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Iba a entrar al portal de mi casa cuando unos desconocidos me rodearon. Me giré y pegué la espalda contra la pared. Eran tres individuos que, con los sombreros calados y embozados con sus capas, resultaban irreconocibles. Me disponía a gritar para pedir auxilio, cuando uno de ellos se llevó un dedo al embozo, indicándome silencio. Sin saber muy bien por qué le hice caso.

—¿Es usted don Fernando Besora?

Asentí con la cabeza.

—Disculpe que lo abordemos de esta manera. Sólo queremos hablar con usted.

Sus palabras me desconcertaron. No se piden disculpas antes de molerte a palos, que era lo que esperaba de quien te aborda a una hora como aquélla. A pesar de todo, mis recelos no se disiparon. En mi caso había más de uno deseoso de ponerme la mano encima: desde los implicados en la misa negra, pasando por los amigos de Montpensier, hasta quienes preparaban el atentado contra Prim, si bien en este caso no tenía claro que estuvieran al tanto de la información que poseía.

—¿¡A estas horas!? —Exageré el tono para mostrar lo extraño de su propósito.

—Le reitero nuestras disculpas, pero el caso aprieta, señor Besora.

Que mantuvieran los rostros embozados me daba mala espina. El que hablaba se percató de mis dudas y se descubrió. Tenía una barba cuidada y una expresión amable.

—¿De qué quieren hablar?

—Estos caballeros desean facilitarle cierta información de interés para usted. ¿Le parece que busquemos un lugar más a propósito para una conversación reposada?

El miedo y la sorpresa del primer momento dieron paso a la cautela. No las tenía todas conmigo.

—¿Un lugar más a propósito a estas horas? —Pensé que trataban de llevarme a un lugar más apartado para apiolarme a placer.

—Hay un café en la calle de la Montera que no cierra en toda la noche.

Era un lugar céntrico y yo lo conocía bien.

—¿Con quién tengo el gusto de hablar y quiénes son estos caballeros?

—Disculpe, mi nombre es Román del Corral, soy cónsul del Piamonte en Madrid y estos caballeros son enviados de su majestad el rey Víctor Manuel II.

Ambos se quitaron el embozo y se destocaron. Se presentaron con un castellano aceptable, aunque con marcado acento extranjero.

—Soy Luigi Cornaro.

—Yo, Pietro Bardi.

—¿Tan importante es lo que quieren decirme?

—Por eso aguardamos desde hace rato. No se arrepentirá de acompañarnos.

El café Real era un enorme salón cuyo enlosado recordaba un inmenso tablero de ajedrez. El techo estaba sostenido por columnas de hierro que servían de soporte a unas lámparas de petróleo, cuyo penetrante olor te recibía a la entrada. El color del techo estaba tomado por el humo y las pinturas del friso que decoraba la parte alta de las paredes habían perdido el colorido. A pesar de la hora, el local estaba concurrido. Un camarero nos acompañó hasta un rincón donde se podía hablar con cierta intimidad. El cónsul y yo pedimos un chocolate caliente y los italianos agua de seltz. Esperamos a que nos sirvieran hablando de banalidades. Una vez retirado el camarero fue Cornaro quien tomó la palabra:

—Quiero agradecerle que haya accedido a acompañarnos a estas horas y reiterarle nuestras excusas por haberlo abordado de una forma tan brusca.

Hice un gesto con la mano quitando importancia al hecho.

—El signore Bardi y yo —prosiguió Cornaro— tenemos entendido que le unen fuertes lazos de amistad con el signore presidente del consejo de ministros.

Hablar de fuertes lazos de amistad era un exceso.

—Eso es una exageración.

—Disculpe, señor Besora —intervino Del Corral—, usted ha invitado a Prim a su boda con la señorita Paloma Azpeitia.

Me puse en guardia. Estaba claro que tenían algún soplón en el palacio de Buenavista, adonde la invitación había llegado hacía un par de días.

—Es su amistad con el signore presidente del consejo de ministros —prosiguió Cornaro— lo que nos ha llevado a ponernos en contacto con usted. Verá, signore Besora, tenemos constancia documental de que el regente no desea que el resultado de la votación del pasado día dieciséis llegue a buen término y trata de evitar que su majestad el rey Víctor Manuel acepte, en nombre de su excelencia el duque de Aosta, la corona de España.

—¡Eso no es posible!

—Lo es, signore. El general Serrano no desea abandonar los privilegios que supone ser regente de una monarquía sin rey; por eso, intenta convencer a nuestro soberano de que los ciento noventa y un votos logrados por don Amadeo sólo auguran dificultades para gobernar y debería sopesar la posibilidad de rechazar el trono.

—¿Ha dicho que tiene constancia documental de la actitud de Serrano?

—Así es, signore. El regente ha confiado al barón de Benifayó una carta dirigida a nuestro rey donde deja clara su posición.

