El último día de mayo lo pasé encerrado en mi piso. Virtudes, la hija de Marcela, no apareció; trabajaba los lunes, los miércoles y los viernes. Estuve preparando el borrador del artículo que Muñiz me insinuó, sin decirlo, con el sobre que me había enviado. También dediqué parte de mi tiempo a repasar las notas de mi conversación con Segismundo Martínez y las cuartillas donde había tratado de reconstruir la crónica que di a don Felipe y puse en limpio toda la información facilitada por Pedro Gómez. Me interesaba esto último mucho más que las cuestiones de la política nacional. Decidí insistirle a mi director en la publicación de un artículo sobre lo ocurrido, ahora que tenía todos los datos. La gentuza que se reunía en el palacete del conde de Casalabrada había asesinado a un niño, aunque tenía que comprobar si la causa del asesinato era la que Pedro Gómez me había contado. ¡Me parecía tan irreal! Era necesario agitar las conciencias y desenmascarar a aquellos miserables para que pagaran por su crimen.
Llegué a La Iberia bien entrada la mañana, pero don Felipe no había aparecido por la redacción. Estaba en la cama con fiebre y un fortísimo catarro. Era Pepe Suardíaz quien ejercía sus funciones mientras se recuperaba. Ni por asomo, a mi amigo se le ocurrió aposentarse en la Pecera.
—Don Felipe me ha dicho que te centres en el proyecto de ley para establecer el sistema de votación en la elección del nuevo rey.
—Lo tendrás el sábado por la tarde para que salga el domingo.
—¿No podríamos adelantar algo? El debate en el Congreso es el martes.
—Por eso, precisamente. Con cuarenta y ocho horas de antelación estará fresco como una lechuga —le repliqué.
Si no podía hablar con don Felipe de la historia de la calle Carretas, estaría mejor en mi casa por si aparecía Micaela. La única posibilidad de que eso ocurriera era que doña Rosario reconsiderara su decisión. Pero mi espera resultó inútil, y el resto de la semana transcurrió sin grandes novedades. Pasaba muchas horas encerrado en la Biblioteca Nacional, documentándome sobre asuntos relacionados con la historia que me había contado Pedro Gómez: esoterismo, sectas y ritos. Cuando no estaba en la biblioteca estaba en mi casa, buscando una explicación para aquel asesinato que a nadie parecía importar lo más mínimo. A la única persona que veía era a Virtudes. Su trabajo mejoró mucho mi situación doméstica. El sábado por la mañana, di un último repaso al artículo sobre la elección de monarca y modifiqué un par de detalles. Don Felipe, que seguía acatarrado, afirmaba que llegaba un momento en que había de darse por concluida la redacción, de lo contrario una simple gacetilla se convertía en un trabajo interminable. Siempre se encontraba una redundancia que suprimir, un adjetivo que expresaba mejor la cualidad, una aclaración que perfilaba la expresión o una forma verbal que nos parecía más adecuada. Cuando al día siguiente viera la luz, los plumíferos al servicio del duque de Montpensier —don Antonio de Orleans les pagaba generosamente del mismo modo que subvencionaba periódicos para que le dedicaran toda clase de loas e impulsaran su candidatura al trono— se echarían sobre mí como lobos hambrientos. Me disponía a salir para llevárselo a Suardíaz cuando escuché hurgar en la cerradura. Me puse en guardia al recordar la advertencia de Pedro Gómez y respiré aliviado al ver que se trataba de Virtudes. La muchacha era muy eficiente.
—¿Se marcha ya, don Fernando?
—Sí. Pero… —temí haberme despistado—, ¿no estamos a sábado?
—Sí, señor.
—Entonces no deberías estar aquí.
—Sólo serán unos minutos. Ayer dejé la colada en lejía y hay que sacarla, si no el lunes me encontraré con un montón de harapos. ¿Le preparo el desayuno?
—No te molestes. El lunes no te olvides de llevar la chistera al sombrerero para ver si tiene arreglo. Me había olvidado por completo de ella.
—Como usted mande.
Mientras caminaba no dejé de mirar hacia atrás para comprobar si alguien me seguía. El ruido en la cerradura me había metido el miedo en el cuerpo. No observé nada extraño, pero no me sentí seguro hasta que estuve en la redacción. Saludé sombrero en mano y me acerqué a la mesa de Suardíaz.
—¿Cómo está don Felipe?
