26

—¿Monsieur Besora?

—Soy yo. ¿Ocurre algo?

—¿Ha puesto usted este telegrama desde la oficina de Saint-Germain-des-Prés? —El individuo me mostró el texto escrito de mi mano.

—¿Quiénes son ustedes?

—Agentes de la Sécurité.

—¿Pueden demostrármelo?

Intercambiaron una mirada y uno de ellos me enseñó su credencial. Después de repetirme la pregunta, le respondí:

—Es el texto que envié esta mañana a Madrid, a mi periódico.

—¿Puede usted acreditar que es periodista?

—Un momento. —Busqué la credencial en los bolsillos de mi levita y se la mostré a uno de ellos; después de observarla detenidamente, la pasó a su compañero quien, en lugar de devolvérmela, me espetó:

—Tendrá que acompañarnos a la comisaría, monsieur Besora.

—¿Por qué? ¿Se me acusa de algo?

—Acompáñenos —insistió, sin más explicaciones.

—Soy periodista acreditado. No he violado ninguna ley y ese telegrama —señalé el papel que sostenía en su mano— contiene información que es del dominio público.

—¡Acompáñenos! —me exigió gritando.

—¡Están ustedes violando la libertad de imprenta! —le grité yo.

—Estamos en guerra, monsieur; las garantías constitucionales están suspendidas. Además, usted no está detenido —y añadió con sorna—: al menos todavía.

—¡Me exigen que les acompañe, sin darme explicaciones!

—¡Si no viene por las buenas, tendrá que hacerlo por las malas!

Los gritos habían atraído la atención de algunas personas y del empleado de recepción. Vi a Michel entre ellos.

—¡Exijo una explicación! ¡Esto es un atropello!

—¡Llámelo como quiera!

Tuve que resignarme. Me encontraba solo en un país extranjero que estaba en guerra y con la policía amenazándome.

—Aguarden un momento, necesito unos minutos para vestirme.

—No se entretenga, no disponemos de toda la tarde.

Cerré la puerta, no tanto para procurarme un poco de intimidad cuanto para coger la carta que llevaba para don Salustiano de Olózaga. Don Felipe había sido muy explícito sobre su utilización, pero estaba claro que la situación era lo suficientemente comprometida como para hacer uso de ella. En una cuartilla pergeñé unas líneas indicando lo que me ocurría y en otro papelillo, unas breves instrucciones para Michel, confiando en que quisiera hacerme el favor de entregar mi llamada de auxilio en la embajada. Recogí las cosas que estaban por medio, me peiné, anudé mi corbata y me puse la levita. Al pasar por el vestíbulo mis esperanzas se desvanecieron: Michel había desaparecido y con él la posibilidad de hacer llegar al embajador mi situación. Supuse que, acusado de anarquista, estaría fichado por la policía y mi amistad no era recomendable. ¡Estaba metido en un lío!

Durante más de una hora compartí con otras personas uno de los incómodos bancos que había en la galería baja de una comisaría en la rue de Rivoli. No paraba de entrar y salir gente. Me fumé una cachimba, pero no aplaqué mis nervios. Un guardia, con aire de superioridad, se paseaba haciendo malabarismos con su porra. Don Felipe no me había advertido de que podía tener problemas con los textos de mis telegramas. Además, yo era un periodista acreditado y estaba cumpliendo con mi trabajo en un país con libertades garantizadas, pero si estaban suspendidas, al declararse el estado de guerra, podían acusarme de traición.

Después de las seis y media, un individuo vestido de paisano salió de una de las muchas puertas que daban a la galería y preguntó a gritos:

—¿Monsieur Besora?

—Soy yo —respondí poniéndome de pie.

—Pase —me ordenó.

Entré en una habitación atestada de expedientes y papeles, y con la atmósfera cargada de humo. Sentado tras una mesa, fumando un cigarrillo, había otro policía.

—¡Siéntese! —ordenó, señalando la única silla libre.

Me senté en el borde de la silla y vi cómo aplastaba, hasta destrozarla, la colilla de su cigarrillo. Rápidamente encendió otro y durante más de diez minutos estuvo hojeando papeles, sin levantar la cabeza. Por fin se dignó hablarme:

—Soy el comisario Ratenau y el motivo…

En aquel momento se escucharon gritos en la galería.

—¡Pierre, a ver qué ocurre ahí fuera! —gritó al individuo que me había llamado, que ocupaba una mesa pequeña en un rincón.

