercambiamos una mirada.

—¿Para mañana?

—Sí. Al parecer, Prim tomará un tren que viene de Aranjuez a Madrid.

—Es cierto —señaló Ignés—. Anteayer se marchó a cazar a su finca de los Montes de Toledo. Me dijo que regresaría… —Dudó un momento—. ¿Mañana es miércoles?

—Sí —respondió Jovellanos.

—Regresa mañana para estar aquí cuando el jueves las Cortes reanuden sus sesiones.

Los datos que Ignés poseía despejaron las últimas dudas del comisario. Se bebió de un trago casi la mitad del agua y, bajando el tono de voz, dijo:

—En ese tren van a colocar una bomba.

El silencio en torno al velador se hizo tan espeso que podía cortarse.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Ignés.

—Me lo ha contado un colega de Zaragoza que ha traído a un detenido que allí ha confesado la trama del asesinato. —Jovellanos rebuscó en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un papel—: Se llama Felipe Calvo. Me he enterado por casualidad, al saludar a mi compañero en la comisaría. Me ha dicho que apenas le han prestado atención, a pesar de que el detenido ha dado toda clase de detalles sobre el plan previsto. Si es cierto que Prim va a tomar ese tren…

—¿En la policía alguien está conchabado con los asesinos? —preguntó Ignés.

—Tal vez sea sólo desidia —precisó el comisario—. Ya sabe cómo nos tomamos algunas cosas en este país. El asunto es tan gordo que todos piensan que está en otras manos y nadie se lo toma como propio. Luego, si pasa algo, todo el mundo a la carrera y escurriendo el bulto. Ese sujeto ha dicho algo más —puntualizó Jovellanos—. Si fracasan con lo de la bomba en el tren, hay prevista una alternativa. Mi colega de Zaragoza dice que en ese caso, una asonada militar el día veintisiete proclamaría rey al duque de Montpensier. La señal para el levantamiento sería el asesinato de Prim.

—¡Serán cabrones! —exclamó Ignés—. ¿Sabe algo de ese otro plan para matarlo?

—No. En fin, lo he localizado porque tal vez a usted, señor Besora, le hagan más caso que a mi compañero. Prim no debería tomar ese tren o al menos que se extreme la vigilancia.

Antes de que se marchara, le pregunté por las investigaciones del asesinato de la calle Carretas. Pero no se mostró muy explícito.

—Las redes están tendidas. ¡A ver qué peces nos encontramos! También hemos averiguado quién es la propietaria del sótano. Se llama Patrocinio Mínguez.

—¿A quién se lo ha arrendado? —pregunté.

—El contrato está a nombre de Crisanto Mondéjar, pero a ese Mondéjar no hay forma de encontrarlo. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.

Por respeto a don Felipe Clavero no abrí la boca y desvié la conversación.

—¿Sabe algo de Juárez?

—También a él parece que se lo ha tragado la tierra.

Logramos que los trenes procedentes de Aranjuez que hacían el trayecto ese día fueran sometidos a una estricta vigilancia. Una pareja de la Guardia Civil custodiaba cada vagón y se efectuó un minucioso registro de todos los equipajes. Prim llegó a Madrid sin novedad. Nunca sabríamos si el despliegue disuadió a los asesinos o el detenido que habían traído de Zaragoza exageraba y simplemente trataba de llamar la atención.

Al día siguiente, como estaba previsto, se reanudaron las sesiones de las Cortes tras un corto paréntesis provocado por el viaje de Ruiz Zorrilla a Florencia para ofrecer la corona, en su condición de presidente de las Cortes, a Amadeo de Saboya. Tres días después se desató la tormenta parlamentaria, cuando el diputado gubernamental Romero Robledo tomó la palabra para defender una proposición por la que se autorizaba al gobierno a poner en marcha, mediante decretos, una serie de leyes que estaban en trámite, si llegado el 31 de diciembre no habían sido aprobadas. El objetivo era disolver las Cortes a fin de año, en la fecha prevista para la llegada a España de Amadeo de Saboya por el puerto de Cartagena.

—Señorías, las presentes circunstancias aconsejan que el gobierno pueda actuar con agilidad. Es por eso por lo que los diputados firmantes de la proposición que defiendo solicitamos de la cámara el voto afirmativo de sus señorías. Adquiero el solemne compromiso de que las leyes pendientes de tramitación parlamentaria y que entren en vigor serán debatidas en la próxima legislatura con arreglo a…

—¡Eso es un ataque a la soberanía nacional! —gritó alguien desde las filas republicanas y, al instante, respondiendo a una estrategia, se alzó un coro de voces.

—¡Fuera, fuera!

El presidente agitó la campanilla pidiendo silencio, pero los gritos arreciaron. Los montpensieristas se sumaron a la protesta y desde las filas gubernamentales se respondió con la misma moneda. En pocos segundos la cámara se había convertido en un gallinero, sin que Ruiz Zorrilla, que no paraba de agitar la campanilla, lograra imponer silencio. Cerca de mí, en la tribuna de invitados, el embajador de Francia, monsieur Bartholdi, asistía con gesto de incredulidad y actitud displicente al guirigay organizado. Recordé, por mucha sorpresa que mostrara el diplomático, que en la Asamblea Nacional francesa también se vivían momentos de turbulencia como el que ahora estábamos presenciando.

