Don Felipe no había exagerado un ápice, casi se había quedado corto. Los periódicos montpensieristas se abalanzaron sobre mí, como fieras sobre una presa indefensa. Me tildaron de fatuo a mentiroso, pasando por melifluo, advenedizo, incapaz y mamarracho. No sabía que en el diccionario hubiera tantos sustantivos y calificativos para desprestigiar a una persona. Me dedicaron columnas enteras donde la ironía de algunos, la maldad de muchos y la envidia de todos se puso de manifiesto. En nuestra propia redacción algunos brindaron por mi defunción periodística.
Las puertas del parnaso literario madrileño se cerraban mucho más deprisa de lo que tardaron en abrirse. Estaba tan abrumado que pensaba seriamente en que mi viaje a Reus sería sin retorno. Regresaría como un fracasado para dedicarme al negocio del aceite. Lo único que me retenía en Madrid era una ilusión casi tan vana como mi futuro periodístico: mi relación con Paloma, que empezaba a tener un regusto romántico de amores trágicos como los de Larra o Espronceda.
En aquellos infaustos días —encerrado en mi vivienda soportando un calor tórrido que colaboraba a hacerlos más penosos— mis únicos consuelos eran el recuerdo de Paloma y las visitas de Ignés, puntuales y metódicas. El viejo contrabandista se mostraba indignado: había sido testigo excepcional del origen de aquella situación. Estaba presente cuando Muñiz me facilitó una información falsa. Me repetía una y otra vez: «Tengo ganas de echármelo a la cara». Una de las cosas que más le fastidiaban era la falta de palabra; siempre la había cumplido, incluso cuando se dedicaba al contrabando. Distinguía entre burlar la ley y manchar el honor personal. Según sus particulares principios, lo primero tenía una justificación, lo segundo no. Un apretón de manos valía más que todo lo que un notario consignara en un papel, por mucha filigrana que gastase y muchos sellos que colocase.
También venía a diario Manolito que seguía mostrándose escurridizo. Me visitó varias veces Rocafull, buscando hueco entre sus múltiples ocupaciones.
El martes 12 de julio, el doctor Lasarte me visitó a la caída de la tarde —ahora venía un día sí y otro no— y me hizo un reconocimiento algo más detenido. Cuando terminó, me dijo con una amplia sonrisa:
—Amigo Besora, está usted curado. Para quitarle la escayola habrá que esperar todavía una semana.
—¿Quiere decir que puedo salir a la calle?
—A partir de mañana. Lo primero que debe hacer es visitar a un oculista.
—Veo perfectamente.
—Insisto en que un especialista debería verle el ojo.
—Seguiré su consejo.
Estaba liquidando la cuenta cuando en la puerta sonaron unos golpes insistentes. En esta ocasión Virtudes no tuvo tiempo de anunciar al señor mayor de aspecto siniestro. Don Felipe, empuñando el bastón y con el chambergo calado, apareció en el salón. Olvidándose de protocolos, sin decir palabra, se acercó hasta mí y me estrechó con la fuerza de un oso entre sus brazos. Mis huesos no crujieron, era la mejor prueba para certificar el diagnóstico del doctor Lasarte. Estaba confuso porque, hasta donde yo sabía, don Felipe era persona poco dada a manifestar sus sentimientos y su efusivo abrazo rompía todos los moldes.
—¿Ha ocurrido algo?
—¡Hohenzollern ha renunciado a la corona! —exclamó alborozado.
Tardé unos segundos en reaccionar, antes de preguntarle con un hilo de voz:
—¿Está usted seguro?
—Completamente. ¿Tendría inconveniente en recibir al señor Muñiz?
