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Los días siguientes transcurrieron en medio del revuelo provocado por haber sacado a la luz la existencia de una secta de satanistas en Madrid que celebraban misas negras y practicaban asesinatos rituales. Todo ello se mezclaba con los preparativos de mi boda que suponían visitas al hotel Cuatro Naciones para contratar un desayuno, a don Gaspar para la ceremonia religiosa, enviar las invitaciones que, aunque eran pocas, llevaba su tiempo y otras fruslerías menores. Así llegó el día 16 sin que los asesinos hubieran logrado su propósito, pero la falta de noticias de Muñiz y lo relevante de la fecha me tenían inquieto.

Llegué a la Carrera de San Jerónimo y pude palpar la tensión: había soldados patrullando la zona y muchas tiendas tenían las persianas echadas, al temer sus propietarios posibles altercados. La afluencia de curiosos llenaba los alrededores del Congreso de los Diputados, componiendo un gentío parlanchín donde se daban cita gentes de todas las clases sociales. Podían verse numerosos carruajes, muchos más de los que habitualmente había cuando se celebraba sesión. Estaba claro que aquélla era la más importante de la legislatura. Iba a elegirse rey. Al nombre de don Amadeo de Saboya se sumaba otra media docena de candidatos. Prim estaba convencido de tener amarrados los votos necesarios para la proclamación, pero las jugarretas en la vida política española eran moneda tan corriente que nadie podía dar nada por seguro. Muñiz me había confesado que los ciento ochenta votos que Prim había garantizado al rey de Italia eran algunos más y que la cifra que el general barajaba, superaba en algo los doscientos. Quería presentar la votación como un éxito clamoroso.

Por otro lado, había circulado un rumor muy insistente que apuntaba a un golpe de Estado a favor de Montpensier; era del dominio público que entre los generales se veía con buenos ojos su proclamación como rey. También se había dicho que el duque había sobornado a una treintena de diputados con los que contaba Prim para la proclamación del candidato italiano y que la votación se convertiría en tal fiasco que el presidente del Gobierno se vería obligado a dimitir.

Serrano, por su parte, se frotaba las manos ante la posibilidad de una derrota de Prim. No abandonaba sus aspiraciones al trono y por Madrid circulaban chistes sobre la dinastía de los «Serranitos». Me disponía a entrar al Congreso cuando vi a Ignés, que me hacía señas. Me buscaba para comunicarme el arresto de varios de los hospedados en casa de Rabanal, aunque López había escapado con el dinero y los papeles.

—Hechas las votaciones, el peligro estará conjurado —afirmó eufórico.

—No estés tan seguro.

—¡Vamos, Fernandito, ya no tendría sentido acabar con la vida del general!

No insistí para no desilusionarlo. Las detenciones eran un golpe a la trama y, si el resultado de la votación era favorable a los deseos de Prim, las posibilidades de un atentado disminuían, pero con López suelto yo no era tan optimista. Podíamos entrar en otra fase: el deseo de venganza de algún candidato que se considerara damnificado.

En la puerta de la calle de Floridablanca se produjo un pequeño revuelo al llegar el carruaje de Prim. El cochero detuvo el vehículo junto al bordillo y antes de que el postillón bajara del pescante para abrir la portezuela, ya había descendido el coronel Moya y después lo hizo el general; por la otra puerta, apareció González Nandín. Al vernos, Prim se acercó a nosotros. Vestía de paisano, tenía el semblante pálido y los ojos hundidos, como si hubiera pasado mala noche.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —preguntó mirando a Ignés.

—Acompaño a Fernandito, mi general. Él viene a tomar nota de la votación.

Prim se quedó mirándome y comentó:

—Esperemos que no haya sorpresas. Sería una catástrofe.

Sus palabras parecían confirmar el rumor del soborno de varios diputados.

—¿Teme Su Excelencia alguna asonada militar? —me atreví a preguntarle.

—No. Eso está controlado. Pero no me fío de Montpensier, es tan intrigante como rico. Y tan ambicioso que puede esperarse cualquier cosa de él.

Observé que la gente nos miraba. Prim se despidió, pero apenas había dado unos pasos, se volvió y me dejó confundido.