Antes de que Pierre abriera la puerta lo hicieron desde fuera.

—¡Están violando los derechos de ese ciudadano! —gritó un individuo.

—¿Quién es usted? —preguntó el comisario.

—¡El diputado Lefèvre! ¡Están ustedes violando la ley!

Impresionado, miré al hombre que me defendía y, detrás de él, vi aparecer a monsieur Zola y la cabeza bíblica de Michel. ¡El viejo profesor no había desaparecido del hotel por temor a la policía! ¡Había alertado sobre mi detención!

—¡Pierre, saque a monsieur Besora! ¡He de hablar a solas con el diputado!

En la galería había mucho revuelo. Por lo menos una docena de individuos acompañaban a Zola y a Michel; el profesor de historia me guiñó un ojo con complicidad. El displicente guardia que había vigilado mi espera me miraba ahora de otra forma. Permanecí en otra habitación, bajo la silenciosa mirada de Pierre, cerca de media hora, sin que cruzáramos una sola palabra. Me fumé otra cachimba y empezaba a impacientarme cuando apareció el comisario Ratenau. Tenía el gesto avinagrado.

—¡Puede usted marcharse!

Escuché una salva de aplausos, procedente de la galería.

—¿Dónde está mi credencial de periodista?

Ratenau miró a Pierre, que se encogió de hombros.

—¡Búsquela!

Un par de minutos después la tenía en mis manos. Salí a la calle en olor de multitud, rodeado por aquella comitiva que festejaba mi liberación, aunque en la mayoría de sus caras era patente la preocupación. En la rue de Rivoli la luz mortecina de las farolas apenas rompía la oscuridad que ya se había apoderado de París. Michel volvió a guiñarme un ojo cuando Zola me presentó a Lefèvre. El diputado tenía prisa. Le agradecí su gestión, a la que quitó importancia, al tiempo que se ponía a mi disposición mientras permaneciera en París y me entregó su tarjeta. Llamó mi atención la gravedad de su semblante, se marchó seguido por una corte de acompañantes. Cuando nos quedamos solos Michel, Zola y yo, el autor de Thérèse Raquin propuso ir al café Imperial que estaba cercano.

—Imagino que lo primero que querrá saber es todo lo relativo a nuestra presencia en la comisaría, aunque supongo que algo se barrunta.

—Desde luego.

—El culpable de todo es el profesor Michel que apareció por la redacción de Le Moniteur Universel diciendo que la policía acababa de detenerle y que usted le había dicho que nos conocíamos. Por esa razón acudía a mí. Le pregunté por qué lo habían detenido y me…

—Yo no lo tenía claro —intervino Michel—, pero escuché que los policías aludían a un telegrama. Vi cómo le mostraban el impreso.

—Debe saber que el periódico para el que escribo se honra con algunas colaboraciones del profesor Michel. Dedujimos que su detención la habría provocado alguna información enviada a su periódico. Buscábamos la forma de ayudarle cuando el destino vino en nuestra ayuda.

—¿Qué quiere decir?

—Apareció por la redacción el diputado Armand Lefèvre.

—Es un brioso defensor de las libertades ciudadanas —añadió Michel que estaba dando cuenta de la mayor parte de las pastas que nos habían servido con los cafés.

—Al enterarse de lo ocurrido —prosiguió Zola—, se lo tomó como algo personal y decidimos venir para protestar por la violación de sus derechos. Michel acertó al señalar que lo habrían traído a la comisaría de la rue de Rivoli por ser la más cercana. Se nos sumó un grupo de compañeros de la redacción. El resto ya lo conoce. Lefèvre irrumpió en el despacho del comisario y han mantenido una fuerte discusión.

—En su libertad han influido también las últimas noticias —señaló Michel.

—¿Qué noticias? —pregunté mirándolos alternativamente.

—Esta mañana el propio Napoleón ha ordenado un ataque para romper el cerco en Sedán. Ha sido un fracaso —comentó Zola muy afectado.

—Llegan noticias de que la derrota ha sido total —sentenció Michel—. Los muertos se cuentan por miles.

—¿Cuándo se ha sabido?

—A primera hora de la tarde. Pero todo es aún muy confuso.

—¿Tan grave ha sido?

—Al parecer, más de lo que podamos imaginarnos.

