18

Don Felipe no acababa de reponerse de su molesto catarro, propio de la llegada del verano, por lo que Suardíaz continuaba en sus funciones de director. Cuando le entregué el texto de mi artículo le dije:

—Me gustaría hacerle una visita a don Felipe, ¿podrías decirme dónde vive?

Me respondió con una excusa:

—Ya conoces a don Felipe, es muy suyo.

—¿Quieres decir que no le gustan las visitas? Sólo deseo interesarme por su salud.

—Está algo mejor.

Decepcionado, decidí regresar a mi casa; estaba obsesionado con permanecer en mi domicilio, pensando que Micaela podía aparecer en cualquier momento. A pesar del incidente con doña Rosario, estaba dispuesto a viajar a Reus y liquidar mi participación en la empresa para hacerme con una suma que, además, evitaría una discusión anual con mi hermano a cuenta de los beneficios. Bajaba los últimos peldaños de la escalera cuando Manolito me gritó desde el hueco:

—¡Don Fernando, don Fernando, aguarde un momento!

Bajó, deslizándose por el pulido pasamanos.

—¿Quiere saber dónde vive don Felipe?

Me quedé mirando al botones. Estaba a la que saltaba. Ejercía de recadero, de recepcionista de visitas o de vigilante. Conocía los entresijos de la redacción mucho mejor que la mayoría de sus miembros.

—¿Cómo sabes tú que tengo interés en ello? —Me di cuenta demasiado tarde de lo estúpido de mi pregunta.

—Don Fernando… que uno tiene las orejas en su sitio.

—¿Dónde vive?

En lugar de responderme se metió las manos en los bolsillos, miró al techo y se puso a silbar. Busqué un real que lancé al aire y atrapó al vuelo.

—En el principal del número seis de la calle de las Huertas, casi en la esquina con Matute. Le advierto que no le gustan las visitas.

—Ya me lo ha dicho el señor Suardíaz.

Fui primero a mi casa, por si Micaela hubiera pasado por allí. Apreté el paso; la tarde declinaba y no era cosa de visitar a don Felipe a deshoras. Abrí la puerta y me extrañó ver un resplandor al final del pasillo. Virtudes no debía de estar allí. Avancé con cautela, sin hacer ruido. La encontré en la habitación del fondo dándole a la plancha; estaba de espaldas y se sobresaltó al escuchar mis palabras.

—¿Qué haces aquí a estas horas? ¡Son cerca de las ocho!

—¡Jesús! ¡Qué susto me ha dado, don Fernando! —exclamó, llevándose la mano al pecho—. No lo he sentido llegar.

—Son cerca de las ocho, Virtudes —insistí.

—La ropa está muy atrasada, don Fernando, y como se va de viaje, necesitará llevarse para una temporada.

—¿Llevas aquí todo el día?

—Sí, señor, menos el rato que bajé para comer.

—¿Ha venido alguien preguntando por mí?

—Nadie, don Fernando. ¿Espera visita?

—Más bien la deseo. Vamos, deja de planchar y márchate a casa.

—¿Le preparo la cena?

—Muchas gracias, pero no te molestes. Termina ya y vete a tu casa.

Media hora después estaba de nuevo en la calle, donde había cierta animación; miré por si rondaban los moscones, pero habían desaparecido desde que Ignés los ahuyentó, aunque no estaba seguro.

La gente aprovechaba las tardes de aquellos días de temperatura agradable para pasear por las calles o formar tertulias a la puerta de las viviendas. Estaba anocheciendo y los faroleros, con sus largas pértigas, encendían las farolas del gas. Apreté el paso para que mi presencia no fuera una visita intempestiva; a pesar de todo se me hizo casi de noche. Entre la Carrera de San Jerónimo y la plazuela del Ángel había mucha menos gente. Cuando enfilé la calle de las Huertas había anochecido y apenas se veía un alma. Resultaba curioso comprobar cómo los paseantes desaparecían en pocos minutos, una vez que la noche caía sobre Madrid. En Reus ocurría lo mismo. Al llegar a la esquina de Matute, unos bultos embozados surgieron de las sombras, se abalanzaron sobre mí y me inmovilizaron.

—¡Para que no te metas donde no te llaman! —escuché decir a uno de ellos.

Sorprendido, no pude pedir auxilio; antes de darme cuenta, estaba amordazado. Un golpe de porra me dejó aturdido, aunque no llegué a perder el conocimiento.

—¡Daos prisa! ¡Alguien puede vernos!

Como si fuera un borracho al que acompañan unos amigos, me arrastraron hasta los bajos de un edificio oscuro y maloliente donde me dieron una tunda. Uno de los matones repetía como un estribillo:

—¡Para que no te metas donde no te llaman!

