30

El terciopelo negro de su vestido resaltaba la palidez de su rostro. Estaba más delgada que cuando nos vimos la última vez en la penumbra de San Ginés; a pesar del luto, llevaba puesta la pulsera. No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados, con Ignés y Micaela de testigos mudos. Nos sentamos en el sofá cogidos de las manos y Paloma, mirándome a los ojos, me dijo:

—Estás desmejorado.

—Han sido unas semanas difíciles, ya te contaré. Ignés me ha puesto al día, pero quiero oír de tus labios lo que ha ocurrido. ¡En París he estado sobre ascuas!

Micaela preparó café y Paloma me explicó con detalle lo que ya sabía. No me alegraba de lo ocurrido a doña Rosario, pero si manifesté mi pesar por su muerte fue por el dolor que para ella significaba. Su fallecimiento la había liberado de una férula que constreñía su vida. Paloma no pudo evitar una sonrisa al hablar de la cara que se les puso a los prestamistas cuando Ignés entregó al notario el sobre con el dinero.

—¡Eran unos cuervos! —exclamó Micaela.

—¿Sabes algo de Crisanto? Ignés me ha dicho que está desaparecido.

—Fue a avisar al médico y no hemos vuelto a saber de él. Los días anteriores a su accidente, mi madre empezó a sospechar de la validez de su compromiso.

—¡Eso ha sido lo que se la ha llevado a la tumba! —terció Micaela—. ¡No soportaba que la hubiera engañado, pero a mí no me la dio con queso! ¡Desde el primer momento dije que había gato encerrado! ¿Lo dije o no lo dije?

—¿Qué pasó con el pentáculo? —pregunté a Paloma.

—Actué como me aconsejaste. Al día siguiente ya no estaba donde lo dejé, pero él no hizo ninguna alusión.

—¿Puede saberse qué es un pentáculo? —preguntó Ignés.

—¿Recuerdas las estrellas de plata que había en el arca?

—Sí, ¿por qué?

—Eso es un pentáculo y Crisanto tenía uno de ellos.

Pude leer en sus ojos lo que estaba pasando por su cabeza.

—¿Ese tío tiene algo que ver con los del sótano?

—Es probable. Por eso, cuando me marché a París, te dije que ya le ajustaríamos las cuentas cuando regresara.

Aproveché que Paloma fue a su dormitorio para preguntar a Micaela.

—Si Mondéjar se ha marchado, ¿qué ingresos hay en la casa?

—Ningunos —suspiró la vieja criada.

—Entonces, ¿cómo salen adelante?

—Con muchas fatiguitas. Por ahora, tiramos con mis ahorrillos, pero la cosa se pondrá pronto negra. Aquí no entra un duro desde hace tiempo.

Le entregué el dinero que me había devuelto Ignés.

—No se lo diga a ella. Ya hablaremos.

Me despedí, besando a Paloma en la mejilla, conteniendo mi deseo de hacerlo en la boca, pero no me pareció adecuado con Ignés y Micaela delante.

—Tengo que ir al periódico. Mi director no sabe que estoy en Madrid desde ayer. Volveré esta tarde. —Al decir aquello tuve una sensación extraña, me pareció mentira no tener que verla a hurtadillas.

Ignés me acompañó hasta la misma puerta de La Iberia.

—Lo ocurrido en Francia ha dado alas a los republicanos —me comentó—. Ha habido manifestaciones y Castelar exige al gobierno que apoye a los gabachos en su lucha contra los prusianos. ¡La política es cosa complicada, Fernandito!

—¿Por qué lo dices?

—Porque hace pocas semanas el propio Castelar clamaba contra los franceses, a los que tachaba de imperialistas. Ahora, como son de su cuerda, se han convertido, por arte de birlibirloque, en defensores de las libertades populares y de la soberanía nacional. El otro día dije al general que lo mandase todo a paseo.

—¿Cómo está?

