29

Llegué a Atocha el jueves 13 de octubre a las siete y cuarto de la tarde, agotado y ansioso. Hacía cincuenta y ocho días que había salido de Madrid. La estación de Atocha me pareció un vulgar apeadero comparado con la d’Orsay. Con mis últimas pesetas tomé un coche de punto y fui directamente a la fonda donde paraba Ignés. En el trayecto observaba, a través de la ventanilla, pequeños detalles en los que en otras circunstancias no habría reparado. Apenas habían pasado dos meses, pero mi percepción del tiempo era muy distinta: tenía la sensación de una ausencia mucho más prolongada.

Al subir por la Carrera de San Jerónimo, me alegró ver algunos establecimientos como Lhardy, la pastelería del señor Mira, el banco de don Simón de la Riva o el edificio de la compañía de seguros: la Urbana; ya cerca de la Puerta del Sol vi el escaparate de la librería de Fernando Fe, donde trabajaba Rocafull y se reunían muchos escritores, sobre todo para criticar a aquellos colegas a cuyas obras el público dispensaba mejor acogida que a las suyas. La Puerta del Sol me pareció más pequeña, más pueblerina, pero dotada de un encanto que no había visto en ningún lugar del grandioso París. Mi pulso se aceleró al entrar en la calle Arenal. Recordé que don Felipe me había contado que allí estuvo el antiguo callejón de la Duda, que yo no llegué a conocer al desaparecer con las obras de reforma de la Puerta del Sol; estuvo instalado el primer mingitorio público de Madrid y tenía una sala de lectura. Apostillaba, con sorna y cierta dosis de realismo, que el retrete era el lugar preferido por los españoles para leer y el ayuntamiento decidió, con esta iniciativa, mantener la costumbre.

Indiqué al cochero que moderase el paso y al cruzar ante la casa de Paloma asomé la cabeza, para comprobar que las persianas estaban echadas, algo que me intranquilizó. Podía ser indicio de que el piso estuviera vacío por haberse ejecutado la hipoteca. Lamentablemente, la proverbial lentitud de la justicia se volvía diligencia en casos como éstos. El coche enfiló la calle de los Caños y se detuvo ante la fonda. Pagué el trayecto, entré y pregunté por Ignés.

—Me parece que no está… caballero. —A la moza le costó trabajo llamarme así, ante mi lamentable aspecto: sin afeitar, con la levita manchada y arrugada, la chistera deslustrada y una mochila colgada de mi hombro.

—¿Puede comprobarlo?

Lo corroboró de mala gana. Fui al café de los Ángeles y tampoco lo encontré. La verdad era que desconocía sus costumbres y aficiones, aparte de ser un devoto de las tetas de Afrodisia. La respuesta a mis inquietudes tendría que aguardar al día siguiente. Me marché a casa y, a pesar del cansancio, decidí dar un rodeo por la calle Arenal, la distancia no era excesiva. Comprobé lo que había visto fugazmente desde el coche: las persianas estaban echadas, cerradas a cal y canto. Llegué a casa angustiado y entonces reparé en que no tenía llaves. Tuve que llamar a Marcela para que me abriera.

—¿Quién llama? —preguntó con voz desagradable.

—Soy el señor Besora, Marcela. Acabo de llegar y necesito la llave, por favor.

La puerta se abrió al instante. Sostenía un quinqué y al verme se tapó la boca con la mano.

—¡Santo cielo, don Fernando! ¡Qué facha!

Debía de tener un aspecto infame y me expliqué las dudas de la moza en la fonda.

—El viaje ha sido complicado. ¿Puede darme la llave?

—¿La llave? —titubeó.

—Sí, la llave. ¿Ocurre algo?

—Nada, nada, don Fernando. ¡Es que me ha sorprendido tanto verlo así!

Me entregó la llave y, a modo de excusa, comentó:

—Si lo hubiera sabido, habría comprado algo para comer. La despensa está vacía.

—No se preocupe. Lo que ahora necesito es descansar.

—Mañana la Virtudes estará aquí a primera hora. ¡Qué contenta se va a poner! Está muy agradecida con su regalo; también yo.

—Que no sea muy temprano —supliqué.

Me di un largo baño, me acosté y traté de no pensar. Extrañé la cama y dormí mal. A las ocho estaba haciendo café. Vestirme con ropa limpia hizo que me sintiera mejor. Fui directamente a la fonda de Ignés. La moza —la misma de la víspera— al verme aparecer, trató de identificarme.

