31

Aquella noche no aparecí por la calle del Desengaño. Paloma y yo compartimos dormitorio en su casa. Fue algo tan maravilloso, que no tengo palabras para contarlo. Ambos dejamos claro el compromiso de respetar su virginidad. Pero besarla y acariciar su cuerpo, y tenerla abrazada toda la noche compartiendo el mismo lecho me pareció como estar en el paraíso. Bastaba el amor que nos profesábamos y que horas antes habíamos decidido hacer oficial ante Dios y ante los hombres pidiéndole matrimonio. Poseíamos una vivienda, la que ella heredaba de su madre y yo había liberado de cargas. Tenía casi veinticinco mil duros en el Banco de San Fernando y una profesión que por el momento me permitía sacar adelante una familia con holgura. Ni ella ni yo estábamos dispuestos a retrasar nuestro matrimonio, cuyo único obstáculo había sido el acuerdo de su madre con Crisanto Mondéjar. Ahora una estaba enterrada y el otro desaparecido.

Me desperté con la sensación de no saber dónde me encontraba. Al comprobar que Paloma estaba a mi lado, me estremecí de gozo. Ella debió percibir algo porque entreabrió los ojos y al verme, sonrió, me echó los brazos al cuello y nos abrazamos.

Cuando, mediada la mañana, entramos en el salón, Micaela había preparado un magnífico desayuno —chocolate, café, té, leche, tostadas, bollos, galletas, mermelada, mantequilla y unas tortillitas de masa que había esperado al último momento para freírlas—, era su forma de decirnos que no desaprobaba lo que habíamos hecho; sobre todo porque había sido testigo de que yo había dado a Paloma palabra de matrimonio. En su lugar, muchas otras habrían puesto el grito en el cielo; pero ella pareció comprender lo que había ocurrido entre nosotros y que no respondía a lo que cualquiera hubiera podido imaginar. Entre Paloma y yo había funcionado otra escala de valores: para ella, sus creencias y para mí, el respeto a sus sentimientos.

Mientras dábamos cuenta del desayuno, pusimos fecha a nuestro compromiso. Lo celebraríamos el 8 de diciembre de forma discreta, dado el poco tiempo transcurrido desde la muerte de doña Rosario. Aunque era miércoles, se trataba de una fiesta de guardar porque pocos años antes la Iglesia había proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción de María y se celebraba en esa fecha.

Siguiendo el consejo de don Felipe, antes de dedicarme a escudriñar en las posibilidades de la candidatura de Amadeo de Saboya, que era el nombre del duque de Aosta, me tomé unos días de descanso. Pasé la mañana y buena parte de la tarde contando a Paloma y a Micaela, que de vez en cuando dejaba sus tareas, mis semanas en París. Les impresionó saber que la policía me había detenido y que un diputado de la Asamblea Nacional acudió a mi rescate. Paloma no se cansó de preguntarme cómo eran las tiendas, cómo vestían las mujeres, qué se consideraba de buen tono o qué comidas se servían en los restaurants.

Me costó trabajo despedirme, pero habíamos acordado que no debería instalarme en su casa. Estaría mal visto. Micaela se perdió discretamente y nosotros aprovechamos para abrazarnos y besarnos, sin ir más allá de los límites que nos habíamos impuesto. Mientras la besaba en el cuello, Paloma susurró:

—¡No sé lo que daría por ser ya tu esposa!

A ella le costaba tanto esfuerzo como a mí poner freno a sus deseos.

Al día siguiente, explicamos a don Gaspar, el párroco de San Ginés, nuestro deseo de contraer matrimonio y en la sobremesa pregunté por los detalles de la desaparición de Crisanto.

—Al marcharse, ¿dejó atrás sus pertenencias? ¿No ha venido a por ellas ni ha mandado alguien a recogerlas?

—No dejó gran cosa —comentó Micaela—. Debía tener prevista su marcha y, poco a poco, había sacado su equipaje, aunque la verdad es que su ropero era menguado. Ésa era una de las razones que levantaban mis sospechas.

—¿Dejó su cuenta saldada?

—Estaba al día. Usted ya sabe cómo era doña Rosario, que en paz descanse, para estas cosas. El cobro el primer día de la semana y por adelantado.

—¿Qué ha hecho con sus pertenencias?

—Las metí en un baúl. ¿Quiere que le echemos un vistazo? —me propuso con acento cómplice.

—No estaría de más. ¿Tú estás de acuerdo?

Paloma asintió.

Abrimos el baúl y sacamos lo que el manchego guardaba allí: una levita muy usada, un par de camisas que Micaela miró con detenimiento y comprobó que tenían los puños y el cuello vueltos.

—¡No es oro todo lo que reluce! —exclamó mostrando el deterioro del tejido.

Había unas zapatillas, una bata deslustrada y un corbatín de seda negra nuevo. Varios libros de derecho, pero ni un solo apunte de clase. Hojeé los libros. A veces entre sus páginas se guardaban papeles y objetos interesantes para conocer a sus propietarios. No me equivoqué: encontré una cartulina triangular con el borde más largo cortado en zigzag donde podían verse unas letras formando una palabra carente de significado:

NENCOA

—¿Qué es eso? —preguntó Paloma.

