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Durante las semanas siguientes las palabras pronunciadas por el redactor de La Correspondencia de España resultaron proféticas. La tensión política en lugar de descender fue en aumento; cada día que pasaba, el ambiente estaba más exacerbado. Los periódicos desde los que se combatía a Prim aumentaron la dureza de sus ataques.

La alegría al recibir carta de mi hermano, anunciando que mi cuñada y él vendrían a mi boda —pensé que Nuria estaría vivamente interesada en viajar a Madrid—, quedó empañada con la crónica aparecida en El Combate. Miguelito Rocafull la leía con voz temblorosa: «Republicanos, ha llegado el momento solemne de la prueba. Tenéis un juramento hecho en el fondo de vuestras conciencias, no lo olvidéis: “REPÚBLICA O MUERTE”». Cerró el periódico, lo dobló y lo dejó sobre el blanco mármol del velador.

—¿Esto es la libertad de imprenta? —me preguntó, enrojecido por la ira.

No le respondí porque estaba extrañado por la falta de gente en la tertulia, que a aquella hora siempre estaba muy concurrida. Miguelito y yo nos encontrábamos solos en las Columnas. Iba a preguntarle a uno de los camareros cuando apareció Galdós. Se quedó mirándonos y con su meloso acento canario nos preguntó, mientras buscaba entre los sillones:

—¿No se han enterado de lo ocurrido?

Miguelito y yo nos miramos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Rocafull.

Tuve un mal presentimiento.

—¡En el Calderón se ha organizado la de Dios es Cristo!

Galdós no dejaba de escudriñar entre las sillas y los veladores, buscando algo.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté aliviado.

—Los de la Partida de la Porra han irrumpido en el teatro y la han emprendido a palos con los actores. ¿Han visto ustedes mi sombrero por alguna parte?

A su espalda apareció el camarero con un hongo de fieltro negro.

—¿Busca esto, don Benito?

—¡Hombre, menos mal! —Agradeció al camarero el gesto con una propina y nos preguntó—: ¿Se vienen al Calderón o se quedan?

—¡Nos vamos! —respondimos al unísono.

Por el camino Galdós nos puso al tanto. Se estrenaba una obra titulada Macarroni I en que se hacía befa y mofa de don Amadeo.

—La representación apenas llevaba diez minutos cuando esos energúmenos se encaramaron al escenario y se ha librado una batalla campal. Algunos espectadores se han sumado a la pelea, unos defendían a los actores y otros a los de la Porra.

—¿Usted ha estado allí?

—Sí. Poco antes de las ocho apareció alguien por la tertulia anunciando que en el Calderón iba a organizarse una buena. Se lo había dicho un acólito de Ducazcal, sin darle muchos detalles. Teniendo en cuenta lo que se estrenaba, dimos por buena la noticia y salimos en manada hacia el teatro; al llegar a la calle de los Panaderos coincidimos con esa banda de gaznápiros.

—¿Todavía se pelea?

—La verdad es que no sabría decirle. Cuando me he venido para recuperar el sombrero, que olvidé con las prisas, el teatro se estaba desalojando.

—¿Ha llegado la policía?

—¡Qué va! Ésos no aparecen hasta un par de horas después de los altercados.

Lo que Galdós acababa de decir era práctica habitual y sobradamente conocida.

—¿No le resulta raro que algunos espectadores la emprendieran con los actores?

—Estaban conchabados con los de la Partida de la Porra. He quedado con algunos de la tertulia en el café de la Luna.

Lamenté no haberme enterado del evento. La culpa la tenían los preparativos de la boda que ocupaban buena parte de mi tiempo, aunque yo lo daba por bien empleado. Como Galdós había dicho, en las calles próximas al Calderón había jaleo: voces y gente que se insultaba. Entramos en la Luna, pero antes de sentarnos un sujeto se asomó a la puerta y gritó:

—¡En El Combate están a tiro limpio!