Me quedé atónito. A pesar de que Serrano no había mostrado empacho en promover su propia candidatura al trono y luego verse obligado a retirarla, ante la falta de apoyos, representaba la más alta magistratura del Estado, si bien carecía de funciones ejecutivas. Ahora, según afirmaba aquel italiano, trataba de hacer fracasar la llegada del nuevo rey. ¡Eso era traición! Su actitud sólo podía calificarse como rastrera. No quería pensar que su comportamiento estaba dictado porque la llegada del nuevo rey significaba el final de unos oropeles con los que aquel fatuo se sentía feliz.

—No tengo motivos para dudar de su palabra, pero lo que ha dicho es tan increíble que…

El italiano sacó un papel que dejó sobre la mesa.

—¿Qué es eso? —pregunté antes de cogerlo.

—Una copia de la carta que el regente ha entregado al barón de Benifayó.

Cogí el pliego y lo leí en silencio hasta tres veces. Algunos datos despejaban cualquier duda acerca de que se trataba de una copia auténtica.

—¿Cómo ha llegado a su poder la carta original?

—El señor barón habló de la carta con el embajador extraordinario que nuestro rey ha enviado a Madrid para tratar lo relacionado con la proclamación del duque de Aosta.

Le devolví la copia y recordé que Galdós me había dicho hacía una hora que detrás de la trama para asesinar a Prim estaba Serrano.

—Exactamente, ¿qué quieren de mí?

—Que advierta al signore presidente del consejo de ministros.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque usted es su amigo y porque estamos dispuestos a ofrecerle otra información muy valiosa.

—Comprenderá usted que tenga muchas dudas. Todo esto es muy extraño.

—Tiene razón. Para nosotros es inconcebible que el regente actúe de esa forma.

Di un sorbo a mi chocolate, que se había quedado frío y medio cuajado.

—Está bien. No puedo prometerle nada. Sólo que haré lo que esté en mi mano.

—Eso es, caro amici, lo que deseábamos oír. Ahora escúcheme con atención. —Cornaro se aseguró de que nadie más lo escuchaba—. El regente ha dado instrucciones a don José María Pastor para que tome medidas drásticas contra el general Prim si nuestro rey acepta, en nombre de su hijo, el trono de España.

Lo miré fijamente a los ojos y le pregunté:

—¿Quiere decirme qué significan medidas drásticas?

—Está dispuesto a acabar con el signore presidente del consejo de ministros.

Contuve la respiración. La detención de los alojados en la casa de Rabanal estaba muy lejos de poner punto final a la trama orquestada para asesinar a Prim. A las aspiraciones del duque de Montpensier se añadían las de quien en los maledicentes círculos políticos era conocido como el «General Bonito» por su afición al lujo y por el tiempo que dedicaba al cuidado de su persona.

—Me gustaría saber si vuestro soberano aceptará el trono para don Amadeo.

El italiano miró a su compatriota, quien no había abierto la boca a lo largo de la conversación. El intercambio de miradas me hizo ver que el silencioso personaje era, en realidad, quien llevaba la voz cantante. Cornaro interpretó su mirada.

—Si don Amadeo cuenta con el apoyo del general Prim, aceptará.

Era lo que quería escuchar.

—Haré lo que esté en mi mano, aunque no puedo prometerles nada.

—Le quedamos muy agradecidos. Los rumores que circulan son inquietantes.

Antes de despedirme, pregunté a Cornaro:

—¿Quién es don José María Pastor?

—El responsable de la escolta del regente. El signore presidente del consejo de ministros debe guardarse de él. —Cornaro sacó una libreta, escribió un nombre, arrancó la página y me la dio.

—¿Quién es este individuo?

—Un guarda del paseo del Prado. Mantiene estrechas relaciones con don José María Pastor.

Pietro Bardi se puso de pie, dando por terminada la reunión.

Signore Besora, le hemos dado una información muy valiosa, espero que comprenda que es confidencial. Buenas noches.

Estupefacto, los vi marcharse. Antes de guardar el papel que Cornaro me había dado, leí el nombre que había escrito: Ángel González Guerrero.

Salí del café Real abrumado. Por Madrid pululaban agentes italianos para desbaratar los intentos de dar al traste con la entronización de la dinastía de Saboya en España. Estaba claro que la batalla en torno al trono no había concluido con la votación de las Cortes, más bien la lucha arreciaba. Montpensier no daba por perdida la partida y Serrano, un conspirador nato, intrigaba para no abandonar las prebendas que le otorgaba la regencia. Por su parte, los republicanos no aceptaban que España fuera una monarquía y entre sus filas no pocos consideraban a Prim el único obstáculo que se interponía a sus deseos de proclamar la república. Con aquellos ingredientes no resultaba extraño que por Madrid, capital de un reino sin rey, circularan rumores sobre conspiraciones para acabar con su vida.