Lo primero que hice, al salir de San Ginés, antes de sacar los billetes —el mejor trayecto, según los papeles de don Felipe, era tomar el tren a Zaragoza y luego llegar a la frontera con Francia por Irún—, fue buscar a Ignés. Lo encontré saliendo de la fonda. Nos fundimos en un abrazo.
—¡Fernandito, qué alegría! ¿Cuándo has regresado?
—Ayer, pero me marcho mañana.
—¿Adónde?
—A París.
Se quedó mirándome con aquellos ojos garzos que rompían la dureza de la mirada de un hombre que había vivido en el filo de la navaja y al margen de la ley.
—En estos momentos no es un sitio muy recomendable.
—Voy precisamente por eso. Mi periódico quiere información fresca de la guerra y cómo la están viviendo los parisinos. Mi director apuesta porque en París van a ocurrir cosas importantes.
—¿Te ha pedido que vayas para mandar información?
—Exacto.
—Pues no sé si te han puesto unos galones o te han dado una patada en el culo.
Ignés sólo sabía leer, escribir y las cuatro reglas, pero lo había forjado la universidad de la vida. Era listo, muy listo. Las cazaba al vuelo.
—¿Por qué dice eso?
—Está claro que te has convertido en una pieza clave en La Iberia y lo demuestra que a París no pueden enviar a cualquiera; eso significa que tienes galones en tu periódico. Pero no te olvides del peligro; a lo mejor alguien está interesado en que un obús prusiano te haga la puñeta.
Me quedé mudo. Ignés desconocía la vinculación de don Felipe con los satanistas. Me propuso tomar una copita en los Ángeles:
—Vamos a matar el gusanillo.
Nos acomodamos en una mesa y le entregué sus barretinas.
—¡Son excelentes! ¿Cuánto te debo?
—Regalo de su amigo Fernandito Besora. —Tuve que insistir porque decía que eran un encargo—. Las dos libras de cera también han ardido a los pies de la Misericordia.
—Pase lo de las barretinas, pero la cera tengo que pagarla. ¡Es una promesa!
El argumento era consistente. En mi casa decían que las promesas había de cumplirlas quien las hacía. Admití los seis reales para que quedara cumplida.
—Esa gente sigue reuniéndose —comentó después de dar el primer sorbo a su aguardiente.
—¡No me diga que los está vigilando!
—Por la noche no tengo otra cosa que hacer, salvo que me acuerde de las tetas de la Afrodisia.
—¡Tenga mucho cuidado! Si lo descubren…
Me miró burlón.
—¿Tú crees? ¿Después de una vida viviendo del contrabando?
—No se confíe. Ahora quiero que me escuche con mucha atención.
—Siempre lo hago. Pero antes eres tú quien va a hacerme un favor. Sé que soy mayor, pero ¿somos amigos o no?
—Somos amigos. ¿Qué desea?
—Que me tutees. ¿Qué ibas a decirme?
Le expliqué mi relación con Paloma y las dificultades que teníamos. Le conté el compromiso que su madre había cerrado con Crisanto Mondéjar y la razón del mismo, y le dije que había vendido mis derechos en la empresa familiar. Me escuchó en silencio, sin pestañear. Sólo salió de su boca una exclamación cuando le dije:
—Tengo depositados en el Banco de San Fernando más de cincuenta mil duros.
—¡Coño!
—Mañana sacaré veintiocho mil. Es la cifra que adeuda la madre de Paloma. Quiero que venga… que vengas conmigo al banco y te hagas cargo de esa suma.
—¿Yo? ¿Para qué?
—Me he tomado la libertad de decirle a Paloma dónde puede encontrarlo… bueno, encontrarte. La deuda vence el día treinta y uno y me temo que, pese a las promesas de ese Crisanto, su familia no va a hacer frente al pago de esa suma.
—¿Qué tengo que hacer?
—Nada. Esperar a que Paloma o la criada de su casa, que se llama Micaela, aparezcan por la fonda. Si te piden el dinero, dáselo.
—¿Así por las buenas? ¡Los veintiocho mil duros! ¡Tú estás loco, Fernandito!
—No, Ignés. Estoy enamorado.
—Qué viene a ser lo mismo —murmuró entre dientes.
—¿Tienes algún problema para hacerte cargo de esa suma?
