27

Cuando decidí abandonar París era demasiado tarde. Los prusianos ya habían cerrado su tenaza y nadie podía entrar ni salir sin grave riesgo de su vida. En las calles las proclamas de fervor patriótico se mezclaban con el miedo y las actitudes de derrotismo. Si las primeras eran soflamas gritadas a los cuatro vientos, las segundas quedaban en rumores sordos y apagados. La gente se horrorizó cuando los primeros obuses enemigos cayeron sobre la ciudad. Eran pocos los lugares que quedaban fuera del alcance de la poderosa artillería prusiana. Había sido un estúpido al permanecer en la ciudad más allá de lo recomendable y ahora corría el riesgo de perder la vida. Por si todo eso no fuera suficiente para desesperarse, mi presencia allí carecía ya de sentido. La víspera los prusianos habían cortado las líneas del telégrafo, por lo que no podía mandar noticias acerca de cómo se vivía el asedio. Si tenía una posibilidad de abandonar París, estaba en la carta para nuestro embajador. Tal vez podría gestionar mi salida sin grave peligro.

Llegué a nuestra legación escuchando el estruendo de un duelo artillero que llegaba desde la zona de Saint-Denis. Me abrió la puerta un conserje poco hospitalario.

—¿Qué desea?

—Necesito hablar con el señor embajador.

—¿Tiene cita?

—No, señor.

—Entonces, me temo…

—¿Quién llama? —preguntó un joven caballero que apareció en el vestíbulo.

—Una persona desea hablar con Su Excelencia.

El caballero se acercó. Gastaba bigote y perilla, tenía media melena de pelo negro y lacio, y la mirada muy viva.

—Me temo que no va a ser posible, señor.

—Puedo esperar, si el señor embajador está ocupado.

—Lo siento mucho. Pero no puede recibirlo.

—Debo entregar una carta a don Salustiano —exageré con solemnidad.

—¿Cuál es su nombre, caballero?

—Fernando Besora. Soy el corresponsal en París de La Iberia.

—¿Usted es Besora?

—Para servirle. —Le ofrecí mi mano, que estrechó con cordialidad.

—¡Sus crónicas son magníficas! Permítame presentarme, mi nombre es Francisco Javier Cortesse. Soy el secretario de la embajada.

—Es un placer.

Se hizo a un lado y me invitó a pasar.

—Acompáñeme al gabinete, por favor.

Entrábamos en un despacho lujosamente amueblado cuando la explosión de un obús cercano lo sacudió todo. La alfombra que tapizaba el suelo era tan mullida que los zapatos se hundían en ella. Los muebles eran de estilo rococó y había dos grandes retratos de cuerpo entero de Carlos I y Felipe II, pintados por Juan Pantoja de la Cruz, según se indicaba al pie del marco. Cortesse me invitó a sentarme y me ofreció un cigarro de una caja de taracea granadina.

—¿Fuma?

—Gracias, lo hago en pipa. —Saqué mi cachimba—. Si no le molesta…

—Por favor, siéntase como en su casa. Al fin y al cabo ésta es la de los españoles que estamos en París.

—Muy amable.

Nos acomodamos en unos sillones tapizados en cuero y encendí mi cachimba.

—Lamento comunicarle que don Salustiano está en Madrid.

Olózaga había sido mucho más listo que yo y había puesto tierra de por medio con la suficiente antelación. Le expliqué que el motivo de mi visita a don Salustiano, para quien tenía una carta de recomendación, estaba relacionado con mi deseo de salir de París, bajo protección diplomática.

—Lamento decirle que, en estas circunstancias, es casi imposible. En cualquier caso, si hubiera alguna posibilidad, se lo haría saber.

Sus palabras me sonaron a cortesía, pero dejé mi dirección. Apenas puse los pies en la calle una nueva explosión hizo que me estremeciera.

Las dos semanas siguientes fueron penosas. El asedio prusiano era como un puño de acero que apretaba cada día un poco más. Apenas se encontraba comida en las tiendas y el pan estaba racionado. En el mercado negro podían obtenerse algunos comestibles, pero a un precio escandaloso. Había más de ochocientas mil personas atrapadas en la ciudad, según se decía, aunque la cifra verdadera nadie la conocía con exactitud. El valor de algunos batallones de infantería y el arrojo de las milicias organizadas a toda prisa habían hecho fracasar los primeros intentos prusianos de romper las defensas en varios puntos. Los muertos y heridos se contaban por millares. El Estado Mayor prusiano decidió rendir París por hambre y agotamiento.