Salimos en estampida. Había oído decir que los de la Partida de la Porra ya habían atacado la redacción del diario de Paúl y Angulo, y también que el diputado republicano había ordenado a sus redactores que estuvieran prevenidos para el próximo ataque. Al parecer, trabajaban con pistolas cargadas encima de la mesa. Conociéndolo, no me extrañaban tales disposiciones ni que anduvieran a tiros; tampoco Felipe Ducazcal se andaba con chiquitas.

Corrimos hasta El Combate donde, efectivamente, los de la Partida de la Porra trataban de asaltar la redacción, desde cuyas ventanas respondían con fuego. Galdós, Miguelito Rocafull y yo nos parapetamos en un portal cercano, donde habían tomado posiciones otros dos individuos. Cuando se escuchaba un disparo tenía su respuesta inmediata y rápidamente otros tiradores se sumaban al fuego. Entonces la calle se iluminaba fugazmente con las detonaciones y se llenaba de estampidos con los disparos.

—Perdone —preguntó Galdós a uno de los desconocidos—, ¿sabe cómo se ha liado esto?

El sujeto expulsó el humo sobre la punta de su cigarro y un punto incandescente brilló en la oscuridad.

—El que representaba a Macarroni se ha refugiado en el periódico y los de la Partida de la Porra exigen que se lo entreguen, pero los de dentro dicen que nones. Ha habido un primer disparo y ya no han parado de tirarse.

Durante un par de minutos imperó el silencio. En la calle reinaba la oscuridad porque las tres farolas del alumbrado público habían pasado a mejor vida.

—Parece que se han calmado —comentó Miguelito en voz baja.

—No creo que ésos den el asunto por resuelto —masculló uno de los individuos—. Unos y otros son gente empecinada.

—¿Estaba alguno de ustedes en el teatro cuando empezó la trifulca? —pregunté por si podía enterarme de algo más.

—Sí, señor. Mi compadre y yo estábamos en el patio de butacas. No somos lo que se dice unos aficionados, pero con lo que se anunciaba…

En aquel momento un vozarrón rompió el silencio de la noche.

—¡A por ellos!

Los de la Partida de la Porra se lanzaron hacia la puerta de El Combate. Apenas recuerdo lo que ocurrió, porque a uno de los sujetos le llegó un taco de trabuco al brazo, soltó un alarido y se desplomó. En medio de la oscuridad tratamos de atenderlo entre Galdós, Miguelito Rocafull y yo porque su compadre había desaparecido antes de que nos diéramos cuenta. Le quitamos la chaqueta y comprobamos que la herida no era grave. El taco había roto la manga y se había incrustado en el brazo, pero no había profundizado, podía verse con la luz de una de las largas cerillas que utilizaba para encender mi cachimba. Galdós le propuso sacárselo, pero el individuo se negó con una energía impropia de sus lamentos. El canario me miró y yo asentí. En medio de los gimoteos de aquel valentón de pacotilla, tiró con fuerza y se lo arrancó; el herido se desmayó. Aprovechamos el desvanecimiento para hacerle un torniquete con mi pañuelo y cortar la salida de sangre, que no era mucha. Acabábamos de terminar el vendaje cuando recuperó el sentido, nos miró, se llevó la mano al brazo y preguntó por su chaqueta. Miguelito se la mostró. El individuo se la arrebató de un tirón y salió corriendo como un loco. Poco a poco, el tiroteo perdió intensidad, aunque todavía se escuchó algún disparo suelto. Vislumbramos algunos bultos moverse entre las sombras, escuchamos carreras y poco más. Todo apuntaba a que los de El Combate habían rechazado el asalto. Abandonamos el lugar en dirección a la Luna.

—Esto pinta mal —comentó Galdós.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Miguelito.

—Porque la elección de don Amadeo no pone fin a las tensiones. Ya ve usted.

—¿Cree que Prim se ha equivocado?

Galdós no respondió hasta haber encendido un puro con la soltura de quien tiene mucho oficio.