El doctor Lasarte, que ya había guardado el dinero en su billetero, interrumpió nuestra conversación:
—Disculpen, pero tengo un par visitas pendientes y, por lo que veo, ustedes tienen para rato. —Cogió su maletín y su sombrero, y se despidió estrechándome la mano—: Don Fernando, aunque ya no necesita de mis servicios, me tiene a su disposición. No es necesario que me acompañe, conozco el camino. Caballero, ha sido un placer. —Estaba ya en la puerta del salón cuando se volvió y con una amplia sonrisa me dijo—: ¡No deje usted títere con cabeza, es lo que se merece esa caterva que lo ha acribillado sin piedad!
—¡Que no le quepa la menor duda! —respondió don Felipe.
—¿Quiere explicarme eso de Muñiz? —le pregunté una vez solos.
—El secretario de Prim aguarda por si no tiene inconveniente en recibirlo. Manolito espera en el rellano de la escalera. Muñiz desea darle una explicación.
—¿Una explicación? ¿Sobre qué?
—Sobre la candidatura de Hohenzollern.
No me apetecía ver al responsable de la tormenta que había descargado sobre mi persona. Don Felipe, al percatarse de mis dudas, insistió:
—En mi opinión, debería escucharlo.
Yo no acababa de decidirme. Su engaño laceraba mi ánimo.
—¿Sube o se marcha? Usted decide.
—Que suba —decidí con cierta displicencia—. Pero necesito unos minutos para adecentarme.
El recibimiento que dediqué a Muñiz fue glacial. Me ofreció su mano y la estreché, pero haciéndole patente que era simple compromiso. Con sequedad lo invité a tomar asiento e iba a indicarle que sólo la insistencia de don Felipe me había llevado a recibirlo cuando se me adelantó.
—Señor Besora, gracias por recibirme. Los dos sabemos que le debo una disculpa y una explicación.
No respondí. No estaba dispuesto a dar facilidades a quien era culpable de una de las peores semanas de mi vida. Don Felipe, para rebajar la tensión, se levantó.
—Creo que estarán mejor solos. Hablarán con más tranquilidad.
—Me gustaría que se quedase, don Felipe.
Deseaba que supiera lo ocurrido, al fin y al cabo era mi director y asumió el riesgo de publicar el artículo de marras.
—Por mi parte no considero necesario que se ausente —señaló Muñiz.
—En ese caso… —Se encogió de hombros y volvió a sentarse.
—Verá, señor Besora… —Muñiz estaba pasando un mal trago y eso me producía cierto placer morboso—. Estoy aquí cumpliendo una orden de Su Excelencia.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté por mortificarlo.
—Cuando el general Prim ha tenido conocimiento de que su texto, afirmando que don Leopoldo de Hohenzollern rechazaba la corona, había salido de su pluma porque yo lo había inducido a ello, me ha ordenado que venga a pedirle disculpas.
—¿Prim no estaba al tanto de lo que usted me dijo?
—En absoluto.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—Porque creí que era la mejor forma de ayudarle.
Don Felipe nos miraba incrédulo.
—¿Quiere usted explicarse?
—A eso he venido, señor Besora. Verá, Su Excelencia está convencido de que el fracaso de las candidaturas barajadas con anterioridad estaba relacionado con el acoso a que fueron sometidas. Los ataques en la cámara de republicanos y montpensieristas, los artículos en los periódicos, los debates en las tertulias… Su Excelencia consideraba que era eso lo que achicharraba a los candidatos. ¿Recuerdan lo ocurrido al destaparse las relaciones de don Fernando de Coburgo con la señora Hensler?
Don Felipe y yo asentimos sin abrir la boca.
—Lo mismo ocurrió con el duque de Génova —prosiguió Muñiz—. Por eso pensé que la mejor forma de proteger la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern era descartarla. Nadie se molestaría en atacarla. De hecho, las negociaciones en Berlín se pudieron culminar gracias al clima de tranquilidad que su artículo había creado. Cuando Prim leyó su artículo dijo que había exagerado la información que él le había proporcionado. A pesar de todo me dijo que lo felicitara.
Don Felipe arrugó la frente y me preguntó:
—Besora, ¿Prim le dio algún tipo de información?