Me emocionó que en aquellas circunstancias Zola lo dejara todo por auxiliarme.

—¿Les importaría contarme lo que se sabe?

—Esta mañana —señaló Zola— Napoleón ordenó a sus generales romper el asedio, pero no ha sido posible y las bajas son enormes en nuestras filas. Se habla de cerca de veinte mil entre muertos y heridos y una cifra aún mayor de prisioneros.

—¿Quiere decir que el ejército imperial ha perdido cuarenta mil hombres?

—Es posible que esa cifra vaya en aumento cuando se concreten los rumores —respondió Michel—. ¿Se imagina cómo estarán miles de familias en estos momentos? Pasarán muchos días antes de saber quiénes han perdido la vida, están heridos o prisioneros de los prusianos. —Vi cómo se le saltaban las lágrimas—. El ejército de Bazaine está aislado en Metz, metido en una ratonera, y los que han acudido para sacarlo de allí han fracasado. Eran más de doscientos batallones de infantería, cerca de un centenar de escuadrones de caballería y más de medio millar de piezas de artillería.

—¡Dios mío! ¿Eso es lo que han destrozado los prusianos en Sedán?

Me bastó ver la mirada de aquellos dos hombres para conocer la respuesta. Si se confirmaban las noticias, aquello era un desastre sin paliativos. Los vi tan abatidos que me costó trabajo preguntarles su opinión acerca de lo que podía ocurrir a partir de aquel momento. Fue Zola quien me contestó:

—Si se confirman los rumores y me temo que así será, los prusianos avanzarán sobre París con medio millón de soldados de infantería y más de mil cañones.

—¿Podrá resistir?

Zola, con la cabeza gacha, meditó la respuesta.

—Los ejércitos imperiales han mostrado su ineptitud y las carencias de este imperio que sólo tiene fachada. ¡Pero Francia resistirá! —exclamó con orgullo—. ¡Le aseguro, monsieur Besora, que a los prusianos no les resultará fácil entrar en París!

—Pero si el emperador cae prisionero…

—¡No sería la primera vez que proclamásemos la República!

Las palabras de Émile Zola resultaron proféticas. A lo largo de la tarde del día siguiente se confirmaron los peores augurios. Napoleón III se había rendido en Sedán. En París la tensión contenida se desbordó. Aguardé hasta el último momento, por si se producía alguna novedad, antes de poner un nuevo telegrama.

GRAVE DERROTA FRANCESA EN SEDÁN STOP BAJAS MUY NUMEROSAS STOP NAPOLEÓN PRISIONERO STOP CIEN MIL SOLDADOS FRANCESES APRESADOS STOP GENERAL BAZAINE ASEDIADO EN METZ STOP NADA FRENA AVANCE PRUSIANO SOBRE PARÍS STOP CIUDAD CONMOCIONADA STOP PROTESTAS CALLEJERAS NO ESTUDIANTILES STOP REUNIÓN URGENTE GOBIERNO STOP REUNIÓN ASAMBLEA NACIONAL STOP SE ESPERAN GRANDES NOVEDADES STOP SALUDOS STOP BESORA

Aquella noche dormí mal. No tenía noticias de Ignés y me corroía la incertidumbre. Estaba más inquieto que antes de ponerle el telegrama porque ante la falta de respuesta barruntaba negros nubarrones. También me angustiaba pensar que la policía llamase de nuevo a mi puerta, aunque el texto de mi telegrama eran noticias del dominio público. Los fantasmas no dejaban de dar vueltas alrededor de mi lecho. Estaba convencido de que doña Rosario no había conseguido la prórroga de su deuda y dudaba, después de lo ocurrido, que Paloma le hubiera explicado la posibilidad de salvar la situación y que, tragándose su estúpido orgullo, acudiera en busca de Ignés. Otro de los fantasmas tenía relación con las aficiones satánicas de Crisanto Mondéjar y don Felipe Clavero. En medio de la noche mis temores se agigantaban y los perfiles de mis problemas se volvían más negros. Me arrepentía de haber aceptado con tanta docilidad venir a París.

