Llegué a casa calado hasta los huesos, después de caminar bajo el aguacero que descargaba sobre Madrid. Al abrir me encontré una nota que alguien había introducido por debajo de la puerta. Me quité la chistera, estaba tan empapada que el sombrerero tendría problemas para devolverle el apresto. Antes de despojarme de la levita, rasgué el sobre. Quien me escribía era el secretario de Prim, a quien yo había dejado mis señas particulares, antes de despedirme. Decía que deseaba poner en mi conocimiento un asunto del mayor interés y me citaba para el día siguiente a las nueve de la mañana, en el café de Naranjeros, en la popular plaza de la Cebada. Me rogaba puntualidad, dando por sobreentendido que yo acudiría a la cita. En aquel momento lo único que deseaba era despojarme de mis empapadas vestiduras, secarme y meterme en la cama.
Madrid amaneció con la atmósfera limpia y, al salir a la calle, me recibió una agradable brisa mañanera que me acompañó durante el trayecto. Fue un alivio, después de una mala noche. Diez minutos antes de la hora fijada estaba acodado sobre una mesa de madera —el mármol quedaba para establecimientos de más postín— delante de un café. Renunciaba al chocolate y los churros porque mi estómago, a pesar de haberme acostado sin cenar, estaba cerrado a cal y canto. No lograba apartar de mi cabeza las consecuencias de mi visita a la casa de Paloma y, embebido en mi tristeza, sólo me di cuenta de que eran las nueve cuando se me acercó un desconocido que me preguntó:
—¿Don Fernando Besora?
—Soy yo.
—Esto de parte de don Ricardo Muñiz.
Me entregó un sobre de color crema y textura recia, me saludó con una inclinación de cabeza y se marchó deseándome un buen día. Su sorpresiva aparición hizo que ni siquiera respondiese a sus buenos deseos. Yo esperaba al señor Muñiz para compartir confidencias; me molestó que un propio viniera en su lugar. Traté de recordar las palabras de su escrito, probablemente no dijera que acudiría a la cita. Miré con cierta displicencia el sobre por ambos lados, no tenía la menor indicación. Lo abrí cuidadosamente y extraje una cuartilla en la que había unas líneas escritas a vuela pluma y dos folios de texto por el anverso y el reverso con letra de pendolista; también unos recortes de prensa pertenecientes a La Política y La Correspondencia de España. Decidí seguir un orden y empezar por la cuartilla. Muñiz me indicaba que en los folios estaba resumido todo lo referente a la votación del futuro monarca. Era el asunto que se debatiría aquella semana, el mismo que don Felipe me había encargado antes de viajar a Reus. En una posdata me decía que el general había quedado muy satisfecho con el artículo de la víspera. La lectura de los folios revelaba la complicada situación a que se enfrentaba Prim en aquel debate parlamentario donde había en juego mucho más de lo que a primera vista parecía. Me reconfortó comprobar que, si bien Muñiz no había hecho acto de presencia, acudir a la cita había merecido la pena.
En una segunda lectura me centré en las últimas líneas donde Muñiz afirmaba: «El presidente de la comisión que ha elaborado el proyecto de ley, el señor Ríos Rosas, ha redactado un documento que, de salir aprobado, permitiría la elección del futuro monarca con un reducido número de votos, en relación al total de la cámara. Ese proyecto favorece los intereses de un candidato muy concreto. El debate parlamentario será muy duro». Si estaban buscando la forma de llevar al trono a un candidato con un puñado de votos, siendo Ríos Rosas declarado partidario de don Antonio de Orleans, estaba clara cuál era la jugada de los montpensieristas, conscientes de que en una votación el duque, en el mejor de los casos, podía obtener un centenar de apoyos.
Centré mi atención en los dos recortes de prensa que pertenecían a los números de la víspera. Eran panegíricos a Montpensier y se alababa el trabajo de Ríos Rosas, ponderándose el magnífico proyecto de ley que se remitía a las Cortes y que debía ser aprobado sin modificar una sola coma. Volví a leer los folios y comprendí cuál era la intención del secretario de Prim. No formulaba petición alguna, pero resultaba evidente que me entregaba el material necesario para escribir un artículo de fondo cuando aún faltaban varios días para el debate. Hice cuentas y decidí entregarlo el sábado para publicarlo el domingo, antes de que sus señorías se trabasen en el cuerpo a cuerpo dialéctico. La lectura de aquellos papeles me distrajo del varapalo que doña Rosario había dado a mis expectativas. Me atormentaba saber que Micaela —mi cordón umbilical con Paloma— estaría de morros conmigo, pero lo que más me afligía era que Paloma habría tenido un altercado con su madre y, en ese terreno, siempre llevaba las de perder. Para ella suponía un desafío acudir a nuestros fugaces encuentros. El incidente con doña Rosario —había pensado mucho en ello durante las largas horas de insomnio en que estuve dando vueltas en la cama— me había revelado dos cosas. La primera, cuánto le escocía una simple alusión a sus problemas económicos que para ella eran una cuestión de honra. La segunda que, probablemente, le producía cierto resquemor haber utilizado a su hija para salir de sus apuros. En alguna ocasión le había oído decir que Mondéjar era un pueblerino, hijo de unos paletos acomodados, que había venido a Madrid a hacerse con un título académico para darse pisto en un poblacho manchego.
