El domingo a las seis de la tarde el tren me dejaba en la estación de Atocha. Llevaba conmigo el documento de ingreso de treinta mil duros en la cuenta abierta a mi nombre en el Banco de San Fernando. Era un hombre rico, que ahora tenía más de un cuarto de millón de pesetas. Mi padre habría dicho que tenía un millón de reales. Tomé un coche de punto y fui a la calle del Desengaño para dejar mi equipaje, antes de ir al periódico. Comprobé, satisfecho, que en mi vivienda todo estaba limpio, el ropero ordenado, la ropa de casa planchada y guardada en la cómoda, y perfumada con ramitas de romero, a las que Virtudes atribuía propiedades maravillosas. Salí satisfecho, pero conforme bajaba la escalera mi satisfacción se transformó en angustia ante mi encuentro con don Felipe, «el señor mayor de aspecto siniestro». Ahora, su larga barba, que en otro tiempo me pareció venerable, la asociaba a un nigromante; sus pobladas cejas, antes signo de fortaleza, me resultaban demoníacas y su mirada enérgica y directa tenía en mi imaginación una connotación diabólica.
La redacción estaba casi vacía, sólo un par de meritorios pendientes de labrarse un porvenir, siempre incierto en la selva del periodismo hispano. Los saludé y acababa de llamar en la Pecera cuando apareció Manolito. El botones me indicó con un gesto que tenía algo que decirme, pero la voz de don Felipe sonó rotunda:
—¡Adelante!
Desde el umbral lo vi, como siempre, recostado en el sillón y nimbado por el humo de su habano. Sobre la mesa, el revoltijo de papeles con el desorden habitual.
—¡Besora! —exclamó, como si se sorprendiera de verme. Se levantó para saludarme—. ¿Qué tal por su tierra?
—Todo en orden, don Felipe. Y por aquí, ¿qué tal marchan las cosas?
—Revueltas, como podrá imaginarse. ¡Tome asiento, tenemos mucho que hablar!
Nunca había prestado atención a los objetos desperdigados sobre la mesa. Ahora, con el recelo que había anidado en mi ánimo, estaba pendiente de cualquier detalle; por eso al ver, medio oculto por una cuartilla, un pentáculo que me pareció idéntico a los que había visto en el arca, tuve que esforzarme para que mis nervios no me delataran. ¿Cómo era posible que lo tuviera a la vista? ¿Tan seguro estaba de su impunidad?
—La guerra, como era de esperar, la están perdiendo los franceses. La semana pasada los prusianos les han dado dos duros golpes. Según se dice, los franceses se han replegado sobre Metz. Como no anden listos, van a meterse en una ratonera.
Sus palabras me llegaban como un eco lejano. No podía dejar de pensar en la evidencia que había sobre su mesa.
—En mi opinión —prosiguió—, la lucha durará poco. Será cuestión de semanas que los prusianos asesten el golpe definitivo. Es necesario que un miembro de nuestra redacción esté en París y usted es la persona indicada, al ser el único que habla francés. —Recordé que en mi carta de recomendación se decía que dominaba el francés, tanto oral como escrito—. Además es joven, está soltero y —me miró fijamente— ha dado sobradas muestras de su capacidad.
—Muchas gracias.
—No me las dé. La juventud es una enfermedad que cura el tiempo, ya lo verá, y la soltería es un estado que la mayoría de los hombres abandonan por propia iniciativa. Por lo que respecta a sus méritos son suyos y no tiene que agradecérselos a nadie. Por otro lado, si bien París es una ciudad hermosísima, sobre todo desde que Haussmann la ha planificado con espacios abiertos, construyendo boulevards y dotándola de nuevos parques y jardines, va a convertirse en un lugar peligroso. Su trabajo allí será duro.
Aunque me hacía ilusión ir a París, me molestó que lo diera por hecho.
—¿Cree que los prusianos entrarán en París?
—No lo sé. Muchos franceses están deseosos de proclamar la república y los prusianos van a darles esa oportunidad. En París van a producirse grandes acontecimientos. ¿Cuándo puede ponerse en camino?
—Acabo de llegar, don Felipe. —Apenas había puesto los pies en Madrid y no estaba dispuesto a marcharme sin ver a Paloma o tener noticias de ella.
—La guerra vuela, Besora. No podemos perder tiempo.
—Mañana mismo me informaré de los horarios y saldré lo antes posible.
