21

El escándalo que produjo mi artículo fue monumental. Me defendí de las insidias de todos los que me habían masacrado y la publicación del texto del telegrama levantó ampollas entre la profesión. Recuperé mi prestigio con la misma velocidad que lo había perdido. La Iberia alcanzó en los días siguientes cifras de ventas desconocidas.

La mañana del viernes 15 transcurrió tranquila, pero la tarde se preñó de novedades. A pesar de que continuaba sin noticias de Paloma, deseaba que mi viaje a Reus no se dilatase por más tiempo y para hablar de ello quedé con don Felipe en Lhardy a las dos y media. Me disponía a salir cuando Virtudes anunció una visita.

—¿Quién es?

—¡Esa vieja ordinaria que no ha aparecido por aquí durante su enfermedad!

Recordé la feroz discusión que su madre tuvo con Micaela. Al ver cómo se me iluminaban los ojos, murmuró entre dientes:

—¡Como los gatos, habrá venido al olor de las sardinas!

Corrí hacia el recibidor y me extrañó encontrarlo vacío. Iba a llamar a Virtudes cuando comprendí lo ocurrido. Había cerrado la puerta y la había dejado en el rellano. Al abrirla me encontré con Micaela. Tenía el gesto torcido.

—¡Micaela! ¡Qué alegría!

—¿Puedo pasar? ¡Esa desvergonzada me ha dado con la puerta en las narices!

—Le pido mil perdones. Le daré una buena reprimenda.

—¡Es lo menos que debe hacer!

—¿Cómo está Paloma? —pregunté ansioso. ¡Llevaba sin verla cuarenta y siete días!

—Mustia, como una flor cuando se corta.

—¿Qué le ocurre?

—¿Usted me lo pregunta? Por cierto, ¿qué le ha pasado en el brazo?

—Un incidente. He estado en el hospital y he tenido una larga convalecencia —lo dije como si necesitara excusarme.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Unos individuos me asaltaron y me dieron una buena tunda.

—¡Menos mal que Paloma no se ha enterado! ¿Está ya recuperado?

—Hace unos días me dieron el alta y pronto me quitarán la escayola. Dígame, ¿cuál es el motivo de su visita?

—Paloma está mal. La casa es un infierno después de que usted hiciera la tontería de aparecer por allí y actuar de la forma que lo hizo.

—He de reconocer que me equivoqué, pero mis intenciones eran honorables. Fui a brindarle mi ayuda a doña Rosario. ¡No me mire usted como si fuera un delincuente!

—Metió usted la pata hasta el corvejón.

—Yo sólo deseaba ayudar —insistí.

—Parece mentira, con lo listo y estudiado que es usted, que no calara a doña Rosario en todo el tiempo que estuvo en la casa. La madre de Paloma es tan soberbia que jamás aceptará la ayuda de alguien a quien considera inferior.

—¡Le ha entregado Paloma a Crisanto Mondéjar! —grité malhumorado.

—Porque lo considera su igual, con tantas dehesas y tantas ovejas. Aparentemente ella no pide ayuda, simplemente quien va a ser su yerno le compra la casa.

—¡Pero si la familia de Crisanto tiene que acudir a hacer frente a la hipoteca!

—Sigue usted sin enterarse… Además, ¡ya veremos en qué queda todo esto! —Micaela dejó escapar un suspiro—. Mejor lo dejamos. Vayamos al grano. ¿Podría verse con Paloma el domingo a la hora de la misa mayor de San Ginés?

—Desde luego. ¿A qué hora es esa misa?

Me miró de soslayo.

—A la una. Sea puntual, no dispondrán más que de media hora.

—¿Tan poco? —protesté.

—La misa no dura más de una hora. Paloma tiene que ir y volver, mientras su madre está en misa. ¡Menos mal que la pastelería de doña Rosa está cerca!

—¿Paloma no acompañará a su madre a la misa?

—No, fingirá estar enferma. No va a costarle mucho trabajo.

—¿Por qué lo dice?

—Porque la niña está mustia… de mal de amores —añadió antes de despedirse.

Salí hasta el rellano y la vi bajar la escalera. Antes de que se perdiera por el portal, se volvió y me dijo:

—Sea puntual, o mejor, aguarde allí desde unos minutos antes. Si pasado un cuarto de hora la niña no ha aparecido, es que algo la ha impedido acudir.

Asentí pesaroso. A pesar de mis ansias por verla, me resultaba humillante valerme de subterfugios y engañifas para poder encontrarme, de forma clandestina, con la mujer que amaba. Tenía que buscar la manera de poner fin a aquella situación, aunque fuera pasando por encima de doña Rosario. Disponía de un piso y tenía recursos más que suficientes con los que sacar adelante una familia, como para tener que andarme con aquellos trapicheos.