—Continúa en cama, pero está mejor. Ha preguntado por tu artículo.
Le entregué las cuartillas y las leyó con detenimiento. Cuando concluyó, me miró.
—Vas a hacerte un puñado de amigos.
—Estoy seguro. ¿Estás de acuerdo con titularlo «Rey con un puñado de votos?».
Anotó la frase y asintió.
Al salir miré hacia Carmona Roland que acariciaba su canosa perilla y se pasaba la mano por la cabeza, donde la calvicie había causado unos estragos que trataba de compensar con unas guedejas ruines colgando por el cogote. Lo saludé y me devolvió una mirada aviesa, sin despegar los labios. Una vez en la calle, volvieron las suspicacias. No dejé de mirar hacia atrás hasta que llegué a la fonda de la calle de los Caños. Allí pregunté por Ignés de Vilaplana.
—No sé si ha salido. —El posadero, que ajustaba una cuenta, apenas me prestó atención.
—¿Podría comprobarlo?
Me miró con cara de pocos amigos, pero gritó en dirección al patio:
—¡María, mira a ver si el catalán está en su habitación! ¡Preguntan por él!
Ignés apareció inmediatamente.
—¡Fernandito! —exclamó al verme—. ¿Qué te trae por aquí?
—Necesito que me haga un favor.
—Si está en mi mano, dalo por hecho. ¿Nos vamos al café de los Ángeles?
Al salir, identifiqué a los sujetos que me vigilaban en el café de Naranjeros. El sereno llevaba razón; aquellos tipos me seguían, pero no tenía la más remota idea de por qué lo hacían.
—¿Te pasa algo? —me preguntó el contrabandista al ver la palidez de mi rostro.
—Disimule y siga andando, como si no ocurriese nada.
Ignés se detuvo, no era hombre de componendas.
—¿Qué cojones te pasa? Te has puesto blanco como una pajuela.
—Siga andando, por favor. Se lo explicaré todo cuando lleguemos al café.
Me hizo caso, pero antes miró al otro lado de la calle y vio a los dos individuos.
—¿Ésos te siguen?
—Creo que sí.
—¿Eso es de lo que quieres hablarme?
—No.
En el café busqué con la mirada la mesa más apartada de la puerta, pero Ignés insistió en que nos acomodásemos en la que estaba junto a la ventana.
—Desde aquí los veremos mejor.
—¿Cree que es lo más conveniente?
—Por supuesto. Si ellos saben que estamos aquí, lo mejor es que nosotros sepamos dónde están ellos.
Pedimos dos copas de aguardiente. No me vendría mal, aunque mi estómago estaba encogido. Tal y como Ignés había pronosticado, al poco rato pudimos verlos calle arriba y abajo, haciendo ostentación de su presencia.
—¿Tienes algún lío de faldas con una mujer casada?
—Nada de eso.
—¿Algún otro lío?
Me encogí de hombros.
—Lo único que se me ocurre pensar es que…
No terminé la frase, ante la mirada extrañada de Ignés. ¡Cómo no me había dado cuenta antes! ¡La presencia de aquellos individuos estaba relacionada con mis artículos! Yo había dedicado a Montpensier uno muy duro y el domingo anterior, cuando señalé que la candidatura de Hohenzollern estaba liquidada, insistí en que, en modo alguno, era la persona adecuada para ocupar el trono. ¡Era una forma de intimidarme!
—¿Qué te pasa ahora?
Resoplé con fuerza.
—Me parece que acabo de descubrir por qué me siguen esos dos. En mis artículos el duque de Montpensier no sale muy bien parado.
—¿Desde cuándo los tienes colgados a la chepa?
—No lo sé, la primera vez que reparé en ello fue el lunes. Estaban pendientes de mí en un café de la plaza de la Cebada. Me advirtió un individuo que estaba conmigo.
—¿Desde entonces andan detrás de ti?
—No lo sé. Estos días casi no he salido de casa.
—¿Estás asustado?
—Preocupado, pero no he salido por asuntos de trabajo. No los había vuelto a ver hasta ahora.
—Supongo que querrás arreglarlo.
—Desde luego, pero no sé cómo.
—Déjalo de mi cuenta.
Me preocupó el tono de sus palabras. Ignés no solía andarse por las ramas.
—¿Qué va a hacer?
—Tú déjalo de mi cuenta. ¿Qué favor es ese que querías?
