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Al día siguiente nos entrevistamos con González Nandín en un despacho del palacio de la Carrera de San Jerónimo. Prim había convocado una reunión con los diputados progresistas y parte de los unionistas. Era fundamental amarrar los votos para el duque de Aosta. Había visto al coronel la primera vez que visité el palacio de Buenavista. Rondaría los cuarenta años, tenía una poblada barba y mostachos, pelo negro, la frente despejada y siempre tenía el ceño fruncido. Nos saludamos con un apretón de manos.

—Usted es el periodista amigo de Su Excelencia, ¿no?

Sentí orgullo de que su ayudante me considerara amigo de Prim.

—Mi nombre es Fernando Besora.

Ignés ya le había anticipado que yo tenía información de una sociedad que se había constituido en Bayona.

—Su Excelencia se confía demasiado. Todos compartimos la preocupación del coronel Prats.

—¿Sabe usted dónde podríamos localizarlo?

—Sí, pero antes, cuénteme usted qué sabe de esa sociedad.

Después de una detallada explicación, nos dio la dirección y veinte minutos después estábamos reunidos con el coronel Prats. El inicio de la conversación fue tenso, estaba molesto porque Ignés hubiera contado lo que escuchó. Pero cuando le explicamos lo que yo sabía sobre una sociedad constituida en Bayona, la situación cambió. Fue definitivo que yo pronunciara un nombre.

—Creo que el cabecilla se llama José López.

—¿Cómo lo sabe? Cuando informé a Prim, no pronuncié ese nombre.

—Lo pronunció el hostelero de Bayona, aunque ignoraba que planeaban asesinar a Prim.

—Está bien. Escúchenme con atención. Ayer vino a verme un sujeto llamado Tomás García. No se trata de un confidente, ni desea dinero a cambio de su información, ni es partidario del general, ni tampoco está preocupado por su vida.

—Entonces, ¿a santo de qué acudió a usted? —preguntó Ignés.

—Está resentido y tiene miedo. Me confesó que se sentía engañado, al parecer le prometieron un dinero que luego no le han pagado en los plazos señalados.

—¿Me está diciendo que ese Tomás García forma parte de la trama que intenta asesinar a Prim? —pregunté cada vez más sorprendido con aquella historia.

—Exacto. Habla porque está asustado. No le advirtieron que la persona a la que habían de matar era Prim. Afirma que ese López es el responsable y que los implicados se alojan en una casa próxima a la plazuela del Gordo. Dice que son media docena y que les habían prometido cincuenta mil duros por el asesinato y…

—¿Cuánto? —preguntó sorprendido Ignés.

—Doscientas cincuenta mil pesetas.

—¿Quién va a poner esa suma? —pregunté incrédulo.

—Dice que no lo sabe, que esos asuntos los lleva el tal López.

Recordé lo que el hospedero de Bayona me contó sobre el objetivo de la sociedad. Para el duque de Montpensier cincuenta mil duros eran calderilla y no sería la primera vez que financiaba una operación escandalosa. Prim era además el mayor y probablemente el único obstáculo que se oponía a que ciñera la corona de España. Lo único que allí no encajaba era Paúl y Angulo. ¿Qué hacía un republicano radical en una confabulación monárquica? Nos despedimos del coronel con la promesa de estar en contacto. Ignés y yo decidimos seguirle la pista a Paúl y Angulo para comprobar si realmente era el diputado republicano quien se relacionaba con López, de paso podríamos ponerle cara al máximo responsable de La Internacional. Para ello vigilaríamos la redacción de El Combate; también localizaríamos la casa donde se alojaban los individuos que se disponían a perpetrar el atentado.

Pasamos más de dos horas en un café, frente a la redacción de El Combate. Aproveché para contar a Ignés que el director de La Iberia nada tenía que ver con los satanistas y que Crisanto Mondéjar era hijo de la dueña del palacete de la calle Carretas.

—¿Y el pentáculo que viste sobre su mesa?

—Tenía seis puntas.

—¿Seis puntas? ¿Qué quieres decir?

—Que no es el símbolo de Satanás, sino la estrella de David. Hoy identifica a los judíos, pero antes fue un símbolo cultural sin distingos religiosos.