Perdí el conocimiento y cuando recobré el sentido apenas podía moverme. Tenía un dolor tan insoportable en un brazo que las demás laceraciones me parecían cosa menor, y eso que mis riñones estaban severamente castigados y respirar me provocaba grandes punzadas. Me arrastré hasta la calle con mucha dificultad. El dolor de riñones me impedía ponerme en pie y veía con un solo ojo. Mi ángel guardián fue un sereno que, en una de sus rondas, me encontró encogido, junto a la puerta de una casa.

—¿Está usted borracho? —me preguntó desdeñoso.

—Lo que estoy es malherido. Ayúdeme, por favor.

Se agachó para comprobarlo y por la expresión de su rostro adiviné que mi aspecto era lastimoso, pese a mi indumentaria de caballero. Con el esfuerzo perdí de nuevo el conocimiento y lo último que escuché fue que discutía, con otras personas que se habían acercado, sobre la conveniencia de avisar a un médico que vivía cerca de allí.

Al recuperar el conocimiento lo primero que vi fueron las tocas de una monja, cuyas blancas y almidonadas alas parecían llevarla en volandas por el pasillo. Ni sabía dónde estaba, cómo había llegado ni cuánto tiempo llevaba allí. Tenía el cuerpo dolorido, la boca seca y tantos vendajes que debía parecer una momia.

—¡Vaya, el caballero vuelve en sí! —La hermana me dedicó una sonrisa que hinchó sus mofletes aprisionados por la toca.

—¿Dónde estoy?

—En el Hospital de Peregrinos.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Quién me ha traído?

—Lo trajeron unos guardias.

—¿Cuándo?

—Anteayer a media noche. ¡Vaya tunda que le han propinado! ¡A todos ha extrañado que no le robaran! —Se quedó mirándome fijamente—. ¡Por aquí dicen que ha sido un ajuste de cuentas! ¿Fueron los de la Partida de la Porra?

Recordé que uno de mis agresores repetía, como si fuera un mensaje que debía recibir: «Para que no te metas donde no te llaman».

—No, no fueron los de la Partida de la Porra. ¿Qué hora es?

Le molestó que no le hiciese una confidencia. Me miró adusta y me espetó:

—¡Hora de que se tome la medicina! —Se dio media vuelta y se alejó envuelta en un revuelo de hábitos.

Intenté moverme, pero el dolor me hizo desistir. Comprobé que un vendaje me inmovilizaba el brazo izquierdo a un costado, que tenía todo el pecho vendado y que el cuello era de lo poco que podía mover sin que me lo impidiese una punzada de dolor. Al respirar me dolía en un punto, por lo que supuse que tendría alguna costilla rota. Tenía movilidad en el brazo derecho y, aunque los dedos estaban vendados, tenía las yemas libres. Me palpé la cara con mucho cuidado y comprobé que mi ojo izquierdo estaba cubierto con una gasa y una venda. Podía mover las piernas, pero me resultaba doloroso. Mi olfato percibía sin problemas el olor a desinfectante, a alcohol, a enfermo y a medicinas. Tampoco el gusto parecía afectado, sentía la boca seca y amarga. La cabeza me dolía tanto que tenía la sensación de que iba a estallarme en cualquier momento. Cerré mi ojo bueno y traté de situarme, recopilando la escueta información que me había facilitado la monja. Sabía dónde estaba, quién me había llevado, que mi presencia en el hospital había dado lugar a algunos cotilleos y que llevaba allí casi dos días. ¡Dos días! Eso significaba que Ignés se había quedado esperándome para visitar al sótano. Tal vez Micaela había ido a mi casa y Virtudes me habría echado de menos. Mi cabeza también funcionaba: recordaba sin problema las cosas pendientes y los nombres de las personas. Traté de reconstruir el momento del ataque, pero sólo tenía la imagen de unos bultos que se abalanzaban sobre mí, me inmovilizaban, me arrastraban y me golpeaban con saña. No podría identificar a mis agresores, aunque posiblemente se trataba de los mismos que me habían seguido los días anteriores. Tampoco podía determinar si su propósito era matarme o simplemente apalearme. Si pretendían lo primero, habían fracasado; si era lo segundo, lo habían hecho a conciencia.

Un ruido de pasos y comentarios me sacó de mis reflexiones. La monja escoltaba a un médico, según deduje por su bata blanca, y a otros dos individuos.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó el médico.

—Molido.

—Que haya vuelto en sí es buen síntoma, aunque su vida no ha corrido peligro en ningún momento. Lo más grave son las fracturas, pero la pérdida de sangre no ha sido importante.

Recordé que el sereno y quienes me atendieron hablaban de avisar a un médico. Me tomó el pulso y comprobó mi temperatura, poniendo la palma de su mano en mi frente. Hizo unas anotaciones en un papel que llevaba sobre una tablilla e indicó a la monja que me pusiera el termómetro y me diese las medicinas; luego, dirigiéndose a los dos individuos que lo acompañaban, les ordenó con autoridad:

—Sólo un cuarto de hora. Aunque su estado no es grave, no debe fatigarse.

