Don Felipe apagó el habano, se arrellanó en el sillón y entrelazó sus manos sobre el vientre. Me pareció una postura demasiado relajada para narrar la truculenta historia que esperaba escuchar de su boca. Permanecí atento por si se trataba de una añagaza.
—Llegué a Madrid hace casi veinticinco años, procedente de Almagro.
—¿Es usted de Almagro?
—No. Nací en Galicia, en una parroquia del concejo de Padrón, pero deje las preguntas para el final. Ahora limítese a escuchar. Como acabo de decirle, llegué a Madrid, procedente de Almagro, el diez de octubre del cuarenta y seis, el mismo día en que se celebraba la boda de Isabel II con su primo, Paquito Natillas, y la de su hermana, la infanta Luisa Fernanda, con el duque de Montpensier. Era ya un hombre maduro, acababa de cumplir treinta y cinco años, y venía huyendo de una historia que comenzó en el otoño de mil ochocientos treinta y tres, cuando el infante don Carlos rechazó la Pragmática Sanción que abría las puertas del trono a su sobrina Isabel, algo que le impedía la ley Sálica, traída por los Borbones. —Su tono era sosegado, pero yo no bajaba la guardia—. Si hace la cuenta, comprobará que por entonces yo tenía veintidós años. Había terminado los estudios de jurisprudencia y acababa de abrir mi bufete como joven e inexperto abogado en Almagro. Me establecí allí porque era una población de entidad, en donde mi familia se había instalado pocos años antes, al ser mi padre destinado a ella, en su condición de arrendador de rentas reales; para redondear sus ingresos, administraba fincas y gracias a eso, con muchos sacrificios y porque era su único hijo varón, sólo tengo una hermana, pude estudiar una carrera. El mayor orgullo de mi familia era que abriera bufete de abogado. Los primeros tiempos fueron difíciles, muy difíciles. No tenía experiencia, ni relaciones con el mundo de las leyes, ni lazos con las principales familias de la zona. Pero la llegada de la desamortización eclesiástica promovida por el ministro Mendizábal lo trastornó todo. Gran cantidad de fincas, tanto rurales como urbanas, cambiaron de dueño. Muchos compraron a crédito y vendieron al contado, otros se hicieron con fincas enormes que trocearon inmediatamente y, como consecuencia de todo aquello, se hicieron numerosos contratos de compraventa, nuevos arrendamientos, parcelaciones de fincas, contratos de préstamo… En los años siguientes el trabajo inundó mi bufete y no sólo eso, establecí relaciones con las familias más acomodadas de Almagro y sus alrededores. El dinero fluía ahora como un maná y se me abrieron puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas a cal y canto al hijo de un arrendador de impuestos. Me invitaban a cacerías, a excursiones campestres y a toda clase de saraos y fiestas. En el año cuarenta y uno, en una de esas fiestas, conocí a una joven, se llamaba Blanca Mondéjar, hija de uno de los…
—Disculpe, don Felipe. ¿Cómo ha dicho que se llamaba esa dama?
—Blanca Mondéjar, hija de uno de los mayores hacendados del Campo de Calatrava, poseedores de grandes fincas en el valle de la Alcudia y de docenas de miles de cabezas de ganado lanar.
Sentí una especie de vértigo. Mi cabeza se agitaba como si una fuerza invisible la sacudiera con fuerza. Don Felipe Clavero estaba relacionado con Almagro lo mismo que Crisanto, quien llevaba el mismo apellido de la mujer que acababa de mencionar. ¿Habría alguna relación entre ellos? Don Felipe no podía ser su padre, el apellido no cuadraba.
—¿Cree usted en el amor a primera vista? —me preguntó de improviso—. ¿En eso que llaman el flechazo?
Me cogió tan de sorpresa que tuve dificultad para murmurar un sí.
