15

Eran las tres cuando llegué a la Pecera. Allí estaba don Felipe, parapetado tras su mesa de trabajo, envuelto en la nube de humo del habano que sostenía entre sus dientes. Si le había molestado mi retraso, no lo demostró.

—Fernando, hemos batido todas las marcas.

Me sorprendió que no me llamase por mi apellido. Era una muestra de intimidad que no utilizaba con ningún otro miembro de la redacción. Para él éramos Besora, Suardíaz, Rubio o Carmona; a este último, pretencioso y muy pagado de su segundo apellido, lo mentaba sólo con el primero.

—¿Qué significa eso, don Felipe?

—Que, sin haber cerrado las cuentas, hemos puesto en la calle cuarenta y cinco mil ejemplares, incluidos los que van a provincias. Jamás habíamos llegado tan lejos.

—Enhorabuena.

—¡Pero si ha sido usted el artífice de este fenómeno!

—Usted, como director, tomó la decisión de cambiar el contenido del periódico.

—Porque soy perro viejo y sé cuándo tenemos un diamante.

—Exagera usted, don Felipe.

—No sea modesto. Si el protagonista fuera ese engreído de Carmona, estaría pavoneándose por todo Madrid y ya me habría pedido un aumento de sueldo.

Aquella alusión hizo que, sin pensármelo, le plantease la petición que me veía obligado a hacerle. Estaba claro que el éxito proporcionaba alas a la osadía. Sólo un par de semanas atrás, habría cavilado varios días antes de atreverme a formulársela.

—A propósito, necesito pedirle algo.

—¡Un aumento de sueldo! —exclamó jovial.

—No, señor. Unos días de permiso. Necesito ir a Reus.

En lugar de responderme, me preguntó:

—¿Ha almorzado?

—No, señor.

—Entonces somos dos. ¡Vámonos a celebrarlo a Lhardy!

Algunos colegas se quedaron boquiabiertos. Al cruzar la redacción, don Felipe, en un gesto insólito, me tomó del brazo. Escuché a Carmona Roland mascullar algo cuando pasamos a su altura.

Lhardy era un elegante establecimiento, al que llamaban con la palabra francesa restaurant y que superaba a las casas de comidas convencionales. Difundía por Madrid un nuevo concepto de la gastronomía, si bien algunos de sus principales platos eran tradicionales. Gracias a don Felipe, que era un habitual, nos atendieron como a príncipes. La comida se prolongó tanto como el cocido que nos sirvieron; no concluyó hasta pasadas las seis. Cuando salimos a la Carrera de San Jerónimo, Madrid estaba cubierto por una espesa capa de nubes oscuras que anunciaban una de las tormentas típicas en aquella época del año. Un remolino de viento trajo olor a tierra húmeda. La tormenta estaba cerca. Me calé la chistera y me despedí de don Felipe con un apretón de manos. Mientras él tomaba dirección al paseo del Prado yo enfilé hacia la Puerta del Sol, dispuesto a poner en práctica lo que había concebido en la trastienda de la pastelería de doña Rosa.

En el restaurant habíamos cerrado un acuerdo. Logré su venia para viajar a Reus, pero pospondría mi marcha hasta que en el Congreso de los Diputados se celebrara el debate de la ley para establecer los votos necesarios para la elección del futuro monarca. Se anunciaba una jugada de los diputados montpensieristas. Don Felipe opinaba que mi firma era un filón y no estaba dispuesto a encargarle a otro el asunto. Yo protesté con cierta dosis de falsa modestia —en realidad estaba encantado con que me tuviera aquella consideración— y él insistió en que mi nombre se había consagrado y tenía las resonancias de los grandes. Escribiría un nuevo artículo de fondo y después me iría a Reus. Fue suficientemente discreto para no inmiscuirse en los motivos que me llevaban de nuevo a mi ciudad, dio por hecho que se trataba de un asunto de familia.

Crucé la Puerta del Sol y enfilé la calle Arenal, apretando el paso porque los remolinos de viento eran cada vez más fuertes y el olor a tierra mojada más intenso. La tormenta estaba tan encima de Madrid que los primeros goterones me cayeron cuando entraba al portal de la casa donde había vivido hasta hacía pocas semanas. Subí la escalera algo nervioso y en la puerta resoplé, tratando de recomponerme porque mi corazón latía como si hubiese hecho a plena carrera el trayecto desde Lhardy. Dudé antes de tirar de la cadena y esos segundos de titubeo acrecentaron mis temores; ahora me arrepentía de no haber hecho partícipe a Paloma de lo que mi mente había fraguado. Traté de tranquilizarme diciéndome a mí mismo que doña Rosario nada sabía de los trajines de Micaela, de nuestros sentimientos o de nuestros encuentros a escondidas. En realidad, lo que podía extrañar a la madre de Paloma era que yo no hubiera aparecido por la casa, después de haber vivido allí más de un año.

