La tarde del 19 de julio tomé el tren que me llevaba a Reus. Acomodado en el sillón de un compartimento de primera, recordé mi anterior viaje entre quesos, pavos, cestas de verduras, en medio de una mezcolanza de olores y de mucha conversación espontánea acompañada de discusiones y gritos. Ahora el lugar de los duros bancos de madera lo ocupaban cómodos sillones tapizados en cuero, y donde se amontonaba medio centenar de personas con sus correspondientes animales y equipajes había veinte asientos de los que, por el momento, sólo ocho estaban ocupados y, en medio de prolongados silencios, apenas se escuchaba algún murmullo, un leve comentario o el sonido de las páginas del periódico que leía un señor.
Con la vista perdida en el paisaje que se me ofrecía a través de la ventanilla, recordé que Ignés me había hecho dos encargos. Quería un par de barretinas, el inconfundible gorro con que señalaba su procedencia catalana, y que le pusiera dos libras de cera a la Virgen de la Misericordia. Esto último me llevaría hasta su santuario, en el camino de Cambrils. La tradición decía que, en el lugar donde se alzaba el templo, la Virgen se apareció a una pastora de nombre Isabel Besora —tía Ernestina afirmaba que era de nuestra familia, pero yo sospechaba que lo hacía sin fundamento—. Por su intercesión los reusenses se libraron de una terrible epidemia de peste que asoló comarcas enteras en la última década del siglo XVI.
El recuerdo de Ignés me llevó al sótano. Estaba obsesionado con encontrar encaje a las piezas de aquel rompecabezas del que poseía valiosos datos sueltos. Pedro Gómez aseguraba que en el palacete de la calle Carretas se había celebrado una misa negra donde se había perpetrado un crimen ritual, utilizado al hijo de su hermana. Eso explicaba el grito del niño que, según Segismundo Martínez, se había escuchado en el silencio de la noche. Allí surgía la primera duda. Según había visto en el sótano, los satanistas cuidaban mucho aislarse del exterior. ¿Cómo era posible que el grito del niño traspasara las paredes del palacete? Algo debió fallar y cundió el pánico entre los reunidos, que huyeron precipitadamente sin que la policía fuera capaz de detener a ninguno de ellos. Luego, extrañamente, sobre aquel hecho cayó el silencio, aunque yo ignoraba si la policía realizaba su trabajo con discreción.
Me parecía lógico pensar que quienes allí estaban reunidos el 7 de marzo buscaran otro lugar donde continuar sus reuniones. ¿Era ese lugar el sótano que Ignés había descubierto casualmente? Según lo que yo había podido averiguar a través de mis lecturas, allí había lo necesario para llevar a cabo una misa negra. Podía, sin embargo, ocurrir que en Madrid hubiera más de un grupo de satanistas y que los de aquel sótano nada tuvieran que ver con los del palacete de la calle Carretas. Por otro lado, había visto entrar a Crisanto en la casa donde estaba el sótano y encontrarme saliendo de ella a don Felipe Clavero. Podía ser que la presencia tanto de uno como de otro estuviera motivada por el burdel de doña Patrocinio. Eso fue lo que dijo mi director, lo que encajaba con el rumor que circulaba por la redacción acerca de que era asiduo a los burdeles. Pero… pero… aquí era donde me asaltaban las dudas: don Felipe rechazaba la publicación de una crónica sobre lo ocurrido en la calle Carretas. No lo había prohibido, pero afirmaba que el asunto había perdido interés, me encomendaba otros trabajos o señalaba que mi futuro discurría por otros predios periodísticos. Su actitud me inquietaba. ¿Estaba en el burdel de doña Patrocinio o lo utilizó como coartada? ¿Por qué rechazaba publicar aquella crónica? ¿Era don Felipe Clavero miembro de aquella secta?
Algunos detalles menores me producían resquemor. Virtudes, con ese don especial que las mujeres tienen para captar la esencia de las cosas, se había referido a él como «el señor mayor de aspecto siniestro». ¿Por qué le parecía siniestro? Virtudes no podía estar bajo ninguna influencia. En Lhardy su rostro se ensombreció cuando le planteé el asunto y al insistir percibí su mirada como una amenaza. En ese momento tampoco yo sabía que el sótano era un lugar de reunión de devotos de Satán. Me resistía, sin embargo, a reconocer que mi director estuviera implicado en algo tan turbio.