—Ninguno. —Se acarició el mentón donde lucía una barba grisácea de tres o cuatro días—. Oye, ¿y si le damos un escarmiento a ese Crisanto?
—Cuando vuelva de París.
El martes 16 de agosto me despedí de Ignés en la estación. Aguardó hasta que el tren se puso en marcha en medio de una densa humareda y el chirriar de los hierros. Agité la mano desde la ventanilla y con dificultad escuché sus palabras de despedida.
—¡Cuídate, tienes que volver para que ajustemos las cuentas a ese Crisanto!
Llegué a Irún al día siguiente a media tarde, después de dar un largo rodeo y hacer varios transbordos. Pernocté en una casa de huéspedes y me informé de las comunicaciones con Bayona, que era la localidad francesa donde cogería un tren a Burdeos, según el programa preparado por don Felipe. Conseguí una plaza en la diligencia que salía al día siguiente a las nueve de la mañana. Con un poco de suerte, podría tomar el tren a Burdeos que salía a las dos y hacía el trayecto en cinco horas.
Me costó trabajo conciliar el sueño, a pesar de que durante el viaje apenas había pegado ojo. Mis pesquisas sobre la secta satánica cobraban una nueva dimensión al descubrir que Crisanto Mondéjar pertenecía a la misma cofradía de malhechores que don Felipe Clavero, quien, posiblemente, la noche que lo vi, no salía del burdel como me dijo. Rendido por la fatiga, mis últimos pensamientos, antes de cerrar los ojos, fueron para Paloma. Me recreé recordando el brillo de sus ojos, la suavidad de sus labios y el abrazo que nos dimos en aquel oscuro rincón de San Ginés.
Arribé a Bayona sin contratiempos y tomé el tren a Burdeos, adonde llegué con algún retraso. Su estación me impresionó. Una enorme estructura de hierro sostenía una cubierta abovedada que recibía la luz por unas grandes cristaleras. En España no había nada parecido. En la ciudad se percibía malestar, pero no por causa de la guerra. En el hotel me explicaron que la razón estaba en una enfermedad que destruía los viñedos, la principal riqueza de la zona. El mal, al que llamaban filoxera, secaba las cepas. Muchos viticultores se habían arruinado y la industria del vino, de la fabricación de toneles y de la elaboración de botellas de vidrio estaba casi paralizada. Anoté en mi cuaderno cuanta información pude recoger, pensando que algún día podría escribir un interesante artículo sobre la filoxera, aunque no tenía noticias de que los viñedos en España sufrieran tan temible enfermedad. El problema había surgido con unas cepas traídas de América.
También circulaba un rumor no confirmado. Los franceses habían sufrido una severa derrota y los restos de su ejército se habían encerrado en Metz, una de las ciudades más importantes de Lorena. Al día siguiente los rumores se confirmaron. Necesité dos días para conseguir un billete hasta París, al estar la mayoría de los trenes destinados al transporte de tropas y pertrechos para el ejército. El día 21 viajé por la ruta que en otro tiempo transitaron los peregrinos que iban a Santiago de Compostela, el recorrido estaba lleno de nombres con resonancias históricas: Poitiers, Tours, Orleans…
La distancia entre Burdeos y París debía cubrirse en unas quince horas, pero se convirtió en una pesadilla. Tardé tres veces más. El tren se detenía continuamente para dejar paso a los convoyes militares, que tenían preferencia. Lo peor de todo era que los viajeros no podíamos alejarnos del tren, detenido en pequeños apeaderos o incluso en medio del campo, porque podía reemprender la marcha en cualquier momento. Compré un ejemplar de Le Moniteur Universel, donde se hablaba de la batalla de Gravelotte y se presentaba como un movimiento táctico del general Bazaine para acogerse a las poderosas defensas de Metz. Comprobé que Alejandro Dumas publicaba por entregas una novela titulada: Hector de Sainte-Hermine.
Llegué a la estación d’Orsay a la caída de la tarde del 23 de agosto y enmudecí ante su grandiosidad; según me dijeron, había otras cinco en París. Tendría unos trescientos metros de largo y más de cincuenta de ancho. En comparación, Atocha era poco más que un apeadero. Había varios cafés, un restaurant, largas hileras de pequeños armarios que se alquilaban por días para dejar los equipajes, servicios higiénicos y amplias zonas de descanso. Los mozos vestían unos blusones azules, anudaban en su cuello un pañuelo rojo. Había soldados por todas partes, muchos en los andenes, acompañados de familiares o amigos. El mozo que se hizo cargo de mi equipaje me condujo hasta una explanada en la orilla del Sena donde se alineaban los coches de punto.