La verdad era que el Congreso de los Diputados ofrecía un espectáculo bochornoso; de los silbidos y los gritos se había pasado a los gestos obscenos e incluso a los insultos y amenazas. Miré a Prim. Parecía ser el único ajeno a la bronca que se prolongó durante más de una hora. Al cabo de ese tiempo se retiraron del hemiciclo los republicanos y montpensieristas, cuyo propósito era prolongar la vida de aquellas Cortes para obstaculizar la llegada del nuevo rey.

Cuando salí a la Carrera de San Jerónimo era casi de noche y empezaba a caer aguanieve. Al pasar por delante de la librería de Fernando Fe vi en el escaparate La Fontana de Oro. Decidí comprar un ejemplar y conocer la historia que Galdós contaba al tiempo que recordaba que a mi novela, abandonada en las últimas semanas, apenas le faltaban unos retoques, después de encontrarle un final que considere apropiado. Ahora mis dudas no eran literarias, sino editoriales. Suponía que don Felipe estaría encantado con que la sacáramos por entregas en un faldón del periódico, pero yo no paraba de darle vueltas a publicarla de una vez, en un volumen. En la librería había poca gente y me atendieron rápidamente. Al salir a la calle me topé con el comisario Jovellanos.

—¡Lo estaba buscando!

Pensé que otra vez me traía nuevas noticias sobre la trama para asesinar a Prim.

—¿Hay alguna novedad?

—Hemos encontrado al comisario Juárez.

Lo dijo de una forma que despertaba inquietud.

—¿Dónde está?

—En el depósito de cadáveres.

—¿¡Cómo ha dicho!?

—Juárez está muerto. Dos de mis hombres, que buscaban alguna pista en el palacete de la calle Carretas, encontraron su cadáver esta mañana. Con un corte en la garganta y colgado por las axilas en una viga del desván.

—¿Pudo suicidarse?

—Pudo, pero no lo hizo. No había ningún objeto cortante en el suelo.

—¡Santo Dios!

—Llevaba muerto varios días.

—¿Sabe cuántos? La última vez que lo vi fue el día que tía Ernestina había llegado a Madrid. Hace dos semanas.

—El forense nos lo dirá, pero el cadáver está muy descompuesto.

Conversando habíamos llegado a la Puerta del Sol. Jovellanos sacó un objeto de su bolsillo y me lo mostró en la palma de su mano; necesité unos segundos para darme cuenta de qué era.

—¿Dónde lo ha encontrado?

—En el suelo, junto al cadáver de Juárez. ¿Le resulta familiar?

Cogí el pentáculo y lo observé detenidamente debajo de una farola.

—Es idéntico a los que le dije que habíamos encontrado en el arca del sótano. Supongo que no está en condiciones de decirme si pertenecía a Juárez.

—Desde luego que no.

—¿Alguna novedad en el sótano?

—Vigilamos el local, pendientes de que esa gente celebre una reunión. Pero de lo que quiero hablar con usted es de la conversación que mantuvo con Juárez sobre los satanistas. Lo invito a un vaso de vino. ¡Hace un frío que pela!

Fuimos hasta el café de la Vizcaína y nos sentamos en una mesa apartada. Allí le expliqué mis dos encuentros con Juárez, en los que apenas le facilité información.

—No tenía mucha fe en él desde que lo conocí con motivo de la paliza que me propinaron. La tarde que usted me visitó en mi casa, él acababa de llegar y huyó a toda prisa cuando se dio cuenta de que ustedes llegaban.

—Comprendo. He averiguado que el verdadero propietario de ese inmueble se llama Crisanto Mondéjar, el mismo que ha arrendado el sótano a Patrocinio Mínguez. ¿Sabe usted algo de ese Crisanto? Se lo pregunto porque, con todo lo que me contó y lo que he leído en su artículo, que me sé casi de memoria, usted tiene mucha información.

A diferencia de Juárez, Jovellanos estaba haciendo bien sus deberes y yo no podía negar que conocía a Crisanto. Hacerlo sería una estupidez; si el comisario no tenía ya información detallada de sus andanzas, acabaría consiguiéndola. Di un buen trago a mi vino y susurré un débil sí. El policía alzó las cejas y me taladró con la mirada.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes?

No respondí. Al cabo de unos segundos me preguntó:

—¿Le importaría contármelo todo? Pero todo es todo, señor Besora.

Sin mencionar a don Felipe, le conté lo que él me reveló. También que, sin saber nada de aquello, Crisanto y yo compartimos alojamiento durante unos meses, hasta que desapareció el verano pasado.

—¿Sabe dónde está ahora?

—No tengo la más remota idea.

Jovellanos no paraba de acariciarse el mentón. Sacó un cuaderno ajado y anotó algo antes de preguntarme:

—¿Podría darme más información sobre la familia del niño que sacrificaron?

Pensé que Pedro Gómez estaría encantado de colaborar con el comisario. Salimos de la Vizcaína y nos fuimos en busca del sereno, que ya habría empezado a hacer sus rondas.