41

Somnoliento —apenas había dormido cuatro horas—, me encaminé a la fonda de Ignés. Había caído una fuerte helada y, aterido, me arrebujaba bajo mi capa, enguantado y con la chistera encasquetada. Como ya me conocían, me permitieron ir hasta su aposento. Golpeé la puerta con los nudillos y la voz de Ignés sonó aguardentosa.

—¿Quién llama?

—Soy yo, Fernando.

Me abrió al instante. Estaba en ropa interior y con la barretina puesta. Bostezó, y con un gesto me indicó que pasara. Atrancó la puerta y bostezó de nuevo.

—¡Estoy para el arrastre! —se quejó, llevándose las manos a los riñones—. ¡Los años pesan como el plomo, Fernandito!

—¿Por qué lo dices?

—Porque un polvo con Afrodisia me deja ya para el arrastre. ¡Estoy molido! —Puso agua en una jofaina y se lavó, frotándose con energía la cara. Después de las abluciones y de secarse con una toalla, me preguntó—: ¿Qué te trae tan de mañana?

—¡Tenemos que ver a Prim!

—Lo dices como si se tratara del tendero de la esquina.

—Tenemos que verlo lo antes posible.

—Fernandito… que no son horas para decir tonterías.

—Serrano quiere cargarse la elección de Amadeo de Saboya.

—¡Pero si las Cortes ya lo han votado! —protestó abotonándose la camisa.

—Serrano actúa a espaldas de Prim y presiona para que no venga.

—Eso son paparruchas, Fernandito. ¡Tienes demasiada imaginación!

—No son paparruchas. Además, también anda buscando perder al general.

Como con Ignés no podía andar con tapujos, le expliqué lo ocurrido la víspera y tras un largo silencio, que aprovechó para ajustarse la faja, después de haberse puesto los pantalones, explotó:

—¡Ese tío es un cabrón!

A las nueve y media ya estábamos en palacio. Muñiz nos recibió inmediatamente y, tras explicarle por qué nos encontrábamos allí, pasamos a un gabinete donde aguardamos hasta que Prim nos recibió. Vestía de uniforme, porque iba a reunirse con varios generales.

—Hay que tenerlos bajo control —comentó con humor—. ¿Habéis desayunado?

—No, mi general —respondió Ignés.

—Tienes mala cara —comentó, al tiempo que agitaba una campanilla.

—Me acosté tarde y he dormido poco, mi general.

—¿De picos pardos?

Ignés no respondió, el secretario ya acudía a la llamada de Prim.

—Ricardo, que nos sirvan el desayuno.

—¿Aquí, excelencia?

—Claro. Con Ignés y Besora no hace falta protocolo.

Muñiz se retiró y Prim me dio las gracias por la invitación de boda.

—Es en San Ginés, ¿no?

—Sí, excelencia.

—A propósito, ¿qué me cuentas de esa secta sobre la que has escrito?

No sabía si pretendía ganar unos minutos hasta que trajeran el desayuno o verdaderamente estaba interesado por la negra historia de la calle Carretas. En cualquier caso, me sorprendió que estuviera al tanto de esas cuestiones.

—Se trata de un grupo de satanistas, excelencia. El pasado marzo celebraron allí una misa negra.

—¿Qué es una misa negra?

Le expliqué brevemente en qué consistía el ritual.

—¿Hacen un sacrificio sobre el cuerpo de una mujer desnuda?

—Por lo general suelen sacrificar un gallo, pero en esta ocasión utilizaron un niño.

—¿Sabes si la policía ha tomado cartas en el asunto?

—Sí, excelencia, pero me temo que la investigación no prosperará demasiado.

—Pues no parece demasiado complicado detener a esa canalla —afirmó Ignés.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó Prim.

—Porque Fernandito y yo conocemos el local donde ahora se reúnen.

—Déjate de bromas.

—No es broma, mi general. Hemos descubierto el local donde ahora se reúnen.

—¿Lo sabe la policía?

—No —respondí tajante.

—¿Por qué has dicho antes que la investigación no prospera?

—No me fío del policía que lleva el caso.

—¿Tienes algún motivo para pensar así?

—Se encargó de mi apaleamiento y la investigación no ha avanzado.

—¿Cómo se llama?

—Juárez, excelencia.

Muñiz apareció con dos camareros vestidos con impolutas chaquetas blancas y pantalón negro, portando unas bandejas. Una rebosaba de bollos y panecillos, mermelada y mantequilla; en la otra traían la vajilla con café, chocolate y leche, y una tetera de plata repujada con motivos morunos y un vaso de cristal labrado con unas hojas de hierbabuena. Ignés me había dicho en una ocasión que, desde su paso por Marruecos, el general era muy aficionado al té dulce, aromatizado con aquella planta. Lo colocaron todo sobre una mesa y aguardaban instrucciones, pero Prim les ordenó retirarse; después, indicó a Muñiz:

—Quiero que el gobernador civil me proporcione información completa sobre el asunto de esa secta a que se refería Besora en su artículo.