La vigilancia estaba en manos del ejército. Antes de salir de la estación tuve que enseñar mi pasaporte, la credencial de periodista y responder a algunas preguntas sobre mi presencia en la ciudad, así como si tenía previsto alojamiento y cuánto tiempo pensaba permanecer. Las respuestas fueron satisfactorias: el militar me devolvió mis papeles, al tiempo que me saludaba, llevándose la mano a la visera de su chacó. Di al cochero la dirección de un hotel en el boulevard de los Capuchinos donde encontré alojamiento y, después de una cena frugal, caí rendido en la cama.
Al día siguiente, desayuné temprano. Una rebanada de pan menos consistente que el de España, mantequilla, mermelada y un poco de queso, acompañado de café au lait —los franceses lo pronuncian «olé» y me recordó al nombre popular con que los madrileños bautizaron la fracasada candidatura de Hohenzollern—. Pregunté en recepción por una oficina de telégrafos y me indicaron que había una muy cercana, a la espalda de la iglesia de la Magdalena.
Salí al boulevard de los Capuchinos, una amplia avenida en la orilla derecha del Sena, cercana al palacio de las Tullerías. Grandes plátanos se alineaban en las aceras, proporcionando una agradable sombra a los viandantes. Eran las nueve y media y había una notable actividad: los comercios estaban abiertos y los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías. Allí no se percibía la menor tensión. Sólo la profusión de gallardetes y banderas por todas partes y la presencia de soldados patrullando las calles, indicaba el estado de guerra. Bordeé la iglesia de la Magdalena, alzada sobre una enorme plataforma; en uno de sus costados había una pancarta donde podía leerse: ¡VIVA EL EJÉRCITO IMPERIAL! Al enfilar la calle donde estaba la oficina de telégrafos se me acercaron dos individuos.
—Monsieur, su documentación, por favor.
—¿Quiénes son ustedes?
—Sécurité, monsieur. —Me mostró su placa acreditativa y yo le di mi pasaporte.
—¿Español? —me preguntó, mirándome fijamente, y asentí—. ¿Qué hace en París?
—Soy periodista.
—¿Tiene acreditación?
Menos mal que don Felipe había pensado en todo. Llevaba unas horas en París y ya me la habían pedido dos veces. La examinaron con detenimiento.
—¿Dónde se aloja, monsieur?
—En el hotel Lacroix. Aquí cerca, en el boulevard de los Capuchinos.
—Sé dónde está el hotel Lacroix, monsieur.
—Era por colaborar.
Me devolvieron los papeles y se marcharon sin despedirse.
En la oficina de telégrafos envié a don Felipe mi primer texto.
LLEGUÉ ANOCHE A PARÍS STOP VIAJE PENOSO STOP ALOJADO HOTEL LACROIX STOP TODO TRANQUILO STOP MUCHOS CONTROLES STOP MAÑANA ENVÍO PRIMERA CRÓNICA STOP SALUDOS STOP BESORA
Después de poner el telegrama disponía de todo el tiempo del mundo. Podría visitar la ciudad a mi antojo. Mi primer texto sería sobre el ambiente que se respiraba en la ciudad, que me parecía muy alejada del conflicto que se desarrollaba a unos cientos de kilómetros. Bajé por la rue de la Paix hacia la place Vendôme. Me llamó la atención su armonía y la enorme columna que se alzaba en el centro, coronada por una escultura de abolengo clásico que supuse representaba al famoso general de Luis XIV a quien estaba dedicaba la plaza. Algunos edificios eran hoteles cuyo lujo se adivinaba en las fachadas y en casi todos los bajos había tiendas de perfumes, joyerías o establecimientos de ropa confeccionada. Allí tampoco había señales de que el país estuviera en guerra; ni siquiera se veían las banderolas y gallardetes que había visto en el boulevard de los Capuchinos. Caminé hasta el palacio de las Tullerías y lamenté no conocer mejor aquel lugar lleno de historia, que relacioné con Catalina de Médicis y con María Antonieta. Mi viaje había sido tan precipitado que no pude documentarme sobre la ciudad. Compraría algunos libros, para sacar provecho a mi estancia. Continué hasta la orilla del Sena que bajaba majestuoso, bordeé su ribera hasta llegar a la altura de una isla que se alzaba en medio del cauce y pregunté a un caballero que salía de un portal:
—¿Cómo se llama ese islote?