El tren devoraba kilómetros envuelto en un traqueteo de ruidos, tan reiterados que acababan por no escucharse. Cerca de la media noche —habíamos dejado atrás Guadalajara y estábamos en tierras de Soria— saqué de mi equipaje una tartera donde Virtudes había puesto algunas viandas y cené. Pasé la noche dormitando hasta que con las primeras luces del amanecer llegamos a Zaragoza. Allí cambiaba de tren y de compañía. Tenía que esperar tres horas para reanudar el viaje. En la cantina del apeadero me enteré de la noticia del día: Francia había declarado la guerra a Prusia. Compré un ejemplar al muchacho que voceaba sus periódicos al grito de: «¡Guerra! ¡Francia declara la guerra a Prusia!».
El artículo señalaba que los franceses consideraban insultante el contenido de un telegrama que Guillermo de Prusia había enviado a Bismarck desde la estación termal de Ems, donde pasaba parte del verano. Recordé las palabras de don Felipe en Lhardy acerca de las ambiciones de Bismarck sobre Alsacia y Lorena y de sus planes para aparecer ante los ojos del mundo como un agredido que se veía obligado a defenderse.
El tren partió de Zaragoza dadas las once y me bajaba en Reus mediada la tarde. Iba a dar una sorpresa a mi familia, al no haberles anunciado mi visita. Si emprendí el viaje con el deseo de no permanecer muchos días, ahora, con la guerra declarada, ansiaba regresar a Madrid lo antes posible, aunque tratándose de negocios las prisas eran malas consejeras. El silencio de mi hermano a mi propuesta sobre la venta de mi participación jugaba en mi contra y el hecho de que yo insistiera de nuevo me dejaba en franca inferioridad. Estaba dispuesto a cederle mis derechos con tal de que me diera el dinero necesario para hacer frente a la hipoteca. No venía a Reus a hacer negocio, sino a buscar una solución para Paloma.
Tía Ernestina me acogió con los brazos abiertos y la tata Inés rompió a llorar cuando me vio. Mi madre me recibió, sin moverse del sillón donde se entronizaba cada día, con la misma frialdad con que nos habíamos despedido. Después de besarla —era un rito con el que ponía de manifiesto su dominio—, me preguntó:
—¿A qué has venido?
Me sentí tan mal que simplemente le respondí:
—A liquidar cuentas con mi hermano.
No mostró el menor interés y me subí directamente a mi dormitorio, donde la tata ya estaba colocando mi ropa en el armario.
—Deja eso, ya lo hago yo.
Me besó en la frente y en ese momento apareció tía Ernestina. Al ver el único resto visible que quedaba de mi apaleamiento me preguntó:
—¿Qué es esa cicatriz en la barbilla?
—Un accidente, nada de importancia.
—¿Cómo te lo hiciste?
—Un golpe —respondí, tratando de eludir la conversación.
—¿Te lo diste o te lo dieron?
Tuve que explicarles lo ocurrido, quitándole importancia y dramatismo.
—¡Eso te pasa por irte tan lejos! A ver, ¿puedes explicarme qué se te ha perdido a ti en Madrid, si en Reus tenemos de todo? —protestó la tata.
Mi tía y yo nos miramos y coreamos al mismo tiempo:
—¡Reus, París y Londres y el carrer de Monterols!
El grito atávico con el que los reusenses nos identificábamos al tiempo que poníamos de manifiesto nuestro orgullo local. Los tres rompimos a reír hasta que un autoritario grito de mi madre, molesta al escucharnos, acabó con las risas y los comentarios. Era demasiado rígida para participar de aquellas complicidades, pero se mostraba celosa. Llamaba a Inés, recordándole no sé qué obligación.
Tía Ernestina y yo nos sentamos en el borde de la cama y me echó en cara, con indulgencia, que no hubiera avisado de mi llegada, antes de preguntarme:
—¿Qué es eso de que vas a liquidar cuentas con tu hermano?
No me costó trabajo explicarle la razón de mi presencia en Reus y mis sentimientos hacia Paloma Azpeitia. Desde pequeño le había confiado mis temores infantiles y los sentimientos e inquietudes de mi adolescencia. Me escuchó sin interrumpirme y, cuando terminé, me dijo estrechando mis manos entre las suyas:
—Si estás tan enamorado como dices de esa joven, a la que me gustaría conocer, lucha con toda tu alma y recuerda que ninguna fortaleza que mereciera la pena se conquistó con facilidad.
