Estuve doce días en el hospital antes de que el doctor Lasarte me diera el alta, bajo promesa de continuar la convalecencia en mi casa. Me habían levantado el apósito del ojo y no parecía que mi visión estuviera dañada, aunque me recomendaron que, cuando estuviera más recuperado, acudiera a un oculista. Los dedos de mi mano derecha estaban libres de vendajes, pero persistía el dolor en el tórax, tenía dos costillas rotas; por fortuna no habían afectado a los pulmones. La hinchazón del pie derecho estaba reducida a un hematoma color berenjena, que ya amarilleaba por los bordes y me permitía caminar con alguna molestia. Lo peor era mi brazo izquierdo, estaba fracturado y lo tendría escayolado un mes.
Me instalé en el piso el 20 de junio, sin saber cuánto duraría mi encierro. Fue una suerte que Virtudes se encargara de mis asuntos domésticos porque estuvo pendiente de todas mis necesidades. En lugar de tres mañanas, venía a diario; puso mi ropero al día. Las únicas prendas que yo utilicé durante mi convalecencia fueron los camisones de dormir y una bata de seda para estar en casa, regalo de tía Ernestina; la de lana del Pirineo quedó guardada en el armario hasta que los fríos del invierno hicieran aconsejable volver a usarla.
El obligado reposo me permitió poner cierto orden en mis ideas. Desde que regresé de Reus mi vida había sido un torbellino. Mis ilusiones de establecer relaciones formales con Paloma se habían visto dramáticamente cercenadas, nuestro amor era clandestino y los encuentros en la pastelería de doña Rosa actos furtivos. Las sospechas de Micaela sobre Crisanto Mondéjar habían abierto otro frente de desasosiego. A mi complicada vida sentimental se añadían los trabajos encomendados por don Felipe que me habían procurado un inesperado éxito profesional, pero también mucho agobio. Por si todo eso no era suficiente, la aparición de Ignés de Vilaplana me condujo hasta donde ni en mis más exuberantes fantasías pude imaginar: ¡había compartido mesa y mantel con el general Prim y su esposa! La guinda a tanta tensión llegó de la mano de Pedro Gómez cuando me contó la tenebrosa historia de lo que realmente había ocurrido en el palacete de la calle Carretas: un asesinato ritual execrable. La puntilla fue verme vigilado, seguido y apaleado. Vivía con tantas prisas que, probablemente, ahí radicaba la causa de que mi intento de ofrecer ayuda a doña Rosario se hubiera saldado de forma tan desastrosa.
Las largas y tediosas horas que pasaba de la cama al sillón, interrumpidas por pequeños paseos en el corto pasillo de mi vivienda, tenían el consuelo de algunas visitas. Ignés venía todos los días a las seis de la tarde, puntual como un reloj bien ajustado. Su visita, impagable, duraba una hora. Me hablaba de viejas historias de contrabando y bandolerismo en Cataluña. Me decía que la imagen del bandolerismo andaluz, que tanto cautivaba a los extranjeros, tenía su contrapunto en Cataluña, donde no había sido menos importante que en Andalucía. Me dijo que en alguna parte del Quijote se decía —el viejo contrabandista no lo había leído— que el hidalgo manchego, al ver colgados de unos árboles a numerosos bandoleros, comentó a su escudero Sancho que aquella estampa era la prueba de que estaban cerca de Barcelona. Me contaba cómo metía de matute las mercaderías y qué trucos utilizaba para burlar a los carabineros y a los encargados del impuesto de consumos. Había practicado el contrabando a gran escala y también el menudeo.
Otra visita cotidiana —siempre fugaz y a media mañana— era la de Manolito. Me traía, de parte de don Felipe, ya restablecido, el ejemplar de La Iberia. Apenas se detenía y siempre entregaba el periódico a Virtudes; nunca pasaba a verme, escudándose en sus muchos recados. Me extrañaba la actitud del botones.
Pepe Suardíaz y Carlos Rubio venían con frecuencia, las visitas de este último enervaban a Virtudes porque mi colega persistía en su mala costumbre de no lavarse ni cambiarse de ropa. Apestaba a distancia. Utilizaba una cuerda de esparto en lugar de cinturón y su levita estaba hecha una pena. Por la casa desfiló buena parte de la redacción y me mantuvieron al día sobre las cosas que no se publicaban o por falta de espacio o porque don Felipe no lo consideraba oportuno. Carmona Roland fue de los pocos que no apareció. Suardíaz me dijo que, mientras estuve en el hospital y mi estado era más delicado, se interesó por mí a diario. Incluso escribió una gacetilla sobre el apaleamiento. Me molestó, porque no deseaba que se le dieran tres cuartos al pregonero. Lo más doloroso era que Micaela no aparecía.
No comuniqué lo ocurrido a mi familia. Mi correspondencia familiar era muy espaciada. Escribía una vez al mes y siempre contestaba tía Ernestina, que me ponía al tanto de los asuntos domésticos. Mi madre se limitaba a una posdata de un par de líneas manifestándome su cariño con palabras tan frías que dejaban helado mi corazón.