Sacó un sobre de un cajón de su bufete y fue extrayendo documentos.
—Éstos son los itinerarios y los horarios de los trenes que pueden llevarlo a París; esto, una credencial como corresponsal de La Iberia y esto, su pasaporte. También lleva las direcciones de dos buenos hoteles de la ciudad. —Luego sacó un sobre mucho más pequeño y, antes de entregármelo, me advirtió—: Es una carta dirigida a don Salustiano de Olózaga, nuestro embajador. En ella se indica quién es usted y por qué está en París. Sólo debe utilizarla en caso de necesidad. ¿Lo ha entendido?
No fui capaz de rechistar y me limité a darlo todo por bueno.
—Muy bien, guárdela en el fondo de su equipaje y olvídese de ella.
Sacó otro sobre que no abrió.
—Aquí tiene dos mil francos para sus gastos. París es una ciudad cara y todavía lo será más en las actuales circunstancias.
—¿Cómo enviaré las crónicas? —pregunté, incapaz de ofrecer la menor resistencia.
—Por telégrafo.
—¡Cuesta un disparate!
—Por eso lleva dos mil francos. Envíe las noticias en membrete, limítese a lo fundamental. Nosotros redactaremos. Evidentemente, las crónicas aparecerán firmadas por usted, como enviado especial a París. Además de los asuntos estrictamente militares, nos interesa el ambiente que se respira en la ciudad y si hay movimientos políticos. Esté pendiente de los republicanos y de los socialistas.
—¿Le firmo un recibo?
—No es necesario, aunque a su regreso dará cuenta de los gastos.
Me guardé los papeles y el dinero.
—¿Hay prevista alguna fecha para volver?
—Recibirá instrucciones.
Estreché con reticencia su mano. Antes de marcharme, me dijo con voz grave:
—Tenga mucho cuidado. París es una ciudad en guerra y puede desatarse una violencia incontrolada.
Eché una última ojeada a la mesa, allí continuaba el pentáculo, medio tapado por la cuartilla.
Salí de la Pecera con la sensación de que me enviaban al matadero. Don Felipe lo había dicho de forma muy suave: «París es una ciudad en guerra» y por lo tanto peligrosa. Recordé un relato bíblico en que el rey David enviaba a un general al frente de batalla para que muriese y de esa forma gozar de los encantos de su esposa, la hermosa Betsabé. ¿Me enviaría a París para quitarme de en medio?
La redacción estaba solitaria y silenciosa, incluso los dos meritorios se habían marchado. De repente, Manolito se materializó.
—Don Fernando, tengo que hablar con usted.
Sacó del bolsillo de su raída chaqueta un sobre y me lo entregó.
—¿Quién te lo ha dado?
—La criada de la casa donde usted vivía antes, la de la calle Arenal.
Mi pulso y los latidos de mi corazón se aceleraron.
—¿Desde cuándo lo tienes?
Simuló hacer memoria, aunque estaba seguro de que se acordaba perfectamente.
—Si hoy es domingo, fue el martes.
—¡Hace cinco días! —Rasgué el sobre y leí la nota. Era la letra de Paloma.
Mi querido Fernando:
No sé cuándo regresarás de Reus. Pero necesito verte con urgencia. Cuando leas estas líneas trata de ponerte en contacto conmigo a través de Micaela. Estará todos los días en el mercado de San Miguel entre las nueve y las nueve y media.
Te tiene siempre en el pensamiento, tu amantísima,
PALOMA
Leí varias veces el texto. ¿Qué podía haber ocurrido? Hablaba de urgencia, aunque posiblemente esa expresión había perdido sentido después de cinco días. Busqué en mi bolsillo un real para agradecer a Manolito sus servicios, pero me encontré con que había desaparecido tan sigilosamente como había surgido unos minutos antes. Me resultó extraño. Al botones tenía que pasarle algo muy grave para renunciar a una propina.
Mucho antes de las nueve deambulaba por el mercado de San Miguel donde los regatones pregonaban sus frutas y sus verduras, y en las tablas de las carnicerías se veían algunas piezas sacadas a los cuartos de los animales que colgaban de los garfios y a cuyo alrededor volaban enjambres de moscas. Los pescaderos voceaban su mercancía, protegida por grandes hojas de helechos y trozos de hielo para retrasar los efectos de la podredumbre. Miraba las vísceras de una casquería cuando vi a Micaela.