—Besora, aún no me has invitado a tu boda. ¡No irás a hacerme un feo!

—Perdone Su Excelencia. Mañana tendrá la invitación sobre su mesa.

—¿Cuándo es?

—El ocho de diciembre, excelencia.

El gallinero de la prensa estaba a rebosar. Entre comentarios y cotilleos —muchos diputados charlaban formando corrillos— llegó la hora fijada para la sesión. Algunos minutos después el presidente de la cámara agitó la campanilla las tres veces señaladas en el reglamento, pero tuvo que emplearse a fondo para lograr un silencio aceptable. Declaró abierta la sesión e inmediatamente don Estanislao Figueras, republicano federal, pidió la palabra.

—¿A título de qué solicita su señoría la palabra? —le preguntó Ruiz Zorrilla, casi reprendiéndole.

—Se trata de una cuestión de orden, señor presidente.

—Expóngala su señoría con brevedad —concedió de mala gana.

—¿Cuál es la razón, señor presidente, por la que el Congreso de los Diputados está rodeado de tropas? ¿A qué viene ese despliegue? ¿Se pretende amedrentarnos? ¡Este diputado, señor presidente, se siente menoscabado en sus derechos y coartado en su libertad, en un momento de gran importancia política para nuestra nación! La trascendencia del acto que va a tener lugar en esta cámara…

—Señor Figueras —lo interrumpió el presidente—, su señoría no se ciñe a una cuestión de orden. Ha utilizado ese subterfugio para abrir un debate. Le retiro el uso de la palabra.

La decisión del presidente provocó una oleada de protestas y silbidos desde las bancadas republicanas. Miré a Prim. Permanecía inmóvil en su asiento del banco azul. Vi que don Emilio Castelar se ponía en pie.

—¿Pretende la presidencia silenciar la voz de un diputado interesado por la presencia de tropas a las puertas de este templo de las libertades?

—Su señoría no está en el uso de la palabra —replicó Ruiz Zorrilla—. Para su conocimiento, le diré que esta presidencia pretende que nadie desvirtúe el contenido del orden del día con debates estériles. Sus señorías están convocadas para votar las diferentes candidaturas al trono de España. Añadiré que la presencia de tropas, que tanto preocupa a alguna de sus señorías, no es más numerosa que en otras ocasiones.

Estalló un coro de pateos y silbidos. El presidente agitó la campanilla con tanta energía que se desprendió el badajo. El hemiciclo era lo más parecido a un gallinero alborotado. Uno de los ujieres trajo una campanilla de respeto al presidente, quien no dejó de agitarla hasta imponer un precario silencio. Castelar solicitó la palabra. Se disculpó por haber intervenido sin autorización y lanzó una pregunta envenenada:

—¿Ha insinuado la presidencia que la presencia de tropas en los alrededores de las Cortes es la usual?

—No lo insinúo, señoría, lo afirmo rotundamente.

Otro coro de silbidos y abucheos brotó desde las filas republicanas, a lo que respondieron los diputados del partido progresista, al que pertenecía Ruiz Zorrilla, con una cerrada ovación. La bronca fue monumental.

La votación, que fue nominal, comenzó con más de una hora de retraso. El secretario de la cámara fue desgranando los nombres de los diputados que acudían a depositar su voto en una urna instalada ante la presidencia. Unos lo hacían con presteza, otros desganados. Terminada la votación, se hizo el recuento. Las 311 boletas depositadas en la urna correspondían al número de diputados presentes. El escrutinio se hizo en medio de murmullos y comentarios hasta que el pliego con el resultado fue entregado al presidente. Ahora podía escucharse el vuelo de una mosca. Yo tenía el oído puesto en las palabras del presidente, pero mis ojos estaban clavados en Prim que permanecía imperturbable.

El presidente fue desgranando el resultado.

—Hay diecinueve papeletas en blanco.

Prim hizo una mueca apenas perceptible. Era una mala noticia. Los acérrimos de Montpensier habían votado por el duque y los republicanos defendían su opción. Aquellas papeletas en blanco restaban apoyos a su candidato y su deseo era que la elección de don Amadeo se produjera con holgura.