Entraban algunas provisiones y medicinas, en partidas muy pequeñas, que algunos intrépidos lograban introducir a través de las filas prusianas, incluso utilizaban las redes de alcantarillado y viejos pasadizos subterráneos. Los hospitales rebosaban de heridos, los médicos no daban abasto para atenderlos y empezaban a escasear los medicamentos. Mucha gente había perdido sus casas por los bombardeos de la artillería enemiga que batía zonas concretas durante horas y horas, hasta el punto de que el ruido de las explosiones era como una macabra sinfonía a la que resultaba imposible acostumbrarse.

La virulencia de los debates políticos se había trasladado de la Asamblea Nacional a los cafés y a los restaurants. Apenas servían comida y bebida, pero se discutía con pasión. Anarquistas y socialistas se enfrentaban dialécticamente y en ocasiones se organizaban verdaderas trifulcas. El profesor Michel, a quien ahora se tenía gran respeto y consideración, me introdujo en aquellos círculos de ideas avanzadas donde se hablaba de anular la propiedad privada, de la desaparición de los poderes del Estado y de la organización de la sociedad desde las propias masas populares. Si yo quería escribir una novela, a mi alrededor tenía material más que suficiente para hacerlo. A falta de otra actividad, anotaba en mis cuadernos ideas, conceptos, detalles e impresiones. Así pasaban los días, angustiosos e inciertos, que en mi caso no estaban dictados sólo por la grave situación que se vivía en París.

El 6 de octubre, apenas terminado mi frugal desayuno —un trozo de queso y un pequeño bollo de pan que me había costado medio franco—, sonaron unos golpes en la puerta de mi habitación que encogieron mi debilitado estómago. En los últimos días circulaban rumores de detenciones de sospechosos de colaboración con el enemigo. Por todas partes se querían ver espías de los boches. Mi nombre figuraba en las listas de la policía, aunque no tenía relación alguna con los prusianos. Recogí los restos de mis provisiones, tan escasas que apenas darían para un par de días más y pregunté, antes de abrir:

—¿Quién llama?

Monsieur Basora, soy Étienne, de la recepción, ¿puede abrirme? Un señor pregunta por usted. Dice que es de la embajada de España.

—Un momento.

Cambié mi chaleco de lana —me lo ponía para estar más cómodo y combatir el frío que ya había hecho acto de presencia en París— por la levita y me encontré con el portero de la embajada. Me entregó una carta.

—El señor secretario me ha dicho que, si accede, lo acompañe a la legación.

—¿Si accedo a qué?

—No lo sé, señor. Es lo que me ha dicho el secretario.

Abrí la carta y leí un escueto texto:

Si desea abandonar París, tenemos la posibilidad de facilitarle un medio. El precio es elevado, pero ofrece garantías. Si está interesado, acompañe a la persona que le ha entregado esta carta. La salida está prevista para mañana a primera hora.

Atentamente,

FRANCISCO JAVIER CORTESSE

No lo dudé. Me guardé la carta en el bolsillo y dije al portero que esperase un momento. Caminé hacia la embajada pensando en qué podía consistir la propuesta de Cortesse y decidí arriesgar con tal de salir de París y regresar a Madrid. Lo que más me preocupaba era su alusión a lo elevado del precio. Mi bolsa había menguado tanto que apenas disponía de setecientos francos. Era una suma elevada en condiciones normales, pero en las circunstancias que se vivían en París pocas cosas eran normales. Me imaginé arrastrándome por las alcantarillas, cruzando de noche las líneas del ejército sitiador, saliendo por un lugar oculto que los prusianos no controlaban o deslizándome por un pasadizo subterráneo con salida al otro lado de sus líneas.

El barón Haussmann había destruido buena parte del París medieval, pero en la guía que me recomendó Zola se indicaba que las modificaciones se habían producido en la superficie y que había una ciudad bajo tierra llena de recuerdos históricos. Cuando llegamos a la embajada, estaba convencido de que la salida era un pasadizo subterráneo, si tenía dinero para pagar a quienes habían organizado aquella vía de escape. El portero me condujo hasta el mismo gabinete de la vez anterior. El secretario estaba escribiendo.