—¿Alguna otra cosa, excelencia?

—Sí, la quiero hoy mismo.

Una vez solos nos invitó a servirnos a nuestro gusto y por fin, nos preguntó con el tono campechano que utilizaba cuando estaba con el viejo contrabandista:

—¿Qué mosca os ha picado para venir por aquí?

—Que se lo explique Fernandito, mi general.

No omití detalle: la discreción solicitada por los italianos no incluía a Prim. A pesar de la gravedad que significaba la actitud de Serrano, el general no se inmutó. Me puso una mano en el hombro y me llamó como lo hacía Ignés:

—Besora, acabas de prestarme un gran servicio. Sé que Serrano no es de fiar, pero no creí que fuera a llegar tan lejos. Esta batalla no puede darse por concluida hasta que el rey esté en España y haya jurado el cargo.

Me produjo cierta zozobra el poco caso que había hecho a todo lo que le conté referente a la trama para acabar con su vida, si bien reconoció que Pastor tampoco era de fiar. Antes de marcharnos, Ignés, que estaba muy preocupado, le preguntó:

—Mi general, ¿qué piensa hacer con las amenazas?

Prim soltó una carcajada y le palmeó la espalda.

Almorcé en casa de Paloma y a regañadientes, por guardar las apariencias, me marché a media tarde a la calle del Desengaño, dispuesto a trabajar en mi novela, que estaba casi concluida. No había comentado con don Felipe la posibilidad de publicarla por entregas en La Iberia porque mi mayor deseo era darla a la estampa en forma de libro, como había hecho Galdós con La Fontana de Oro. En el portal me encontré a Marcela. Tuve la sensación de que me estaba aguardando.

—Tiene usted visita, don Fernando.

Al no ver a nadie, le pregunté:

—¿Dónde está?

—En su casa —respondió con naturalidad y, al ver mi sorpresa, añadió—: Con todo el equipaje que traía y lo cansada que estaba…

—Pero… pero ¿quién ha venido?

—¡Su tía, don Fernando!

Faltaban tres días para la fecha que me había anunciado para su llegada.

—¿Está seguro de que es ella?

Una sombra de duda asomó a sus ojos.

—Ha dicho que se llama Ernestina. Usted tiene una tía que se llama así, ¿verdad? ¿Es alta, delgada y tiene los ojos grandes y azules?

—Sí.

—Entonces es su tía.

Supe que había ocurrido algo grave para que se presentara de improviso. Subí los peldaños de dos en dos con Marcela haciendo un esfuerzo por pisarme los talones. La mano me temblaba tanto que me costó trabajo encajar la llave en la cerradura y cuando al fin logré abrir la puerta me encontré con el recibidor lleno de bultos. Se había traído media casa a cuestas. Tía Ernestina salió a mi encuentro. Vi su silueta, esbelta y elegante, avanzar por la penumbra del pasillo. Su amplia sonrisa no podía ocultar la tristeza de su mirada. Nos fundimos en un abrazo y sentí la fragilidad de su cuerpo. Al besar su mejilla comprobé que estaba llorando. No supe si por la emoción del encuentro o ya sollozaba cuando llegué. Se apretaba a mí como si fuera una tabla de salvación. Marcela se marchó sin hacer ruido. Dejé que ella deshiciera el abrazo, saqué mi pañuelo, le sequé las lágrimas y aguardé pacientemente a que se recompusiera, aunque estaba ansioso por conocer la causa de su inesperada presencia y de su voluminoso equipaje, y tener una explicación para su llanto. No le pregunté hasta que haciendo un esfuerzo comenzó a hablar, después de acomodarnos en la salita de estar.

—Me he marchado de casa de tu madre. La bronca ha sido monumental.

Las disputas entre Ernestina y mi madre eran frecuentes. Nunca se habían llevado bien. A pesar de que el carácter dulce de mi tía se sometía al autoritarismo de mi madre, a veces su actitud la obligaba a reaccionar. Entonces era mi padre quien ponía bálsamo tras la trifulca. Supuse que sin su presencia el arreglo era más complicado.

—Eso no es nuevo —le respondí, quitando importancia a sus palabras.

—Esta vez hemos cruzado la raya. ¿Tienes inconveniente en acogerme?

—Ésta es tu casa.