—Me dijo que la candidatura de Hohenzollern estaba verde, no que hubiera sido rechazada. Esa información me la facilitó el señor Muñiz.
—Aproveché la coyuntura —se excusó el secretario de Prim.
—¿Qué coyuntura? —preguntó don Felipe un tanto amoscado.
—Ese día el señor Besora almorzó con Su Excelencia en palacio.
—¿Estuvo usted almorzando con Prim?
—Sí, señor.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Porque el general no deseaba que se supiese. Si se difundía que habíamos almorzado, habrían deducido que mi información sobre la candidatura de Hohenzollern venía de él. ¡Entiéndalo, don Felipe, era una fuente confidencial!
Mi director asintió con ligeros movimientos de cabeza y yo retomé la conversación. Para mí era importante que Prim quedara limpio de sospecha, después de haber abrigado dudas acerca de su integridad. Había pensado que él estaba implicado en una maniobra tan sucia.
—¿No informó usted a Prim de que fui víctima de su engaño?
—¡Qué dice! Su Excelencia no me lo habría perdonado. A pesar de los tortuosos caminos por los que discurre la política, es un hombre de honor.
Dejé escapar un suspiro, contento al saber que nada tenía que ver con las trapacerías de Muñiz.
—Ésta es la explicación que deseaba darle para que tenga puntual conocimiento de cómo fueron las cosas. Ahora debo pedirle disculpas, por haberlo utilizado. Pero quiero dejar claro que mi único objetivo fue ayudar a Su Excelencia.
Don Felipe dejó de acariciarse la barba y encendió uno de sus habanos. Sentí un vivo deseo de llenar mi cachimba, pero me contuve. Llevaba más de un mes sin fumar y, aunque no albergaba el propósito de dejarlo, debía vigilar el dolor del pecho.
—La carga que sostienen sus hombros es excesiva —prosiguió Muñiz—, incluso para un hombre de su fortaleza. Los republicanos no le perdonan su empeño en encontrar una nueva dinastía para España. Lo consideran un traidor a lo que ellos entienden como los principios que inspiraron la Gloriosa. Los montpensieristas, cuyo poder en la cámara es más que notable, usted mismo ha podido comprobarlo, y su influencia en la prensa enorme, gracias al dinero que Orleans derrama a manos llenas, también lo consideran un traidor. Sostienen que la misma revolución que los republicanos consideran sustentada en sus principios traería la subida al trono de Montpensier, quien la había subvencionado con cuantiosos recursos. El fatuo del general Serrano se pavonea en la dorada torre de la regencia y no hace ascos a los arribistas que susurran a su oído que él podría ser el futuro monarca; desde luego, no ayuda a encontrar una testa para ceñir la corona porque se quedaría sin sus doradas plumas. Su Excelencia está muy solo y tiene pocos apoyos. Menos mal que su voluntad es de hierro. Como le he dicho, estoy aquí porque él me lo ha ordenado. Después de saber que Hohenzollern ha rechazado la corona y que yo lo había inducido a escribir aquel artículo, me ha dicho que viniera a verlo y le diese una cumplida explicación. Ya puede imaginarse el aprecio que le tiene cuando en medio de este desastre, porque que Hohenzollern haya rechazado la corona es un desastre —apostilló—, una de las primeras disposiciones que ha tomado ha sido decirme que viniera a visitarlo. He de confesarle que antes me he reunido con el señor Clavero para que actuase de introductor.
—¿Cómo está Prim en este momento? —le pregunté.
—Abatido, pero no cejará en su empeño. Es como el ave Fénix, resurgirá de sus propias cenizas. Quería explicarle a usted todo esto —añadió Muñiz variando su entonación— para que conociera las razones que me impulsaron a actuar así, lo que no es excusa para el perjuicio que le ocasioné.
—¿Por eso me envió aquel sobre al café de Naranjeros?
—Era una forma de compensarlo. Entonces usted no podía saber por qué lo hacía.
