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Entramos al Ministerio de la Guerra —Prim desempeñaba esta cartera ministerial, además de la presidencia del Gobierno— por la puerta de la calle Barquillo, la misma de mi anterior visita. Un ujier nos acompañó desde el cuerpo de guardia hasta el despacho del secretario. Muñiz dejó de leer el documento que sostenía en sus manos, se levantó y nos saludó con afecto. Aún se sentía en deuda conmigo. Traté de aprovechar la ventaja.

—¡Mi querido don Fernando, es un placer verlo! ¡He leído todas sus crónicas de París! ¿Cuándo ha regresado?

—Hace pocos días.

—El señor Vilaplana —miró a Ignés— me dijo que tenía interés en que nos viéramos. Le he hecho un hueco lo antes posible.

—Le estoy muy agradecido.

—Sentémonos y dígame en qué puedo serle de utilidad. —Nos invitó, señalando un tresillo tapizado en cuero.

—Yo me marcho, el señor Besora está en buenas manos.

—No puede. Su Excelencia desea hablar con usted.

—En ese caso… —Ignés vacilaba.

El secretario tiró de un cordón que había junto a las cortinas del ventanal y al punto apareció el mismo ujier que nos había conducido al despacho.

—Acompaña al señor Vilaplana al gabinete de Su Excelencia.

Ignés me dijo que quien acabara primero aguardaba al otro.

—Usted dirá, don Fernando.

Como era una estupidez andarse con rodeos, fui directo al grano.

—Mi director me ha encargado un artículo sobre la candidatura del duque de Aosta. Nos gustaría informar a nuestros lectores antes de que las Cortes inicien el período de sesiones. Tengo entendido que están convocadas para el último día del mes.

—Así es. Pero esa sesión es puro formalismo. La batalla se librará el tres de noviembre, ya que el uno y el dos son festivos. Algunos se frotan las manos. Como el día dos es la fiesta de los Fieles Difuntos, afirman que la muerte política de Su Excelencia llegará con un solo día de retraso.

—¿Hay problemas graves?

—No —respondió contundente—. La muerte política de Su Excelencia sólo sería posible si fracasara la candidatura de Amadeo de Saboya, pero la propuesta va viento en popa. Ninguna potencia se opone, lo que no es poca cosa.

—¿Significa eso que la aceptación se espera de un momento a otro?

—Queda pendiente un pequeño detalle. Víctor Manuel quiere garantías de que cuando la propuesta se vote en las Cortes obtendrá una mayoría holgada.

Estaba admirado de la fluidez de la conversación. Muñiz me proporcionaba una información extraordinaria sin cortapisas. Temí que estuviera utilizándome.

—¿Está Prim en condiciones de dar esa garantía?

—Anoche lo hizo por telegrama. Asegura una elección con un mínimo de ciento ochenta votos, aunque espera doscientos. Ha convencido a numerosos diputados unionistas, poniéndolos entre la espada y la pared.

—¿Cómo?

—Les ha hecho ver que Montpensier nunca logrará votos suficientes para ser coronado y ha añadido que, si el duque de Aosta aceptara la candidatura y saliera rechazada, él renunciaría a la presidencia y eso dejaría vía libre al republicanismo. Los ha convencido de que lo que está en juego es la propia monarquía.

—Supongo que Montpensier habrá jurado odio eterno a Prim.

—No le quepa la menor duda.

—¿Puedo utilizar toda esta información?

—Salvo la cifra de votos garantizados por Su Excelencia. Alardear de ello sería una imprudencia. Se lo he dicho porque confío plenamente en usted.

—¿Su Excelencia da por hecho una respuesta afirmativa de Víctor Manuel?

—Esperamos la confirmación del embajador Montemar desde Florencia. Algunos de los que se frotan las manos se van a quedar pasmados.

—Si Su Excelencia garantiza un mínimo de ciento ochenta votos al duque de Aosta, ¿tienen hecho algún cálculo de los que pueden obtener las demás opciones?

—El único voto significativo será el de los republicanos, unos sesenta. Montpensier se quedará entre veinticinco y treinta.

—¿Tan pocos?

—Ya se lo he dicho, Su Excelencia ha convencido a gran parte de sus adeptos.

—¿Y los demás candidatos?

—Serán testimoniales.

—¿Puedo elucubrar con estas cifras?

—Puede, pero como simple especulación.

En aquel momento aparecieron Prim e Ignés y nos pusimos de pie. Me impresionó el aspecto del general: había envejecido varios años.

—¡Besora, me alegro mucho de verte! Ten cuidado con las cosas de Muñiz, unas veces exagera y otras se guarda ases en la manga.

—¡Excelencia, por favor…! —protestó el secretario.

—Ignés me ha dicho que estás completamente recuperado de tu accidente.

—Así es, excelencia.

—¿La policía ha averiguado algo?

—Nada, excelencia.

—¡Qué tropa tenemos! —Negó varias veces con la cabeza—. ¿Qué tal por París?

—Los franceses lo tienen difícil, excelencia.

—Ya. ¿Saliste de la ciudad en un globo aerostático?

—Sí, excelencia. —Supuse que Ignés se lo había contado.

—Celebro saludarte. —Otra vez me ofreció la mano que estreché con devoción.

