Los días que precedieron a mi boda fueron un torbellino. Tía Ernestina conoció a Paloma y después la llevé a merendar a la pastelería de doña Rosa y fui feliz cuando, por el camino, me dijo que Paloma era un ángel que había llegado a mi vida.
—No hay más que mirarla a la cara. Transpira bondad por todos los poros de su piel. ¡Esa mujer te hará feliz! —exclamó, apretándose contra mi brazo.
Aproveché para preguntarle si quería ser madrina de mi boda y se volvió loca de contenta. Paloma nos había anunciado que el padrino, a falta de familiares, sería don Modesto Martín, el mejor amigo de su padre.
Instalada en el piso de la calle del Desengaño, me alegró comprobar que, desde el primer momento, hizo buenas migas con Virtudes, quien la aceptó como señora de la casa. Tía Ernestina se empeñó en que, aunque apenas había tiempo, tenía que hacerme un traje nuevo. Acudimos a la sastrería de Navarro, en la calle de Fuencarral, una de las más acreditadas de Madrid. El sastre puso inicialmente algunas pegas, excusándose en la precipitación del encargo, pero cuando mi tía se decidió por un tejido de la mejor calidad y un precio que me pareció exorbitante, se despejaron sus dudas. Ella escogió el modelo y se hizo cargo del pago, alegando que era su regalo de bodas y privilegio de la madrina, y me acompañó a las pruebas, antes de que la prenda quedara definitivamente confeccionada. También adquirí una chistera nueva, a juego con mi atuendo de novio, y tuve que visitar otras tiendas de bastones, guantes, polainas y zapatos. En todo lo referente a mi indumentaria para el día de la boda, tía Ernestina se mostraba inflexible.
—No puedes ir de trapillo, Fernandito. ¡Que Paloma esté de luto no quiere decir que dejes de llevarla al altar como ella se merece! —me repetía una y otra vez.
En cuanto al asunto de la trama para asesinar a Prim, Ignés y yo manteníamos vivo el plan trazado. Se pasaba horas en el paseo del Prado, pendiente de Ángel González Guerrero. Nos veíamos todos los días, a la caída de la tarde.
—Ese sujeto es de lo más normal, Fernandito. Deambula paseo arriba y paseo abajo, con su gancha en la mano. Charla con la gente, persigue a los chiquillos que hacen alguna trastada y fuma sin parar. Si tiene que ver con la trama, lo hace fuera de sus horas de servicio. Mañana, cuando termine su turno, voy a seguirlo.
—Ten mucho cuidado.
—Lo tendré, por la cuenta que me trae.
Ignés iba a pedir otras dos copitas de aguardiente, pero le dije que tenía prisa.
—Está claro que dos tetas tiran más que dos carretas —protestó.
—Te equivocas. Si el tren no se ha retrasado, mi hermano y su esposa estarán ya en su hotel. ¡No faltan más que dos días para mi boda!
El 8 de diciembre nos trajo un día gélido, pero despejado. La helada nocturna había sido tan grande que Madrid amaneció cubierto por una capa de escarcha. A las ocho y media tía Ernestina y yo nos subimos en el vehículo que nos llevó a San Ginés, adonde llegamos con cinco minutos de antelación. Allí me encontré a Ignés, vestido de limpio y con su barretina, a Miguelito Rocafull con su ropa de los días de fiesta, a mi hermano y su mujer vestidos de punta en blanco, mi cuñada con cara de circunstancias. A mi tío Fernando y sus dos hijas, muy elegantes, a quienes no había visto antes porque llegaron la víspera. Me sorprendió ver que ya estaban allí Marcela y Virtudes. No sé cómo se las habían ingeniado: ayudaron a mi tía a vestirse de madrina. Vi a Pepe Suardíaz y a Carlos Rubio, algo más aseado que de costumbre. De repente, un revuelo en la calle anunció la llegada de la novia. A pesar de que el trayecto era muy corto, venía en un vistoso carruaje; según parecía, don Modesto se había estirado y echado el resto. Muchos transeúntes se arremolinaron cuando aparcó y alguna gente se acercó. No me extrañó, las novias ejercían una atracción muy fuerte, sobre todo, entre las mujeres que acudían a verlas a la puerta de la iglesia para luego comentar detalles de su aspecto, de su vestido y de los adornos. Yo esperaba, cada vez más nervioso, al otro lado de la verja que separaba el pequeño atrio de la calle.
Me extrañó comprobar que la gente empezó a aplaudir. Aquello era menos habitual. Comprendí qué ocurría al ver descender del carruaje a dos militares con uniforme de gala: eran Moya y González Nandín; después bajó Prim, que vestía de paisano. Miré a Ignés, que se encogió de hombros, como si se sacudiera de encima una responsabilidad. Nunca pude imaginar que el presidente acudiera a mi boda.
—No me habías dicho que Prim iba a venir —me susurró mi tía al oído.