Di un trago al aguardiente.
—¿Se acuerda del sótano del que me habló el otro día?
—Claro. ¡Vaya un sitio extraño!
—¿Podríamos hacerle una visita? Me gustaría verlo y también el contenido del arca.
—Lo primero no es problema, pero para lo segundo habrá que comprar algunas herramientas. Necesitaré tres o cuatro días. Podríamos quedar el miércoles a esta hora.
—¿A plena luz del día?
—Es la mejor hora para no levantar sospechas. Por otro lado, la gente que ahí se reúne lo hace por la noche.
—¿Habrá con veinte duros para las herramientas?
—Quizá sobre, pero te advierto que no son baratas.
Guardó el dinero que le entregué y, sin decir palabra, se levantó.
—¿Adónde va?
—Aguarda un momento —respondió desde la puerta.
Por la ventana vi cómo se encaraba con los dos sujetos, que se marcharon a toda prisa. Regresó y pidió otra copa de aguardiente.
—Me parece que ésos sólo buscan intimidarte.
El 7 de junio, en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, se vivía la efervescencia de los grandes momentos. Los invitados se acomodaban en la parte noble de la galería alta, ufanos de su privilegio, mientras en el gallinero nos apretujábamos plumíferos y dibujantes con nuestros lápices y cuadernos. Era la primera vez que yo cubría una noticia del Congreso de los Diputados estando presente en el hemiciclo. Varios colegas me hicieron algún comentario sobre «¿Rey con un puñado de votos?». Ninguno lo elogió y algunos se mostraron desdeñosos, y en más de una mirada adiviné envidia.
La importancia del debate era patente en los corrillos de diputados que se veían en los pasillos y en el propio salón de plenos, y la tensión se adivinaba en el semblante de los jefes de fila que iban a fajarse desde la tribuna. Faltaban diez minutos para el comienzo del debate y le guardaba el sitio a Rocafull, quien había prometido venir; como habitual de la cámara, me había advertido que eran frecuentes los retrasos y me había dado algunos consejos sobre el desarrollo de las sesiones. Menos mal porque Carmona Roland, que era quien cubría la información parlamentaria, se limitó a mirarme con displicencia cuando le pedí consejo. Estaba herido en su orgullo al ver cómo en la redacción su estrella declinaba al tiempo que ascendía la mía. Yo no era culpable de esa situación, pero estaba claro que no perdonaba mi éxito. Su forma de enfocar los asuntos estaba anticuada y obsoleta; su alambicada redacción, que en otro tiempo atrajo a los lectores, ya no interesaba.
Por un momento, la tristeza se adueñó de mi ánimo, si bien resultaba más adecuado decir que se había convertido en mi compañera desde que hacía nueve días fui echado de casa de Paloma. Micaela seguía sin dar señales de vida. Ensimismado en mis cuitas, me sobresaltó el campanillazo con que el presidente de la cámara llamaba a los diputados para ocupar sus escaños. Eran las doce y diez. En los pasillos los ujieres anunciaban el comienzo de la sesión. Prim ocupó su asiento y a ello atribuí cierta agitación entre los plumíferos, pero la causa del revuelo era la presencia de un ujier en el gallinero. Portaba en su mano enguantada un sobre y preguntaba por don Fernando Besora. Le hice un gesto y con dificultad llegó hasta donde me encontraba.
—¿Es usted don Fernando Besora, el de La Iberia?
—Sí, soy yo.
—Esto de parte del señor Muñiz.
Me entregó el sobre y le di las gracias. En ese momento llegó Rocafull. Abrí el sobre con calculada parsimonia, sabiéndome el centro de atención de mis colegas. El texto era muy breve:
Su Excelencia está encantado con su artículo del pasado domingo. Me ha encargado que le transmita su agradecimiento.
El presidente Ruiz Zorrilla agitó la campanilla por segunda vez. El reglamento señalaba que serían tres las llamadas. Llevábamos un cuarto de hora de retraso y aún hubo que esperar otros cinco minutos antes de que, con el tercer anuncio, declarara abierta la sesión. En el momento que concedía la palabra al diputado Ríos Rosas en su condición de presidente de la comisión redactora del proyecto de ley, Rocafull, me susurró:
—Está comprado por Montpensier.
Ríos Rosas hizo la exposición del proyecto de ley con una brillante intervención de más de una hora. Defendía algunos puntos que yo había combatido en mi artículo.