A sus palabras siguió un largo silencio. Muñiz parecía haberse quitado un enorme peso de encima. Don Felipe, envuelto en una nube de humo, no dejaba de chupar su habano con la mirada perdida, mientras yo trataba de asimilar todo aquello. En mi ánimo pugnaban sentimientos encontrados. Por un lado, la alegría de saber que Prim era ajeno a la tramoya montada por Muñiz. Por otro, cierta satisfacción ante las explicaciones de su secretario, si bien me costaba trabajo asumir la perversidad que suponía haberme utilizado de aquella forma.
—¿Cuento con la aceptación de mis disculpas? —me preguntó Muñiz, rompiendo el prolongado silencio que se había instalado en mi salón.
—¿Se arrepiente de lo que hizo?
El secretario de Prim meditó unos segundos la respuesta.
—Visto para lo que ha servido, sí. Pero si el desinterés que a partir de su texto mostraron la prensa y las tertulias hubiera servido para ayudar a resolver el grave problema en que se está convirtiendo la búsqueda de rey, puedo asegurarle que volvería a actuar de la misma forma.
Estaba claro que para el secretario de Prim, el fin justificaba los medios por muy detestables que fueran. Al menos se expresaba con sinceridad.
—¿Cuento con sus disculpas? —insistió.
Me costó trabajo asentir, pero lo hice.
—Está disculpado.
—Gracias. Ahora debo decirle algo que tal vez sea de su interés.
—¿No será otra primicia informativa? —le pregunté con ironía.
—Lo es —me respondió sin pestañear.
—No pensará usted que…
—Usted puede hacer lo que considere más oportuno, pero me siento en la obligación de decirle que el telegrama donde se ha comunicado a Su Excelencia el rechazo de Leopoldo de Hohenzollern es conocido en Madrid por muy pocas personas. La Iberia puede apuntarse el tanto de hacerlo público y usted, si don Felipe está de acuerdo, sería el encargado de redactar el artículo correspondiente.
—Comprenderá que desconfíe.
—Por supuesto. En su lugar yo albergaría las mismas dudas. Por eso… —Muñiz sacó una billetera, extrajo un papel azulado y me lo ofreció—. ¿Quiere leerlo, por favor?
—¿Es el telegrama original?
—Sí.
Lo leí con todo interés.
Sigmaringen, 12, 10.35 de la mañana
Madrid, 12, 6.55 de la tarde.
General Prim. Madrid. Certificado
Vistas las complicaciones que parece encontrar la candidatura de mi hijo Leopoldo al trono de España, la situación penosa que los últimos acontecimientos han producido al pueblo español, poniéndole en una alternativa en la que no sabría aconsejarse más que del sentimiento de su independencia, convencido de que en semejantes circunstancias su elección no tendrá la sinceridad ni la espontaneidad con que ha contado mi hijo al aceptar la candidatura, la retiro en su nombre.
PRÍNCIPE DE HOHENZOLLERN
—No comprendo qué quiere decir con eso de la situación penosa que los últimos acontecimientos han producido en el pueblo español.
—Es una forma diplomática de no inmiscuir a Francia. Han sido las presiones de Napoleón III sobre Guillermo de Prusia las que han conducido al rechazo.
Don Felipe se puso de pie y consultó su reloj.
—Son cerca de las diez, tiene hasta la media noche para entregarme el artículo con que mañana daremos la noticia del rechazo de Hohenzollern. A las doce en punto, Besora, quiero el texto encima de mi mesa. Ni un minuto después. Me da igual que se ponga a escribir aquí o que se venga a la redacción, aunque yo le aconsejo que no aparezca por allí hasta que vaya a entregármelo. ¿Alguna pregunta?
—No, señor.
Muñiz se quedó mirándome, yo sostenía todavía el telegra ma en mis manos.
—Haga una alusión a lo de Francia, no se arrepentirá.
—¿Puedo reproducir el telegrama?
—Puede. Cópielo en un momento y devuélvamelo.