—Prim me parece el mejor político de este país, aunque no comprendo su obsesión por la monarquía.

—¡Porque la república es el desorden! —exclamó Miguelito con vehemencia—. ¡Además, la revolución se hizo para echar a los Borbones, no para traer una república, como sostiene esa fiera de Paúl y Angulo! ¿Ha leído lo que dice? —Sin esperar respuesta, gritó—: ¡República o muerte!

—Eso es una idiotez y tengo demasiado que hacer para andar leyendo basura.

Sabía que Galdós había hecho profesión de fe republicana, por eso lo provoqué:

—Tenía entendido que usted es correligionario de Paúl y Angulo.

Galdós me miró como si lo hubiera insultado. Iba a llevarse el cigarro a la boca, pero no lo hizo.

—¡Yo, correligionario de ese bocazas! ¡En modo alguno! Sepa usted que detesto la violencia en cualquiera de sus formas. Una cosa es la pasión en la defensa de las propias ideas y otra lo que se propugna desde las páginas de ese panfleto. ¡Le está haciendo un flaco favor a la república! —Galdós estaba irritado, se llevó el puro a la boca como si necesitara el humo para calmarse—. Ya ha escuchado a su amigo, son muchos los que equiparan república a desorden y ese sujeto colabora a que así sea.

Llegamos a la Luna, pero el establecimiento estaba cerrado y nos dirigimos hacia la Puerta del Sol. Miguelito aprovechó para preguntarle a Galdós:

—Ha dicho antes que la elección del rey no pone fin a las tensiones. ¿Cómo puede impedirse su coronación una vez elegido?

Galdós se quedó mirando a mi paisano con una media sonrisa indulgente.

—Usted no escucha los rumores que apuntan a que Montpensier está dispuesto a revolver Roma con Santiago con tal de que Amadeo no desembarque en España.

—Eso no pasa de ser un simple comentario malicioso.

Galdós expulsó el humo de su cigarro y dudó antes de hablar.

—Es más que eso. Además, Montpensier no es el único interesado en que eso ocurra.

—¿No? —pregunté con intención.

—No. Hay quien trata de convencer al rey de Italia para que su hijo no venga a España con apoyos tan escuálidos, y está dispuesto a llegar muy lejos en su empeño.

—¿Qué quiere decir?

Galdós me miró.

—Se dice que las detenciones de unos sujetos acusados de preparar el asesinato de Prim sólo han revelado una parte de la trama. Parece que hay más gente dispuesta a actuar antes de que el nuevo rey desembarque en España.

Me sorprendió que hablara tan claro. Los periodistas éramos muy reservados con nuestra información, ya que todos los periódicos buscaban ofrecer primicias sobre cualquier asunto de interés.

—¿Por qué afirma que las detenciones sólo han revelado parte de la trama?

—Porque no han encontrado pruebas para inculparlos. Al parecer, el pájaro principal ha volado. ¿No está enterado de esa historia? —me preguntó extrañado.

—¿Le importaría contármela?

Se percató del exceso de sus comentarios y apareció el periodista. Se mostró cauto y contó mucho menos de lo que sabía. Al final dijo algo que me dejó perplejo.

—Detrás de todo esto está la mano de Serrano.

Era noche de sorpresas.

Le pedí una prueba, pero no soltó prenda. Eran las doce cuando nos despedimos en la Puerta del Sol. Mientras caminaba hacia la calle del Desengaño, no dejé de darle vueltas a lo que acababa de escuchar. Si Galdós afirmaba que el general Serrano estaba detrás de aquella siniestra operación, seguro que tenía razones para ello. Si el regente era la mano que movía los hilos de la trama, todo resultaba mucho más complicado y el peligro que acechaba a Prim, mucho mayor. Embebido en mis pensamientos, no me di cuenta de que al enfilar mi calle unas sombras se agitaron, como si hubieran aguardado mi llegada para ponerse en movimiento.