A pesar de la hora, nos encaminamos al palacio de Buenavista con la esperanza de ser recibidos por Prim o al menos por Muñiz. Bastaba que la policía detuviera a José López y sus compinches y se hiciera con los papeles y el dinero.
Nuestro intento fue inútil. El general, amarrados los votos para sacar adelante la candidatura del duque de Aosta, se había marchado un par de días a una finca que poseía en los Montes de Toledo. Deseaba preparar su discurso del día 16 lejos de la presión que había en Madrid y dedicar algunas horas a una de sus pasiones: la caza del jabalí. Muñiz no estaba en palacio.
Subíamos por Alcalá hacia la Puerta del Sol cuando fuimos testigos de un incidente: en la puerta de un salón de baile —habían proliferado mucho en los últimos años, al popularizarse los bailes como diversión—, un caballero de porte distinguido discutía con los conserjes del establecimiento. La disputa había concentrado algunos transeúntes.
—¿Has visto quién discute con los porteros? Es Paúl y Angulo. Su aspecto es inconfundible.
Nos acercamos al corrillo y, efectivamente, se trataba del diputado republicano.
—Lo siento muchísimo, don José —se excusaba uno de los conserjes.
—¿Insistes en prohibirme la entrada?
El director de El Combate llevaba alguna copa de más. Había oído decir que era dado a la bebida y que frecuentaba, acompañado por una cuadrilla de bebedores, las tabernas más castizas de Madrid. En alguna ocasión, más bebido de la cuenta, había dado rienda suelta a su encono contra Prim y, más de una vez, partidarios del general, muy querido en los ambientes populares, se le habían enfrentado y resuelto el lance a palos. Aquellas trifulcas le habían granjeado fama de deslenguado y violento.
—A usted no, don José. Pero… —el portero vacilaba— pero no puede pasar acompañado por esas señoritas.
Reparé en dos jóvenes muy emperifolladas. El atuendo delataba su oficio.
—¿Qué pasa con estas señoritas? —preguntó Paúl y Angulo con desagrado.
—¡Don José, son de dudosa reputación!
A Paúl y Angulo le costaba trabajo mantener la verticalidad. Miró hacia la cancela de forja que daba acceso al salón de baile y, soltando una carcajada, exclamó:
—¡De dudosa reputación son todas esas! —Mirando a las dos jóvenes sentenció—: ¡Éstas son putas, putas, putas!
Hubo una explosión de carcajadas y hasta algún aplauso ante la ocurrencia del diputado jerezano. Los comentarios que circulaban hacían justicia al personaje. Era lenguaraz y en las páginas de El Combate dejaba muestras de su temperamento violento. Ignés y yo intercambiamos una mirada y nos alejamos sin saber cómo acabó la porfía.
Quedamos en vernos al día siguiente en Casa Damián, frente a la redacción de La Iberia. Yo estaba citado una hora antes con don Felipe para entregarle el texto definitivo que íbamos a publicar sobre los satanistas de la calle Carretas. Estuve tentado de ir a casa de Paloma, pero era demasiado tarde y Micaela seguía insistiendo en los maliciosos comentarios que circulaban entre el vecindario. Me traían sin cuidado, pero se trataba del buen nombre de Paloma.
En casa me encontré con una carta de Reus. Mi madre se excusaba: sus dolencias le impedían viajar a Madrid. No me extrañó, lo que me dolió fue su frialdad. Hablaba de ella y de sus males, sólo mencionaba mi boda para decir que no asistiría. Ni una pregunta sobre Paloma, nuestra relación o nuestros planes. Su picuda letra me pareció más dura que nunca, como si con sus trazos enérgicos, casi varoniles, me recriminara la decisión de casarme. En la carta venía otro pliego, era de tía Ernestina. Sus cálidas líneas pusieron bálsamo a mi tristeza. Llegaría el 4 de diciembre a las seis de la tarde. Tenía mucha ilusión por conocer a Paloma, viajar en tren y pasar unos días en Madrid. Me decía que contaba los días que faltaban, que estaba ansiosa por vernos y que la tata andaba desconsolada: si mi madre no venía, ella tampoco. Quien no daba señales de vida era mi hermano. Me acosté con un sabor agridulce. Ante la ausencia de mi madre, pediría a tía Ernestina que fuera mi madrina.
