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Trabajé como jamás lo había hecho en mi vida. El café con Ignés fue tan rápido que a las cuatro y media estaba en mi casa ordenando papeles y dándole vueltas a la cabeza sobre la historia que iba a contar. No dejaba de pensar en cómo iba a convencer a don Felipe para que publicásemos aquello, habida cuenta de que no podía revelar las fuentes. Tenía a mi favor que mi director era un periodista de pies a cabeza. Desde las páginas de La Iberia se defendían los postulados progresistas, pero se estaba muy lejos de quienes escribían vinculados al ideario de un partido o ligados a sus prohombres más significativos. Tampoco deseaba don Felipe hacerse un nombre en las letras a través del periodismo. Que yo supiera, no había escrito dramas para ofrecerlos a Talía y llevarlos al escenario. No hacía ejercicios líricos, ni le tentaba la novela que cada vez tenía mayor número de seguidores entre las menguadas huestes de quienes en España no tenían miedo a la letra impresa. Don Felipe era el alma de La Iberia y de vez en cuando, muy de vez en cuando, nos regalaba un texto de una prosa primorosa donde revelaba una cultura tan vasta que resultaba enciclopédica.

Escribí sin descanso, contra el reloj, que aquella tarde avanzaba más deprisa de lo deseado, a diferencia de lo que últimamente me ocurría cuando la lentitud de los minutos me parecía desesperante. La admisión de textos en la redacción se cerraba a las ocho, salvo excepciones; eso significaba que por lo menos una hora antes tenía que salir de mi casa con la historia bajo el brazo. Por mucha diligencia que puse, cuando salí a la calle habían dado las ocho y media. Marcela quiso decirme algo, pero no podía perder un minuto. Le dije que ya hablaríamos. Caminaba tan deprisa que hubo trechos en los que más que andar corría. Cuando entré en el portal, sudoroso y jadeante, ya habían dado las nueve. Subí la escalera de dos en dos y crucé la redacción sin saludar. Traté de recomponerme en la puerta de la Pecera y saqué el texto del bolsillo antes de llamar.

—¡Pase!

Miré la mesa de don Felipe con la esperanza de ver algún original sobre ella, pero sólo vi el desorden habitual. Eso significaba que los textos estaban abajo, en la imprenta. Todos mis esfuerzos habían resultado vanos. Resoplé y mi superior me miró por encima de las lentes incrustadas en su nariz caballuna.

—¿Se encuentra bien, Besora?

—Sí, señor. Pero estoy desalentado.

Me señaló la silla que tenía delante. Desganado, tomé asiento y solté las cuartillas sobre la mesa. Don Felipe las miró sin tocarlas.

—¿Qué es eso?

—Una bomba.

Me taladró con la mirada antes de coger los papeles y enfrascarse en su lectura. Su rostro, como siempre, era inescrutable. Cuando terminó se quitó las lentes y, acariciándose la barba, me preguntó:

—¿La fuente es solvente?

—De toda garantía.

Se levantó, se puso la levita que colgaba del perchero y se caló el chambergo, mientras yo lo miraba inmóvil.

—¿Qué hace ahí como un pasmarote? ¡Sígame!

Apenas pegué ojo. Aguardaba las primeras claras del día, pero fui incapaz de permanecer en la cama hasta el amanecer. Era todavía noche cerrada cuando me levanté. Me afeité tranquilamente, me aseé despacio y vestí mi mejor levita. Las largas horas de vigilia me habían servido para tomar una decisión: estaba dispuesto a reunir la suma de veintiocho mil duros que costaba la libertad de Paloma. Tenía una posibilidad de conseguirla y por Paloma estaba dispuesto a cualquier cosa.