—¡Pero tú lo viste salir de la casa! —insistió Ignés.

—Es otro devoto de las tetas de Afrodisia.

—Sin embargo, está en contra de que salga a la luz lo ocurrido en la calle Carretas. Habría alguna razón para no querer que esa historia se contara.

El viejo contrabandista me había cercado con sus preguntas hasta ponerme en un dilema. Yo había sembrado las dudas sobre la inocencia de don Felipe y sólo yo podía despejarlas. No había empeñado mi palabra de guardar secreto, pero me parecía poco honorable revelar lo que me había confesado. Al final me decidí a hacerlo porque Ignés era hombre de palabra y despejar sus dudas beneficiaba la imagen de mi director.

—Una muy poderosa. ¿Me prometes guardar silencio sobre ella?

—No —respondió con energía.

—¿Cómo dices?

—No necesito hacer promesas. Basta que me digas que no hable de ello.

Lamenté mi error. Su palabra valía más que mil promesas.

—Disculpa, pero…

—Estás disculpado. —No me dejó terminar.

—Don Felipe no deseaba airear ese asunto porque el palacete donde ocurrieron los hechos perteneció a una señora llamada Blanca Mondéjar, una dama de Almagro con la que mantuvo una relación sentimental. En realidad, fue la mujer de su vida y, aunque nunca se casaron, tuvieron un hijo.

—¡Crisanto!

—Así es. Blanca Mondéjar es su madre, por eso lleva su apellido. Su familia la obligó a casarse con el conde de Casalabrada. Fue un matrimonio desgraciado. A la muerte de Blanca Mondéjar la propiedad de esa casa pasó a su hijo, pero el usufructo vitalicio pertenecía al padrastro. El conde y Crisanto, cuya relación no era buena, se avinieron para alquilar el inmueble y lo hicieron a esa secta.

—¿Don Felipe no mantiene relaciones con su hijo?

—No. Crisanto, que se sabe un bastardo, odia a su padre; además, están en las antípodas ideológicas. Crisanto es un carlista de la línea de los apostólicos.

—¡Válgame el cielo!

—Don Felipe sabía que allí se reunía un grupo de ocultistas, pero no que habían llegado tan lejos. Cuando vio el último texto, donde yo revelaba la celebración de la misa negra y el asesinato ritual de ese niño, cambió de opinión.

En aquel momento la inconfundible figura de Paúl y Angulo apareció al final de la calle; lo acompañaban tres individuos, uno de ellos vestía de pana marrón. Ése era, según la descripción de Micaela, José López. Entraron en la redacción y, para nuestra suerte, López salió a los pocos minutos. Lo seguimos discretamente hasta una calleja que daba a la plazuela del Gordo. Entró en una casa destartalada de tres plantas. Era el lugar al que se había referido el coronel Prats. Nos marchamos y quedamos en vernos en los Ángeles al día siguiente a las ocho. Yo tenía algo muy importante que hacer.

Ignés se quedó mirándome sin dar crédito a lo que acababa de decirle.

—¡Cómo va a financiar el duque de Montpensier El Combate, si ese Paúl y Angulo es republicano!

—Pero es enemigo de Prim.

—¿Cómo te has enterado de que Montpensier pone los dineros?

—En el mundo del periodismo se saben esas cosas.

Interrumpió la conversación la llegada del camarero con los tazones de humeante chocolate y el plato rebosante de buñuelos que habíamos pedido. Ignés cogió una de aquellas delicias de masa frita y se quemó la boca; después de soltar una maldición, comentó:

—Si no tenemos pruebas irrefutables, el general no le prestará la menor atención.

Con mucho cuidado di un sorbo a mi chocolate. Ignés tenía razón, Prim había desafiado demasiadas veces a la muerte como para preocuparse por unos indicios de amenaza cuando tenía por delante culminar la tarea emprendida dos años atrás. Precisamente, el hecho de estar a punto de coronar su obra era lo que acentuaba el peligro. Con la votación prevista para el día 16, Montpensier sabía que sólo una conmoción podía evitarlo. Quizá si lográbamos demostrar que el duque estaba detrás de aquella partida de malhechores, había alguna posibilidad de que nos prestara atención. Necesitábamos pruebas palpables y la clave de todo parecía estar en el tal José López.