—¡Menos mal! ¡Por fin aparece!
—Llegué ayer de Reus. —Casi me excusé.
—Paloma necesita hablar con usted.
—¿Qué ocurre?
Micaela echó a andar, como si buscara algo que comprar entre los puestos.
—Mejor que se lo diga ella. —Preguntó por el precio de unos garbanzos que le parecieron caros. La vendedora le aseguró que eran de Fuentesaúco.
—¿Usted no sabe nada? —insistí.
Me miró de arriba abajo y me dijo:
—Si quiere saberlo, corra a San Ginés. La misa ya ha empezado y no podrá entretenerse mucho. ¡Buenas están las cosas!
—¿Está sola?
—Sí. ¡La señora está en la cama, con una pata rota y un humor de perros!
Saqué del bolsillo una bolsita de piel y se la entregué.
—¿Esto qué es?
—Un regalito de Reus.
Comprobé que su gesto hosco se reblandecía.
Me di tanta prisa que, cuando entré en el templo, el sacerdote acababa de consagrar. Como no había mucha gente me resultó fácil encontrar a Paloma, que estaba en una capilla apartada, dedicada a Santa Ana. Era un buen sitio para el discreteo, la persona más cercana era una anciana que dormitaba, pasando las cuentas de su rosario. Me acerqué con paso mesurado para no llamar la atención y me arrodillé a su lado, como si fuera un devoto de la santa.
—Estás bellísima —le susurré.
—Chisss, Fernando, no digas esas cosas en la iglesia —protestó quedamente.
—Es la verdad.
Con el rabillo del ojo comprobé que sonreía.
—Gracias a Dios que has venido.
—Anoche recibí tu carta. Acabo de hablar con Micaela. ¿Qué ocurre?
—Crisanto es un perturbado —me soltó de sopetón.
Estuve a punto de decirle que ya lo sabía, pero me limité a preguntarle:
—¿Por qué lo dices?
Hurgó en su bolso hasta encontrar lo que buscaba y me lo entregó disimuladamente. Sentí el frío del metal en mi mano y supe lo que era sin mirarlo.
—¿Dónde lo has encontrado?
En lugar de responderme, me preguntó:
—¿Sabes lo que es?
Para no alarmarla, antes de satisfacer su curiosidad, quise enterarme de hasta dónde estaba informada del significado del objeto que acababa de entregarme.
—¿Lo sabes tú?
—Creo que es el emblema de Satanás, pero no estoy segura. Lo encontró Micaela al vaciar los bolsillos de una levita que Crisanto quería mandar a la tintorería.
Abrí la mano y observé la estrella de cinco puntas.
—¿Crisanto la ha echado de menos?
Insistió en su pregunta.
—¿Vas a decirme qué es?
Aunque no deseaba alarmarla más de lo que estaba, no podía mentirle.
—Se trata de un pentáculo y, efectivamente, es un objeto relacionado con el satanismo. ¿Crisanto no ha preguntado por él?
A pesar de que hablábamos en voz baja, la vieja rezadora rezongó una protesta.
—Ha preguntado por la levita. Mañana hay que recogerla. Estoy muy asustada. Si sospecha que hemos descubierto…
—¿Has comentado algo con tu madre? Por cierto, ¿cómo está?
—Hace unos días se partió una pierna.
—Me lo ha dicho Micaela. ¿Cómo ha sido?
—Se cayó rodando por la escalera.
La misa había llegado a la comunión, la salmodia del cura sonaba lejana o, al menos, a mí me lo parecía. Observé que la mayoría de los fieles se acercaron a comulgar y noté que las rodillas me dolían cada vez más, pagaba mi falta de costumbre. Volví a preguntarle si le había dicho algo a su madre.
—No. Está ofuscada con el vencimiento de la deuda. ¡Mi casa es un infierno!
Recordé las doscientas cincuenta mil pesetas largas que tenía depositadas en el Banco de San Fernando. A esa cifra se sumaban algunas pesetas más de mis ingresos en La Iberia, que mi éxito había aumentado sustancialmente; de hecho, ganaba mucho más que gastaba. Me concentré en el pentáculo, parecía idéntico a los que había visto en el arca. Si era así, tendría la prueba de que Crisanto era miembro de aquella secta y eso significaba que Paloma corría un grave riesgo si descubría que ella lo sabía.
—Si la levita vuelve de la tintorería con el pentáculo, Crisanto sospechará.