—¡No lo sabía! ¡Cómo iba a imaginarme que fuera a venir! ¡Imagínate lo que es su vida!
—Pero ¿lo habías invitado?
—Sí, me lo pidió cuando supo que me casaba. A mí jamás se me habría ocurrido.
Prim se acercó hasta donde yo estaba hecho un pasmarote y me llamó por mi nombre:
—Fernando, espero que la novia no nos dé plantón.
—Por allí viene, excelencia. —Fue un alivio que Paloma apareciera por la calle.
La gente, agolpada a la entrada de la iglesia, había abierto un pasillo para dejarle paso. Aplaudían a Paloma como si fuera una celebridad. Dada la cercanía de la iglesia hizo a pie el recorrido desde su casa, del brazo de don Modesto, escoltada por Micaela y el doctor Evaristo Cortés. Entre el gentío brotaron algunos vivas. Al verla me puse más nervioso de lo que estaba. Vestía un discreto traje gris perla —por guardar luto no se vistió de blanco—, muy ceñido a la cintura y ajustado al cuello; los puños estaban adornados con encajes; cubría su cabeza con un velo de blonda, que dejaba ver algunos mechones de su cabello. Estaba bellísima. Don Modesto, al comprobar la presencia de Prim, comenzó a temblar como un azogado, al tiempo que la cara de Paloma enrojecía y me pedía explicaciones con la mirada.
—Fernando, ¿no vas a presentarme a la novia?
Estaba tan nervioso que hice una presentación vulgar.
—Paloma, es el general Prim. Excelencia, ella es Paloma Azpeitia.
—¡Eres un hombre afortunado! —exclamó Prim quien, rompiendo las normas de protocolo, ofreció su mano a Paloma que permanecía inmóvil. Tímidamente, estiró la punta de sus dedos que el general se acercó a los labios. Tía Ernestina, me dio con el codo reclamando un poco de atención.
—Excelencia, permítame que le presente a mi tía Ernestina, la hermana de mi padre.
Prim se quedó mirándola, fijamente.
—¿Tú eres la que cazaba ranas en el estanque de Ramonet?
—Veo, excelencia, que aún se acuerda —rezongó satisfecha.
—Hay cosas que jamás se olvidan, Ernestina. ¡Y déjate de monsergas y excelencias!
El general la besó en la mejilla y ella se ruborizó.
—Es un placer volver a verte, después de tantos años.
Me sentía incómodo, sabiendo que éramos el centro de todas las miradas. Estaba pasando un mal trago cuando debía sentirme eufórico. ¡El presidente del Gobierno en mi boda! Vi con el rabillo del ojo la cara de satisfacción de mi tío Fernando y la de sorpresa de mis primas que cuchicheaban algo. Les hice un gesto para que se acercaran y se los presenté a Prim. Mis primas ya tenían una historia que contar a lo largo de toda su vida. El que disfrutaba con el momento, a unos pasos de distancia, era Ignés. Si estaba informado de la presencia del general, el muy bribón se había cuidado mucho de advertírmelo. No tuve que decirle que se acercara porque lo hizo Prim, abrazándolo con cariño. Mi hermano, con su esposa al brazo, se aproximó al cada vez más nutrido grupo. Se los presenté al general, que los saludó con cortesía. Los ojos de mi cuñada brillaban de forma especial, a medio camino entre la sorpresa y la envidia. También tendrían para contar en Reus. Doña Rosa, a quien Paloma y yo habíamos tenido especial interés en invitar, por poco se desmaya cuando Prim le besó la mano.
Hasta mis oídos llegaban, pero como si fuera algo muy lejano, los vivas de la gente. Se los daban a la novia y a Prim, revelando que el prestigio del general entre las clases populares estaba muy asentado desde que había vencido al moro en los Castillejos. Para la gente sencilla era un héroe que además había echado del trono a Isabel II. Era el icono de la Gloriosa. Los ayudantes de Prim permanecían en un discreto segundo plano, pendientes del gentío, mucho más preocupados que su jefe con los rumores de la trama para asesinarlo. Supuse que la posibilidad de un atentado era pequeña ya que muy pocos sabrían que el general tenía previsto a acudir a la iglesia de San Ginés. No era un acto público anunciado con antelación. Pero nunca se sabía dónde podía saltar la liebre.
El padre Gaspar, impaciente ante la tardanza, salió al atrio dispuesto a echarnos una resplandina. Al ver a Prim, también se puso nervioso y se olvidó de amonestarnos. Con veinte minutos de retraso entramos en el templo, que se llenó de desconocidos cuyo único deseo era ver al presidente del Gobierno. Durante la ceremonia el párroco estuvo nervioso y me miraba como si yo tuviera la culpa.