La monja cumplió las instrucciones del doctor, me dijo que tenía unas décimas, me dio dos pastillas y me permitió beber un vaso de agua. Antes de retirarse dijo a los individuos:

—Ya han oído al doctor Lasarte, un cuarto de hora.

Se presentaron como agentes de policía. El que parecía el jefe lo hizo con su apellido, se llamaba Juárez, y el otro era un jovencito que no abrió la boca. No tuvieron la deferencia de interesarse por mi estado, fueron directamente al grano.

—Su nombre es don Fernando Besora, ¿verdad? —me preguntó Juárez—. Se trata de un simple formalismo, pero es necesario que usted lo corrobore.

—Sí.

—¿Es periodista de La Iberia?

—Sí.

—¿Su domicilio?

—Calle del Desengaño, seis, principal.

Tomada la filiación, me preguntaron si sospechaba de alguien. Les comenté que unos individuos me habían seguido los días previos, pero que no podía asegurar si fueron ellos quienes me apalearon. En Madrid se podían encontrar matones de tres al cuarto prometiéndoles una botella de vino. No les dije que quienes me atacaron dejaron claro que era por hurgar en algún asunto, a pesar de que eso podía ponerlos sobre la pista de algún secuaz del duque de Montpensier. Por lo que deduje de sus semblantes, con mucha dificultad por el estado de mi ojo, les decepcionó la poca información que les facilité.

—¿Qué hacía por la zona?

—Iba a ver a un amigo.

No se interesaron ni por el amigo, ni por la razón de mi visita. Tampoco yo tenía interés en revelarles mucho más.

—Tenemos entendido que no le han robado.

—Eso me han dicho.

—¿Acudió alguien que obligara a sus agresores a huir precipitadamente?

—Nadie, al menos mientras estuve consciente.

—¿Perdió el conocimiento?

—Sí.

—¿Podría decirnos cuánto tiempo estuvo inconsciente?

—Creo que no.

—A mí me parece que sí —afirmó Juárez con cierta impertinencia—. El sereno que dio aviso al médico dice que eran las doce cuando lo encontró en la acera de la calle de las Huertas. ¿Recuerda cuándo lo atacaron?

—Serían las nueve, aproximadamente.

—Eso quiere decir que estuvo inconsciente unas tres horas.

Me encogí de hombros y noté una punzada de dolor. En aquel momento apareció la monja.

—Se han pasado cinco minutos del tiempo que el doctor les había dado.

—Sólo unos minutos más, madre Concepción —solicitó Juárez.

—Punto final —cortó autoritaria—. Hay otras dos personas que desean visitarlo.

—¿Quién? —pregunté ansioso.

—Dos hombres. Dicen que son amigos suyos.

Los policías se retiraron. En realidad, poco más podía revelarles, más allá de sospechas con dudoso fundamento. Antes de marcharse me dijeron que volveríamos a vernos y Juárez, como hipótesis de trabajo, apuntó que siendo yo periodista podía tratarse de la Partida de la Porra. La violencia desatada por aquellos energúmenos tenía como objetivo principal las redacciones de los periódicos y los propios periodistas. Yo estaba seguro de que si sus pesquisas iban en esa dirección, perderían el tiempo porque esa gente la emprendía con los periodistas republicanos y carlistas.

La madre Concepción regresó un par de minutos después con Ignés y Suardíaz. Al parecer eran algunos más los que deseaban verme, pero sor Concepción se había mostrado rigurosa y limitado a dos el número de visitantes.

—Tienen ustedes un cuarto de hora, ni un minuto más —les advirtió, moviendo un dedo admonitorio, antes de retirarse.

—¡Vaya con la monja! —exclamó Suardíaz cuando ya no podía oírlo.

Después de que me preguntasen cómo me encontraba, cómo había ocurrido todo y darme algunas noticias, fue Ignés quien, con mucha discreción, comentó:

—Me extrañó que no acudieras a nuestra cita. Esperé hasta ayer por la mañana y, al ver que no aparecías, fui a tu casa. Me abrió la criada y cuando le pregunté por ti me respondió, muy nerviosa, que no habías pasado allí la noche y que no tenía noticias tuyas desde la víspera por la tarde. Muy preocupado, indagué dónde estaba la redacción de tu periódico y allí me encontré con este caballero, quien tampoco tenía noticias tuyas, desde esa misma tarde. Nos pusimos a buscarte y, como ves, hemos dado contigo.

Suardíaz me había traído un ejemplar de La Iberia donde aparecía mi artículo sobre la votación para la elección de rey y se ofreció a leérmelo, pero la llegada de sor Concepción no lo hizo posible.

—La visita ha terminado, don Fernando necesita descanso. ¡Es su mejor medicina!