Me levanté apenas la luz del amanecer entró por las rendijas de la persiana. Abrí la ventana y me golpeó un silencio espeso que lo envolvía todo. Ni los lecheros ni los panaderos gritaban su mercancía. París había enmudecido. El lejano ladrido de un perro, que no encontró respuesta, me llegó con extraña nitidez, como si fuera lo único que tenía vida en aquella ciudad que rozaba el millón de habitantes. Me lavé pensando que en París podía suceder cualquier cosa, incluso que las autoridades cerraran las oficinas de telégrafos para controlar las comunicaciones, con lo que mi presencia allí carecería de sentido. Desayuné y salí a la calle pasadas las nueve. Me fui directamente a la Asamblea Nacional caminando por unas calles poco concurridas, muchos comercios tenían sus puertas cerradas. Los parisinos rumiaban en la intimidad la grave derrota de su ejército. A llegar a la place de la Concordia vi que al otro lado del Sena había mucho movimiento. Aceleré el paso y me encontré con que en la levantisca orilla izquierda se habían iniciado las protestas. Escuché gritos contra el emperador y contra «la Española», como muchos franceses motejaban despectivamente a Eugenia de Montijo. Me la imaginé en la soledad del enorme palacio de las Tullerías, abrumada por la humillante derrota de su esposo, ahora prisionero del enemigo. Como en tiempos de Luis XVI con María Antonieta, los franceses buscaban un chivo expiatorio extranjero.

Crucé el puente comprobando, una vez más, que en París había dos ciudades separadas por el Sena. Su orilla derecha —al menos la zona de los grandes boulevards—, aristocrática y burguesa, ligada a los fastos del Segundo Imperio, estaba asustada y encerrada ante el curso de los acontecimientos. Su orilla izquierda, más popular, representaba a la Francia que había aportado la fuerza de choque destrozada por los cañones prusianos, rendida en Sedán o encerrada en Metz, acosada por el enemigo, y se mostraba inquieta y agitada. Me acerqué al diputado Lefèvre y me saludó con un afectuoso apretón de manos.

—Veo que algunos profesan poca simpatía por mi compatriota.

—¿Cómo dice?

—Escucho gritos contra la emperatriz.

—¡Ah! Eugenia de Montijo. Algunos siempre buscan culpables en el exterior y ella es lo que tienen más a mano.

Traté de aprovechar el momento.

—¿Cómo evolucionarán los acontecimientos en los próximos días?

—¡Querrá decir en las próximas horas! —exclamó enarcando las cejas—. Dé por seguro que el Segundo Imperio ha muerto. Era la obra personal de Luis Napoleón y ahora está prisionero de los prusianos. Vamos a solicitar a la Asamblea la creación de una Junta de Defensa Nacional. Si el enemigo cree que ha ganado la guerra, está equivocado.

—¿Quién presidirá esa Junta?

En sus labios se dibujó una sonrisa.

Mon ami! ¡Todavía no la hemos aprobado! Si deseaba una noticia, ya la tiene. ¡Comuníquela a su periódico! ¿Le parece poco anunciar la caída del Segundo Imperio?

Tenía razón. Por aquella noticia muchos periodistas habrían matado. Corrí hasta la oficina de telégrafos de Saint-Germain-des-Prés y llegué justo a tiempo. Poco después de salir, una patrulla de soldados se hacía cargo del telégrafo y otras colocaban bandos anunciando el toque de queda desde las ocho de la tarde hasta las siete de la mañana.

El 4 de septiembre, tal y como me había anunciado Lefèvre, la Asamblea Nacional declaró abolido el Segundo Imperio y proclamó la III República. Miles de parisinos —hombres y mujeres— se echaron a la calle en una explosión de patriotismo popular. La gente enarbolaba banderas tricolores sin los distintivos imperiales. Era como si sólo con proclamar la República fuera a cambiar el curso de la guerra, cuando la realidad era que los batallones prusianos avanzaban sin resistencia hacia París. La Junta de Defensa Nacional sería presidida por Léon Gambetta. Se mantuvo el toque de queda, al sospecharse que había numerosos agentes enemigos infiltrados en la ciudad. El flamante gobierno permitió a los periodistas extranjeros, debidamente acreditados, utilizar una oficina de telégrafos para enviar sus textos, siempre que su contenido no revelase información que pudiera beneficiar al enemigo. En la calle imperaba un alegre desorden que no había provocado incidentes de consideración, salvo en la place Vendôme donde la columna sobre la que descansaba la efigie del mariscal de Luis XIV había sido derribada. Los comercios, en su mayor parte, estaban cerrados.