Asentí, consciente de las dificultades que tenía por delante.
—¿Cómo crees que debo abordar el asunto con Carlos?
—Lo tienes complicado. —Mi tía había arrugado la frente—. Tu hermano únicamente ve por los ojos de su mujer y la Nuria es muy pesetera. No se lo critico, que mirar por la peseta es saludable, pero con la familia hay que mostrarse generoso. Además, si le hiciste una propuesta y no te ha respondido, planteárselo de nuevo rebaja tus opciones. Ignoro cómo marcha la fábrica, pero ha dado para comprar algunas fincas y el negocio no ha dejado de ampliarse. Tu padre era poco explícito con las cuentas, pero recuerdo que, poco antes de morir, me dijo que el último año los beneficios habían superado los treinta mil duros. ¡Eso son muchas pesetas! Si la cosa se repite, recibirás un buen pellizco.
Abracé a mi tía. Su información me permitía saber que los beneficios eran mucho mayores de lo que yo había imaginado.
—¿Cuándo piensas hablar con tu hermano?
—Mañana iré a verlo a la fábrica. No puedo quedarme demasiado tiempo. ¿Sabes que ha estallado la guerra entre Francia y Prusia?
—¡Jesús bendito! —exclamó, revelando que desconocía la noticia—. ¿Cuándo ha comenzado?
—Francia declaró la guerra ayer.
—¿Nos veremos involucrados?
—No lo creo.
—¡Gracias a Dios! —Dejó escapar un suspiro y se puso de pie—. Descansa antes de cenar. A las nueve, como siempre. Ya sabes lo puntillosa que es tu madre.
Antes de que se fuera, le pregunté:
—Tía, ¿adónde puedo comprar un par de buenas barretinas?
—¿Para qué quieres tú eso?
—Para Ignés de Vilaplana. ¿Lo recuerdas?
—¡Claro! Era contrabandista. ¿Sabes que es muy amigo de Prim?
—¡Y tanto! ¡Me llevó a comer con él!
—¡Eso no me lo has contado! —protestó con una sonrisa.
—No he tenido tiempo. No hemos hablado de mi vida profesional.
—¿Cómo te va? —me preguntó dubitativa.
—Mejor de lo que podía haber soñado.
—Sabes que me alegro mucho. En cuanto a lo de las barretinas, mañana vamos a la tienda del señor Bartel. ¡Son las mejores de Cataluña!
El encuentro con mi hermano fue tan frío que no lo justificaba nuestra diferencia de carácter. Carlos era un hombre de empresa: realista, con los pies pegados a la tierra, obsesionado por la marcha del negocio, la rentabilidad, el beneficio, el debe y el haber; por supuesto, un devoto de la peseta. Su literatura eran los libros de cuentas y del periódico le interesaban las noticias de negocios. Le pregunté por su esposa y por mis sobrinos y formulé mi deseo de verlos, pero no se mostró entusiasmado por concretar una visita a su casa. Era lamentable, pero teníamos muy poco que decirnos. Apenas se interesó por mi vida. Lo mejor era plantearle la razón de mi visita.
—¿Has pensado algo sobre la propuesta que te hice?
Se quedó mirándome, como si tratase de hacer memoria. Interpretaba un papel para mostrarme la poca atención que había prestado a mi propuesta.
—¿A qué te refieres?
—Al deseo de liquidar mi parte de los beneficios a cambio de una suma.
—¿Para eso has venido?
Le respondí con una ironía:
—He venido para hacerle unos encargos a Ignés de Vilaplana.
Su escaso sentido del humor hizo que me mirara ofendido.
—Me gustaría liquidar el asunto de la participación. ¿Estás interesado? —En ese momento utilicé la pólvora suministrada por tía Ernestina—: Sé que los beneficios del año pasado estuvieron por encima de los treinta mil duros.
Di en el blanco, porque se quedó mudo. Yo guardé silencio hasta que por fin me preguntó:
—¿Has pensado en alguna cifra? Veo que estás informado, aunque te advierto que este año las cosas no marchan tan favorables.
Mi hermano no soltó prenda y salí del despacho sin una oferta y sin un plazo para hacerla. La cosa iba a ser, incluso, más dura de lo que yo me había temido, a pesar de que la información de tía Ernestina me había abierto un horizonte esperanzador.