Como rompió a llorar de nuevo, fui a la cocina y le traje un vaso de agua. Cuando se serenó, me explicó con detalle lo ocurrido.

—A tu madre no le gustó el anuncio de tu matrimonio. Desde el primer momento se negó a venir a la boda y cuando le dije que yo pensaba hacerlo, tuvimos una riña. Desde entonces hemos tropezado a diario y hace tres días estalló la tormenta cuando me echó en cara que estuviera viviendo y comiendo bajo su techo.

—¡No puedo creerlo!

—Le respondí altanera que comía mi pan, el derivado de las obligaciones que mi hermano tenía sobre mi persona. Me respondió que estaba varias cuartas bajo tierra y entonces perdí los papeles. Dije alguna cosa que debí haberme callado y también ella se despachó a gusto. —Mi tía se llevó las manos a la cara y exclamó antes de romper a llorar de nuevo—: ¡Qué vergüenza, Fernandito, parecíamos lavanderas insultándonos!

Se desahogó con otra llantina antes de terminar su explicación.

—La riña fue después del desayuno. Me encerré en mi alcoba y allí permanecí casi todo el día. Bajé poco antes de la cena, dispuesta a disculparme, pero tu madre, nada más verme aparecer, me espetó: «Vete de aquí lo antes posible. No consiento que nadie me insulte en mi propia casa». A pesar de todo le pedí perdón, pero sirvió para que me mortificase más. Me dijo que estaba muy equivocada si pensaba que con unas palabritas iba a lavar mi afrenta.

—¿Qué hiciste?

—Volví a pedirle perdón, a pesar de que era consciente de no tener la culpa. No se dignó contestarme. Al día siguiente, recogí mis cosas, son las que están a la entrada de tu casa, y aquí me tienes, Fernandito, creándote un problema en vísperas de tu boda.

Recordé los cuentos que me contaba cuando era niño antes de dormirme y que jamás salieron de la boca de mi madre. Cómo me daba a escondidas algunas golosinas que estaban prohibidas en casa. Cómo discutió con su hermano el día que decidieron mi ingreso en un internado y que supuso para mí, entonces un niño de diez años, una dura experiencia. Fue mi ángel de la guarda en una casa donde no había ángel. Cuando me negué a seguir el plan trazado por mi familia, recibí de tía Ernestina el calor que necesitaba. Ahora, deshecha y abandonada, tenía la oportunidad de devolverle algo de la ternura que derramó sobre mí, a manos llenas, en mi infancia y adolescencia.

—No seré una carga para ti.

Acaricié su mejilla y le susurré:

—¿A qué viene esa tontería?

Rompió a llorar y cuando se recompuso, me explicó el sentido de sus palabras.

—Quiero que sepas que tu padre, que era hombre previsor, detraía ciertas cantidades de los beneficios de la empresa que colocaba en una casa de banca de Reus, con la expresa indicación de que, a su fallecimiento, si tenía lugar antes que el mío, yo sería la beneficiaria. Jamás me lo dijo, pero pocos días después de su muerte, el director del banco, un hombre discreto, me hizo llegar un mensaje: necesitaba hablar conmigo…

—En mi casa no necesitas dinero —la interrumpí.

—Te lo agradezco, pero has de saber que dispongo de más de veinte mil duros. Además tengo la renta del Almendral, que son mil doscientas pesetas anuales.

En aquel momento la campanilla anunció una visita. Acudí a abrir la puerta y me encontré con el avinagrado rostro del comisario Juárez que me miraba acusador. Pensé que su presencia estaría relacionada con lo que aquella mañana había contado a Prim.

—Veo que se mueve bien en las alturas —me soltó con mucha insolencia.

Me molestó tanto que decidí atenderlo en el recibidor entre los bultos de tía Ernestina. Se quedó mirando los baúles y las cajas, y con desfachatez, me preguntó:

—Veo que va a emprender un largo viaje.

—Supongo que eso no forma parte de su investigación. —No estaba dispuesto a consentirle impertinencias—. ¿Puedo saber a qué ha venido?

—Para hablar del asesinato de la calle Carretas —dijo con displicencia.

—Pues diga lo que tenga que decir.

Iba a abrir la boca, cuando llegó hasta nosotros la voz de Marcela.

—Le digo que don Fernando está atendiendo a una visita.

—Y yo a usted que he de verlo inmediatamente.

Juárez se puso pálido y, sin decir palabra, salió corriendo escalera abajo. El estrépito, los gritos y las maldiciones indicaban que alguien rodaba por los escalones.

—¿Qué ocurre? —preguntó mi tía, que había aparecido en el recibidor.

—No lo sé. La persona con quien estaba hablando ha salido corriendo. Creo que ha arrollado a alguien que subía.