Mis dolencias mejoraban cada vez más deprisa. El doctor Lasarte, parco en palabras y eficiente en su trabajo, aseguraba que la evolución era favorable, pero se negaba a que abandonase el encierro. Virtudes iba mucho más allá de sus obligaciones. Venía todos los días y sus atenciones hacían que me remordiera la conciencia. Había sido cicatero al ofrecerle cinco pesetas de salario. Cuando le pagué su semana decidí darle las ocho pesetas que había pedido su madre.
—Se ha equivocado, don Fernando.
—No, Virtudes. Tu salario será a partir de esta semana de ocho pesetas.
Se le formó un nudo en la garganta y no pudo darme las gracias. Se marchó corriendo. Me recriminé haberla juzgado inadecuada para su cometido.
El 4 de julio, mientras escribía en mi novela, aunque no me concentraba porque no paraba de darle vueltas al asesinato de la calle Carretas y no podía quitarme a Paloma de la cabeza, recibí la inesperada visita de don Felipe Clavero. Virtudes me lo anunció como un «señor mayor de aspecto siniestro», antes de decirme su nombre. No pude evitar una sonrisa porque, ciertamente, la imagen de don Felipe —corpulento, sin ser obeso, una larga y canosa barba hasta el pecho, unas lentes anticuadas, un sombrero chambergo y su chalina— producía cierta inquietud. Salí a cumplimentarlo al recibidor.
—¡Don Felipe, qué grata sorpresa!
No se molestó en responder a mi bienvenida.
—¿Dispone de unos minutos?
—Tengo todo el tiempo del mundo. ¡Pase, pase!
Antes de acomodarnos en el salón, me preguntó por simple cortesía:
—¿Cómo se encuentra?
—Mucho mejor. Espero que el matasanos levante pronto la veda.
—Lo celebro.
Observé su rostro, que no estaba para celebraciones. Sacó un puro.
—¿Le molesta el humo?
—No, don Felipe, sabe que soy fumador, un par de cachimbas al día.
—Lo digo por sus pulmones.
—La rotura de las costillas no llegaron a lesionarlos.
—Me alegro.
Su semblante indicaba lo contrario.
—Acabo de saber que Prim se ha reunido con miembros del gobierno porque se han cerrado con éxito las negociaciones para que Hohenzollern acepte la corona.
No daba crédito a lo que acababa de decirme. Por bastante menos se ponía a un periodista de patitas en la calle. Don Felipe había levantado un artículo para meter el mío, en el que se aseguraba que Hohenzollern no aceptaría la corona de España. Tuve que hacer un esfuerzo para que las palabras salieran de mi boca.
—¿Cómo ha dicho?
—Hohenzollern ha aceptado la corona.
Mi rostro debía de estar tan blanco como las cuartillas de papel que había sobre la mesa. ¡Aquello no era posible! El propio secretario de Prim me había dicho que esa candidatura había fracasado.
—Supongo que cuando mañana se publique seré el blanco de las burlas de medio Madrid.
—¡Para impedir eso es por lo que estoy aquí!
—¿Acaso podemos hacer algo? —pregunté abatido.
Mi ánimo estaba por los suelos, mi carrera periodística destrozada y mis ilusiones literarias hechas trizas. Volvería a Reus con el rabo entre las piernas.
—Por lo que veo —miró las cuartillas esparcidas sobre la mesa—, está en condiciones de escribir.
—Desde luego. Eso no me lo ha prohibido el médico.
—Escriba una crónica sobre la aceptación de Hohenzollern.
La propuesta de mi director me pareció una locura.
—No puedo. Afirmé que rechazaba la corona, cómo voy a decir ahora lo contrario.
—El periodismo es así. Usted tiene que adelantarse y responderse a sí mismo.
—No puedo, don Felipe.
—Tiene que hacerlo. En esta profesión hay que dar el primero. No porque quien así lo hace da dos veces, sino porque no hacerlo significa morder el polvo. Si no lo hace, van a triturarlo. En el mejor de los casos volverá a las gacetillas y a los sueltos.
—Si ése es el precio por haber sido demasiado incauto…
—Puede atacar la fuente de esa información. ¡Me dijo que era de toda solvencia!
—Pero no puedo revelarla.
Don Felipe me miró a los ojos. No paraba de dar caladas a su habano.
—Supongo que es consciente de que quien lo hizo, estaba utilizándolo. ¿Hay algo que pueda hacerle cambiar de opinión?
—No, señor.
Se levantó pesadamente y dejó escapar un suspiro.
—¡Es una lástima! Cuando vuelva de Reus, si aún le quedan ganas de continuar en esto, venga a verme. Le encargaré algunos trabajos que aparecerán con iniciales. Tal vez el tiempo obre un milagro, aunque lo dudo. Su éxito había despertado demasiadas envidias y esta España nuestra sigue siendo la tierra de Caín. La paliza que le dieron esos malhechores va a ser un juego de niños con lo que van a hacerle con letras de molde.