22

Quince minutos antes de la hora señalada aguardaba la llegada de Paloma en la salita de la pastelería de doña Rosa, quien me había recibido entusiasmada, después de la batalla librada en torno a mi persona. Mientras contaba los minutos, temeroso de que Paloma no acudiera, decidí plantearle una idea que empezaba a considerar seriamente para salir de la situación en que vivíamos. Me estremecí al escuchar la campanada que señalaba la una en el reloj del Ministerio de la Gobernación sin que Paloma hubiera llegado. Con el corazón en un puño comprobé cómo transcurrían los minutos, recordando que Micaela dijo que si pasado un cuarto de hora, no aparecía, algo le había impedido acudir a nuestra cita. Estaba a punto de llegar la hora fatídica cuando escuché ruido en el pasillo. Pensé que una dependienta venía a comunicarme lo que mi corazón ya sabía. Vi girar el pomo y abrirse la puerta, y cuando Paloma apareció en el umbral, corrí hacia ella y la estreché como pude entre mis brazos, a pesar de la escayola. Al mirarla, comprobé que Micaela no había exagerado al decirme que estaba mustia. Tenía los ojos hundidos, la mirada triste. Sus mejillas habían perdido tersura y estaban tan pálidas que ni los afeites, apenas usados en otras ocasiones, disimulaban lo ajado de su rostro. Noté que había adelgazado, a pesar de que no había mucho de donde perder. Me angustió pensar que estuviera enferma; verdaderamente no había tenido necesidad de disimular para no acompañar a su madre a misa con el achaque de encontrarse mal.

Me abrumó tener tantas cosas que decirle y apenas disponer de quince minutos. Antes de que le preguntara por el retraso, Paloma se adelantó al ver mi brazo escayolado. Le resumí lo ocurrido, a pesar de que me preguntaba una y otra vez si me encontraba bien. Cuando terminé, fui yo quien preguntó.

—¿Por qué te has retrasado?

—Mi madre; habrá llegado con la misa empezada. No he podido arreglarme antes.

—¿Crisanto no está en tu casa?

—No. Por eso he podido venir. Se marchó ayer a no sé qué asunto. No le presté atención. No me interesa lo que haga o deje de hacer. ¡Lo aborrezco!

—¿Tu madre no se da cuenta? ¡Cómo es posible que te sacrifique de este modo!

—Porque está obcecada, Fernando. Mi casa es un infierno.

—¿Por qué no te rebelas? ¡Ella no tiene derecho a disponer de tu vida!

—No puedo hacer otra cosa.

—¡Cómo que no!

Paloma me miró con infinita tristeza y las lágrimas asomando a sus ojos. Lamenté haber perdido unos minutos de nuestro precioso tiempo de aquella forma.

—Siéntate. Quiero proponerte algo.

Nos acomodamos en el sofá y besé de nuevo sus mejillas.

—¿Quieres que nos casemos?

—¡Fernando! —Dio un respingo como si una avispa le hubiera dado un aguijonazo.

—¡Casémonos, Paloma! Nos amamos. Tengo casa y recursos suficientes para sacar una familia adelante. Esta semana me marcho a Reus para liquidar mi participación en el negocio familiar. El dinero no será problema ni para nosotros ni para que tu madre pueda hacer frente a su deuda. ¡Lo tenemos todo a favor!

—Menos el consentimiento de mi madre.

La miré a los ojos; a pesar de lo desmejorada que estaba seguían siendo bellísimos.

—¿Tan importante es eso para ti?

—Jamás me casaría sin tener su bendición.

Sus palabras sonaron en mis oídos como una sentencia. No podía entender aquella dependencia. Me resultaba incomprensible, tal vez porque la relación que yo tenía con la mía era distante y fría. Estuve tentado de ponerla en la tesitura de decidir entre su madre y yo, pero la amaba demasiado para arriesgarme a perderla y acababa de decirme que no se casaría sin la bendición de su madre. Me limité a preguntarle:

—¿No deseas casarte conmigo?

Se abrazó a mi cuello y me susurró con la voz embargada por la emoción:

—Más que nada en el mundo.