En aquel momento tenía la sensación, como mucha gente, de que Prim era una especie de dique ante el que se estrellaban las tormentas de la agitada vida política española. Frente a las intrigas de Montpensier, el radicalismo de la mayor parte de los republicanos, las mezquindades de Serrano —sólo preocupado por el brillo de sus oropeles—, aparecía como un hombre de Estado, dispuesto a conducir al país por la senda que había trazado desde que inició la insurrección en Cádiz: una monarquía constitucional salida de la voluntad de la soberanía nacional, expresada por las Cortes; alejada de las tendencias absolutistas de los Borbones, que se sentían reyes por derecho divino y aceptaban a regañadientes una Constitución. Con la misma decisión con que rechazaba a Isabel II y su familia, se oponía a la proclamación de una república que no tenía base social o como a él le gustaba decir: «No se puede proclamar una república donde no hay más que un puñado de republicanos». Viéndolo tan desmejorado, pero firme en sus convicciones, deseé que llegara sin demora la respuesta de Italia.

Se despidió de Ignés y le dijo a Muñiz que cuando acabara de atenderme se pasase por su gabinete. Estaba ya en la puerta cuando se volvió y me dijo:

—¡Enhorabuena, Besora! No olvides invitarme a tu boda.

Me quedé tan apabullado que no supe contestarle.

Pasé los dos días siguientes entre casa de Paloma —otra vez compartimos el lecho, sin cruzar el límite que nos habíamos impuesto, aunque cada vez nos resultaba más difícil— y la redacción de mi trabajo sobre la candidatura de Amadeo de Saboya. Tampoco me olvidaba del texto sobre la misa negra de la calle Carretas. Aunque albergaba temores, estaba dispuesto a enfrentarme a don Felipe y a desenmascararlo. Pensaba en las precauciones que debía tomar por si respondía de forma violenta al verse descubierto. También había valorado las consecuencias profesionales de mi decisión: podía ponerme de patitas en la calle. Era algo que me preocupaba, pero también era cierto que Fernando Besora ya no era un desconocido y podría encontrar acomodo en alguna cabecera de postín.

Dejé terminado el artículo sobre la candidatura del duque de Aosta y decidí llevárselo a don Felipe. Antes de salir de casa, comprobé el mecanismo del bastón que me había comprado la víspera. Bastaba apretar un botón, disimulado en su labrada empuñadura, para que quedara libre un afilado estoque que se ocultaba en su interior. Había tomado mis precauciones, aunque la verdad era que en mi vida había matado una mosca. Entré saludando al personal y crucé una fría mirada con Carmona Roland. Manolito se escabulló rápidamente, estaba pendiente una conversación y por mi parte no estaba dispuesto a retrasarla. Después de los saludos me fui a la Pecera con la firme decisión de plantearle a don Felipe la publicación del artículo del asesinato del niño y poner las cartas sobre la mesa. El golpe de mis nudillos en el cristal fue respondido de inmediato.

—¡Adelante!

La mesa ofrecía el desorden de siempre. Vi de reojo el pentáculo, que resaltaba sobre una resma de folios.

—¡Me alegro de saludarlo! ¡Siéntese!

—¿Qué tal todo?

—Muy agitado, Besora. A partir de mañana, los republicanos sacan un periódico nuevo. Lo han bautizado con un nombre guerrero. Se llamará El Combate.

—¿Quién va a dirigirlo?

—Paúl y Angulo.

—¿El diputado?

—Sí. Habla pestes de Prim, con quien estaba muy unido en los primeros tiempos de la revolución. Era uno de los que esperaba que la caída de los Borbones trajera la proclamación de la república.

Don Felipe expulsó un chorro de humo. Sus espesas cejas, su larga barba y su semblante adusto me impresionaban. En su presencia me empequeñecía. Tenía que sobreponerme si quería plantearle abiertamente lo que había ido a decirle.

—¿Cómo van sus pesquisas sobre la candidatura del duque de Aosta?

—Me parece que será coronado como Amadeo I. He hecho cuentas. En una votación sacaría como mínimo ciento ochenta votos. Por lo que he averiguado, Prim ha convencido a un grupo importante de diputados montpensieristas para que voten al duque de Aosta, en caso de que dé el «sí quiero». Los ha convencido con el argumento de que, ante la imposibilidad de mantener por más tiempo la interinidad, si la candidatura italiana llegara a la votación y saliera derrotada, tendría que dejar paso a la opción republicana. Aquí tiene el artículo. —Saqué los folios y los puse sobre la mesa.

—Por lo que veo, no me ha hecho mucho caso. —Cogió los papeles y, cuando terminó de leerlos, exclamó—: ¡Bien armado! Lo felicito. Lo publicaremos mañana.

Fue entonces cuando, superando mis temores, puse sobre la mesa el artículo de la calle Carretas. Don Felipe me miró, antes de cogerlo. Yo sostenía el bastón entre mis piernas, me daba confianza.

—¿Qué es esto?

—El artículo del asesinato de la calle Carretas.

Sin hacer el menor comentario, lo leyó con la misma atención que de un tiempo a esta parte dedicaba a mis textos y, cuando concluyó, me preguntó:

—¿Tiene comprobado todo lo que aquí cuenta?

—Sí, señor.

—¡Póngase cómodo! Va usted a escuchar una larga historia.