—No lo sé. Esta palabra no tiene significado.

Intenté buscar sentido a aquellas letras, pero fue inútil. Quizá podría componerse una palabra, pero no daba con ella. Me la guardé en un bolsillo.

Al día siguiente por la mañana fui a la fonda en busca de Ignés, pero lo encontré en el café de los Ángeles dando cuenta de su cotidiana copa de aguardiente.

—¡Hombre, Fernandito! ¡Dichosos los ojos!

Me sentía culpable por no habernos visto en varios días y no fui capaz de excusarme con los argumentos habituales: exceso de trabajo, agobios o falta de tiempo. Me senté, respondiendo a su invitación, y pedí otro aguardiente.

—Tengo que pedirte un favor.

—Tú dirás.

—¿Te importaría ser testigo de mi dicho? Nos casamos el ocho de diciembre.

—¡Enhorabuena, muchacho! —exclamó gozoso, dándome una palmada en la espalda.

Remató el aguardiente de su copa y pidió que se la llenasen.

—¡Esto hay que celebrarlo!

Pasada la euforia de la noticia de mi matrimonio, nos centramos en la visita al sótano. Insistí en mi convicción de que Crisanto Mondéjar pertenecía a aquella secta.

—¿Estás seguro?

—Ya te dije que tenía un pentáculo como los que encontramos en el arca y la primera vez que nos vimos yo lo seguía, aunque por otra razón, y se me perdió en la casa del burdel de doña Patrocinio. Pero ahora estoy seguro de que adonde acudía era al sótano. Por otro lado, hay algo más que debes saber relacionado con este asunto.

—¿Qué?

—Estoy convencido de que el director de mi periódico forma parte de la secta.

—¿Don Felipe Clavero? ¿Ése con el que almuerzas en Lhardy?

—Ése.

—¿Por qué lo piensas?

—Porque tengo evidencias irrefutables.

Enumeré las pruebas acumuladas, empezando por mi entrevista con Segismundo Martínez y el cambio de actitud del sereno.

—La única persona que podía saber que yo había hablado con él era don Felipe, después de haberle entregado para que lo leyera el artículo que te he comentado. No le dije a mi director que mi fuente era el sereno, pero pudo deducirlo. Tiene una inteligencia…

Le expliqué las reticencias de don Felipe a que se publicara aquel texto y añadí que cuando nos vimos por primera vez en el café de los Ángeles, cuando yo seguía a Crisanto, a quien me encontré saliendo de aquella casa fue a él. Luego le comenté cómo me atosigaba con encargos de relieve, incluido el envío a París, para apartarme de profundizar en lo ocurrido en el palacete de la calle Carretas.

—La prueba definitiva la tuve cuando vi un pentáculo como los del arca encima de la mesa de su despacho.

—¡No me digas! ¡Eso es una prueba definitiva! —exclamó golpeando la mesa con el puño.

Decidí poner a Ignés al corriente de lo que me había contado Pedro Gómez.

Ignés se quedó mirándome sin pestañear.

—¿Cómo lo has sabido?

—Por una información confidencial. La gente que se reunía en ese palacete lo hacía desde tiempo atrás. Después de lo ocurrido el siete de marzo no han vuelto a aparecer por allí, obligados a trasladarse.

—Y tú crees que se trasladaron a ese sótano.

Tardamos en bajar al sótano el tiempo que empleó Ignés en ir a por las llaves. De nuevo sentí la angustia de la vez anterior. Se respiraba un ambiente espeso: olía a incienso y a humo de velas. Abrimos el arca y me concentré en los pentáculos, el que me había mostrado Paloma era idéntico. Tenía despejada la primera duda: Crisanto Mondéjar estaba ligado a aquella secta. Cogí, con cierto repelús, uno de los cirios negros y alumbré el testero donde estaba el mural con Satán sentado en su trono y reviví el mismo horror de la primera vez. Aquel ser repulsivo parecía controlarlo todo desde su sillón. Aparté la vista de su rostro maléfico y me fijé en los cuerpos voluptuosos de tres mujeres que se retorcían desnudas alrededor de aquella cátedra infernal, concentrándome en una de ellas que le ofrecía un corazón sangrante. Al bajar la vista comprobé que a los pies del cabrón yacía el cuerpo sin vida del pequeño que habían sacrificado —no pude evitar acordarme de Clara Gómez y de su hijo—. En un ángulo del mural algo llamó mi atención, acerqué la luz y sentí un escalofrío.

—¡Santo Dios!

—¿Qué ocurre? —preguntó Ignés a mi espalda.

—¡Mira en esa esquina! Hay una fecha y coincide con la de la celebración de la misa negra. ¡Fue el siete de marzo!

—¡Por la santísima Virgen de la Misericordia!

—¡Son los mismos, Ignés! ¡Aquí está la prueba! ¡Los mismos canallas que se reunían en el palacete de la calle Carretas y sacrificaron al niño! ¡Vámonos, Ignés, vámonos de aquí!