Después, rompió a llorar. Supe que tenía que buscar la forma de ganarme a doña Rosario si no quería perder a Paloma. En aquel momento, conseguir su beneplácito me parecía una hazaña inalcanzable. Unos golpes en la puerta anunciaron que nuestro tiempo se acababa. Apareció la propia doña Rosa.

—¡Son ustedes la mejor pareja de Madrid! Don Fernando, el mejor periodista de España —agitó el ejemplar de La Iberia que llevaba plegado en la mano— y Paloma, la dama más hermosa de esta Villa y Corte. Aunque la verdad, la veo algo mustia.

Doña Rosa se acercó y comprobó que los ojos de Paloma estaban enrojecidos por el llanto. Se caló los lentes y me miró ofendida.

—¿No le habrá dado un disgusto?

—No, doña Rosa —respondió Paloma—. Fernando es el hombre más bueno del mundo y me adora.

—Ya me parecía a mí. ¡Aquí quien no está donde debe es su madre de usted!

Paloma dejó escapar un suspiro y se puso de pie. En el espejo que colgaba de una de las paredes, recompuso como pudo su maquillaje. Doña Rosa nos miró con amor maternal y también ella suspiró.

—Se me ha ido el santo al cielo y se ha hecho tarde. ¡Tienen que despedirse!

Discretamente salió de la salita y nosotros aprovechamos para abrazarnos y besarnos de nuevo.

—Yo saldré primero, tú aguarda aquí un par de minutos.

—¿Cuándos nos volveremos a ver?

—No lo sé, amor mío. ¿Cuándo regresarás de Reus?

—Tampoco yo lo sé.

—Micaela te llevará razón.

Cuando la vi salir y cerrar la puerta, el mundo se me vino encima. Me sentía mucho peor que cuando la envidia desató la animadversión de los plumíferos y a golpe de tinta me sacaron las entrañas.

Ignés de Vilaplana terminó su segunda copa de aguardiente, yo apenas había dado un par de sorbos a la mía. El contrabandista parecía relajado y si estaba preocupado lo disimulaba sin problemas. Por el contrario, yo era un manojo de nervios; nada más llegar al café de los Ángeles, donde ya aguardaba, me espetó:

—Te veo fatal. ¿Has dormido esta noche?

—Poco y mal, preocupado porque esta mañana me quitaban la escayola.

Era sólo una parte de la verdad. La tarde del domingo, después del encuentro con Paloma, fue un tormento y la noche todavía peor. Me sentía derrotado ante su negativa a casarnos sin las bendiciones de su madre. Doña Rosario jamás daría el consentimiento. Tenía grabados en mi mente sus ojos iracundos y sus gritos expulsándome de la casa.

—¿Cómo está el brazo?

—Bien. —Lo agité para mostrarle que los huesos habían soldado sin problemas.

—Pero a ti te preocupa algo más. Si quieres, lo dejamos.

No supe si me facilitaba una vía para olvidarnos de un asunto que no le entusiasmaba o me daba a elegir. Vacilé unos segundos y me lo planteó de otra forma:

—¿Estás decidido a que abramos el arca?

Hice un esfuerzo para responderle que sí.

—Entonces, apura el aguardiente.

Entramos en la casa como si fuéramos clientes del burdel de doña Patrocinio, nadie se fijó en nosotros. Avanzamos sumidos en la penumbra hasta la puerta del fondo que Ignés abrió sin esfuerzo con una ganzúa que apareció en su mano como por arte de magia. Cerró la puerta sin hacer ruido y la penumbra del portal se convirtió en una oscuridad agobiante.

—Oriéntate palpando la pared y tantea los escalones con el pie, son dieciocho.

Descendí lentamente, detrás de él, cada vez más desorientado en medio de la oscuridad. Me detuve al escuchar cómo hurgaba con su ganzúa en otra puerta. Aunque apenas hacía ruido, en medio del silencio me pareció que podía delatar nuestra presencia. Escuché con alivio cómo saltaba el pestillo de la cerradura.

—Ya podemos entrar, pero quédate donde estás hasta que consiga algo de luz.