—Encantado de volver a verlo, don Fernando. —Soltó la pluma, se levantó y me estrechó la mano—. Veo que está interesado en lo que le indico en la carta.

—Mi mayor deseo es salir de París. Aquí nada tengo que hacer con las líneas telegráficas cortadas y, la verdad sea dicha, nada se me ha perdido en esta guerra.

—Conociendo su interés por abandonar la ciudad, me he permitido molestarle.

—¡Por favor, don Javier, ha alumbrado un destello de esperanza!

—¡Póngase cómodo! ¿Ha oído hablar de los globos aerostáticos?

—Por supuesto.

—Aquí, en París, los llaman globos Montgolfier en recuerdo al apellido de los hermanos que volaron el primero hace casi un siglo. Ayer varias personas fueron evacuadas en un globo Montgolfier. Salió de un embarcadero del Sena y en pocos segundos alcanzó la altura suficiente para quedar fuera del alcance de las baterías prusianas. Superan fácilmente los quinientos metros de altura.

Jamás hubiera imaginado que ésa era la fórmula para salir de París.

—Supongo que hay cierta exposición al fuego de los prusianos.

—Un tiempo muy reducido. El globo gana altura verticalmente y se sitúa lejos del alcance de los disparos. Por otra parte, se trata de un objetivo relativamente pequeño que además está en movimiento, lo que dificulta el disparo de los artilleros, quienes ignoran el lugar y el momento en que parte. Como le he dicho en la carta, las probabilidades de éxito son muy elevadas. Mañana saldrán cuatro globos, será poco después del amanecer. ¿Está interesado? Lo organiza una empresa de Chartres. Siempre hay gente que saca provecho a las circunstancias más difíciles. ¿Qué me dice? ¿Está dispuesto? Hemos reservado una plaza en uno de esos globos, pero hemos de asegurarla antes de las seis de la tarde; de ahí las prisas.

—Estoy de acuerdo, pero… ¿cuánto es el precio… el precio del viaje?

—Como le he anticipado, la cifra es elevada. Un globo transporta pocas personas.

—¿Cuánto? Por favor. Tengo algún dinero, pero no sé si será suficiente.

—Nos piden quinientos francos. —Resoplé y Cortesse interpretó mi gesto como un problema para afrontar la suma por lo que añadió antes de que aceptase—: Podemos conseguir una rebaja del veinte por ciento, si abonamos el importe antes del mediodía.

Dudé, pensando si prestaba ayuda a un conciudadano o hacía negocio a su costa. En cualquier caso, estaba facilitándome la salida de París. El riesgo parecía escaso y podía pagar el precio. Si la rebaja era del veinte por ciento, después de pagar los dos días de hotel que tenía pendientes, me quedarían algo más de doscientos francos.

—Antes quiero saber dónde me dejará el globo.

—En Chartres. Hay unos cien kilómetros en línea recta.

—¿Cuánto puede durar el viaje?

—No sabría decirle, supongo que dependerá del viento.

—¿Existe la posibilidad de que nos arrastre a territorio ocupado por los prusianos?

—No lo sé.

Las garantías eran menores de las indicadas en la carta, lo que me ratificó que Cortesse tenía intereses en el asunto, pero no me importó.

—Acepto. ¿Le entrego a usted el dinero o lo llevo al lugar que me indique?

—¡No se moleste! Entréguenos el dinero y nosotros nos encargamos de todo. Usted prepare su equipaje. Sólo se admite una bolsa de mano o una mochila. Aguardará en su hotel a que le comunique la hora y el lugar exacto del que saldrá su globo.

—¿No salen los cuatro del mismo sitio?

—No, así se disminuyen los riesgos.

Le entregué cuatrocientos francos y me despedí con un apretón de manos.