Llegué al café de los Ángeles presa de una angustiosa excitación. El escalofrío del sótano había dado paso a una sudoración que empapaba mi camisa. Pedimos vino y me imaginé mi semblante al ver la palidez cadavérica del de Ignés.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste acerca de que don Felipe me enviara a París?

Ignés apretó los labios y negó con la cabeza.

—Me dijiste que era un asunto de galones o que alguien me quería mal.

—Ya recuerdo.

—Entonces me llamó la atención tu intuición, porque yo sospechaba algo. Ahora estoy convencido de que me mandaba al matadero. Cuando la situación se puso difícil en París, solicité regresar y don Felipe me respondió que debía permanecer allí. Estoy seguro de que lo hizo para que un obús prusiano me mandase al otro mundo.

—Tal vez pensaba que podías enviar noticias interesantes.

—No lo creas. Con su experiencia sabía de sobra que los prusianos, cerrado el cerco sobre París, cortarían el telégrafo. ¿Cómo iba a mandar noticias? ¡Si hubieras visto su cara cuando el otro día aparecí en su despacho!

—¿Se sorprendió de verte?

—Yo diría que de verme vivo.

—¿Has observado algo extraño estos días?

—No, ¿por qué?

—Si no pudo eliminarte mandándote a París, puede intentarlo ahora. Si, como sospechas, está metido en esto, no puede permitir que hagas público lo que sabes. ¡Ándate con cuidado! Ahora son dos, por lo menos, quienes quieren cobrarse tu pellejo.

—¿Quién es el otro?

—¡Fernandito, a veces pareces tonto! ¿Quién va a ser? ¡Ese Crisanto Mondéjar! ¡Acabas de birlarle la novia y también está metido en este asunto!

Me acordé de la cartulina que había encontrado en el libro y que guardaba entre las páginas de mi cuaderno de notas. Se la mostré a Ignés, que la observó en silencio. Al cabo de un rato, me dijo:

—Este papel me recuerda una historia de mi juventud. Aún no había cumplido los dieciséis. Trabajaba de mozo en una casa de mucho fuste de Barcelona. Era de un comerciante que pasaba largas temporadas fuera por asuntos de negocios y quien gobernaba la casa con mano de hierro era su suegra: una vieja malvada. Una noche me despertó y me ordenó llevar un capazo con una criatura a la casa cuna y dejarlo en el torno. Salí por la puerta falsa y caminé un par de calles hasta donde me aguardaba un carruaje. Con el capazo me entregó un bolsillo con dinero y una carta. Jamás olvidaré los ojos de aquella bruja cuando me dijo que respondía con mi vida del encargo y de mi silencio. A la criatura debían haberle suministrado alguna pócima porque ni lloraba ni se quejaba. En el trayecto, por curiosidad, conté el dinero que había en el bolsillo: veinte escudos de plata y abrí la carta que sólo estaba plegada. Me encontré un papel cuya forma era parecida a esta cartulina.

—¿Qué quieres decir?

—Que tenía forma de triángulo y uno de los bordes cortado formando ondas.

—¿Qué ponía?

—No lo recuerdo, pero en la carta se decía que aquella niña no estaba bautizada y que se le impusiera el nombre de Catalina. También que había veinte escudos de plata para pagar un ama de cría que la amamantase y un papel que debía guardarse porque, llegado el caso, serviría para identificar a la persona que fuera a recogerla. Esa persona llevaría otro papel que encajaría en aquél y aquellas letras deslavazadas cobrarían sentido al hacer coincidir las dos piezas. Me parece que esto es lo mismo. Cumplí el encargo y me quedé con un escudo.

—¿Por qué?

—Porque aquella arpía aseguraría mi silencio despachándome al otro mundo. Así que, una vez la criatura estuvo en el torno, cuando el cochero me dejó en el mismo sitio donde me había subido, me fui a la posta, tomé la primera diligencia a Reus y jamás volví a poner los pies en aquella casa.

Apenas prestaba atención a las últimas palabras de Ignés pensando en que NENCOA podían ser letras sueltas que, encajadas con las de otra cartulina, completarían una palabra. La forma triangular y dentada invitaba a pensarlo. ¿Cómo era posible que Mondéjar se la hubiera dejado atrás?

—¿Tienes prisa? —me preguntó Ignés.

—No, ¿por qué?

—Podíamos tratar de componer la palabra. Quizá eche luz sobre esa gentuza.

Después de dos horas no habíamos sacado nada en claro. El principal problema era que no sabíamos si la N de NENCOA era la primera letra o había otra anterior, tampoco si la A era final o había otra letra más. Antes de despedirnos pedí un segundo favor al viejo contrabandista.

—¿Sería posible un encuentro con Muñiz, el secretario del general?

—¿Te corre mucha prisa?

—Bastante. Quiero hablar con él sobre las posibilidades del duque de Aosta.

—Para dejarte recado, ¿dónde te localizo? —me preguntó burlón.

—Donde estás pensando.

Al estrecharme la mano, me dijo:

—Ten mucho cuidado, Fernandito. Esa gente va a por ti.