El ruido de la puerta al abrirse me pareció siniestro. Hasta mi nariz llegó un tufo desagradable que no logré identificar. Me sentí desamparado, presa de un miedo irracional. Era la angustia de la que hablaba Ignés cuando me contaba las malas sensaciones que allí percibía. Traté de serenarme, pero la atmósfera me resultaba irrespirable y el miedo me había paralizado de tal manera que, aunque Ignés no me lo hubiera recomendado, no habría podido moverme de donde estaba. Jamás había sentido algo parecido. Nunca había sido miedoso, ni siquiera de niño, cuando escuchaba sentado junto a la chimenea grande de la cocina, en torno al día de los difuntos, contar a los mayores historias de muertos y aparecidos. No había vuelto la cara en las peleas callejeras entre chiquillos de las calles de Reus, cuando dirimíamos nuestras diferencias de adolescentes con apedreos detrás de las bardas del molino del tío Senén.

Un leve resplandor y la voz de Ignés me sacaron de un estado próximo a un ataque de pánico. Hice un esfuerzo para bajar los peldaños que quedaban y crucé la puerta del sótano. La tufarada acre se hizo más intensa y creí adivinar un olor que me recordaba vagamente al incienso de las iglesias. Mis pupilas se adaptaban poco a poco a la oscuridad, intensificada por la gruesa bayeta negra que cubría las paredes, aislando el local y dándole un aire siniestro. Sobre la mesa podían verse algunos cirios casi consumidos y a su alrededor una docena de sillas. En la cabecera se encontraba el sillón que había llamado la atención de Ignés. La propuse encender algunos cirios.

—No creo que con las bayetas nos vean desde la calle y tengo cerillas.

Saqué la bolsa con mis adminículos de fumar —había vuelto a mi cachimba después de la obligada abstinencia de la convalecencia— y tuve que rascar hasta cuatro veces para prender una de las largas cerillas porque las manos me temblaban. Poco a poco, la luz de las candelas disipó la penumbra. Comprobé que el color de los cirios era negro, como la tapicería de las sillas. Me acerqué al sillón. Era una especie de cátedra con el respaldo rematado en un pináculo. Tenía algo de diabólico. Me quedé paralizado al vislumbrar una pintura medio oculta por la bayeta que cubría el testero que quedaba por detrás del sillón.

—Ignés, ¿ha visto esta pintura?

Tiré con fuerza del paño y el desagradable chirrido de las arandelas al desplazarse por la barra de metal que lo sostenía rompió el silencio. Lo que apareció ante mis ojos era una representación de Satán en forma de macho cabrío, sentado en un trono. Me estremecí ante el rostro cabruno de aquel ser siniestro con barba de chivo y unos descomunales cuernos enroscados tras sus largas orejas, y que me sonreía de forma maléfica como si sus ojos tuvieran vida. Horrorizado, di unos pasos hacia atrás por simple instinto de conservación. Necesitaba alejarme de aquella imagen maligna.

—¡Aquí se reúne una secta de satanistas! ¡Esta gente son adoradores del diablo!

Ignés permanecía inmóvil, con la mirada clavada en el mural.

—No lo vi la otra vez. Ya te dije que aquí se percibía el mal.

Sentí el mismo miedo que me había paralizado en la escalera. Si quienes allí se congregaban para rendir culto a Satán aparecían, podíamos darnos por muertos.

—Creo que deberíamos abrir el arca y no entretenernos.

Ignés no necesitó que se lo repitiera.

—En mi vida había visto una cosa igual. ¡Y mira que he visto cosas raras! —exclamó, sacando las llaves e introduciéndolas con cuidado en las cerraduras.

—¿Tiene que seguir algún orden?

—Primero se abre la de la derecha, después la de la izquierda y por último la de en medio. —Un ruido en el complicado mecanismo de engranajes nos indicó que las cerraduras se abrían—. Ya podemos alzar la tapa, Fernandito.