—Eso fue lo que nos ocurrió a Blanca Mondéjar y a mí. Nos enamoramos. Yo iba a cumplir los veintiséis años y ella tenía diecinueve. Era una mujer elegante y bellísima. Nos comprometimos y acudí a su padre para pedir su mano. Erré de plano al creer que mi éxito profesional me había abierto las puertas de aquella cerrada aristocracia rural. Yo tenía una buena posición, pero ni poseía heredades, ni ovejas. Era un simple abogado que daba forma legal a las transacciones que ellos realizaban. Una cosa era que me invitasen a sus fiestas y otra muy diferente que formara parte de su cerrado círculo.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, vivamente interesado y algo más relajado.
—Ni Blanca ni yo nos resignamos y seguimos viéndonos en secreto. Éramos jóvenes y pensábamos que nuestro amor doblegaría la voluntad de su familia.
Me hice cargo de su situación. Si para Paloma y para mí había resultado complicado vernos en un lugar tan grande como Madrid, hacerlo en un pueblo manchego habría supuesto una heroicidad. Me hubiera gustado conocer los procedimientos de que se valieron para encontrarse a escondidas, pero la prudencia hizo que me mordiera la lengua.
—Así transcurrieron cuatro años —prosiguió don Felipe—. Blanca rechazó todas las propuestas que su familia le hacía para matrimoniar con jóvenes que ellos consideraban de la buena sociedad de Almagro, es decir, terratenientes y ovejeros. El tiempo pasaba y su familia, en contra de lo que nosotros habíamos pensado, no cedía. Un día descubrieron que nos veíamos a escondidas. Los Mondéjar sometieron a Blanca a una estricta vigilancia y a mí me enviaron un mensaje aconsejándome que me olvidase de su hija. Pasamos dos años viéndonos de lejos, en lugares de concurrencia pública. El trabajo en mi bufete disminuyó tan rápido como había crecido, los Mondéjar se encargaron de privarme de buena parte de mi clientela. También dejaron de llegarme invitaciones a fiestas. Pero yo había amasado el dinero suficiente para resistir sin problemas durante un período de tiempo.
—¿Cómo soportaba esa situación?
—Por amor, Fernando, por amor a una mujer. —Me llamó por mi nombre, algo que hacía raras veces, quizá porque estaba desnudando su alma—. Le aseguro que no hay mayor dolor que vivir en esas circunstancias.
No le dije que lo sabía, aunque vivido con menor intensidad.
—La familia de Blanca pensó que todo había terminado entre nosotros, cuando ella aceptó estudiar las proposiciones matrimoniales que le hacían. Fue un ardid para relajar la vigilancia. Pudimos vernos a hurtadillas y amarnos apasionadamente. Ignoro cómo, pero su familia descubrió nuestros encuentros y enclaustraron a Blanca en un convento. Uno de sus hermanos me ofendió públicamente y me vi obligado a desafiarlo.
—¿Se batió usted?
—A pistola.
—¿Qué ocurrió?
—Maté al hermano de Blanca. Su familia, a pesar de que había sido un desafío entre caballeros, juró vengarse. Yo estaba dispuesto a enfrentarme a todos los Mondéjar. Pero entonces ocurrió algo que cambió nuestro futuro.
Observé cómo a don Felipe se le hinchaba una vena que palpitaba con fuerza en su sien. Cogió un puro y lo encendió con su parsimonia habitual. Yo no alcanzaba a establecer una relación entre la crónica de la calle Carretas y la historia que escuchaba. Aunque una historia donde aparecía Almagro y el apellido Mondéjar me tenía vivamente intrigado. También sabía que don Felipe se estaba liberando de un terrible peso. Ignoraba si había contado a alguien aquella historia, pero sospechaba que, en caso de haberlo hecho, llevaba mucho tiempo sin desnudar su alma. Ahora encontraba numerosas explicaciones a su actitud taciturna y a la distancia que mantenía con la gente.
—Sucedió que, desde la clausura del convento donde estaba recluida, Blanca anunció a su familia que estaba embarazada. ¡Imagínese la reacción de ellos!
—Terrible —apostillé.
—Peor. La presionaron de mil maneras para que abortara, pero las dificultades afrontadas a causa de nuestras relaciones habían forjado su temple. Se negó en redondo y tuvo arrestos para proponerles un acuerdo.
—¿Qué propuso?