Cuando salí a la calle, los faroleros apagaban las últimas luminarias. Corría una suave brisa mañanera y, como era domingo, había menos actividad de la habitual. Acababan de dar las siete y en algunas iglesias sonaban las campanas anunciando la misa primera. Hacía mucho que había abandonado el fervor religioso que tuve en otro tiempo, pero estaba lejos del radicalismo de los llamados laicos, cuyo objetivo era eliminar los elementos religiosos que presidían la vida de los españoles, amén de deslindar las competencias del Estado y de la Iglesia. Yo era un decidido defensor del progreso e incluso compartía algunas ideas democráticas, como la implantación del sufragio universal que había consagrado la Constitución vigente, y me mostraba partidario de la idea de que la soberanía residía en la nación que para mí se identificaba con el pueblo, como había gritado Prim en la bahía de Cádiz al iniciar la revolución que había mandado al exilio a la corrupta hija del peor de nuestros reyes. Eso no era obstáculo para que me mostrase enemigo de los radicalismos pregonados por carlistas y republicanos. Yo estaba en la línea de los planteamientos de Prim. El conde de Reus sostenía que, sobre nuevas bases, la mejor forma de gobierno era una monarquía parlamentaria de carácter representativo, porque la soberanía residía en los representantes de la nación elegidos por sufragio universal. El problema era que los intentos de Prim por conseguir una cabeza en la que colocar la corona se habían saldado hasta el momento con estrepitosos fracasos y, desde luego, rechazaba que el elegido fuera el general Serrano que coqueteaba con la posibilidad de coronarse o que fuera rey el duque de Montpensier.

Entré en el café del Pasaje, muy concurrido a pesar de lo temprano de la hora, para desayunar y aguardar a que los vendedores de periódicos comenzasen a vocear su mercancía. Me senté en una mesa apartada, según mi costumbre, y pedí chocolate con churros. Apenas había probado la primera porra, cuando un vendedor gritó desde la puerta del establecimiento:

—¡Lea La Iberia! ¡Ole ole no será rey! ¡La Iberia afirma que Ole ole no será rey!

Varios parroquianos buscaron en sus bolsillos los veinticinco céntimos. El muchacho repartía ejemplares y cobraba con la agilidad de quien sabe que la falta de diligencia da alas a la competencia. Logré el último de los ejemplares. El muchacho prometió volver para satisfacer la demanda pendiente.

«Leopoldo de Hohenzollern no será rey de España»: era el titular que don Felipe y yo decidimos mientras bajábamos a la imprenta. Miré a mi alrededor y me llenó de orgullo ver a la gente embebida en la lectura. Mientras lo leía con fruición, olvidándome de los churros y del chocolate, llegaron hasta mis oídos algunos comentarios. Los había para todos los gustos, la mayor parte muy contundentes. Hacía tiempo que había comprobado que cada español llevaba dentro un presidente del Gobierno con soluciones inmediatas para todos y cada uno de los problemas que nos acuciaban. No podría señalar las veces que había escuchado en tabernas, botillerías y cafés expresiones tan enérgicas como: «¡Esto lo arreglaba yo en dos días!», «¡Si me dejasen, acababa con el problema en un santiamén!». Otros se mostraban expeditivos ante las dificultades: «¡Los colgaba a todos y santas pascuas!». O amenazaban sin ahorrarse un ápice de ferocidad: «¡Que me los dejen a mí un par de horas!». Para ellos no existía separación de poderes, derechos individuales ni garantías constitucionales. Cuando escuchaba tales sandeces pensaba que si un problema podía solucionarse en un santiamén era necesariamente un asunto menor, sin importancia.

Por fortuna los comentarios que llegaban a mis oídos, tal vez porque venían de gente leída, como decía tía Ernestina, eran más sosegados, pero la mayoría, en mi opinión, verdaderos desatinos: «Prim está malgastando oportunidades y perdiendo el tiempo», «Hay que proclamar la República» o «La solución la tenemos en casa».

Doblé el periódico por la página dedicada a los anuncios: «Crecepelos mágicos», «Medicamentos portentosos», «Tratamientos contra las enfermedades venéreas», «Corsés estiliza dores de la figura»… De repente, una voz en la mesa de mi derecha exclamó:

—¡El verdadero problema es Prim!

Miré por encima del periódico hacia el grupo de donde había salido la exclamación, pero no identifiqué a su autor, ni volví a escuchar más comentarios. Pagué la consumición y salí con La Iberia plegada bajo el brazo.

Eran poco más de las ocho. Disponía de mucho tiempo antes de mi cita con Paloma y decidí recogerme en mi casa, dedicaría un rato a la lectura. Mi espíritu no estaba para retomar la novela. Llevaba tanto tiempo abandonada que la percibía como algo ajeno, distante. Me había salido del meollo y de la piel de sus protagonistas.