—Soy el mismo de anoche —le aclaré—. ¿Está el señor Vilaplana?

—Sí, señor. Ahora mismo le aviso.

Un minuto después apareció el viejo contrabandista, llevaba puesta una de las barretinas que le había traído de Reus. Nos fundimos en un prolongado abrazo y, antes de soltarme, me miró fijamente.

—Fernandito, te veo estropeado.

—En estos momentos, París es un sitio poco recomendable. Comer es complicado, lo mismo que salir de allí.

—¿Cómo lo has conseguido? Se dice que el cerco de los prusianos es un anillo de hierro.

—He salido volando.

—¡Déjate de tonterías!

—¡Volando, Ignés! —Me miró suspicaz—. ¡He salido en un globo aerostático!

—¡Eso me lo tienes que contar!

—Con todo detalle, pero antes quiero saber qué ha pasado por aquí.

—Muchas cosas, Fernandito. ¿Tomamos una copita?

Antes de que empezara a explicarme lo ocurrido, le pregunté por mi telegrama.

—¿Lo recibiste?

—¡Te contesté al otro día! —exclamó sorprendido.

—¿¡Cómo que me contestaste!? Nunca recibí tu respuesta.

Ignés se acarició el mentón. Lo tenía bien rasurado.

—Esto de mandar letras a golpecitos con una tecla no me convence. Te lo envié a la dirección que me diste: al convento de los padres capuchinos.

—¿Cómo has dicho?

—Que te lo envié adonde me dijiste: al convento de los capuchinos.

—No era el convento, sino el boulevard de los…

Me miró con los ojos entornados.

—¿No llaman los gabachos así a los conventos?

—¡Ignés, un boulevard es una avenida, una calle!

Soltamos una carcajada. Como no quería retrasar un minuto más su explicación y la cosa no tenía remedio, lo mejor era no darle vueltas.

—Cuéntame, ¿qué ha pasado?

Sacó del bolsillo de su chaleco un sobre de papel crema doblado por dos veces y me lo entregó. Lo abrí nervioso, contenía una carta escrita por Paloma:

Estimado señor Vilaplana:

Mi nombre es Paloma Azpeitia. Le dirijo estas líneas por indicación de don Fernando Besora, quien me dijo que, en caso de urgencia, acudiese a usted. Supongo que sabe a qué me refiero porque don Fernando se lo habrá explicado. Si es así, como espero y deseo, le ruego haga entrega a la portadora de ésta, Micaela Ramírez, del encargo de don Fernando. Si usted desea hacerme la entrega personalmente, acompañe a Micaela a mi domicilio, sito en la calle Arenal, adonde ella lo conducirá gustosa.

Agradeciendo su atención, reciba mis más atentos saludos,

PALOMA AZPEITIA

—¿Cuándo te dieron esta carta?

—El mismo treinta y uno de agosto. A eso de las diez, apareció por la fonda la tal Micaela, preguntando por mí.

—¿Qué hiciste?

—Como Micaela tenía los ojos enrojecidos por una llantina y en la carta se me ofrecía la posibilidad, cogí los veintiocho mil duros y decidí acompañarla. Por si las moscas oculté una faca en mi faja. Con aquel capital encima…

—¿La acompañaste a la casa?

—Hice algo más. —Ignés apuró su copa.

—¡Cuéntame!

—Cuando llegamos me encontré con un cuadro… La madre de tu Paloma, doña Rosario, estaba sentada en un sillón con la pata entablillada y… y…

—¿Y qué?

—Lela perdida.

—¿Lela?

—Sí, lela, por no decir otra cosa más fuerte. No podía sostener la cabeza, se le caía sobre el pecho, babeaba y tenía la mirada perdida. Paloma y un médico la estaban atendiendo. Le había dado un patatús aquella madrugada.

—¡Vaya por Dios!

—El cuadro lo completaban tres señores, todos muy elegantes. ¡Como si aquello no fuera con ellos! Dos de pie y otro sentado escribiendo en un papel.

—¡Los prestamistas!

—Los prestamistas y un notario que levantaba acta de que la deuda estaba cumplida y el pago no se había efectuado, con el propósito de incautarse de la casa.

—¡Gentuza! —Di un trago a mi aguardiente—. Dime, ¿qué hiciste?