—Dijo que estaba dispuesta a abandonar el convento y retirarse a donde su familia considerara oportuno. Ella propuso una apartada dehesa en una serranía de los Montes de Toledo donde permanecería hasta dar a luz. Luego, si alguno de los pretendientes que habían aspirado a su mano estaba dispuesto a casarse con ella, lo haría. Eso sí, exigió que su esposo debería conocer las circunstancias. Le daba igual quien fuera. Su familia aceptó con la condición de que el niño o niña se criaría lejos de ella. Sé que el forcejeo en ese punto fue muy fuerte y acabó por asumirlo si la criatura recibía el apellido Mondéjar y una educación esmerada. Ella podría verlo dos veces al año.
—¿Qué sucedió?
—Blanca se casó con uno de sus pretendientes. Un noble arruinado que buscaba un matrimonio ventajoso. Era un carlista furibundo, que abominaba de la Constitución y del liberalismo y se mostraba fervoroso partidario del poder absoluto del monarca. Sostenía que las personas no éramos iguales ante la ley. Aquel personaje ponía los blasones y los Mondéjar el dinero.
—¿Con quién se casó?
—Con el conde de Casalabrada.
Me quedé de una pieza al escuchar el título. ¡Era el mismo que vivía en el palacete de la calle Carretas! ¿La condesa de Casalabrada era Blanca Mondéjar? ¿Se refería a ella Segismundo Martínez cuando hablaba de doña Blanca?
—¿Me permite una pregunta?
—Desde luego, otra cosa es que yo le dé una respuesta.
—¿Por qué Blanca Mondéjar no se enfrentó a su familia y se casó con usted, en lugar de pactar un acuerdo? Acaba de decir que era una mujer de temple.
Vi entonces algo increíble: a don Felipe se le humedecieron los ojos y tuvo que esforzarse para evitar que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Miré mi bastón-estoque y sentí vergüenza.
—Aceptó para salvar la vida de nuestro hijo y también la mía. Negoció para evitar perder al hijo que llevaba en su vientre. Temía que le suministraran un abortivo con la comida o incluso que buscaran una comadrona que lo hiciera por las bravas. ¿Se imagina cómo debió sentirse en la soledad de aquel paraje, aislada del mundo? ¿Se la imagina en una finca perdida en las fragosidades de los Montes de Toledo, sin poder confiar en nadie, observada y vigilada por gente extraña?
—Me ha dicho que también salvó su vida. ¿Le importaría explicármelo?
—Sabía que los suyos habían jurado acabar conmigo para vengar la muerte de su hermano. En su acuerdo exigió que, para cumplir su parte, ellos desistirían de su empeño. Su familia puso como condición que me marchara de Almagro. Como mis padres y mi hermana habían muerto, víctimas de la epidemia de cólera del año treinta y cinco, acepté. Así llegué a Madrid en octubre de mil ochocientos cuarenta y seis.
—¿Tuvo Blanca Mondéjar un buen parto?
—Sí, nació un niño al que bautizaron como Crisanto para mortificarla. Ella quería que se llamara Felipe, pero su familia le puso el nombre del santo del día.
¡Crisanto Mondéjar era el hijo de don Felipe Clavero! ¡La condesa a la que Segismundo Martínez se refería con devoción era Blanca Mondéjar!
—Algunos años después de contraer matrimonio y tras la muerte de sus padres, Blanca, que ya era condesa de Casalabrada, heredó una fortuna. Ella y su marido se vinieron a vivir a Madrid y compraron un palacete en la calle Carretas. Allí ha vivido hasta que falleció el veinte de enero del año pasado. No tuvo descendencia con el conde.
Trataba de disimular lo mejor que podía. En aquella historia encajaban muchas piezas, aunque faltaba la mayor.
—Supongo… supongo… —Me costaba trabajo formular la pregunta.
—Supone bien. El palacete donde vivió hasta su muerte la única mujer que he amado es el mismo donde se produjeron estos hechos. —Golpeó varias veces con el dedo índice sobre las cuartillas de mi crónica.