—¡Hasta los mismísimos cojones, Fernandito! Como es muy cabezota no cejará hasta que traiga una nueva dinastía, pero está demasiado solo. ¡Hasta el cabrón de Serrano, que tiene pretensiones de coronarse, le hace la vida imposible! He sabido que este verano, en La Granja, le preparó una encerrona, pero el general, que no tiene un pelo de tonto, se olió la tostada y bastó que lo mirase para que se achantara y no dijera ni pío. El general me comentó que, si llega a plantear la cuestión, lo tira por la ventana.

—¿Qué cuestión?

—Tenía previsto cesarlo como presidente. ¡Serrano, como Montpensier, sabe que el principal obstáculo entre sus ambiciones y el trono es el general! La cosa está peor de lo que te imaginas. Le he dicho que debe protegerse. Sus ayudantes van desarmados y eso no me gusta un pelo.

—¿Los coroneles van sin armas?

—Dice que los españoles no somos asesinos y que todavía no se ha fundido la bala que haya de matarlo.

—¡Pero eso es una locura!

—Eso mismo le dije yo y se echó a reír. Afirma que tiene baraka.

—¿Baraka? ¿Qué es eso?

—Estrella, suerte. Es una expresión que utilizan los moros. La verdad es que sin baraka lo hubieran dejado frito en los Castillejos. ¡Dios, cómo silbaban las balas!

—¿Montpensier todavía mantiene esperanzas? —le pregunté cambiando de tercio.

—Más que antes. La caída de Napoleón le ha dado alas. Corren rumores de un pronunciamiento a su favor. Sólo el prestigio del general ha evitado que un sector del ejército lo proclame rey.

Antes de despedirnos con otro abrazo, le dije:

—Me gustaría hacer otra visita a ese sótano.

No le hizo gracia, pero asintió con un movimiento de cabeza. Las creencias de Ignés eran simples y primitivas. Su arrojo y serenidad no resistían ante el diablo, quizá por eso ponía cera a la Virgen de la Misericordia.

Mi entrada en la redacción fue triunfal. A Manolito casi se le saltaron las lágrimas, pero lo vi tan huidizo como antes de mi partida. Al botones le pasaba algo. Saludé a los meritorios, Suardíaz me abrazó y también Carlos Rubio, que apestaba, como siempre.

—Nos has tenido preocupados —me susurró al oído.

Con el rabillo del ojo vi cómo Carmona Roland aprovechaba el abrazo para escabullirse. La envidia es el peor de los roedores.

—¿Está don Felipe?

—En la Pecera.

Me recompuse, aunque mi indumentaria, planchada por Virtudes, caía perfecta. Golpeé suavemente en el cristal y al otro lado tronó su voz.

—¡Adelante!

Al verme aparecer, alzó las cejas y se quedó inmóvil con el puro entre los dedos.

—¡Besora!

Fui incapaz de interpretar si era una manifestación de alegría o desagrado; desde luego de sorpresa. Se levantó, estrechó mi mano y me invitó a sentarme. En la mesa no había rastro del pentáculo; podía estar tapado por algún papel o lo había guardado.

—¿Cuándo ha llegado?

—Ayer por la noche.

Consultó su reloj para decirme sin palabras que me había retrasado demasiado.

—Llegué agotado, don Felipe.

—¿Cómo ha logrado salir de París?

—En un globo aerostático.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó incrédulo.

—He salido de París en un globo aerostático que me llevó hasta Chartres.

—Eso tiene que contármelo con todo detenimiento. ¿Por qué no ha telegrafiado?

—Venía con el dinero justo. Por el pasaje en globo pagué cuatrocientos francos.

—¡Qué barbaridad!

—Estoy de acuerdo, pero la situación en París aconsejaba salir como fuera. Las cosas allí están muy mal y empeorarán en las próximas semanas. Los franceses…

—¿Le parece que almorcemos? Mientras comemos, me lo cuenta todo al detalle.

Fuimos otra vez a Lhardy. Estaba claro que le encantaba. Mi director susurró algo al oído del maître y nos condujeron hasta un pequeño reservado para que pudiéramos hablar con tranquilidad. Allí fue donde, entre plato y plato, le conté detenidamente mis vivencias parisinas. Quiso conocer, con todo detalle, mi experiencia en globo y se interesó, sobre todo, por la nueva situación política que se vivía en París. Por el contrario, apenas le importaron los aspectos militares. Daba por descontado que los prusianos tenían la guerra ganada.