Don Felipe leyó en silencio las cuartillas. Había utilizado algún detalle relacionado con la historia de Blanca Mondéjar, pero sin mencionarla; tampoco aludía a Crisanto. Era una deferencia con su padre, aunque él no la mereciera. La primera plana de La Iberia del día siguiente estaría dedicada a la misa negra celebrada el 7 de marzo en aquel palacete. Después, le expliqué las pesquisas que realizábamos sobre la trama orquestada para asesinar a Prim. Me escuchó muy serio, sin preguntar, rumiando la información. Antes de abandonar la Pecera me ordenó:
—Dedíquese en cuerpo y alma a investigar sobre esa trama.
Salí de la redacción embargado por sensaciones contradictorias. Contento porque al fin La Iberia denunciaba públicamente a aquellos asesinos y preocupado por las graves amenazas que pesaban sobre Prim. Lo apreciaba por el simple hecho de ser su paisano, pero después de conocerlo personalmente, mi aprecio se había transformado en admiración. Se necesitaba una fortaleza de espíritu poco común para enfrentarse a la montaña de dificultades acumuladas a lo largo de los dos últimos años, algo que me parecía más importante que haber protagonizado la Gloriosa. También lo admiraba por mantenerse firme en la defensa de sus convicciones frente a enemigos muy poderosos. Sentía sobre mis espaldas la amenaza que se cernía sobre aquel hombre, tan sencillo en sus relaciones personales, que incluso me había pedido que lo invitara a mi boda.
Dejé la redacción y salí a la calle donde hacía un frío de perros y soplaba un molesto ventarrón que me levantó la esclavina de la capa, pegándomela al cogote. Faltaban diez minutos para la una. Si Ignés no se adelantaba, tendría que esperar un poco. Fue entonces cuando Manolito me alcanzó.
—Don Fernando, ¿tiene usted mucha prisa?
Lo miré y, olvidando su descaro habitual, agachó la cabeza. ¿Qué mosca le habría picado para que, después de tanto escurrir el bulto, estuviera delante de mí?
—¿Qué quieres?
—Necesito hablar con usted, pero no en la redacción. No quiero que nos vean juntos.
Aquello era muy raro. Estaba muy nervioso, asustado; casi a punto de llorar.
—Te invito a algo caliente en Casa Damián. ¡Hace un frío que pela!
—No necesita invitarme, don Fernando. Sólo quiero hablar con usted.
—Mejor a resguardo, Manolito.
Entramos en la taberna. Ignés no había llegado, y pedí para mí una copa de aguardiente y una palomita para el botones.
—Bueno, ¿qué tienes que contarme? ¡Estás más escurridizo que una anguila! ¿Has estado dándome esquinazo?
—Verá, don Fernando. —Dio un sorbo a su copa, le costaba desembuchar lo que tenía dentro—. ¿Se acuerda cuando le di la dirección de don Felipe?
—Claro.
—Lo hice porque me lo encargaron.
—¿Que te lo encargaron? ¿Qué quieres decir con eso?
—Lo hice porque me lo dijo Carmona Roland. Me extrañó mucho. Todos sabemos la tirria que le tiene.
—¿Puedes explicarte un poco mejor?
Acabó el contenido de su copa y pedí que se la llenaran de nuevo: si tenía edad para trabajar, por qué no para tomarse dos palomitas. Al muchacho le hacía falta.