—¿Islote? —Me miró con desdén—. ¿Llama islote a la Cité? Sepa, monsieur, que ese islote, como usted lo llama, es el corazón de París. Ahí encontrará Notre-Dame y la Saint Chapelle. ¡Islote… es imperdonable! —Dio media vuelta y se marchó protestando.
—Mil perdones, monsieur —me excusé sonrojado. No sé si escuchó mis disculpas.
Aprendí la lección. Los parisinos son unos enamorados de su ciudad y sus más fervientes defensores. Nada se le puede comparar en el mundo. Aunque el término islote no lleva implícito una connotación de desprecio y realmente aquella isla en medio del Sena podía definirse con esa palabra, jamás se me ocurriría repetirlo. Por supuesto deseché de mi vocabulario, al menos mientras estuviera en París, palacete, jardincillo, calleja o plazuela. Allí todo eran palacios, jardines, avenidas y plazas. Decidí aludir en alguna de mis crónicas a la idiosincrasia de los parisinos.
Entré en una librería. En el rótulo aparecía el nombre de su propietario: Hachette. Era la más grande que había visto en mi vida. Tenía dos plantas, a la de arriba se ascendía por una escalera de hierro que se bifurcaba ante el busto laureado de un escritor que no identifiqué. La planta baja tenía las paredes forradas de estanterías atestadas de libros y diseminadas por el local había varias mesas, algunas rodeadas de sillones para que los compradores pudiesen hojearlos cómodamente. Atendía el negocio una docena de empleados, la mitad eran mujeres. Si allí no estaba lo que buscaba, posiblemente no lo encontraría en ninguna otra librería de París.
—¿Puedo atenderle, monsieur? —me preguntó una señorita.
—Sí, mademoseille. ¿Tendrían una guía para forasteros?
—Desde luego, monsieur. ¿Tiene la bondad de acompañarme?
Me mostró una estantería llena de volúmenes.
—Escoja a su gusto, monsieur. —Se retiró discretamente, pendiente de mi elección.
—¿Busca una guía de París? —preguntó a mi espalda una voz masculina.
Me volví para encontrarme con el caballero que me había informado, a disgusto, de que la isla se llamaba la Cité. Tenía una cuidada barba y la mirada melancólica.
—Creo que no escuchó mis disculpas. En modo alguno pretendía rebajar…
—Quien debe disculparse soy yo —me interrumpió—. No debí…
—No tiene importancia.
—Por su acento compruebo que es extranjero.
—Español.
—No es el mejor momento para visitar la ciudad. La guerra…
—He venido a trabajar. Soy periodista de un diario de Madrid, La Iberia.
—Permítame presentarme. Mi nombre es Émile Zola, también yo escribo.
Estreché su mano al tiempo que me presentaba:
—Me llamo Fernando Besora.
—Encantado, monsieur Besora. Vengo con frecuencia por la librería, hasta hace poco he trabajado en ella. Llévese Paris et ses environs, es la mejor.
Compré el libro y nos despedimos, haciendo votos por volver a vernos. Mientras pagaba, la chica que me había atendido me dijo en voz baja:
—Es Émile Zola. Ha publicado una novela, Thérèse Raquin. ¡Es magnífica!
—También me la llevo.
En mis primeras crónicas recogí el ambiente de París y las noticias que llegaban de los frentes de batalla. Observé que la tensión era mayor en el Barrio Latino, en la orilla izquierda, donde estaba la Sorbona, su prestigiosa universidad. Allí, los estudiantes protagonizaban continuas algaradas y en las estrechas calles del barrio podían verse pancartas de rechazo al conflicto que la policía, muy numerosa en las callejas y plazuelas de los alrededores de la universidad, retiraba rápidamente. El día 29, ante la fachada de Saint-Germain-des-Prés, fui testigo de un violento enfrentamiento entre estudiantes y policías. Los soldados acudieron en ayuda de estos últimos. Hubo algunos heridos y numerosas detenciones.