—La duquesa de Montpensier —Ruiz Zorrilla se refirió a la infanta Luisa Fernanda utilizando el título de su esposo— ha obtenido un voto.

Escuché que a mi espalda alguien decía:

—¿Quién será el imbécil que ha votado por la hermana de la Isabelona?

—Don Alfonso de Borbón ha obtenido dos votos.

En la cámara se escuchó un suave murmullo. Ésa no era una mala noticia para Prim. Las semanas anteriores también habían circulado rumores acerca de que algunos veían en el hijo de Isabel II la salida al callejón en que estaba metida la política española. Que obtuviera dos sufragios significaba apuntalar los deseos de Prim.

—El duque de la Victoria —Ruiz Zorrilla alzó la mirada del pliego y añadió—: don Baldomero Espartero: ocho votos.

Prim no pudo evitar un gesto de contrariedad. Había pedido a Espartero —el santón de los progresistas españoles— que hiciera público su rechazo a ser proclamado rey y don Baldomero publicó una carta en la prensa, pero estaba claro que contaba con partidarios irreductibles. Lo peor era que se trataba de diputados progresistas, miembros del partido de Prim. Aquellos ocho votos eran una puñalada trapera para el general.

—El excelentísimo señor don Antonio de Orleans… —El presidente dejó que transcurriesen unos instantes, consciente de la importancia del momento—… ha obtenido veintisiete votos.

El morbo que despertaba todo lo relacionado con Montpensier, dada su proyección pública en la prensa que subvencionaba, levantó un coro de comentarios. El duque francés había perdido una parte sustancial de sus apoyos y eso significaba que no pocos habían ido a parar a Amadeo de Saboya. Para Prim era una magnífica noticia. A mi espalda escuché comentarios de decepción entre algunos de mis colegas. Aquella votación ya tenía perdedor: Antonio de Orleans. Era quien mayor empeño había puesto en ser coronado, pero la oposición de Prim había resultado funesta para sus pretensiones. En el hemiciclo se escucharon algunas voces estentóreas con comentarios que provocaban las iras o la hilaridad. Restablecido el silencio, el presidente continuó:

—La opción de proclamar la república ha obtenido sesenta y tres votos.

Los republicanos acogieron el resultado con una cerrada ovación que levantó abucheos desde los escaños monárquicos. En pocos segundos el ambiente se había caldeado. Otra vez los gritos llenaron el hemiciclo. Hubiera dado un buen puñado de duros por saber qué pasaba por la cabeza de Prim en aquellos momentos. Posiblemente hacía cuentas, porque los únicos votos pendientes de anuncio eran los del duque de Aosta. La presidencia agitaba la campanilla sin éxito. Ruiz Zorrilla puso tanto empeño que acabó rompiéndola. Un ujier le trajo una tercera y le susurró algo al oído. Luego supe que no había más repuestos. Después de más de veinte minutos de un penoso espectáculo de gritos, denuestos, insultos, silbidos y pateos, la presidencia consiguió un momentáneo silencio y anunció los votos de Amadeo de Saboya. Yo tenía ajustada la cuenta en mi cuaderno. Eran 191. Casi veinte más del mínimo establecido, pero el resultado no satisfacía los deseos de Prim que habría deseado mayor apoyo para su candidato. Abandonó su escaño, en medio de la ovación de sus incondicionales y de los silbidos de sus enemigos políticos. El ambiente indicaba que la batalla política no había terminado. El comentario de un redactor de La Correspondencia de España —el diario oficial de los montpensieristas— resumió la situación: «Si el italiano se decide a venir, lo tiene crudo». Tuve claro que, tras la votación, no se daban por vencidos.

Ya en la calle, me acerqué a un grupo de individuos con aire tabernario que escuchaban a alguien que no podía ver. Descubrí en el centro la inconfundible figura —pelo rojo, grandes patillas y gafas de cristales azulados— de Paúl y Angulo: mascullaba improperios contra Prim. Me quedé paralizado al ver a su lado a José López, más pendiente de lo que ocurría a su alrededor que de las palabras del diputado republicano. Me escabullí rápidamente, para evitar que me viera y me identificase.