—Por lo tanto, señorías —acometía el final de su discurso que había levantado clamorosas ovaciones y estruendosas pitadas—, la elección del monarca debe hacerse en función del número de diputados presentes. Es el criterio recogido en nuestra Carta Magna y que se tiene en cuenta a la hora de aprobar las leyes. ¡Todas las leyes! —exclamó con vehemencia—. ¡Incluido el proyecto legislativo que hoy sometemos a la aprobación de la cámara!
—¡Pero si no hay candidatos! ¡Prim no los encuentra! ¡Viva la República! —El estentóreo grito fue aclamado con un coro de «vivas» desde las filas republicanas y con silbidos desde los escaños gubernamentales.
—¿Quién es ese diputado? —pregunté a Rocafull.
—Roque Barcia. Un republicano radical. Creo que es de Huelva.
Miguelito era un experto. Anoté su nombre, su filiación y su procedencia.
—¿Y aquel que se sienta a su lado?
—¿El pelirrojo de las lentes azuladas y las grandes patillas?
—Sí.
—Ése es Paúl y Angulo. Un jerezano que estuvo con Prim en los primeros momentos de la revolución, pero cada vez está más distanciado. Esperaba que Prim se decantase por la república.
Ríos Rosas terminó su intervención en medio de aplausos y silbidos. La jugada de los montpensieristas estaba clara. El número de diputados era de 342. Según el proyecto de ley, con que hubiera 172 diputados presentes en la cámara —la mitad más uno— a la hora de elegir al nuevo monarca, la votación sería válida. Como resultaría elegido quien obtuviese la mayoría simple, significaba que el rey podía salir con sólo 87 votos. Ésos habían sido los cálculos de Montpensier, habida cuenta del número de apoyos con que podía contar. Todo consistía en que el día de la votación el número de diputados presentes no fuera muy superior a esos 172 —era habitual que hubiera entre 250 y 300—. Según Muñiz, agentes de Montpensier estaban ofreciendo dádivas sustanciosas a numerosos diputados para que se ausentaran el día en que se celebrase la votación para elegir al rey. En mi artículo no había aludido a tales compras, pero había señalado y criticado con dureza la maniobra política de Ríos Rosas para hacer posible la elección de un rey, cuyos apoyos podían ser inferiores al centenar de votos.
El presidente concedió la palabra a otro diputado de la Unión Liberal que había presentado —con toda seguridad instigado por Prim— una enmienda al proyecto.
—Señor presidente, señorías. El señor Ríos Rosas ha tratado de convencernos de que el proyecto que hoy se discute en la cámara es equiparable a cualquier otro proyecto de ley. Pero sus señorías saben que no es así. Este proyecto tiene una dimensión mucho mayor. Se trata, nada más y nada menos, que de elegir al futuro rey de España. Sus señorías coincidirán conmigo en que es necesario un respaldo amplio, que dé solidez a dicha elección. La propuesta que se trae a la cámara, tal y como está redactada, permitiría la elección de un rey con un escaso número de votos…
El orador se extendió en largas consideraciones antes de hacer su propuesta, que formuló después de media hora de discurso:
—… en consecuencia, señorías, propongo que el número de votos que den el plácet parlamentario al monarca se contabilice no a partir del número de diputados presentes en el momento de la votación, sino del número de diputados que tienen aprobada su acta y que, según la minuta que se me ha facilitado, es de trescientos cuarenta y dos. Mi propuesta solicita que el quorum mínimo que ha de obtener el candidato sea de ciento setenta y dos votos, independientemente del número de diputados que asistan a la votación.
Sus últimas palabras levantaron gritos, aplausos y silbidos. Algunos gritos fueron directamente contra Prim, que permanecía impasible en su escaño. La presidencia tuvo que emplearse a fondo para restablecer el mínimo orden y proceder a la votación de la enmienda que resultó aprobada gracias al apoyo de los diputados republicanos, quienes consideraban que una cifra mayor de apoyos dificultaría la elección. Era una forma de complicar la elección del rey y que, por agotamiento, se llegase a la proclamación de la república. Con todo, la consecuencia más importante de aquella votación era que el duque de Montpensier veía complicarse su elección.
Salí del Congreso de los Diputados con notas más que suficientes para escribir el artículo del día siguiente y escuchando violentos comentarios contra Prim.