Otra pieza que encajaba, en medio de mi desconcierto. Sólo quedaba que me explicase su reticencia a la publicación del artículo sobre lo ocurrido allí la noche del 7 de marzo. Esperaba que me confesase su vinculación al satanismo y el papel que desempeñaba en todo aquello el hijo de ambos. ¿Habría llegado don Felipe Clavero a convertirse en un adorador del diablo como reacción a su triste existencia? Desde que lo conocía, era la primera vez que se había desprendido de su máscara de dureza y frialdad. Ahora tenía claro que, debajo de ella, latía un corazón destrozado y que la vida había marcado su actitud de distanciamiento con todo y con todos.
—¿Se vio con Blanca Mondéjar después de que ella se viniera a vivir a Madrid?
—Sólo en contadas ocasiones. Su esposo era un malvado. Consciente de que Blanca no lo amaba, aunque jamás hizo nada que ofendiera su dignidad, la martirizó tratándola con desdén. Verla sufrir era para mí un tormento, pero me prohibió taxativamente inmiscuirme en su vida matrimonial. No me quedó otra opción que padecer desde la distancia. Para ella la muerte fue una liberación.
—Pero tenía un hijo por el que sacrificó su vida.
—Crisanto no es digno del sacrificio que su madre hizo por él.
Don Felipe humilló la cabeza y comprobé cómo las lágrimas, que ya no pudo contener, cayeron sobre las cuartillas que había sobre la mesa, emborronando la tinta de algunas palabras. Decidí permanecer en respetuoso silencio, no tenía derecho a hurgar en la herida de aquel hombre derrotado. Hasta que otra vez escuché su voz.
—Crisanto, a pesar del deseo de su madre, nunca quiso saber nada de mí. Desde pequeño, por influencia de su familia materna, me detestó. A ello se sumó que Casalabrada le inculcó un odio vesánico hacia mi persona y, aunque lo despreciaba, considerándolo un bastardo, le proporcionaba toda clase de caprichos que acabaron por corromperlo, incluso en el terreno de las convicciones.
—¿Qué quiere decir?
—Que, a pesar de la diferencia de edad y del dolor de Blanca, no sólo se convirtieron en compañeros de juergas y bacanales, sino que le inculcó sus ideas sobre la monarquía absoluta, el rechazo a las libertades y a los derechos ciudadanos. En teoría Crisanto era estudiante de Derecho porque estaba matriculado. Después de la muerte de su madre, las relaciones entre su padrastro y él se tensaron mucho. Por lo que he podido saber, con su vida disoluta, el conde había dilapidado la herencia de Blanca, obligándola a vender una propiedad tras otra. Cuando ella murió, estaban al borde de la ruina. Para sobrevivir, Crisanto y él decidieron alquilar el palacete, el único bien que Blanca había salvado de la ruina, poniéndolo a nombre de nuestro hijo, aunque en la escritura hubo de aceptar que se estableciera un usufructo vitalicio a favor de Casalabrada. Esa circunstancia los ha obligado a entenderse para alquilarla y procurarse una renta. Sé que quienes la han arrendado son compinches de Casalabrada, un grupo de ocultistas que ha celebrado allí sus sesiones, pero ignoro si Crisanto tiene algo que ver con esta gente.
Acababa de encajar otra pieza en aquel complicado rompecabezas, pero quedaban importantes asuntos por desvelar. Le pregunté con cautela:
—¿Sabe usted dónde ha estado Crisanto estos últimos meses?
—No, y estoy preocupado. Aunque, como ya le he dicho, reniega de mí, no dejo de ser su padre. Carezco de noticias desde que se marchó de la calle Carretas. Los datos que le he proporcionado acerca del arrendamiento del palacete, de la pertenencia de Casalabrada a un grupo de ocultistas y de las reuniones que allí se celebran me los facilitaba el sereno de la manzana, Segismundo Martínez. El mismo que, cegado por la codicia de diez miserables duros, le dio a usted cierta información sobre lo ocurrido en ese lugar el siete de marzo. Cuando me contó que un periodista de La Iberia lo buscó para que le proporcionara información, monté en cólera. En un primer momento, para excusarse, me aseguró que informó al periodista porque le dijo que iba en mi nombre.