Bajamos y nos encontramos con un revoltijo al pie de la escalera. Marcela profería gritos lastimeros y se llevaba una mano a la cadera. También había dos hombres, uno inmóvil en el suelo y el otro, enredado en los faldones de su abrigo, trataba de ponerse en pie, profiriendo maldiciones. En ese momento apareció Virtudes que venía de la calle. Iba a decir algo, pero al ver la escena y a su madre gritar, también se sumó al coro de los lamentos. Juárez se había esfumado y el portal se había convertido en un pandemonio. Virtudes sacó una manta que extendimos en el suelo y, con la ayuda de otros vecinos que habían acudido ante el escándalo, colocamos a su madre sobre ella. Según el dictamen de un médico que acudió avisado por alguien, no se apreciaban roturas; con todo, las magulladuras de sus orondas carnes anunciaban moretones. Le recetó un linimento y friegas, y cobró un duro que yo aboné. Uno de los caballeros que venían a verme había recibido un fuerte golpe en la cabeza y estuvo inconsciente varios minutos. Cuando llegó el médico que atendió a la portera, ya había recobrado el sentido y rechazó los cuidados del galeno, a pesar de estar aturdido. Cerciorados de que yo era Fernando Besora, los dos hombres se presentaron formalmente. Uno era el comisario Jovellanos y el otro —el que había perdido el conocimiento—, su ayudante, apellidado Pulgarín. Los invité a subir a mi piso.

—Verá, señor Besora, venimos a verlo por indicación del gobernador civil quien me ha encargado personalmente —puso mucho énfasis en esa palabra— el caso del asesinato de la calle Carretas. Nuestra presencia está relacionada con el artículo que usted publicó hace unos días.

—Un momento. ¿Usted… usted es el encargado del caso?

—Desde hace un par de horas. Ésta es mi primera actuación.

Me quedé desconcertado.

—Pero… pero… ¿No se encarga del caso el comisario Juárez?

—¿Juárez? ¿Qué tiene que ver Juárez con esto?

—Es quien les ha arrollado en la escalera.

—¡No me diga que era Juárez el que bajaba a trompicones! No lo he identificado.

—Vino a verme el mismo día que mi artículo vio la luz y me dio a entender que estaba a cargo de esa investigación, aunque… aunque… —traté de rememorar aquel desagradable encuentro— no recuerdo que me lo dijera.

—Nadie ha estado a cargo de la investigación hasta que esta mañana el mismísimo gobernador ha tomado cartas en el asunto.

Eso significaba que Juárez se había entrometido por alguna razón particular. Mis impresiones de que Juárez no era de fiar se veían confirmadas.

—Me gustaría que respondiera a algunas preguntas sobre el caso.

Jovellanos tendría unos cuarenta años y el pelo gris, del mismo color que sus ojos. Pensé que si el gobernador civil —con toda seguridad a instancias de Prim— había puesto el caso en sus manos era porque su competencia estaba acreditada.

—En lugar de responder a sus preguntas, será mejor que le cuente todo lo que sé. Cuando termine, usted pregunta, ¿de acuerdo?

—Me parece bien.

Sin revelar mis fuentes, le expliqué lo que me contó Segismundo Martínez; después le facilité algunos datos relativos al palacete, pero sin mencionar a Blanca Mondéjar ni a Crisanto. Por último, le relaté parte de la historia de Pedro Gómez.

—El asesinato de esa criatura me dio alas, más allá del valor periodístico que tenía desvelar la existencia en Madrid de una secta satánica que celebra misas negras.

Dejé para el final lo relativo al sótano. Jovellanos se mostró muy interesado sobre esa parte de la historia, de la que nada había aparecido en la prensa.

—¿Está seguro de que se trata de la misma gente?

—Completamente. En el mural del testero aparece la fecha de la misa negra en la que sacrificaron a ese niño.

—¿Sabe si se siguen reuniendo en ese local?

—Creo que sí, aunque los datos son de hace algunas semanas.

—¿Por qué no lo puso en conocimiento de las autoridades?

—Verá, comisario, mi primer interés fue periodístico; después, por una serie de circunstancias que no son del caso, la publicación de esa crónica se demoró. Luego, como ya le he dicho, el mismo día en que salió a la luz, apareció Juárez.

Jovellanos, después de agradecer la confianza que le había mostrado, me dijo que me mantendría al tanto de sus actuaciones.

—¿Qué piensa hacer? —le pregunté cuando ya estábamos de pie.

—Lo primero, poner bajo una discreta vigilancia ese sótano. Después trataremos de detener a toda esa gentuza. Me gustaría que no escapara ninguno.