Cuando llegué a la casa Marcela estaba en el portal. Hacía días que le daba largas para no hablar de un asunto que le planteé recién instalado en la casa y que ahora me parecía una equivocación. Le había dicho que necesitaba alguien que se encargase de mis asuntos domésticos. Debía ser persona de confianza y que dispusiera de tres mañanas semanales. Me preguntó cuánto estaba dispuesto a pagar y le pedí orientación a ella. Me dijo que ocho pesetas semanales por tres mañanas era un precio razonable, pero en la redacción me dijeron que lo justo era la mitad. Me molestó el engaño y que me dijera que su hija Virtudes podía encargarse del trabajo. La hija de la portera, como su madre, me parecía demasiado meticona, que diría tía Ernestina.

La verdad era que no podía demorar mucho la decisión porque la casa empezaba a notar la falta de limpieza y mi ropero la necesidad del lavado y planchado. La despensa había soportado mejor la situación porque me proveía de lo necesario en un colmado que había al final de la calle.

—Han venido preguntando por usted.

Me lo soltó sin molestarse en dar los buenos días y con una sonrisa en los labios que no fui capaz de interpretar. Temí que fuera Micaela para anular mi cita con Paloma.

—¿Quién?

—No lo ha dicho, pero ha dejado este recado.

Sacó una cuartilla y, antes de dármela, se interesó, como me temía, por el trabajo:

—¿Va a darme una respuesta? Debe saber que mi hija tiene otras ofertas.

No deseaba enemistarme con la portera, pero estaba convencido de que aceptar su propuesta no era lo más acertado.

—Ocho pesetas me parece demasiado por tres mañanas. —Pensé que así me quitaría de encima aquel incordio, pero me equivoqué.

—¿Cuánto estaría dispuesto a pagar?

—No más de un duro.

Yo esperaba un rechazo frontal, una explosión de cólera e indignación, pero me miró con una sonrisa en los labios.

—¿Empieza mañana?

Asentí, mascullando una afirmación entre los dientes, al tiempo que recogía el mensaje. El texto lo firmaba don Felipe Clavero.

Hemos procedido a efectuar una nueva tirada, los ejemplares del día vuelan de las manos con la tinta aún fresca. En la imprenta no paran. La causa es su artículo sobre Hohenzollern. Enhorabuena. Lo espero en la redacción.

F. CLAVERO

Me satisfizo el escueto mensaje que me consagraba en el mundo del periodismo. Ahora mi mayor problema era decidir si acudía a La Iberia o me desentendía del asunto hasta que me hubiese visto con Paloma. En casa me quedé en mangas de camisa. A aquellas alturas de mayo, el calendario señalaba que estábamos a 29, el calor empezaba a apretar. Me tendí en la cama y consideré la situación. Me incliné por no arriesgar mi encuentro con Paloma que a veces daba como seguro y a veces no, temiendo algún inconveniente. Los minutos se me hicieron eternos. Bastante antes de la una, después de un somero lavado para refrescarme y convenientemente perfumado, salí a la calle. Tardé poco en llegar a la Puerta del Sol, observé que alguna gente tenía en sus manos un ejemplar de La Iberia. Pensé en don Felipe aguardándome en la Pecera y me lo imaginé sumando ejemplares y más ejemplares porque, a pesar de lo avanzado de la hora, los vendedores seguían voceando que «Ole ole» no iba a ser rey de España. Henchido de orgullo profesional, caminé con paso mesurado por aquella plaza irregular en la que confluían una decena de calles, deteniéndome en algunos escaparates. Antes de la hora fijada estaba ante el escaparate de la pastelería, como si me interesase alguna de las delicias allí expuestas. Alcé la vista y vi a través del cristal a doña Rosa acomodada en aquella especie de trono desde el que ejercía su dominio. Me hizo una seña para que entrase. Me recibió con una amplia sonrisa.

—Es un placer volver a verle, don Fernando. —Me ofreció su blanca y regordeta mano —sus nudillos eran hoyuelos—, que tomé galante y la rocé con mis labios, advirtiendo cómo se estremecía antes de añadir emocionada—: Además, es usted el hombre del día. —Con una pícara mirada, sacó de debajo del mostrador un ejemplar de La Iberia. Bajó su voz hasta darle un tono de confidencialidad—: La señorita Paloma lo aguarda desde hace unos minutos. —Miró a una de las dependientas y le ordenó—: Merceditas, acompaña al caballero.

