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Conseguir un billete de tren para Burdeos era una quimera. Con muchas dificultades adquirí uno que me llevaría hasta Orleans, cuya salida estaba prevista para las siete de la tarde del día siguiente. En Chartres tampoco funcionaba el telégrafo, por lo que mi deseo de dar cuenta a don Felipe de mi salida de París fue imposible. En cierto modo no me preocupó, lo reducido de mis fondos no daba para muchas alegrías.

El viaje hasta Orleans se retrasó ocho horas, pero pude llegar y lo que era más importante: logré billete para las diez de la mañana del día siguiente con destino a Burdeos, aunque en la Société Nationale des Chemins de Fer no garantizaban ni horarios ni itinerarios. Todo se alteraba según las necesidades de la guerra y las autoridades, sin previo aviso, cambiaban los trenes por razones militares. Mi dinero había menguado a tal velocidad que, después de pagar un billete en segunda clase y abonar el alojamiento por una noche, todo mi capital se reducía a ochenta y siete francos. Con tan escaso capital decidí ahorrarme el dinero de un telegrama anunciando a don Felipe mi regreso.

Respiré tranquilo cuando el tren arrancó con apenas diez minutos de retraso y en dirección a Burdeos. En Tours, a dos horas de camino, hicimos la primera parada en una estación abarrotada de soldados con los característicos uniformes —azul y rojo— de la infantería francesa. Anunciaron que allí estaríamos una hora. Pero cuando habían pasado más de dos empecé a temerme lo peor. La gente, sin embargo, no parecía preocupada: charlaba, bostezaba, comía, hacía comentarios o bajaba al andén para subir al cabo de unos minutos. El único que, de vez en cuando, mascullaba una protesta era un anciano que culpaba a los prusianos de aquel desbarajuste.

—¡La culpa de todo esto la tienen los boches!

Algunas personas asentían.

Un señor que acababa de subir del andén hizo un anuncio extraordinario:

—Dicen que van a bajarnos. Este tren regresa a Orleans para traer al gobierno que va a instalarse aquí, en Tours.

—¡Eso son chismes! ¡El gobierno está en París y los boches no dejan salir ni a las ratas! —exclamó el anciano.

—No lo crea —intervino un individuo que no se separaba de su maletín—. Dicen que alguna gente sale en globo aerostático y que el gobierno va a abandonar París por ese procedimiento. En la capital la situación es insostenible.

—¡Bah! ¡Paparruchas! ¡Salir de París en globo!

—Disculpe, monsieur, no son paparruchas —tercié en la conversación

—¡Ah!, ¿no? —El viejo puso cara de incrédulo—. Y usted ¿cómo lo sabe?

—Salí de París hace dos días por ese procedimiento. A las tres horas estaba en Chartres.

En el vagón se hizo tal silencio que la voz del revisor anunciando que el tren reanudaba su marcha con destino a Burdeos se escuchó con toda claridad. Varias personas me pidieron información acerca de cómo estaba París y durante más de dos horas di toda clase de detalles sobre la situación de la capital y respondí a sus preguntas.

Llegué a Burdeos al filo de la medianoche y preferí quedarme en un banco de la estación en lugar de buscar un alojamiento —ahorraría algunos francos—; allí aguardé a que abrieran el despacho de billetes con la esperanza de conseguir pasaje en algún tren con destino a Bayona. Pude observar que los ecos de la guerra allí sonaban lejanos. Lo deduje del aspecto que ofrecía su enorme estación, prácticamente vacía, en contraste con las masas humanas que se apiñaban en las de Chartres, Orleans y Tours.

Sentado en el incómodo banco di numerosas cabezadas de las que me despertaba agitado para volver a caer muy pronto en la somnolencia. Entre cabezada y cabezada, los fantasmas se apoderaban de mi mente reproduciendo imágenes del sótano, retazos de las conversaciones con Pedro Gómez o sobre la pertenencia de don Felipe a aquella tenebrosa secta, luego el cansancio y el sueño la dejaban sumida en una nebulosa. En los momentos de mayor lucidez de aquella larga noche, no dejaba de preguntarme por el silencio de Ignés y qué podía haber ocurrido con la hipoteca.

Pasadas las siete de la mañana me desperté sobresaltado por un pitido que anunciaba la entrada en la estación del primer tren de la mañana. Fue como si un mecanismo lo pusiera todo en movimiento: surgieron los mozos con sus carrillos, aparecieron viajeros que bajaban del tren y otros dispuestos a tomarlo. Por fin se abrieron los despachos de billetes y pregunté por el primer tren hacia Bayona. Compré uno de segunda clase sin problemas y me sorprendió que el tren partiera con puntualidad: salió a las cuatro e hizo el trayecto en seis horas, un tiempo similar al empleado en mi viaje de ida. Llegué a mi destino ya de noche y busqué alojamiento. Lo encontré en una pequeña posada cercana a la catedral de Santa María. Cené bien por un precio módico y pude asearme como no había tenido ocasión de hacerlo en varios días. El posadero me explicó que por Bayona pululaban muchos exiliados políticos españoles y que algunos se alojaban en su establecimiento. Me extrañó porque desde la Gloriosa no había en España exiliados por razones políticas.

—Hace poco se ha marchado un grupo que ha estado varias semanas. Constituyeron una sociedad que bautizaron como La Internacional.

—Eso suena a socialista.

—No me pareció que lo fueran.

—¿Con qué objeto la fundaron? —pregunté por no parecer grosero, aquella historia de exiliados no me interesaba lo más mínimo.

—No sabría decirle. La voz cantante la llevaba un riojano llamado José López. Decía que el futuro estaba en el hijo de Louis-Philippe y que había que apostar por él. Estuvo unos días fuera, creo que viajó a Madrid y regresó con otra persona que no se alojó en mi casa, pero sé que era partidario del pretendiente carlista. ¡Los carlistas refugiados en Bayona fueron una legión en otro tiempo! —exclamó el posadero como si añorase aquella época—. Yo era un muchacho cuando en el año cuarenta llenaban la posada, recuerdo que entre ellos discutían con mucha violencia.

Me retiré temprano y dormí a pierna suelta en un lecho blando y limpio. Al día siguiente hice en diligencia el trayecto hasta Irún, adonde llegué a la una de la tarde con treinta y tres francos en el bolsillo. Los cambié en una casa de banca y me entregaron casi treinta duros, tendría lo justo para llegar a Madrid. Viajé en segunda a Zaragoza, adonde llegué con dos horas de retraso. Dormí en una mala posada, al no poder encontrar nada mejor. La ciudad estaba a rebosar con los festejos a la Virgen del Pilar. A las ocho de la mañana siguiente emprendí viaje a Madrid. Duró más de nueve horas.