—Saludar a Paloma. —Alzó su copa vacía para que el camarero se la llenase y añadió—: Tengo que decirte que es bellísima.

Me agradó el comentario, pero lo que yo quería era saber con detalle lo ocurrido.

—Continúa, por favor.

—Vistas las circunstancias, decidí no andarme con rodeos. Como si yo fuera alguien de la casa, pregunté quiénes eran aquellos sujetos y qué hacían allí. El notario dejó de escribir, se puso de pie y me respondió que aquellos dos señores eran sus clientes. Me dijo los nombres, pero no los recuerdo, uno se llamaba don Luis no sé qué y el otro don Gerardo no sé cuántos y que doña Rosario les debía veintiocho mil duros… Bueno —aclaró Ignés—, lo dijo en pesetas y resultó que faltaban casi cuarenta duros. Que esa cifra era la suma de los préstamos recibidos por doña Rosario, más el total de los réditos acumulados. Y remató, con mucha suficiencia, que estaba allí para levantar acta de que la suma que vencía aquel día no se había efectuado y que sus clientes podrían embargar la vivienda donde estábamos, como pago de la deuda, porque era la garantía del préstamo.

—¿Qué pasó?

—Saqué el sobre con el fajo de los billetes y le dije al notario que se pusiera a contar. ¡Tenías que haber visto qué cara se les puso! El notario miraba a los pajarracos y ellos se miraban entre sí. Uno farfulló unas palabras que no entendí y el otro exclamó que aquello no era posible. Le dije que me explicara qué no era posible, pero se limitó a murmurar algo entre dientes. Miré a Paloma, que no acababa de creerse lo que estaba ocurriendo. Fue entonces cuando el médico, que estaba pasando un mal trago, exigió al notario que contara el dinero.

—Supongo que se trataba del doctor Cortés.

—Me parece que se llama así.

—Es una excelente persona. Era muy amigo del padre de Paloma. ¿Qué más pasó?

—El notario abrió el sobre y se puso a contar billetes. Cuando terminó le dije que levantara testimonio de que el pago se había efectuado dentro de plazo. Me contestó que eso tenía unos honorarios. Le dije que como sobraban casi cuarenta duros, que se cobrara de ese pico. A los prestamistas les pedí los recibos y la cuenta de los réditos. ¡Si los hubieras visto! ¡Se fueron con el rabo entre las piernas!

Me levanté y abracé al viejo contrabandista.

—¡Todavía no he terminado!

—¿Ah, no?

—No. Cuando se marcharon, pregunté a Paloma por su madre y el médico me dijo que había sufrido una apoplejía, que era muy grave. Tanto que se murió al día siguiente y la enterraron el dos de septiembre.

Guardé silencio. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en aquellos dos meses! Mi vida y sus circunstancias habían dado un giro de ciento ochenta grados.

—¿Estuviste en el entierro?

—Sí. Micaela vino a la fonda a avisarme. Había mucha gente en la iglesia, pero poca en el cementerio y decidí acompañar a Paloma al camposanto.

—¿Fue ella al cementerio? —pregunté extrañado, porque no era costumbre que las mujeres acompañaran a los difuntos en su último recorrido. Eso era cosa de hombres.

—Sí, y también Micaela. Paloma tiene coraje. ¡Si la hubieras visto en el funeral! Sólo cuando taparon el nicho rompió a llorar y se abrazó a Micaela. —Ignés se quedó mirándome a los ojos—. Ahora voy a decirte algo que no debes echar en saco roto.

—¿Qué?

—No se te ocurra dejar escapar a esa mujer por nada del mundo. —Ignés sacó del bolsillo de su chaqueta un sobre marrón—. Aquí tienes los recibos de la deuda, el acta del notario y los treinta y cuatro duros que sobraron.

Se me hizo un nudo en la garganta. En París, cuando no llegaba respuesta a mi telegrama, llegué a dudar de su integridad. Jamás me lo perdonaría. De un trago vacié mi copa de aguardiente.

—¿Y Crisanto Mondéjar?

—¡Ésa sí que es buena! Según me contó Micaela, fue a avisar al médico cuando a doña Rosario le dio el patatús; desde entonces no se le ha visto el pelo.

—¿Has vuelto por la casa?

—Varias veces. La última, hace tres días.

Dejé unas monedas sobre la mesa y le dije a Ignés:

—¿Me acompañas?

Remató su aguardiente y se puso de pie sin preguntar. Sabía adónde íbamos.