—Tenemos que conseguir los documentos que desvelen la existencia de la trama.

—Eso no va a ser posible.

—Ya veremos.

Tenía claro q ue íbamos a meternos en un terreno donde una persona perdía la vida en un suspiro. Hasta entonces habíamos tenido la suerte de cara, pero el verdadero peligro comenzaba ahora con la puesta en marcha del plan que habíamos trazado y que se había llevado dos días.

Eran las cinco de la tarde y empezaba a anochecer; aguardábamos en un soportal de la plazuela del Gordo la señal acordada con el dueño del inmueble donde paraban los asesinos. Se llamaba Celestino Rabanal y era guardia civil. El coronel Prats habló con su superior y el guardia se mostró dispuesto a colaborar, aunque no se le dijo hasta qué altura picaba el asunto.

Por fin apareció en la puerta y se rascó la cabeza. Cruzamos la calle y entramos en la casa, a un portal deslustrado del que arrancaba una escalera empinada. Olía a fritanga.

—No sé cuánto tardarán en volver. Mi hijo estará al tanto y avisará si aparecen. No suelen regresar hasta tarde.

—¿Cuántos son en total?

—Siete.

—¿En qué habitación duerme José López?

—Tiene una para él solo. Está al otro lado del patio.

—Ahí es donde queremos echar un vistazo.

El guardia civil nos condujo a un patio empedrado donde se alzaba un limonero medio seco. La puerta del fondo daba al aposento de López. Introdujo una llave en la cerradura, que se abrió con un chasquido. Entró y abrió un postigo que daba a un corral trasero por donde entraba la débil luz del crepúsculo.

—Creo que necesitan más luz. Ahora mismo traigo un candil.

Había una cama grande, metálica, con adornos dorados; era la pieza principal del mobiliario. Pegada a una pared, una cómoda y en la otra, un ropero, alto y estrecho. Abrí los cajones de la cómoda sin esperar a que el guardia civil volviera con el candil. En los dos primeros había ropa: varias camisas, calzones, tres fajas, calcetines… En el tercero unas polainas nuevas y lustradas, dentro de una encontré una faca. En ese momento llegó Rabanal y colgó el candil en un gancho que había en la pared.

—Aguardo fuera, por si tengo que avisarles. Como les he dicho, no suelen regresar pronto, pero nunca se sabe. —Antes de irse añadió—: En el último cajón, si no se lo ha llevado, hay un trabuquillo y una docena de tacos. También tiene una pistola, pero siempre se la lleva.

—¿La casa tiene puerta falsa? —preguntó Ignés antes de que se marchase.

—En el corral hay un postiguillo.

Una vez solos, Ignés me dijo:

—Por si las moscas… hay que tener una vía de escape. —Y con una seguridad que me sorprendió, afirmó—: Si los papeles están aquí, los guarda detrás de la cómoda.

—¿Cómo lo sabes?

Miró el suelo de yeso tintado. Delante de la cómoda podían verse unas raspaduras recientes, alguien la había separado de la pared. Era un mueble pesado y nos costó desplazarlo unos palmos. No encontramos nada. Ignés miraba la pared, mientras yo trasteaba en los dos cajones que quedaban: uno estaba vacío y en el otro estaba el trabuquillo al que se había referido el guardia civil. Me centré en el ropero donde había dos pares de pantalones y una chaqueta de pana, una boina y una gorra. Palpé las tablas del fondo, por si había algún compartimento oculto, pero no encontré nada. Ignés permanecía inmóvil junto a la cama, sin dejar de mirar a la pared.

—¿Estarán debajo del colchón?

Negó con un gesto, pero yo busqué por si acaso. Al incorporarme, uno de los adornos dorados del cabecero giró en mi mano. Comprobé que el armazón eran tubos huecos, pero no podía ver si había algo en su interior. Trasteé con uno de mis lápices y logré sacar un rollo de papel. ¡Eran billetes de quinientas pesetas! Hurgué en el otro tubo y saqué más billetes. ¡Allí había una fortuna en papel moneda! Ignés seguía mirando a la pared donde estaba arrimada la cómoda.

—¿Has visto esto?

