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El domingo 11 me levanté tarde. La víspera había asistido a la tertulia de las Columnas, más que nada por comprobar si se comentaba algo sobre un posible atentado contra Prim. Allí encontré a Miguelito Rocafull y aproveché para invitarlo a mi boda, cuya fecha se acercaba, aunque con más lentitud de lo que deseaba. Ansiaba convertir a Paloma en mi esposa y llegar con ella a la plenitud del amor. La tertulia estuvo muy concurrida y animada. Asistió Pérez Galdós, que acababa de publicar La Fontana de Oro. Galdós, que rondaba mi edad, poseía un talento poco común y tenía un habla de acento suave y delicioso, llena de eses. Charlamos un rato y me congratulé de que se mostrase ferviente defensor de Prim, a quien consideraba muy por encima de las veleidades y turbulencias políticas del momento. Le pregunté cómo había conseguido la publicación de La Fontana de Oro. Para un autor novel, como era su caso, suponía una proeza. Casi la única vía para los principiantes era lograr que un periódico se interesase por el texto y lo publicara por entregas. Me dijo que una tía suya había financiado la edición y me explicó que el título —tenía el nombre de uno de los primeros cafés que se abrieron en Madrid, situado en la Carrera de San Jerónimo— se refería a una importante tertulia de las muchas que celebraban los liberales durante el Trienio Constitucional, época en que transcurría la acción.

Apenas puse los pies en la calle recibí una bofetada de frío helador procedente del Guadarrama y me percaté de que alguien se me acercaba sigilosamente por la espalda. Sentí miedo, pensando que se trataba de quienes me apalearon en primavera. Sin embargo, al volverme, comprobé que sólo era una persona y me llamaba por mi nombre. Lo identifiqué, a pesar de la bufanda con que se embozaba en un intento inútil de combatir el frío. Al darse cuenta de mi sobresalto, me pidió excusas:

—Lamento mucho haberlo molestado, don Fernando.

—Me alegro de verlo, Pedro.

—Y yo a usted. Esperaba a que saliera de su casa para darle las gracias.

Por un momento no supe a qué se refería, pero al ver que llevaba un ejemplar de La Iberia comprendí por qué me aguardaba. Llevaría esperando mucho rato porque estaba encogido de frío.

—¿Le apetece un chocolate caliente?

—Desde luego.

Nos fuimos hacia la Puerta del Sol formando una desigual pareja. Yo embozado en mi capa, calada la chistera y las manos enfundadas en unos guantes de piel, Pedro Gómez envuelto el rostro en su bufanda, con las manos metidas en los bolsillos, el periódico bajo el brazo y los hombros encogidos. Entramos en el Gran Hotel de París, donde me recibieron como a un viejo conocido y, aunque sus miradas delataban lo que pensaban del sereno, no hicieron el menor comentario. Pedí dos tazones de chocolate con sus correspondientes churros.

—Quiero darle las gracias. Ha sido usted valiente. —Miró el periódico que había dejado sobre la mesa—. La verdad es que ya empezaba a dudar que fuera a hacerlo.

Dejé escapar un suspiro y le expliqué, sin detalles, que no había sido fácil.

—Supongo que entre los implicados habrá gente influyente —comentó.

—Algún indicio apunta en esa dirección.

El camarero dejó los chocolates y un plato que era casi una fuente rebosante de crujientes churros recién fritos. Pedro Gómez no necesitó que lo invitase para que tomase el tazón entre sus manos y le diera el primer sorbo. Me produjo cierto pesar saber que había esperado con aquel frío sólo para darme las gracias. Soltó la taza, chasqueó la lengua y cogió un churro.

—¿Cree que la policía hará algo ahora? —La tristeza velaba su mirada.

—Supongo que sí… —No terminé lo que iba a decir porque un individuo se acercó a nuestra mesa. Llevaba en una mano el sombrero y en otra un ejemplar de La Iberia. Era el comisario Juárez.

—Disculpe, señor Besora. ¿Podría atenderme unos minutos?

Me pregunté cómo sabía que estaba allí. Yo no era un habitual del hotel, apenas había vuelto a pisarlo después de alojarme en él. Decidí no quedarme con la duda.