—Cuando me enteré de que quienes le atacaron, lo hicieron cuando iba a casa de don Felipe, no he parado de darle vueltas a lo ocurrido. —Se zampó casi todo el contenido de la segunda copa, antes de continuar—: ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—¿Sabía alguien más que iba a visitar a don Felipe?
Antes de responder me quedé en suspenso. No se me había ocurrido pensar en ello y allí había una posibilidad de indagar sobre lo sucedido.
—Nadie más.
—Quienes le atacaron lo esperaban en la esquina de la calle Huertas, ¿no?
—Así fue, pero…
Manolito apuró su palomita.
—¡Aguardaban a que usted pasara por allí y alguien tuvo que decírselo!
Miré al botones, que agachó la cabeza.
Vacié mi copa y pedí que me la llenaran. Manolito estaba pasando un mal trago, pero también liberándose de remordimientos. Ya sabía por qué había estado evitándome. Para tratar de tranquilizarlo le dije:
—Lo que tú no sabes es que, antes de que me atacaran, unos individuos me seguían los pasos. Pudieron establecer algún plan para hacerlo allí.
El botones era demasiado listo para dejarse engañar.
—No cuela, don Fernando. Los únicos que pudimos avisarles éramos Carmona Roland o yo. Y le juro por ésta —juntó el pulgar y el índice y besó la cruz— que yo no fui.
En aquel momento apareció Ignés y Manolito se puso de pie.
—Me estarán echando de menos en la redacción. —Se fue tan rápido que, antes de darme cuenta, había desaparecido por la puerta.
—¿Quién es ese rapaz?
—Manolito, el botones de La Iberia.
—Ni que hubiera visto al diablo.
—Siéntate y toma algo.
—No. Muñiz nos recibirá, pero tenemos que darnos prisa.
Mientras caminábamos hacia Buenavista, conté a Ignés lo que Manolito acababa de confesarme.
—¿No te extraña que haya tardado tanto en contártelo?
—Tengo que echar otra parrafada con él, en cuanto tenga ocasión.
—¿Estaría dispuesto a contar a la policía lo que te ha dicho?
—No lo sé, tu llegada lo ha espantado.
—¡Vaya por Dios!
Un soldado de la guardia nos acompañó hasta el despacho de Muñiz, quien se mostró afable y escuchó atentamente la explicación sobre lo encontrado en casa de Rabanal. Para evitar malos entendidos, antes de concluir, señalé:
—Con esas pruebas, no hay duda de que se prepara un atentado contra Su Excelencia. Como la votación en las Cortes es dentro de pocos días, me temo que esos forajidos pueden actuar en cualquier momento.
Ignés, poco dado a la palabrería cortesana, afirmó con contundencia:
—Hay que registrar la habitación y detener a esa caterva. Luego, buscar a quienes están detrás, aunque yo no tengo dudas sobre quién maneja los hilos.
—¿Paúl y Angulo o Montpensier? —preguntó Muñiz.
—Montpensier —respondí de inmediato.
—¿Por qué está tan seguro?
—Porque El Combate se financia con su dinero.
Muñiz se quedó mirándome. Me dio la impresión de que no sabía que detrás de El Combate estaba el duque. Entrecerró los ojos y murmuró:
—Está claro que la política hace extraños compañeros de cama. El odio de ambos hacia Prim es tan fuerte que se ha antepuesto a sus diferencias ideológicas. No es la primera vez que ocurre en los últimos tiempos. Pondré a Su Excelencia al corriente.
Ignés alzó las cejas y arrugó la frente.
—Si todo lo que va a hacer es informar al general, hemos perdido el tiempo. Usted sabe lo que piensa de estas cosas. Se cree inmune. Su exceso de confianza va a perderlo.
—No sé qué otra cosa puedo hacer. —Muñiz parecía nervioso.
—Ponerlo en conocimiento del gobernador civil. Con los datos que le hemos proporcionado sobran motivos para intervenir.
Muñiz asintió, como si las palabras de Ignés le hubieran permitido ver la luz.
—Déjenlo en mis manos.