—A estas alturas, de ese asunto importan los términos en que se negocie la paz. El germen de muchas guerras está en la paz con que se sellaron anteriores conflictos.

Aproveché para preguntarle por la situación en España.

—Los republicanos están crecidos y Prim tiene serias dificultades para encontrar un rey. No obstante, ayer llegó a mis oídos algo que puede ser de interés.

—¿Puede decirse?

—A usted desde luego. Va a dedicarse a indagar qué hay de cierto.

Acababa de poner los pies en Madrid y ya me estaba encargando un nuevo trabajo. ¡Aquello tenía que responder a un plan!

—¿A qué se refiere?

—A que Prim baraja una nueva opción italiana. Ha fijado sus ojos en el duque de Aosta. Por cierto, ¿sabe que las tropas de Víctor Manuel II han entrado en Roma?

No lo sabía, pero antes de responderle, se adelantó:

—Han aprovechado la retirada de la guarnición francesa destacada en Roma. Tras la caída de Napoleón, el Papa ha perdido a quien garantizaba la independencia de los Estados Pontificios. Víctor Manuel está a un paso de declararse rey de toda Italia y, según tengo entendido, Prim está muy preocupado y aguarda impaciente noticias de nuestro embajador en Florencia.

Su opinión coincidía con la de Ignés sobre la grave situación que afrontaba Prim.

—¿Por qué ha dicho que Prim está preocupado?

—Porque dos años después de la Gloriosa todavía no ha encontrado un rey. Tras el fracaso de la candidatura Hohenzollern, Serrano maniobra según sus intereses y los republicanos están eufóricos con la proclamación de la República en Francia. Han organizado un par de manifestaciones muy concurridas y exigen al gobierno que movilice un ejército para ayudar a los franceses.

—¡Los franceses tienen perdida la guerra! —exclamé sin poder contenerme.

—Desde antes de empezarla. Pero Castelar, Orense y Pi i Margall no lo ven así.

—Es una locura involucrarnos en ese conflicto.

Don Felipe asintió y entró en otro terreno.

—Montpensier parece resucitado.

—Se rumorea sobre un pronunciamiento en su favor, ¿es cierto?

—Lo es. Hay psicosis de golpe de Estado. Si Prim no consigue en un par de semanas una respuesta de Víctor Manuel II aceptando el trono para el duque de Aosta, lo tiene complicado.

—Pues sí que está la cosa buena.

—Lo está —sentenció don Felipe—. Tómese unos días de descanso, lo veo muy desmejorado y, además, se los ha ganado. Pásese por administración y cobre los dos meses atrasados y unos extras. Sus crónicas desde París han sido todo un éxito. En una semana no quiero verlo aparecer por la redacción. Cuando haya descansado, póngase al tajo e investigue lo que le he dicho. Busque en la fuente que nos permitió informar sobre la negativa de Hohenzollern, supongo que aún no se habrá secado —me insinuó con un punto de malicia.

—Aquello fue una jugarreta, don Felipe. Usted lo sabe tan bien como yo. Salió bien por chiripa, ¿se le ha olvidado cómo me crucificaron?

—¡Cómo se me va a olvidar! Precisamente por eso, estoy convencido de que el secretario de Prim estará en la mejor disposición para suministrarle información. Sé que el trabajo es arduo y penoso, pero La Iberia y usted volverán a apuntarse un tanto.

Estaba claro que no deseaba que investigara en otras direcciones. No me importó demasiado: mi estrategia pasaba por una nueva visita al sótano para tratar de establecer conexiones entre aquel lugar y los asesinos del palacete de la calle Carretas. Si confirmaba mis sospechas, sería posible detenerlos, incluidos Crisanto y mi director. Además de haber empeñado mi palabra con Pedro Gómez, era una cuestión de principios.