—¿Cómo me ha encontrado?

—En realidad, iba a buscarle a su domicilio, pero lo he visto entrar y he decidido abordarlo. —Miró a Pedro con desdén, no me gustó.

—Pues ha interrumpido mi conversación con este señor.

—El asunto es grave —respondió altanero.

—Ya me marcho —murmuró el sereno con resignación.

Como no estaba dispuesto a que después del frío soportado se quedara sin desayunar, miré al policía y no me corté para decirle:

—¿Sería tan amable de aguardar a que termine con este caballero?

Juárez se retiró sin disimular su enojo y en los ojos de Pedro Gómez brilló un destello de gratitud que iba mucho más allá de poder degustar el chocolate y los churros. Pedro y yo apenas hablamos. Cada segundo que pasaba el sereno estaba más nervioso, pero demoré algunos minutos su marcha. Antes de irse deshaciéndose en palabras de agradecimiento, le dije que lo mantendría al tanto de lo que ocurriera. Lo acompañé hasta la puerta, antes de acercarme a la mesa donde estaba el comisario. Me sentía molesto con su actitud displicente hacia el sereno, pero me interesaba hablar con él.

—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

—Señor Besora, en su artículo —desdobló su ejemplar— vierte graves acusaciones.

Disimulé mi sorpresa. ¡Juárez no estaba allí para hablar sobre la investigación de mi paliza! Me molestó su tono, pero me produjo cierto morbo comprobar que mi deseo de reabrir el interés por lo sucedido en la calle Carretas hubiera surtido efecto tan rápidamente.

—Puedo responder de cada una de las afirmaciones que aparecen en ese texto.

Juárez se quedó mirándome como si mis palabras lo hubieran ofendido.

—Me alegro por usted. Algunas podrían ser constitutivas de delito —sentenció con arrogancia.

Aquello era mucho más de lo que estaba dispuesto a soportar de un individuo cuya incompetencia me era sobradamente conocida.

—¿Es delito expresar opiniones?

—Puede serlo verter veladas acusaciones.

—No he dado nombres en mi artículo.

—A pesar de ello, hace insinuaciones muy graves sobre el señor conde de Casalabrada.

—Sólo digo que goza del usufructo de ese inmueble.

—Quien inculpa sin pruebas se convierte en delincuente —insistió Juárez—. ¡No se puede acusar sin fundamento y perjudicar la reputación de personas decentes!

—Le repito que no acuso a nadie, pero no sabe cuánto me alegra oírselo decir. ¿Significa eso que tampoco puede agredirse impunemente a ciudadanos honorables?

—¿Lo dice por alguien en concreto?

—¡Por supuesto!

Juárez torció el gesto. Pensó que aludía a su fracaso con mi paliza, pero no iba por ahí mi intención. Por eso, se sorprendió mucho cuando le pregunté:

—¿Ha advertido al señor Paúl y Angulo de lo mismo que a mí? ¡Ha amenazado y acusado sin fundamento al general Prim tantas veces como ejemplares han visto la luz de ese panfleto titulado El Combate!

Juárez carraspeó, visiblemente nervioso.

—¡No he venido a hablar de política, señor Besora!

—No estoy hablando de política sino de calumnias y amenazas contra el primer ciudadano de la nación.

Si lo que Juárez pretendía era amedrentarme, había fracasado. Toda la arrogancia con que se presentó había desaparecido. Con otro tono me preguntó:

—¿Cómo ha llegado a conocimiento de lo que afirma en el artículo?

Antes de responderle encendí mi cachimba con mucha parsimonia. Lo hice por mantener el desafío. No me gustaban ni sus ínfulas, ni su actitud.

—Lamento no poder satisfacer su curiosidad.

Le molestó mi respuesta, pero sabía que en ese terreno nada tenía que hacer. Recogió su periódico y su sombrero, se levantó y se dio media vuelta sin despedirse. Entonces aproveché para preguntarle:

—¿Logró averiguar algo de los individuos que me apalearon?

Se giró, me dedicó una mirada aviesa y desapareció por la puerta del hotel.