Pagué el café y me disponía a salir cuando se me acercó un individuo con rostro somnoliento que sostenía en sus manos la gorra típica de los serenos.
—¿Dispone de un minuto? —me preguntó nervioso.
—¿Qué quiere?
—Hace días, cuando lo de la Partida de la Porra en la calle Carretas, usted se acercó adonde yo estaba con otros compañeros, entre ellos Segismundo Martínez, el que lanzó un salivazo a sus pies, ¿se acuerda?
—¿Por qué se refiere a ello?
—Porque aludió usted a diez duros por un par de horas de conversación.
—¿A usted qué le importa?
—Me importa porque supongo que está relacionado con la oscura historia de la calle Carretas.
Me fijé en su cara: la tenía picada de viruela.
—¿Sabe usted algo de lo que pasó en ese palacete?
—Algo.
—¿Cuánto es algo?
—Bastante.
—¿Cuánto quiere?
—Lo mismo que le dio a Martínez.
—¿¡Diez duros!?
Hice ademán de marcharme, convencido de que se había acercado sólo para sacarme algún dinero.
—Le propongo un trato. —Lo miré sin responder—. Si lo que le cuento no tiene importancia para usted, sólo paga las copas de aguardiente. Si le parece de provecho, me abona los diez duros.
—Con esa propuesta se entrega usted atado de pies y manos. Me resultaría muy fácil, después de escuchar su historia, decirle que para mí carece de interés.
—Usted no es de esa clase de personas. Usted es un caballero, y no lo digo porque vista levita. No hay más que mirarlo a la cara. Uno aprende mucho abriendo puertas a medianoche y acompañando a borrachos y descarriados. ¡Si yo le contara…!
No era capaz de discernir si era un tunante con mucho oficio o una persona decente que buscaba redondear sus magros ingresos. Decidí que por escucharlo sólo iba a perder algo de mi tiempo.
—Siéntese.
—Mejor nos vamos. Mire con disimulo a los tipos que están en la mesa del fondo. No le han quitado el ojo de encima. Entraron justo después de usted, lo venían siguiendo por la calle. Mejor será que nos vayamos.
—Si es verdad lo que dice, nos seguirán.
—Los despistaremos.
Con discreción observé a dos individuos que parecían sostener una animada conversación. Ni los había visto en mi vida, ni sabía si era verdad que andaban tras mis pasos. ¿Sería una treta de aquel individuo para tenderme una trampa?
—¿Cómo se llama usted?
—Pedro Gómez. ¿Nos vamos?
—¿Está seguro de que esos tipos me siguen?
Esbozó una sonrisa y mostró una dentadura lamentable.
—Si no se fía, haga la prueba. Salgamos tranquilamente y verá lo que ocurre. Lo único malo es que perderemos la oportunidad de despistarlos.
—¿Cómo piensa hacerlo?
—Sacándoles una pequeña ventaja hasta llegar a las callejuelas que hay desde aquí hasta la calle de Segovia. Conozco la zona.
Cada vez estaba más convencido de que me tendía una trampa y que aquellos sujetos formaban parte de su plan. Me iba a llevar por una zona de callejuelas poco transitadas, donde podrían apiolarme sin mucho problema. A pesar de todo, decidí seguir su juego y estar muy pendiente, por si todo era una añagaza. Era más joven y podía correr más deprisa. Como el café estaba pagado, salimos sin detenernos. Vi cómo los dos sujetos llamaban para abonar su cuenta, eso nos proporcionaría cierta ventaja. Por lo pronto Pedro Gómez no se equivocaba y tampoco erró al conducirme por el dédalo de callejuelas que se abrían entre la plaza de la Cebada y la calle de Segovia.
Diez minutos después estábamos en una botillería de la plazuela de Puerta Cerrada. Pedimos dos copas de aguardiente, para Pedro Gómez fue la primera de media docena, no paró de beber mientras me contaba una historia sobre lo acontecido en la calle Carretas. Era increíble, pero estaba bien armada y sus detalles coincidían con lo que yo conocía.
—¿Cómo puedo confirmar lo que me ha contado?
Me miró vacilante, como si se hubiera arrepentido de haberme hecho partícipe de aquello. Parecía asustado de sus propias palabras. Ahora sabía por qué había bebido sin cesar, lo había hecho para darse el valor que necesitaba para contármelo. Tenía los ojos enrojecidos por la ingesta de aguardiente y me dio pena.
—Puede estar seguro de que nadie sabrá que esa historia ha salido de su boca, pero compréndalo, para publicar algo como lo que me ha contado, necesito pruebas.
Antes de responderme pidió otra copa de aguardiente y se la zampó de un trago.
—Si se las facilito, ¿me jura que lo contará todo en el periódico?