Pasaba parte de mi tiempo —cuando no estaba resumiendo al máximo las frases de mi crónica o enviando el telegrama correspondiente— visitando los lugares más emblemáticos de la ciudad, echando de menos a Paloma y preguntándome qué habría pasado con la deuda. Me tranquilizaba saber que Ignés tenía los veintiocho mil duros que podían evitar una catástrofe. Tampoco dejaba de darle vueltas a lo que había visto en el sótano, a la posible relación de sus miembros con el crimen de la calle Carretas y a la pertenencia a la secta de Crisanto Mondéjar y don Felipe.
El último día de agosto llegaron a París noticias que dejaron la ciudad en suspenso, por primera vez percibí ambiente de guerra en todas partes. El aire parecía más denso, los silencios de las gentes más intensos. Se había librado una nueva batalla y los rumores no eran halagüeños. Aquel día, sin embargo, mi cabeza se encontraba en otro sitio. Estaba ansioso por saber qué había podido ocurrir con la deuda de la madre de Paloma. Era tal mi angustia que decidí poner a Ignés un telegrama y que me respondiera, indicándome si había alguna noticia. Sabía que era un encargo penoso —las modernidades, como él llamaba a los adelantos, no eran su fuerte—, pero era hombre de recursos y hallaría la forma de enviarme una respuesta. Decidí no resumir el texto, aunque cada palabra valía su peso en oro.
APRECIADO IGNÉS STOP EN PARÍS EL AMBIENTE ES DE GUERRA STOP ESTOY BIEN STOP ME GUSTARÍA SABER SI HAS TENIDO NOTICIAS DE PALOMA STOP SI HA SIDO NECESARIO EMPLEAR EL DINERO STOP ESPERO TUS NOTICIAS STOP MI DIRECCIÓN ES BOULEVARD DE LOS CAPUCHINOS NÚMERO 17 PARÍS STOP ABRAZOS STOP FERNANDITO
Después de enviarlo me acerqué a la sede de la Asamblea Nacional, el principal termómetro de la vida política parisina. Quizá confirmara alguno de los rumores que circulaban sobre la batalla. Dejé atrás la place de la Concordia, presidida por un enorme obelisco traído de Luxor unas décadas antes, y crucé el Sena hasta el palacio Borbón, sede de la Asamblea, emplazado en la orilla izquierda. No me equivoqué, allí había colegas de diferentes países, sobre todo británicos, pendientes de las noticias y de las reacciones de los diputados de la oposición, donde había un nutrido grupo de republicanos, enemigos jurados de Napoleón III. Confirmé que la batalla se había saldado con una grave derrota francesa y que los prusianos habían acorralado en Sedán al ejército que acudía en auxilio de los sitiados en Metz. Entre las tropas estaba el propio emperador.
Allí me encontré a Émile Zola.
—¡Monsieur Besora, me alegra verlo! ¿Le ha sido de utilidad la guía?
—¡Es magnífica, monsieur! Le estoy muy agradecido.
—Como ya sabrá, la situación está al rojo vivo. ¿Está enterado de que ahora en lugar de un ejército sitiado tenemos dos?
—Sí, parece que las cosas no marchan demasiado bien —apunté con discreción.
—Mi querido amigo, marchan muy mal. Nuestros generales parecen gallos que muestran sus plumas en los salones de la aristocracia imperial, pero son incompetentes en el campo de batalla. ¡Les importa un bledo la vida de los miles de jóvenes que están sacrificando inútilmente! —exclamó airado—. Hay demasiada miseria en nuestro ejército. Ahora no puedo publicarlo, me acusarían de derrotista y de traidor, pero algún día denunciaré a estos militares que están conduciéndonos a la debacle.
Nos despedimos con un apretón de manos. En pocos minutos había obtenido más información que en dos días. Émile Zola no podía escribir aquellas cosas, al fin y al cabo era francés. Pero yo podía referirme a ellas en mis crónicas. Redacté a toda prisa un texto para telegrafiarlo. Con suerte, podría publicarse al día siguiente.
—Por favor, monsieur, ¿una oficina de telégrafos?
—Siga la ribera en dirección a la Cité. ¿Sabe dónde está Saint-Germain-des-Prés?
—Sí, monsieur.
—Lo que busca está muy cerca.