—¡Eso es una patraña!
—Lo sé. Llegué a pensar que alguien de la competencia había utilizado mi nombre para sonsacarle información, afirmando que era de nuestro periódico. ¡Hay cada pájaro en esto del periodismo! Pero cuando usted me trajo la crónica de aquel suceso, supe lo que había ocurrido y descarté la versión del sereno.
—¿Por qué?
—Porque estaba seguro de que usted jamás utilizaría mi nombre de forma fraudulenta. Me bastó apretarle un poco las tuercas para que cantase. Había desembuchado por diez miserables duros.
Aquello explicaba su actitud en la Puerta del Sol. El muy bellaco pensaría que yo había ido con el cuento a don Felipe. Otra pieza que encajaba.
—¿Le interesaría saber dónde ha estado Crisanto Mondéjar estos meses?
Me miró muy serio.
—¿Acaso usted lo sabe?
—Sí, señor.
Desparecida la máscara con que ocultaba sus sentimientos, fue incapaz de disimular su sorpresa.
—¿Dónde?
—En el mismo sitio donde yo me alojé hasta la pasada primavera. En una casa que admitía huéspedes en la calle Arenal. Se presentó como estudiante de Derecho, natural de Almagro e hijo de una familia de hacendados.
—No mentía, al menos no lo hacía de forma descarada. Ha dicho que en esa casa admitían huéspedes. ¿Ya no?
—No, señor.
—Eso significa que ya no vive allí.
—Se marchó inesperadamente. Allí han quedado algunas de sus pertenencias.
Don Felipe se acarició la barba.
—¿Me oculta algo?
—Si me pregunta por su paradero, lamento decirle que no tengo la menor idea. Sin embargo, poseo indicios que apuntan a que está relacionado con las actividades de esos ocultistas que, en realidad, son una secta satánica, como indico en esa crónica.
—¿Le importaría explicarme eso con todo detenimiento?
—Entre las pertenencias de su hijo —no le revelé por qué lo sabía— había un pentáculo que, como usted sabe, se trata de un símbolo que utilizan los satanistas.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—¿No será…? —Don Felipe, muy nervioso, se puso a rebuscar entre sus papeles hasta que encontró la estrella que habían ocultado mis cuartillas—. ¿No será una estrella como ésta?
—¿Acaso no es un pentáculo? —pregunté con suspicacia.
Don Felipe exclamó airado:
—¡No ve que esta estrella tiene seis puntas!
Me quedé perplejo y reparé que la palabra pentáculo aludía a las cinco puntas.
—¡La estrella de seis puntas es el símbolo de la casa real de Israel! —gritó malhumorado—. ¡Algunos la llaman estrella de David y otros de Salomón! ¿No sabe que hasta el siglo XVII era, tanto para cristianos como para judíos, un símbolo de sabiduría?
—Jamás lo había oído, don Felipe —me excusé abochornado.
—¿No se habrá equivocado también en el caso de Crisanto?
—No, señor, era un pentáculo. Idéntico a otros que encontré en un arca antigua, de las de tres llaves.
—¿A qué arca se refiere usted? —me preguntó alzando las cejas.
—A una que hay en un local que esa secta ha acondicionado al abandonar el palacete de la calle Carretas, tras descubrirse los conciliábulos que allí celebraban.
—¿Ha entrado usted en ese local?
—Sí, señor.
—¿Dónde está?
Me quedé mirándolo fijamente, buscando un indicio que diera consistencia o desterrase mis sospechas sobre su vinculación a los satanistas, muy debilitadas después de comprobar que su pentáculo era en realidad una estrella de seis puntas y que ahora conocía una historia que explicaba sus reticencias a publicar mi artículo.
—En el edificio que forma el chaflán entre las calles de los Caños y los Ángeles.
Comprobé cómo situaba el lugar. En ese momento sus ojos eran un libro abierto en el que podía leerse con facilidad.
—¡Eso no es posible! ¡Lo que está ahí es el burdel de doña Patrocinio!