—Delo por hecho.
—En ese caso, acompáñeme, quiero mostrarle algo. Aunque le advierto que no es plato de gusto.
Bajamos casi hasta la Puerta de Segovia y por un portillo cercano fuimos a parar a unos andurriales al pie del cerro de las Vistillas. Allí no había calles ni casas, sino inmundas chabolas diseminadas al pie del cerro, en cuyas alturas se alzaba el palacio de los duques de Osuna. Nunca había visto algo parecido: chiquillos desnudos, de piel renegrida, pies lacerados de andar descalzos y rostros famélicos, marcados por un hambre nunca saciada. Mujeres escuálidas o con los cuerpos deformados, cubiertas de harapos, con algún hijo al costado, como si se tratara de un cántaro, o colgado del pecho buscando con la boca lo que no podía encontrar. Hombres ociosos por obligación, mal vestidos, matando el tiempo, sentados en el suelo con la espalda pegada a la pared de alguna de las chozas, o entretenidos en trabajar un palo con una navaja o jugando sobre el suelo con unos naipes desgastados. Me miraban con recelo, pero la compañía de Pedro Gómez era como un salvoconducto para transitar entre la miseria oculta a los ojos de la buena sociedad. Propondría a don Felipe un artículo denunciando todo aquello con dureza. El Madrid del ferrocarril, de los nuevos hoteles y restaurants, que iba a inaugurar los tranvías o abarrotaba el coso taurino junto a la Puerta de Alcalá, no podía vivir de espaldas a aquella realidad.
Pedro Gómez se detuvo ante la puerta de una de las últimas chabolas y apartó el mugriento lienzo que hacía las veces de puerta.
—Clara, ¿estás ahí?
Me preparé mentalmente para lo que iba a encontrarme.
Repitió la llamada antes de que una voz gastada le respondiera:
—¿Quién llama?
—¡Soy yo, Pedro! ¿Podemos pasar? Hay un caballero que desea hablar contigo.
Una mano apartó el cortinón y el rostro ajado de una mujer apareció en el hueco de lo que debía ser la puerta. Estaba a medio cubrir y sostenía a un bebé famélico colgado de un pecho. Tenía los ojos grandes y negros, como el desgreñado pelo que caía sobre sus hombros. Me miró sin pudor por su desnudez y observé sus facciones: era una mujer bella, a pesar de su aspecto. Tendría poco más de veinte años.
—Cuéntale a este señor qué ocurrió con tu hijo.
Una mezcla de rabia y dolor brilló en sus ojos.
—Me engañaron, señor. Se lo llevaron porque decían que era un niño muy bonito, para unas pruebas de eso que llaman… llaman…
—Fotografías —la ayudó el sereno.
—Me dieron cuarenta reales sólo por tenerlo unas horas, pero mi hijo murió.
—¿Le devolvieron el cadáver? —pregunté sobrecogido, pensando en lo que realmente había ocurrido.
—No, me dieron cien reales más y me dijeron que, después del accidente, sus restos eran irreconocibles.
—¿Cuándo fue eso?
—El siete de marzo.
Se me erizó el vello de la nuca. Tenía grabada esa fecha en mi mente.
—Veo que la recuerda muy bien.
—¡Cómo voy a olvidarla! Fue el último día que vi a mi Francisco —gimoteó.
—¿Qué edad tenía?
—Habría cumplido siete años en San Pedro.
Agradecí la información y propuse a Pedro marcharnos. Me sorprendió que Clara me preguntase:
—¿Eso es todo? ¿El señor no va a darme nada?
Rebusqué en mis bolsillos y saqué un duro de plata. Mientras hablábamos, alguna gente se había acercado hasta nosotros, pero guardaba cierta distancia. Me sentía incómodo sabiéndome el centro de aquellas miradas poco amistosas. Menos mal que Pedro Gómez caminaba a mi lado. Mejor dicho, yo marchaba a su vera. El sereno saludaba a algunos de los que nos miraban; sólo cuando llegamos a la calle de Segovia, le pregunté:
—¿Cómo se enteró usted de que esa mujer era la madre del niño?
—Clara es mi hermana pequeña.
Estaba decidido a denunciar a aquellos asesinos que habían sacrificado la vida de un inocente, pero aún me faltaban algunos elementos. Lo que no lograba explicarme era por qué don Felipe había mostrado tan poco interés en aquella historia.
Cuando fui a pagarle a Pedro Gómez los diez duros, los rechazó:
—No quiero dinero, sino justicia. Si se lo pedí, fue para no despertar sus sospechas. Un tipo como yo, sólo ofrece información a cambio de dinero.
—¿Por qué no se los da a su hermana? Le arreglará la vida durante algún tiempo.
Cogió el dinero con lágrimas en los ojos.
—Si quiere encontrarme, búsqueme en la manzana de la Carrera de San Jerónimo con el paseo del Prado.
—Seguramente lo haré.
Al despedirnos con un apretón de manos me dijo:
—Tenga mucho cuidado con esos tipos que lo siguen.