Metí en una mochila, que compré en un bazar de la rue de la Paix, todo lo que pude. Mis papeles, la guía de París y Thérèse Raquin, cuya lectura había disfrutado por dos veces. La mitad de mi ropa interior, tres camisas, dos pares de pantalones, el par de botines que llevaba de repuesto y una levita que enrollé y aseguré con las correas en la parte superior de la mochila. En uno de los bolsillos laterales guardé las provisiones que me quedaban. Me dejaba atrás la maleta con otra levita, varias camisas, otros dos pares de pantalones y una de mis chisteras. Decidí ofrecerle la ropa al profesor Michel. Cargué con todo ello hasta la buhardilla donde malvivía, en un callejón del Barrio Latino. Aceptó encantado y se despidió de mí con lágrimas en los ojos.

La tarde se me hizo insoportable, esperando unas noticias que no llegaban. A las siete y media, muy nervioso, estaba convencido de haber perdido cuatrocientos francos que había entregado inocentemente. No tenía un miserable papel que acreditara la entrega de esa suma. Paseaba por el vestíbulo, pensando que, en unos minutos, entraría en vigor el toque de queda. Un cuarto de hora antes apareció el portero de la embajada. Respiré aliviado. Me entregó un sobre y me susurró al oído:

—Mañana a las siete en la explanada de los Inválidos. Buena suerte.

Veinte minutos antes de la hora fijada llegué al lugar. Efectivamente, había un globo aerostático al que insuflaban aire caliente con unos fuelles. Una empalizada provisional y varios matones impedían el acceso a los curiosos allí concentrados. Mostré el papel que me había entregado el portero la víspera y me franquearon el paso. Era el último de los seis pasajeros que ocuparíamos el globo junto a los dos operarios que lo manejarían.

A las ocho y diez minutos, poco después de que el sol hubiera despuntado por el horizonte, soltaron las amarras y recogieron los sacos terreros. El globo se agitó y ganó unos metros, luego durante unos segundos quedó suspendido en el aire, vacilante. Temí que cayese al suelo, pero los operarios arrojaron varios sacos y, poco a poco, ganó altura. La ciudad crecía bajo mis pies conforme se agrandaba mi espacio de visión. Pude ver la Cité en medio del Sena, los barrios que se extendían a sus dos orillas y las líneas de defensa francesa frente a los campamentos de los prusianos. Al tiempo que abarcaba más espacio, todo se hacía más pequeño y perdía en detalles, pero se ampliaba la panorámica de una visión impresionante. Volar en globo era una experiencia que merecía la pena más allá de escapar de la ciudad asediada. Mientras los operarios no paraban de accionar unas manivelas, los pasajeros nos agarrábamos a unas maromas que no debíamos soltar hasta que se nos indicase. Éramos cuatro hombres y dos mujeres y entre nosotros se había impuesto un silencio que nadie nos había pedido.

Hubo un momento en que el globo dejó de ascender y se desplazó hacia el oeste impulsado por una corriente de aire. La temperatura había bajado varios grados.

—¡Si seguimos con viento favorable, en unas tres horas estaremos en Chartres!

París se difuminó hasta desaparecer detrás de una loma. Jamás olvidaría la visión de la ciudad desde aquella altura. Era un espectáculo difícil de describir, aunque yo trataría de hacerlo para los lectores de La Iberia. Ahora veíamos un paisaje donde se sucedían las tierras de cultivo —viñedos muy verdes y parcelas de tonalidades pardas—, con masas boscosas. La riqueza agrícola de Francia estaba a nuestra vista como muy pocos seres humanos habían podido contemplarla. Salpicaban el paisaje pequeñas poblaciones, donde destacaban los campanarios de sus iglesias. La belleza del panorama que se ofrecía ante nuestros ojos compensaba del frío que soportábamos. El viaje se ajustó a las previsiones y tres horas después de haber dejado París, apareció una mancha en el horizonte.

—¡Aquello es Chartres! —exclamó con júbilo uno de los operarios ante la magnífica visión que ofrecía la ciudad—. ¡En pocos minutos tomaremos tierra!

Nos aproximamos lentamente, Chartres era menor que muchos barrios de París. La población se articulaba en torno a su catedral. Una grandiosa edificación que coronaba una colina desde la que se abrían radialmente las calles.

Ateridos de frío, tomamos tierra en un descampado que había junto a un río. Allí me despedí de mis compañeros de viaje y encaminé mis pasos hacia la estación de ferrocarril. Nada me retenía en Francia y estaba ansioso por llegar a Madrid.