En casa del señor Bartel, asesorado por mi tía, compré las barretinas y el sábado adquirí dos libras de cera y las llevé al santuario de Nuestra Señora de la Misericordia; también me acompañó tía Ernestina. Después de cumplir el segundo encargo de Ignés, dimos un agradable paseo y hablamos sobre la actitud de mi hermano. Me recomendó paciencia.
—Fernandito, los negocios necesitan un tiempo para madurar.
—Pero yo tengo prisa, tía.
—La prisa suele ser mala consejera.
—La guerra entre Francia y Prusia es una realidad. Estoy lejos del sitio donde debería de estar.
—¿Tan importante eres tú para esa guerra? —me preguntó con picardía.
—Tía, no te burles, por favor.
—Vamos a ver, jovencito, ¿tú quieres conseguir el dinero que te hace falta para sacar a la familia de tu novia del atolladero y algo más para casarte como Dios manda?
—Es mi mayor deseo.
—Pues entonces olvídate de los franceses, de los prusianos y de su pelea. ¡Tetas y sopas no caben en la boca!
—No conoces el mundo del periodismo. Cuesta trabajo hacerse un hueco y hay una legión pendiente de que des un tropiezo para ocupar tu lugar.
—Ese mundo no me interesa. Volviendo a lo que estábamos, si quieres sacar tu carreta al llano, aguanta. Ganarás porque a tu hermano y sobre todo a la Nuria les sentó fatal la disposición del testamento de tu padre. Te da derecho a meter las narices en la empresa y esos dos son muy suyos.
Carlos no daba señales de vida y yo estaba cada vez más impaciente. Estaba manejando el tiempo, consciente de que corría a su favor. El domingo Carlos y su familia acudieron a comer a casa: mi madre mantenía la costumbre establecida por mi padre. Allí fue donde saludé a mi cuñada y a mis sobrinos, a los que regalé unos cartuchos de caramelos que no gustaron a su madre. Protestó diciendo que las golosinas quitaban las ganas de comer a los niños. Me dijo que en su casa estaban prohibidas y casi me vi en la obligación de pedir disculpas por haber hecho un regalo a los pequeños. Apenas hubo sobremesa. Mi hermano y su familia se marcharon rápidamente, y tía Ernestina y yo cruzamos una mirada cómplice y nos fuimos al jardín de la casa.
—No te ha dicho nada, ¿verdad?
—Nada.
—Se está pasando de castaño a oscuro.
—¡Qué puedo hacer! —me lamenté, encogiéndome de hombros.
—Contraatacar. Préstame atención.
Después de escucharla, pensé en lo injusta que era la vida. Si mi tía hubiera sido varón, habría sido una gran empresaria. Nacer mujer significaba tener gravemente limitados los horizontes. Después me pidió que le hablara de Paloma.
Empleé una semana en realizar las gestiones. El miércoles 10 de agosto, minutos antes de las ocho de la mañana, aguardaba a mi hermano ante su despacho. Era muy puntual. Al verme, no disimuló una sonrisa arrogante. Se sabía triunfador del silencioso pulso que habíamos mantenido.
—¿Quieres que hablemos?
—A eso he venido.
Ordenó que no nos molestaran.
—Bueno, ¿qué deseas decirme?
—Tengo varias ofertas por mi participación en el negocio.
Me miró sin perder la sonrisa.
—Como forma de presionarme no es muy original. ¿Quieres explicarte?
—No hay mucho que explicar. Ante tu silencio, he hecho algunas gestiones. Para tu satisfacción, te diré que la firma Aceites Luis Besora e Hijos goza de una excelente reputación entre las entidades de crédito.
Si hubiera explotado una bomba, su efecto en mi hermano habría sido menos demoledor. Se había puesto pálido y su arrogancia había desaparecido.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que las tres principales entidades de crédito de nuestra ciudad están dispuestas a comprar mi participación.
Se puso de pie, muy nervioso. Su rostro era como un libro abierto.
—¿¡La has ofrecido en pública almoneda!?
—No. Simplemente, he buscado un comprador ante tu falta de interés.
—¿Cuánto te han ofrecido? —me preguntó con ansiedad.
—No voy a decírtelo hasta que hagas tu propia oferta, si es que estás interesado. También quiero que sepas que lamento mucho haber llegado a esto.
Se aflojó el nudo de la corbata, se sentó de nuevo y me dio la cifra que estaba dispuesto a pagar, desconcertado ante la estrategia concebida por tía Ernestina.