A pesar de ser consciente de vivir un momento histórico y de ser testigo de sucesos trascendentales, el seguir sin noticias de Ignés hacía que mi mayor deseo fuera hacer el equipaje y salir para Madrid a toda prisa.

Los días siguientes fueron pródigos en acontecimientos. Los prusianos avanzaban sobre París y el nuevo gobierno tenía dificultades para ser aceptado internacionalmente. Los periódicos recogieron con gran tipografía el reconocimiento de Estados Unidos, de Suiza y de Italia. Las dos primeras por tratarse de repúblicas, el gobierno italiano porque Napoleón III había sido el principal obstáculo para invadir los Estados Pontificios y completar la unificación de su territorio.

Después de casi veinte días en París mis francos se habían reducido considerablemente y observaba cómo los precios subían de un día para otro. La gente acaparaba alimentos y los comerciantes se aprovechaban. Si los prusianos cerraban el cerco sobre la ciudad, las cosas se pondrían muy feas. Compré alguna comida —medio queso, dos libras de carne seca y una de bacalao, dos tabletas de chocolate y dos botellas de vino— en previsión de una escasez anunciada. Pagué veintiocho francos cuando tres o cuatro días antes no me habría costado la mitad.

En mi telegrama del día 10 indiqué la conveniencia de salir de la ciudad antes de que los prusianos la cercaran. Pedí a don Felipe una respuesta a mi propuesta. Pasé casi todo el día con el profesor Michel, quien me ilustró sobre varias obras maestras del Louvre. Almorzamos juntos y comentamos algunos aspectos de la política francesa que analizó con lucidez. Regresé al hotel a media tarde y, al verme entrar, el recepcionista me hizo una seña.

—¡Monsieur Besora! Ha llegado esto para usted.

—Muchas gracias.

Me entregó un telegrama y sentí golpear en mi pecho los latidos de mi corazón. No sabía qué respuesta, de las dos que esperaba, deseaba más. Si tener noticias de Ignés o que don Felipe aceptara mi propuesta de abandonar París. Acelerado, miré el remite. El telegrama era del director de La Iberia.

ACONTECIMIENTOS RECOMIENDAN PERMANEZCA EN PARÍS STOP SUS CRÓNICAS LEVANTAN GRANDES ELOGIOS STOP SÓLO REGRESE ANTE SITUACIÓN INSOSTENIBLE STOP ENHORABUENA MAGNÍFICO TRABAJO STOP SALUDOS STOP CLAVERO

Me quedé estupefacto. El muy zorro me pasaba la mano por el lomo, elogiando mi trabajo; rechazaba con elegancia mi petición, aludiendo a la importancia de los acontecimientos, y dejaba a mi responsabilidad decidir si abandonaba una ciudad cuya temperatura emocional subía varios grados cada día. Las noticias que llegaban eran pésimas: los prusianos ya se habían apoderado de Estrasburgo y sus avanzadillas estaban a pocas leguas de París, sin obstáculos para detener su avance. En cuestión de días, la ciudad quedaría aislada, los obuses de su artillería empezarían a caer sobre ella y abandonarla sería una peligrosa aventura. ¿Cuándo se convertiría en insostenible la situación? ¿Deseaba don Felipe, después de exprimirme periodísticamente, que una bomba prusiana silenciara a un molesto moscardón?

Decidí permanecer unos días más. Mis escuetos textos se referían a la situación en la ciudad, donde se levantaban barricadas y parapetos en el cinturón externo, utilizándose el adoquinado de las calles, sacos terreros, troncos de árboles y todo lo que podía taponar las entradas a París. Se alistó a todos los mayores de dieciocho años y menores de cincuenta, a quienes se daba instrucción militar en las grandes explanadas que había delante de los Inválidos y en el Campo de Marte. El fárrago de la gente que llegaba a París en busca de refugio, procedente de los alrededores, se mezclaba con quienes tenían posibilidades de alejarse de la capital hacia el oeste, hacia Bretaña y Normandía. A pesar de las severas disposiciones dictadas sobre los precios y el acaparamiento de víveres, conseguir comida se había convertido en una odisea, todo estaba por las nubes y las tiendas desabastecidas. Lo que funcionaba era el mercado negro. Ignés, cuyo silencio me resultaba sospechoso, se habría movido allí como pez en el agua. Reservé la comida que había adquirido y me alimentaba con el estoicismo propio de un tiempo en el que la carestía y la escasez extendían sus negras alas.