Ignés, utilizando una silla, se había encaramado a la cómoda y descolgaba una estampa con una Virgen enmarcada. Se volvió con aire triunfal y me mostró una ajada bolsa de terciopelo morado, sujeta a la parte posterior del marco.

—¡Apuesto todo ese dinero a que los papeles están aquí!

Pese a las apariencias, había estado pendiente de todos mis movimientos. Desatamos los atadijos y encontramos varias cartas y un cuadernillo. Rabanal no daba señales de que hubiera moros en la costa. A la pobre luz del candil leí aquellos papeles: el cuaderno eran los estatutos de La Internacional. La formaban cinco socios y su presidente era López, pero no aparecía Crisanto Mondéjar; se había constituido con una aportación de cien pesetas de cada miembro y tenía como finalidad «colaborar, con todos los medios a su alcance, a que don Antonio de Orleans, duque de Montpensier, esposo de la infanta Luisa Fernanda de Borbón, ciñese la corona de España por ser el candidato más apropiado a las necesidades presentes». Era una extraña sociedad.

Un párrafo se grabó en mi memoria: estaban dispuestos a alcanzar su objetivo con «todos los medios a su alcance». ¿Incluía eso el asesinato? Como pude, copié en mi cuaderno los nombres de los socios y dedicamos nuestra atención a las cartas. Al leer la primera un temblor se apoderó de mis manos. Era la copia de una carta que un tal Jáuregui dirigía a Topete —el almirante de la flota sublevada en Cádiz cuando se inició la Gloriosa y uno de los principales partidarios de Montpensier— con el ruego de que se la hiciera llegar al duque. La respuesta la esperaba una tal «Madame Luz». El susodicho Jáuregui pedía ser recibido por Montpensier para ponerse a su servicio. Ignoraba quién era Jáuregui y quién se ocultaba tras Madame Luz, pero vislumbraba que se trataba de la misma persona y que detrás de ambos nombres estaba José López.

La segunda carta despejó alguna duda. Estaba fechada en Sevilla y era la respuesta de Montpensier a Madame Luz. No tenía desperdicio. Sin pudor, el duque se «resignaba» —utilizaba esa palabra— a ser rey, compadecido de las desgracias que aquejaban a «este pobre país». Mostraba su disposición a escuchar a todos quienes tuvieran la misma idea y señalaba que proyectaba viajar a Madrid en una fecha próxima. Se despedía diciendo: «Cuando las damas piden, nunca se las hace esperar. Madame Luz podrá venir y será recibida».

—Ignés, esta carta revela que López se entrevistó hace algunas semanas con Montpensier. ¡Esto confirma que está en el ajo de todo! Además, todo este dinero…

El grito de Rabanal desde el otro lado del patio nos sobresaltó:

—¡Rápido, tienen que marcharse!

Mientras yo guardaba el dinero y enroscaba los adornos, Ignés metía los papeles en la bolsa y colocaba la estampa en su sitio.

—¡No se entretengan! ¡Van a llegar! —insistía Rabanal, muy nervioso.

Nos llevamos el candil, que el guardia civil cogió enfadado. Ganábamos el zaguán cuando entraban unos sujetos, dos de ellos parecían bandoleros sacados de una estampa: sombrero calañés, manta al hombro, faja y faca. Tres vestían blusones de huertanos, también con mantas al hombro, y uno se embozaba en una capa oscura. Olían a vino peleón. Nos miraron desafiantes.

—¡Lo lamento, todo está ocupado! —nos decía un compungido Rabanal.

El embozado sospechó y se quedó mirándome. El guardia civil se dio cuenta.

—Si sólo fuera uno, podría buscarle acomodo por una noche pero tres…

—Yo sólo veo dos —gruñó el de la capa.

—¡Oh, no! —Rabanal alzó el candil—. ¡El señor busca acomodo para sus criados!

El embozado sospechaba de que gente con levita y chistera, como era mi caso, anduviera buscando alojamiento por aquellos pagos. Me midió con la mirada y supe que, si volvíamos a encontrarnos, no tendría problemas para identificarme. Entró en la casa, sin molestarse en saludar. Apenas habíamos cruzado la gradilla cuando un sonoro portazo a nuestras espaldas reveló hasta dónde llegaba el enfado de Rabanal. La noche de Madrid, fría y oscura, nos envolvió.