—¿Qué puedo hacer? —Su tono era angustiado.
Busqué una fórmula de emergencia. Era una chapuza.
—Colócalo debajo de su cama. Si lo encuentra, puede pensar que se le ha caído.
—Puede que lo haya hecho ya.
—Es posible, pero también podría creer que no lo vio antes. Lo importante es que Crisanto no sepa que Micaela y tú habéis visto esto.
En aquel momento el sacerdote concluía la misa. Le devolví el pentáculo a Paloma y le susurré:
—Ten cuidado. Sé algo de sectas satánicas y se trata de gente peligrosa.
Tenía que decirle lo de mi viaje y que ignoraba cuánto tiempo iba a estar fuera.
—Mañana salgo para París.
Alzó la cabeza y me miró incrédula antes de agacharla de nuevo. Podía leer su silencio. Había aguardado mi regreso de Reus con la ilusión de vernos con cierta frecuencia, al encontrarse su madre accidentada, y con la esperanza de que le ayudase a superar el trance en que se encontraba. Iba a decirle algo cuando vi dos lágrimas resbalar por sus mejillas. Estuve a punto de abrazarla, olvidándome de dónde estábamos, pero me contuve y le aclaré:
—El periódico quiere noticias frescas sobre la guerra franco-prusiana.
Paloma se puso de pie y yo la imité. No tuve reparo en frotarme las rodillas doloridas, mientras ella se santiguaba con la mirada fija en santa Ana. Recogí el cojín sobre el que había estado arrodilla, se lo entregué y echó a andar hacia la salida. Me sentía fatal, con la sensación de haberle fallado cuando más me necesitaba. Teníamos que hablar de muchas más cosas y el tiempo se nos acababa. Lo último que yo deseaba era tomar un tren para París, algo que sólo unos meses antes hubiese constituido un sueño casi inalcanzable.
La cogí por el brazo y la detuve con mucha delicadeza.
—Aguarda un momento, tenemos que hablar.
—¿De tu viaje a París? Si me retraso, mi madre se enfurecerá.
Comprendía su malhumor por marcharme cuando apenas había puesto los pies en Madrid.
—Será un minuto, mientras que la gente sale de la iglesia. ¿Ha resuelto tu madre el aplazamiento de la deuda?
—No. Por eso está tan insoportable. ¡Está ofuscada!
—En ese caso, debes saber que he liquidado mi participación en la empresa de mi familia y tengo dinero suficiente para rescatar la hipoteca.
Me miró con los ojos muy brillantes.
—¿Lo has hecho por mí?
—¿Por quién si no?
Noté cómo su mano apretaba la mía. La sentí cálida y amorosa.
—Perdona mi enfado, pero… pero estaba tan ilusionada con tu regreso…
—También para mí supone un sacrificio tener que marcharme y más ahora que las circunstancias nos permitirían vernos con frecuencia. Sin embargo… sin embargo…
—Sé que debes marcharte a París.
Contuve mi deseo de abrazarla. La rigidez de mi educación me lo impedía.
—Presta atención. Mientras estoy fuera, para cualquier cosa que necesites, incluido el dinero de la deuda, puedes acudir a un amigo mío. Se llama Ignés de Vilaplana y vive en la fonda que hay en la calle de los Caños. ¡Confía en él!
Estábamos cerca del cancel. La mayor parte de los feligreses ya habían salido. Quedaban algunas beatas que pasaban las cuentas de sus rosarios, bisbiseando letanías y jaculatorias. Un sacristán, con un largo apagavelas, acometía su función, dejando la iglesia sumida en una penumbra que en algunos lugares era oscuridad. No pude resistir. Tiré de Paloma hasta uno de esos rincones y la besé con pasión. Me inundó una indescriptible sensación al comprobar que respondía gozosa a mi beso. Permanecimos abrazados un instante, disfrutando la fugacidad del momento. Entonces saqué de mi bolsillo el estuche de terciopelo morado donde llevaba su pulsera. Con los nervios tuve dificultades para abrir el cierre.
—¿Qué es eso?
En lugar de responderle, saqué la pulsera, tomé su muñeca y logré ponérsela. Los rubíes brillaban en la oscuridad.
Me miró confusa. Iba a iniciar una protesta que detuve poniendo un dedo en su boca. Nos abrazamos de nuevo, sin importarnos el lugar donde estábamos.