Crucé por el mismo pasillo lleno de bateas rebosantes de dulces, mientras maldecía los minutos malgastados en la Puerta del Sol. Paloma, que vestía un traje de muselina rosa con pequeños adornos de encaje en el cuello y los puños, me pareció una diosa. Se levantó al verme y fui el más feliz de los mortales al fundirnos en un abrazo, olvidándonos de Merceditas, que cerró la puerta discretamente. Perdí la noción del tiempo abrazado a Paloma, besando su cuello, sus mejillas, sus labios. La estrechaba entre mis brazos con tanta fuerza que temí hacerle daño, aunque sus delicadas formas se adaptaban con elasticidad a la presión de mis manos. Deseé que el mundo se detuviera y el tiempo se congelara, embargado por un placer inenarrable que estremecía mi cuerpo de los pies a la cabeza. Paloma vibraba en mis brazos al tiempo que acariciaba con ternura mi cuello y mi nuca.

Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para contener mis apetitos porque mis deseos por fundirme con ella iban más allá de lo recomendable. No me atrevía a preguntarle si ella deseaba lo mismo que yo, aunque tenía la sensación de que, como en tantas otras cosas, me habían engañado en los años de mi estricta formación en un internado religioso cuando me decían que una dama no experimentaba deseos libidinosos.

—He dicho a doña Rosa que nos avise a las dos y media.

Paloma me explicó cómo era posible que pudiéramos vernos a una hora que coincidía con el almuerzo.

—Mi madre ha quedado, después de la misa mayor en los Jerónimos, a la que hemos asistido juntas, en visitar a los prestamistas para intentar un nuevo aplazamiento, ofreciéndoles el pago total de las ciento cuarenta mil pesetas que les adeuda.

—¿Cuándo cumple?

—El treinta y uno de agosto.

—¿Por qué necesita un aplazamiento? La familia Mondéjar está comprometida en hacerse cargo de la deuda.

—Crisanto dice que hasta pasado el verano no podrá hacer efectiva la suma.

—¡Pero si su familia son grandes hacendados, propietarios de fincas enormes y miles de cabezas de ganado lanar…!

—Ha explicado no sé qué razones a mi madre.

—Esto me huele a chamusquina. Esa actitud es muy rara. ¿Os ha visitado su tío?

—No. Micaela también dice que aquí hay gato encerrado.

Me alegró saber que la había hecho partícipe de sus resquemores.

—Cuéntame, exactamente, lo que tu madre pretende.

—Quiere un aplazamiento hasta fin de año con la esperanza de que para entonces la familia de Crisanto haya hecho efectivo su compromiso. Pero no albergo muchas esperanzas. Esos usureros han hincado el diente y no soltarán la presa.

—¿Aceptaría tu madre los veintiocho mil duros si se los ofreciera?

Paloma me miró sorprendida.

—¿Tú dispones de esa suma?

—No.

—¿Entonces?

—Puedo conseguirla. Mi padre señaló en su testamento que yo tendría el diez por ciento de los beneficios anuales de la empresa familiar.

—¿El diez por ciento de los beneficios de este año alcanza esa suma?

—No. Pero tengo ciento diez mil pesetas. Cien mil de la mitad del premio de la lotería de mi padre y diez mil de una manda de su testamento. Probablemente mi hermano se encargará de disminuir la cifra de los beneficios, pero este año rondarán entre las ciento cincuenta mil y las doscientas mil pesetas.

—En el mejor de los casos y siempre que tu hermano no rebaje la cifra, necesitarías al menos dos años para llegar a los veintiocho mil duros de la deuda.

—Puedo vender a mi hermano ese derecho.

—No te comprendo.

—Renunciaría a mi participación en los beneficios a cambio de una suma mayor.

Las lágrimas aparecieron en sus ojos y resbalaron por sus mejillas.

—¿Estarías dispuesto a renunciar a tu herencia por mí?

—A eso y a mucho más.

Me rodeó con sus brazos y me estrechó contra su pecho.

Unos suaves golpes en la puerta anunciaron que nuestro tiempo había concluido.

—¿Cuándo volveré a verte?

—No lo sé —me respondió con una tristeza infinita en sus ojos.

Arregló los encajes del vestido y recompuso su figura antes de darme el doloroso beso de la despedida. Decidí poner en práctica lo que durante nuestro encuentro había revoloteado por mi cabeza.