Tenía la mano en la cadenilla de la campana cuando me di cuenta de que había cometido un error imperdonable. Salí apresuradamente a la calle donde la lluvia arreciaba, obligándome a protegerme bajo los balcones y los aleros de los edificios. Para ahorrar unos pasos crucé por la travesía del Arenal y la calle Coloreros que daba a la calle Mayor. En la pastelería de doña Rosa no había clientes. Al verme frunció el ceño, se colocó el monóculo para verme mejor y me preguntó preocupada:

—¿Ocurre algo, don Fernando?

—¡Vengo como cliente, doña Rosa! —exclamé quitándome la chistera y sacudiendo algunas gotas de mi levita.

—¡Bendito sea Dios! ¡Me había temido una desgracia! ¡Merceditas, atiende a don Fernando!

Diez minutos después estaba de nuevo ante la puerta de la casa de Paloma, algo mojado, sobre todo por proteger la bandeja de pasteles. Tiré con fuerza y la campanilla repiqueteó varias veces. Nervioso, escuché descorrer el pestillo. Micaela, al verme en el umbral, se llevó la mano a la boca. Le dediqué una sonrisa y le mostré la bandeja.

—¡Cómo se le ha ocurrido! ¡Usted está mal de la cabeza!

—Esto hay que resolverlo, Micaela. Paloma y yo no podemos vivir así —le susurré.

—¿Está ella en el ajo de esta visita?

—No.

—¡Santo Dios! —exclamó llevándose las manos a la cabeza.

—¿Quién es? —preguntó doña Rosario desde el salón.

—¡Es don Fernando, señora! ¡Viene a hacerle una visita!

Estaba seguro de que Micaela reprimía su deseo de darme un pellizco retorcido, pero se limitó a coger mi chistera y a mover la cabeza con gesto preocupado.

—¡Adelante, don Fernando! ¡Qué agradable sorpresa! —Doña Rosario salía a mi encuentro con una sonrisa en los labios.

Besé su mano y me invitó a pasar al salón. Paloma estaba lívida, sin color y sin habla, paralizada. A Crisanto Mondéjar no se le veía por ninguna parte. Ofrecí los pasteles a doña Rosario.

—¡Qué detalle! ¡Son de doña Rosa! ¡La mejor pastelería de Madrid! ¡Siéntese, siéntese!

—Muchas gracias, doña Rosario.

—¿Qué tal en su nueva casa? ¿Nos echa de menos?

—Bueno, digamos que poco a poco me acostumbro a la soledad de aquellas paredes y, desde luego, echo en falta los guisos de Micaela.

—¡Vaya por Dios! ¿Tomará café con nosotras o prefiere chocolate?

—No quiero molestar, doña Rosario, sólo deseaba cumplimentarlas, a usted y a Paloma. He de excusarme por dejar transcurrir tanto tiempo sin visitarlas.

—¡No diga esas cosas! ¡Usted no molesta en esta casa! ¿Café o chocolate?

—Mejor café, doña Rosario.

—Póngase cómodo, mientras doy instrucciones a Micaela.

Se fue hacia la cocina, proporcionándonos unos instantes para explicarle a Paloma la razón de mi presencia. Cogí sus manos, pero las retiró enfadada.

—¡Estás loco, Fernando! ¡Me has dado un susto de muerte!

—Lo primero es cierto: tú eres la causa. Lo segundo lo lamento mucho.

—¡Tu visita hará sospechar a mi madre!

—Lo dudo. La ha tomado como una cortesía.

Paloma suspiró y yo aproveché para robarle un beso fugaz que la ruborizó.

—¿Has venido para verme en presencia de mi madre? —Su voz sonaba temblorosa.

—He venido porque estoy dispuesto a ofrecerle la ayuda de que hemos hablado en la pastelería.

—¡Eso es una locura! —exclamó con un hilo de voz—. ¿Cómo vas a explicarle que estás al tanto de nuestros problemas?

—Lo tengo pensado. No te preocupes.

La aparición de Micaela portando una bandeja con el servicio del café y los pasteles que yo había traído interrumpió nuestra conversación. Me lanzó una mirada de reproche más elocuente que un discurso de Castelar. Regresó a la cocina y aproveché para decirle a Paloma que permanecería aquella semana en Madrid, pero que viajaría a Reus el 9 o el 10 de junio.

—No digas nada a mi madre, Fernando. Te lo suplico. —Me imploraba con las manos juntas como si elevase una plegaria.

—Ni tú ni yo merecemos vivir en esta situación. Amarnos no es un delito para que tengamos que vernos furtivamente, a escondidas.

—Mi madre no aceptará tu propuesta y, además, no creo que debas quedarte sin participación en la empresa de tu familia. Era el deseo de tu padre.