Salí de San Ginés, con Paloma convertida en mi esposa, por el estrecho pasillo que nos dejaba el gentío. Se había corrido la voz de que Prim asistía a la boda de un amigo y en la calle se había concentrado una muchedumbre. Menos mal que el coronel Moya, al ver la aglomeración, aprovechó la ceremonia para traer dos pelotones de soldados que formaron un cordón de seguridad. Prim se despidió con muestras de cariño y, en un aparte, nos dijo a Paloma y a mí:
—Cuando regreséis de vuestro viaje de novios, mi esposa y yo tendremos mucho gusto en invitaros a almorzar. Os mandaré recado.
—Será un honor inmerecido, excelencia.
Prim, guiñándome un ojo, me preguntó:
—¿Invitamos también a Ignés?
—Por supuesto, excelencia. ¿No le apetece acompañarnos al desayuno?
—¡Qué más quisiera yo! Tú sabes bien que algunos no cejan en su empeño de hacerle creer a don Amadeo que viene a un matadero. Son tenaces. Hoy se reúnen todos los periódicos que subvenciona el bolsillo de Montpensier en la redacción de La República Ibérica.
—¿Qué pretenden, excelencia?
—Olvídate de eso, Fernando. —Le dedicó una sonrisa a Paloma y a mí me dijo—: ¡Tienes cosas mucho más importantes que estar pendiente de cabildeos! ¡Es una orden!
Se despidió con un saludo colectivo y se montó en su coche, respondiendo con la mano a las aclamaciones de la muchedumbre. Sus ayudantes cerraron las portezuelas, en la que podían verse las armas del conde de Reus, el título otorgado por sus méritos militares, y el carruaje se puso en marcha.
—¿Por qué no me has dicho que Prim iba a venir? —protestó Paloma.
—No tenía la menor idea, cariño. Te comenté que insistió en ser invitado a la boda y pensé que nos mandaría un regalo, pero no se me ocurrió pensar que vendría. ¡Estoy tan sorprendido como tú!
La marcha de Prim disolvió la muchedumbre y nos encaminamos hacia el salón del hotel Cuatro Naciones que había reservado para invitar a un desayuno a los familiares y amigos. Durante un buen rato la comidilla entre los reunidos fue la presencia de presidente del Gobierno en la ceremonia. Se formaron varios corrillos en los que departimos relajadamente, antes de acomodarnos a una mesa alargada rebosante de bandejas de bollos, de dulces variados, de hojaldres —habían corrido por cuenta de doña Rosa— y de churros y algunos fiambres que habían dispuesto sobre unos manteles inmaculados. Ignés, con su barretina calada, no paraba de hablar con mi tío y mis primas, María y Montserrat, que estaban bellísimas; al grupo se habían incorporado el doctor Cortés y doña Rosa. Las tenía embobadas contándole historias de sus tiempos de contrabandista. Charlé un rato con don Felipe Clavero, que había aparecido al final, con Pepe Suardíaz y con Carlos Rubio, y les presenté a Paloma, a quien no conocían. Suardíaz, con quien tenía mayores confianzas, aprovechó un momento en que mi hermano y mi cuñada hablaban con Paloma, y don Felipe y Carlos Rubio discutían con don Modesto y el doctor Cortés acerca de la situación política, para decirme, con cierta complicidad:
—¡Qué bien guardada la tenías, ladrón!
Miré a Paloma, estaba radiante y derrochaba simpatía. Yo era el hombre más feliz de la tierra sabiendo que ya era mi esposa.
Miguelito Rocafull no paraba de hablar con Virtudes, mientras Marcela y Micaela, que habían hecho las paces, se erigieron en las guardianas de la celebración e indicaban a los camareros cómo debían hacer su trabajo. Rocafull aprovechó un momento en que tía Ernestina le pidió algo a Virtudes para comentarme socarrón:
—¡Qué calladito te lo tenías!
—¿Qué me tenía calladito?
—¡Qué va a ser! ¡La presencia de Prim!
Para defenderme, lo único que se me ocurrió fue decirle:
—Creí que te referías a Virtudes. Te veo muy entusiasmado.
Supe que era inútil explicar que yo era el primer sorprendido. El único que podía creerme era Ignés, que continuaba engatusando a mis primas con sus historias. Aproveché un momento para presentarle a don Felipe, antes de que mi director se marchara. Ignés tenía interés en conocerlo.
La celebración se prolongó hasta más allá del mediodía, aunque no estaba previsto. Don Modesto, en su condición de padrino, decidió invitar a la concurrencia a almorzar. Poco antes de las dos, Paloma y yo nos despedimos de los invitados —tía Ernestina se encargaría de atender a mis familiares hasta que regresaran a Cataluña—. Acompañados por Micaela, fuimos al que ya era oficialmente nuestro hogar para ponernos una ropa más cómoda y recoger nuestro equipaje. En la puerta ya nos aguardaba un coche de punto para llevarnos a Atocha, allí tomábamos el tren de Aranjuez adonde íbamos a pasar nuestros primeros días de vida matrimonial.