—Se trata del sótano, don Felipe.
—No… no es posible. Yo… yo he entrado allí en numerosas ocasiones… —Pareció recordar algo—. Usted… usted es testigo. ¿Recuerda la noche que nos vimos en esa calle? ¡Yo salía del burdel!
En ese instante supe que don Felipe desconocía la existencia del sótano y se desmoronaba el último indicio que mi imaginación lo había vinculado a los satanistas.
—Le aseguro que hay un sótano con un mural que representa una escena diabólica.
—¿Cómo sabe que se trata de la misma gente?
—¿Recuerda usted la fecha del escándalo en el palacete de la calle Carretas?
—Claro, fue el siete de marzo.
—Esa misma fecha aparece en el mural.
Guardó un largo silencio antes de preguntarme:
—¿Está seguro de que el pentáculo de Crisanto es igual que los de esa arca?
—Idéntico. Aunque he de añadir que no tengo el menor indicio de que su hijo estuviese en la sesión donde asesinaron a ese chiquillo. —Señalé las cuartillas que había sobre la mesa—. La única pista sobre su posible vinculación con los satanistas, además del pentáculo, es que la misma noche que lo encontré a usted después de salir del prostíbulo, él había entrado en esa casa. Ignoro si fue al sótano o al burdel, aunque…
—Aunque ¿qué?
—Si tenía un pentáculo, me inclino por el sótano.
Otra vez se quedó callado un buen rato.
—¿Está seguro de que se celebró una misa negra y se sacrificó a un niño? Segismundo me dijo que se reunía gente aficionada al ocultismo y que esa noche se escuchó un grito de niño, pero que la policía no encontró huellas de ningún asesinato.
—Tengo otra fuente más solvente que Segismundo Martínez. He conocido a la madre del niño asesinado.
Don Felipe alzó las cejas.
—¿No le habrán dado gato por liebre?
Le conté, sin mencionar los nombres, mi visita a las Vistillas con Pedro Gómez y mi encuentro con su hermana Clara.
—Ignoraba que se había celebrado una misa negra y sacrificado a un niño.
—El asunto, como habrá podido comprobar, es extraordinariamente grave. Además, tengo la sensación de que la policía no ha actuado con la diligencia debida.
Otra vez don Felipe guardó un largo silencio antes de decirme:
—No sé si Crisanto está implicado en ese horrendo asesinato. Pero si ha participado en él, deberá pagar por ello. Publicaremos el artículo. Una cosa es reunirse y practicar ciertos rituales y otra muy diferente lo que usted cuenta en esas cuartillas.
Hice ademán de levantarme, pero don Felipe me detuvo.
—Aguarde un momento. —Cogió las cuartillas y me las devolvió—. Complete esa crónica con todo lo que ahora sabe. El nombre de Blanca Mondéjar no debe aparecer.
Ensimismado en la historia, llegué a casa de Paloma sin darme cuenta. Al no encontrar la llave, hice sonar la campana con más fuerza de lo habitual. Me abrió Micaela.
—¡Qué prisas! —protestó, perdiéndose en la cocina.
Paloma estaba en el salón. Al besar sus labios, se quedó mirándome con cara de sorpresa. Tenía un sexto sentido para percibir mis sentimientos.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó inquieta.
—Don Felipe Clavero acaba de contarme la verdadera historia de Crisanto Mondéjar. No es exactamente quien dice ser.
—¿Qué quieres decir? —Paloma había palidecido.
Llamé a Micaela. Era justo que escuchara la historia. Cuando terminé, se quedaron mudas. La primera en reaccionar fue Micaela:
—¿Había o no gato encerrado? ¡El diablo sabe más por viejo que por diablo! ¡Nos tuvo engañadas con la historia de las dehesas y las manadas de ovejas!
—La verdad es que su madre pertenece a una familia de grandes hacendados de La Mancha —señalé para no dejar dudas—, pero sus circunstancias personales…
—¿Sabe don Felipe algo de él? —me preguntó Paloma.
—No tiene idea de por dónde pueda andar. Tampoco sabía que durante algunos meses estuvo alojado aquí.