Le eché una filípica a Virtudes, indicándole que Micaela era persona muy importante en mis relaciones y no podía darle con la puerta en las narices. Me dijo que había insultado a su madre y yo le respondí que no se metiera en los conflictos de su madre. Virtudes era muy distinta a Marcela, pero la fuerza de la sangre hacía acto de presencia. Salí a la calle con una sensación contradictoria, entre placentera y temerosa. Lo primero, porque la normalidad se asentaba en mi vida; lo segundo, porque quienes me apalearon estaban en disposición de volver a atacarme. Se encontraban en libertad, ya que las pesquisas de la policía no habían dado el menor resultado.

Apenas había caminado unos pasos cuando escuché mi nombre:

—¡Fernandito, Fernandito!

Era Ignés. Llevábamos tres días sin vernos, desde que el médico me dio el alta.

—¿Llevas mucha prisa? —me preguntó con la sonrisa campechana que se pintaba en su boca cuando estaba contento.

—He quedado a las dos y media para almorzar en Lhardy.

—¡Picas alto, muchacho!

—Estoy invitado.

—Te acompaño. Lo que tengo que decirte se despacha en poco rato.

Habló mientras caminábamos.

—Cuando quieras visitamos el sótano.

—¿Hubo dinero suficiente para las herramientas?

—Han sobrado cinco duros. El cerrajero cobró como si fuera platero.

—¿Una ganzúa especial?

—No. Ni ganzúas ni palancas. ¿Recuerdas que te dije que el arca tenía tres cerraduras?

—Claro que me acuerdo.

—Ese tipo de arcas eran las que se utilizaban antiguamente en los ayuntamientos para depositar los caudales. Tenían tres llaves que guardaban personas diferentes y sólo podía abrirse si los tres estaban presentes. El mecanismo es muy complejo.

—¿Cómo lo sabe? ¿Ha visto alguna? ¡Son una antigualla!

—En el palacio de Buenavista hay una de adorno, en la galería de arriba. He examinado el mecanismo con detenimiento. Con ganzúas es imposible abrirla.

—¿Entonces?

Sacó tres llaves del bolsillo de su chaleco de pana y me las mostró.

—Una para cada cerradura —proclamó orgulloso.

—¿Sabe si abrirán?

—He hecho un molde a las cerraduras. Tu convalecencia me ha procurado tiempo suficiente para hacer las cosas con tranquilidad.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—Con paciencia y con cera.

—¡Pero cómo!

—¡Fernandito, confórmate con saber el milagro y deja al santo tranquilo!

—¿Está seguro de que abrirán?

—Segurísimo. Las he probado.

—¿Ha abierto el arca?

—¡Qué cosas dices! ¿No habíamos quedado en que la abriríamos juntos? ¡Soy un hombre de palabra!

Me quedé perplejo.

—Pero acaba de decirme que ha probado las llaves.

—Exactamente. He abierto las cerraduras, pero no el arca. La abriremos juntos.

Me quedé mirando a Ignés. El viejo contrabandista era de una pasta especial. Le pedí disculpas y se limitó a hacer un gesto con la mano como si espantase una mosca.

—¿Cuándo va a ser? —le pregunté deseoso de poner una fecha—. Quiero irme a Reus la semana que viene, ¿qué le parece el lunes?

—¿A las doce en el café de los Ángeles?

—¿Sigue pensando que es la mejor hora?

—Sin duda. Una cosa más.

—¿Qué?

—Debes saber que quienes se reúnen ahí son gente peligrosa. La angustia que me embargó la primera vez no era cosa de un mal día. Soy viejo y la vida me ha proporcionado alguna experiencia. En ese sótano está el mal.

Se metió la mano en el bolsillo y me dio los cinco duros que habían sobrado. Yo estaba tan ensimismado en lo que acababa de escuchar que casi no me di cuenta. Habíamos llegado a la Carrera de San Jerónimo y allí nos despedimos hasta el lunes con un apretón de manos.

La comida transcurría de forma placentera. Don Felipe aceptó mi propuesta de viajar a Reus la semana siguiente. Siguiendo su costumbre, no me preguntó por los motivos del viaje. Don Felipe era un liberal a la vieja usanza. Hablamos de la poca efectividad de la policía, después de que le explicara que estaban empeñados en relacionar mi apaleamiento con la Partida de la Porra. Comentamos el cambio radical de la familia Hohenzollern y que se había suspendido la convocatoria extraordinaria de las Cortes para la votación del monarca, por ser innecesaria. Una parte importante de la conversación se la llevaron las tensiones surgidas entre Francia y Prusia con motivo de la candidatura Hohenzollern. Muñiz tenía razón. Las noticias que llegaban de Francia resultaban alarmantes.

—¿Cree que habrá guerra? —le pregunté mientras acometíamos el tercer vuelco del cocido que estábamos despachando.

—Delo por seguro —respondió sin titubear—. Bismarck quiere la guerra para hacerse con Alsacia y Lorena, y Napoleón III es lo suficientemente tonto como para servírsela en bandeja.