No estaba dispuesto a cejar en mi empeño. Lo único que lamentaba era no habérselo dicho cuando estábamos en la pastelería. La llegada de doña Rosario interrumpió otra vez la conversación. Era el momento de preguntar por mi rival.

—¿Y el señor Mondéjar? Supongo que no estará encerrado en su habitación castigándose con el Código Penal.

—Salió después del almuerzo. Tenía que verse con unos amigos. ¡Paloma y él hacen una pareja extraordinaria!

Escuché cómo la lluvia golpeaba con fuerza en los cristales. De pronto el fugaz resplandor de un relámpago trajo un trueno largo y prolongado que sonó en la lejanía.

—¿Ha conocido ya a los padres de Crisanto?

Era consciente de caminar por el filo de la navaja, pero estaba dispuesto a apretar. Sabía que los padres del leguleyo no habían aparecido, como tampoco lo hicieron cuando, ya comenzado el curso, Crisanto se aposentó como huésped. En realidad, todas las referencias a las extensas dehesas y los grandes rebaños de ovejas se sustentaban en su palabra.

A doña Rosario le costó trabajo responder con un no y para desviar la conversación, mientras servía el café en las tazas, me comentó zalamera:

—Tengo entendido que se ha encaramado a lo más alto de la profesión. Hoy mismo me han hablado de usted en términos muy elogiosos.

Otro relámpago alumbró el salón con su luz espectral y el trueno sonó más fuerte, más cercano. La tormenta se aproximaba a toda velocidad a Madrid.

—No puedo quejarme.

—¿Azúcar?

—Dos cucharadas, colmadas, por favor.

—¡Qué tonta! No recordaba que a usted le gusta que parezca un jarabe. ¿Qué piensa de todo este jaleo que hay con la elección de rey?

Su pregunta dejaba claro que no deseaba conversar sobre la intimidad familiar.

—Lo que he escrito en La Iberia y que tanta polvareda ha levantado es que la candidatura de Hohenzollern Sigmaringen también se ha ido al traste. Prim tiene más dificultades de las previstas para encontrar una testa que coronar.

—Lo que Prim tendría que hacer es aceptar de una vez a Montpensier como rey y dejarse de pamplinas. Está consiguiendo que seamos el hazmerreír de Europa.

Fueron afirmaciones contundentes, muy a la española. Me llamó la atención que salieran de boca de doña Rosario, jamás se había interesado por los asuntos públicos. Sabía que mucha gente veía a los políticos como una caterva de aprovechados, sólo preocupados de sus propios intereses. Era cierto que algunos tenían comportamientos detestables, pero otros, como Prim, luchaban por materializar sus ideas de mejora social. Mucha gente, sin embargo, los metía a todos en el mismo saco y afirmaba con rotundidad que todos eran iguales; iguales de sinvergüenzas.

—Montpensier es serio —añadió doña Rosario—, está casado con la infanta Luisa Fernanda y es un gran administrador. ¡Eso es lo que España necesita! ¡Una persona que ponga orden en este desaguisado en que vivimos desde que destronaron a Isabel II!

Si pretendía que la conversación discurriese por esos predios, no estaba dispuesto a facilitárselo, aunque tuve que morderme la lengua. Quien permanecía angustiada era Paloma. Di un sorbo a mi taza y la deposité con cuidado sobre la mesa.

—Por cierto, doña Rosario, ha llegado a mis oídos algo que me ha preocupado.

—¿Qué ha oído usted? —me preguntó muy seria y expectante.

—Disculpe que parezca entrometido. Si no fuese por la estima que les tengo… He oído decir que… —titubeé un momento— que sufre algunas dificultades económicas.

Doña Rosario se puso de pie como si le hubieran dado un alfilerazo.

—¡Cómo se atreve usted a hacer tal insinuación! ¿Ha venido para insultarnos?

—Nada más lejos de mi ánimo, doña Rosario.

—¡Cómo se atreve! —gritó descompuesta—. ¡Salga de esta casa inmediatamente!

—Madre, lo que Fernando acaba de decir es verdad. No se por qué la enoja tanto.

La reacción de Paloma me sorprendió. Sobre todo, el tono sosegado de sus palabras. Su madre le dedicó una mirada iracunda.

—¿Has dicho Fernando? ¿Qué clase de familiaridad es ésa? —Me miró colérica y me ordenó por segunda vez—: ¡Salga de esta casa!

—Creo que no es usted justa. He venido a ofrecerle mi ayuda.

—¿Su ayuda? ¡Usted es un don nadie! ¡Pretende ganarse la vida escribiendo!

—Podría disponer de los veintiocho mil duros que necesita.

—¡Márchese! —gritó fuera de sí.

Abandoné la casa con una penosa sensación de fracaso y la triste convicción de que Paloma iba a pagar los platos rotos de mi equivocada decisión.