Encontré la oficina y algo más. Los estudiantes habían cortado varias calles y en el Barrio Latino se había desatado una batalla campal. Envié el siguiente texto:
NOTICIAS MUY GRAVES STOP BATALLA BEAUMONT DERROTA FRANCESA STOP EJÉRCITO FRANCÉS CERCADO EN SEDÁN STOP NAPOLEÓN III ATRAPADO EN CERCO STOP OTRO EJÉRCITO FRANCÉS SITIADO EN METZ STOP LUCHAS CALLEJERAS EN BARRIO LATINO STOP INQUIETUD EN MEDIOS POLÍTICOS STOP MUCHA TENSIÓN EN PARÍS STOP AGUARDAMOS ACONTECIMIENTOS STOP SALUDOS STOP BESORA
Al entregar el impreso, el funcionario arrugó la frente y me observó por encima de sus lentes. Luego miró los datos del remitente.
—¿Su nombre es Fernando Besora y se aloja en el hotel Lacroix?
—Así es. En el boulevard de los Capuchinos. Ahí lo dice.
—Veo que el destinatario está en Madrid. ¿Es usted periodista?
—Ha acertado.
—Muy bien. —Contó las palabras y ajustó la cuenta—. Son siete francos y catorce céntimos.
El primero de septiembre París vivía una tensa calma. El panorama había cambiado radicalmente desde mi llegada: ahora la guerra se palpaba en el ambiente y los parisinos parecían aguardar a que se desencadenara una tormenta. Decidí visitar Notre-Dame. Era la tercera vez que lo hacía. En mi guía se decía que se habían realizado obras de restauración para reparar los daños sufridos por la catedral durante la revolución de 1789. Veía las pinturas de la parte exterior del coro cuando alguien me preguntó:
—¿Le interesa una explicación de Notre-Dame y de la Cité, monsieur?
Era un anciano muy delgado, casi esquelético, que se sostenía gracias a un bastón. Tenía una larga melena blanca y una barba canosa no menos larga. Con la indumentaria adecuada no habría desentonado entre las figuras bíblicas representadas en el coro. Su mirada era muy viva. No sabía qué responderle, en el hotel me habían advertido que tuviera cuidado con los desconocidos y, si bien por su aspecto no representaba el menor peligro, podía llevarme a una trampa. Al verme vacilar, me dijo:
—Sólo le costará un franco.
Pensé que quizá le serviría para almorzar caliente.
—Está bien.
—Mi nombre es Michel, monsieur. ¿Usted cómo se llama?
—Fernando.
—Por su acento deduzco que no es francés.
—Soy español.
—Encantando.
Me ofreció su mano. Al estrecharla, comprobé su fragilidad. Me dio la sensación de que podía romperse con sólo apretarla un poco.
Fueron los mejores francos —al final doblé el pago— que había gastado en París. Michel era un pozo de sabiduría. Me contó la historia de la catedral, numerosas curiosidades y algunas leyendas, me explicó cómo era la Cité en la Edad Media y me mostró la Sainte-Chapelle. Me señaló un pequeño islote y me dijo:
—Allí quemaron al último de los maestres del Temple, a Jacques de Molay.
Llamó mi atención que con sus profundos conocimientos, muy alejados de una superficial charlatanería, buscara ganar un franco de aquella manera. No es que fuera deshonroso, pero me extrañaba. Antes de despedirnos, no me resistí a preguntarle:
—Siendo persona tan instruida, ¿cómo es que se gana la vida de esta forma?
Dejó escapar un suspiro.
—Era profesor en la Sorbona donde enseñaba historia de Francia, pero me expedientaron por difundir ciertas ideas, prohibidas por los biempensantes.
—¿Qué clase de ideas?
—Soy anarquista, ferviente seguidor de Proudhon. A veces trabajo en la librería Hachette gracias a un antiguo empleado de la casa que ahora es periodista.
—¿Se llama Émile Zola? —aventuré.
—¡No me diga que lo conoce!
—He tenido ese placer.
Quedamos en que Michel me recogería en el hotel a las cinco para realizar una visita al Louvre. Supondría un lujo hacerlo de su mano. Almorcé y me encerré en mi habitación, dispuesto a disfrutar de Thérèse Raquin, pero me quedé dormido en la primera página. Me despertaron unos golpes en la puerta y comprobé que pasaban unos minutos de las cinco. Me tiré de la cama en mangas de camisa y abrí la puerta, pero no me encontré con Michel. Dos individuos mal encarados me midieron con la mirada.