—¿No cree que Bismarck declare la guerra a Francia por haberse inmiscuido en ese asunto de la candidatura y obligarlo a dar marcha atrás?

Me miró con un brillo de socarronería en sus penetrantes ojos negros.

—¿De verdad piensa usted que a Bismarck le importa algo que un Hohenzollern se siente en el trono de España?

—Es lo que dice todo el mundo.

—Todo el mundo se equivoca. Bismarck utiliza ese asunto para sus propósitos. Francia le declarará la guerra y él aparecerá como víctima del belicismo de Napoleón.

—En caso de que estalle la guerra…

—¿Lo pone en duda? —me preguntó con ironía.

—Yo no tengo la información que usted maneja, don Felipe.

—¿Que yo manejo información? ¡Aquí quien se sienta a la mesa de Prim es usted! —alzó la voz tanto que algunos comensales de las mesas próximas nos miraron.

Don Felipe masticó lentamente un buen trozo de carne y me dijo, bajando todo lo que pudo el grave tono de su voz:

—No se trata de información, sino de mirar con atención los acontecimientos.

—¿Quién cree usted que ganará la guerra? —pregunté, dando por sentado que el conflicto estallaría irremediablemente.

—Los prusianos —respondió sin dudar—. Sólo hay que fijarse en sus uniformes.

—¿Sus uniformes?

—Sí, sus uniformes. Son grises, del color de la tierra; les han quitado las plumas, los adornos y los dorados. Un soldado no necesita eso para combatir, lo que requiere es un buen armamento. Los soldados de Napoleón visten llamativos uniformes de vivos colores, botonaduras doradas, penachos en sus gorros. Son perfectos.

—¿Perfectos?

—¡Para desfilar por los boulevards de París! —exclamó con una risotada—. Los prusianos se los comerán por sopas. ¡Acuérdese de lo que le digo! Los mariscales de Francia son figuras decorativas para lucirse en los elegantes salones parisinos.

Estábamos en los postres cuando le planteé retomar el asunto de la calle Carretas. Su relajado rostro se ensombreció.

—¡Todavía sigue con esa historia que no le interesa a nadie! —exclamó molesto.

—Me parece que lo ocurrido en ese palacete puede despertar mucho interés.

—Escúcheme con atención. Usted puede consagrarse como un periodista político cuyas opiniones sean tenidas en cuenta. Puede convertirse en una persona influyente. Para conseguirlo ha de centrar sus esfuerzos en un campo concreto y no dispersarse con fuegos de artificio. En pocos casos alguien, a quien se ha dado por muerto periodísticamente hablando, ha resucitado de la forma que usted lo ha hecho. No desperdicie lo que ha logrado. No malgaste el tiempo con crónicas de sociedad y sucesos. ¡Eso déjeselo a otros!

—Tengo datos contrastados que revelan una historia tan macabra que levantará pasiones.

Don Felipe se quedó mirándome fijamente. En ese momento supe por qué Virtudes se refería a él como «el señor mayor de aspecto siniestro». Sentado, al otro lado de la mesa, lo percibí como una amenaza que aumentaba conforme se prolongaba el espeso silencio que se había establecido entre ambos. Sentí un alivio cuando, después de limpiarse la boca, me dijo muy serio:

—¿Quiere usted un consejo? Le aseguro que he dado pocos a lo largo de mi vida.

—Por supuesto, don Felipe.

—Márchese a Reus y olvídese de ese maldito asunto. Cuando vuelva, habrá estallado la guerra. No participaremos de esa lucha porque nuestro ejército no está en condiciones de hacerlo, pero sobre todo porque Prim está obsesionado con encontrar un nuevo candidato al que entronizar y acabar de una vez con la interinidad en que nos encontramos. No olvide que Serrano está jugando a dos barajas. ¡Ahí tiene un tema para un excelente artículo!

Así concluyó el almuerzo. Don Felipe se levantó con torpeza, como si durante el almuerzo hubiera envejecido varios años. Por primera vez vi una imagen muy diferente del director de La Iberia. Me pareció un anciano abatido por el paso de los años y al que le pesaba una vida llena de vivencias. En aquel momento no albergué dudas de que en su pasado había lances oscuros que lo atormentaban.

Nos despedimos en la puerta. Mientras caminaba por unas calles solitarias, castigadas por un sol implacable, tuve la sensación de que me estaba metiendo en camisa de once varas, como decía tía Ernestina. Ignés, que no era precisamente un tímido, ya me había advertido de que percibía la presencia del mal en el sótano del chaflán de la calle de los Ángeles. Don Felipe Clavero, cuya experiencia estaba por encima de cualquier consideración, trataba de que me olvidase del asunto de la calle Carretas, cuya sola mención le provocaba una irritación que yo no acertaba a comprender. Después de las semanas de calma que supuso el tiempo de la convalecencia, mi vida volvía a ser un torbellino, al que no eran ajenas las palabras de Micaela, afirmando que Paloma estaba mustia.