Tiramos de las aldabas y a la vacilante luz de una vela contemplamos un revoltijo de objetos. Había al menos una docena de cirios sin estrenar, todos ellos negros. Dos libros encuadernados en cuero, muy ajados, indicando un uso frecuente. El más voluminoso tenía grabado a fuego en su cubierta una estrella de cinco puntas rodeada de signos y símbolos extraños. Abrí el más pequeño. Sus páginas eran negras y las letras estaban escritas con tinta blanca. Había dos frascos de cristal, cuyo contenido parecía sangre, aunque no podía asegurarlo. Un paño grande, también de color negro y con un fleco de borlas del mismo color, y dos dagas con las empuñaduras de plata labrada con motivos demoníacos y las hojas muy afiladas. Posiblemente se trataba de dagas rituales. También había un cáliz de plata, renegrido y sucio, repujado con motivos eróticos. Llamaron mi atención unos pequeños pentáculos de plata con su correspondiente cordón de seda negra, había por lo menos veinte. En el fondo encontramos un crucifijo del que habían arrancado la imagen de Cristo. Envueltas en papel había varias hostias atravesadas con alfileres. Miré a Ignés, que hizo un gesto de preocupación. Sabía que no le gustaban los curas, pero, como muchos reusenses, de vez en cuando se postraba para orar a los pies de la imagen de la Virgen de la Misericordia.

Todo aquello formaba parte de la parafernalia utilizada por los satanistas en los rituales de las llamadas misas negras, según había leído en un libro sobre el culto al diablo entre los cortesanos de la época de Luis XIV relacionados con una mujer llamada La Voisin. Circulaban por Madrid comentarios de que en ciertos ambientes se había puesto de moda el esoterismo y las llamadas ciencias ocultas, y que en algunos de esos círculos se había llegado más lejos y se rendía culto al diablo. Aquel sótano confirmaba lo que Pedro Gómez me había contado cuando afirmaba que quienes se reunían en la calle Carretas habían celebrado una misa negra y sacrificaron su sobrino a Satán.

—¡No me equivocaba cuando barruntaba el mal entre estas paredes, Fernandito!

—¡Esta gente está loca, Ignés!

—En cualquier caso, son locos muy peligrosos.

—Creo que algunas de las cosas que hay aquí son para celebrar una misa negra.

—¿Qué es eso?

—Un ritual en el que se ridiculiza al cristianismo y se ultrajan hostias a ser posible consagradas. Es una pantomima de la misa y quien oficia lo hace sobre el cuerpo de una mujer desnuda. Una parte del rito consiste en degollar un animal, por lo general un gallo, su sangre se derrama sobre el cuerpo de la mujer, pero… pero…

—¿Pero qué? —me apremió el viejo contrabandista.

—A veces en lugar de un gallo degüellan a un niño que muere desangrado.

—¡Santo Dios! ¡Lo que son es unos criminales!

—Tengo entendido que los asistentes, muy excitados al concluir la ceremonia, se desnudan y protagonizan una orgía.

—¡Entonces es cierto que vienen mujeres! Me pareció verlas.

—¡No sé cómo en la vecindad no se han dado cuenta de que este sótano es un lugar donde se rinde culto al diablo!

—Son muy discretos y en casa de doña Patrocinio, a partir de cierta hora, no para de entrar y salir gente. ¡Es uno de los burdeles más grandes de Madrid!

Estaba claro que aquellos individuos habían escogido bien el sitio. En medio del fárrago era como mejor pasaban inadvertidos.

—¡Pero alguien ha debido de notar algo! —insistí.

—No lo creas. Esto está muy aislado y la puerta del fondo del portal no llama la atención de la gente que viene aquí a echar su polvo y a otra cosa. Oye, ¿cómo sabes todo eso de las misas negras?

—Cosas que uno lee, no soy un experto. Tengo la impresión de que un asesinato cometido hace unos meses está relacionado con esto. Aquéllos sacrificaron un niño al diablo.

—¿Por eso seguiste a aquel individuo la noche que nos vimos por primera vez?

—No, Ignés, lo seguía por otra razón.

—Creo que lo mejor será irnos. ¿Has visto ya todo lo que querías?

—Aguarde un momento.

Saqué mi cuaderno de notas y pergeñé unas líneas con el contenido del arca.