—Treinta mil duros.
Disimulé mi alegría. La mejor oferta era ciento cuarenta y cinco mil pesetas. Antes de darle mi conformidad, aseguré la forma de pago. Era imprescindible si quería resolver el problema de Paloma.
—El pago ha de ser al contado.
—Desde luego, aunque tendrás que esperar unos días.
—¿Cuántos? —No podía prolongar mi estancia en Reus.
—Dos. Serán los que el notario necesite para preparar la escritura.
Salí impresionado del despacho de mi hermano. No había pestañeado para hacer efectivas ciento cincuenta mil pesetas, que eran una fortuna. Muchos trabajadores ganaban un jornal de cuatro o cinco pesetas. Con tres mil pesetas al año se podía vivir bien, aunque midiendo los gastos. Con el doble, que era mi salario en La Iberia, podía uno permitirse ciertos lujos. Me fui directo a darle la noticia a tía Ernestina, pero estaba en misa con mi madre. Con mi alegría, tardé en percatarme de que la tata estaba muy seria.
—¿Qué te ocurre? ¡Alegra esa cara! ¡Soy rico!
Creo que no me escuchó. Sacó del bolsillo de su delantal un pequeño sobre azul.
—¿Un telegrama? ¿Cuándo lo han traído?
Rompió a llorar. Miré el telegrama: venía a mi nombre y estaba cerrado.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Es un telegrama —gimoteó, señalando el sobrecito azul.
—¿Y qué?
—¡Sólo anuncian muertes y entierros! —exclamó entre sollozos.
Abrí el sobre con cuidado y leí el texto.
ESPERAMOS REGRESO URGENTE STOP CUBRIR NOTICIAS GUERRA FRANCOPRUSIANA NECESITA PERIODISTA EN PARÍS STOP VIAJARÁ USTED STOP SALUDOS STOP CLAVERO
¡Qué día! Don Felipe había decidido enviarme a París como reportero de guerra. El telegrama llegaba justo a tiempo, aunque necesitaba un par de días para dejarlo todo solucionado. La tata continuaba con su llantina. Decidí acabar con su sufrimiento.
—Nada de muertos, ni de entierros.
Me miró con el pañuelo en la mano.
—¡Sécate esas lágrimas! El director de mi periódico quiere que regrese cuanto antes a Madrid para un trabajo importante.
Algo parecido a un destello de orgullo brilló en sus ojos. Mis penas y mis éxitos eran los suyos. Que me avisaran con un telegrama significaba para ella que yo era una persona importante. Murmuró algo mientras se iba para la cocina. Sólo entendí:
—Al final se saldrá con la suya.
Fui a la oficina de telégrafos y respondí a don Felipe.
LLEGO A MADRID DOMINGO CATORCE STOP SALUDOS STOP BESORA
Cuando regresé, ya estaban en casa mi madre y mi tía. Les conté el acuerdo con mi hermano. Mi madre mostró su malestar diciendo que no respetaba la voluntad de mi padre, pero yo sabía que era por no haber estado en el ajo.
—Supongo que ya nada te retiene en Reus.
Sus palabras me dolieron tanto como el tono que empleó. Le mostré el telegrama y me lo devolvió sin hacer el menor comentario. Con tía Ernestina tuve una cálida conversación a media mañana.
—Que esto se haya resuelto, te lo debo a ti. No sé cómo podré pagártelo.
—Invítame a pasar una temporada en Madrid.
—Ya estás invitada. Si voy a París como corresponsal, te vienes cuando vuelva. Dicen que el otoño es la mejor época para conocer Madrid.
Me dio las gracias y se quedó un momento en suspenso.
—¡Conocer París! Eso te abrirá muchas puertas, ¿no?
—¡No tengo la menor idea!
Antes de abandonar Reus, precisaba otro favor de mi tía.
—Necesito que me acompañes a la joyería de Martorell.
Me dedicó una mirada cómplice.
—¿Un regalo para Paloma?
—Sí.
Me guié por sus consejos y compré una pulsera de oro con rubíes engastados.
—A Paloma le va a encantar. ¡Si supieras las ganas que tengo de conocerla!
A pesar de su resistencia, le regalé unos pendientes. Me sentí en la obligación de comprar algo a mi madre: un broche. Compré un alfiler para la tata y un par de detalles para Virtudes y Micaela.